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100 Clásicos de la Literatura

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—¡Si un día quieres enviarme una parte del manuscrito para que te lo copie, como hacíamos antes, lo haré con mucho gusto! —dijo ella con una amabilidad conciliadora—. A mí me gustaría muchísimo seguir ayudándote como… como… amiga.

Phillotson reflexionó un momento y dijo:

—No, creo que si nos debemos separar, lo mejor es que lo hagamos por completo. Precisamente por eso no quiero preguntarte nada; y, sobre todo, quiero que no intentes tenerme al corriente de lo que haces y lo que no; no quiero ni saber tu dirección… Bueno, ¿cuánto dinero quieres? Supongo que necesitarás llevar algo.

—¡Pero, Richard, cómo voy aceptar dinero tuyo para marcharme de tu lado! Eso ni pensarlo. Tengo dinero mío para una temporada, y Jude me dejará…

—Preferiría que no me lo nombraras, si no te importa. Eres libre, absolutamente libre; lo que hagas en adelante es cuenta tuya.

—Muy bien. Pero quiero decirte que he empaquetado solo una o dos mudas y un par de cosas totalmente personales. Quiero que le eches una mirada al baúl antes de cerrarlo. Además de eso, me llevo solo un paquetito que cabrá en la maleta de Jude.

—¡No voy a ponerme a revisar tu equipaje! Lo que yo quisiera es que te llevaras las tres cuartas partes de los muebles de la casa. A mí me van a estorbar. Tengo cierto afecto por una o dos piezas que pertenecieron a mis padres. Pero lo demás, te agradecería que mandaras a alguien a recogerlo cuando te venga bien.

—Eso no lo haré nunca.

—Te vas en el tren de las seis y media, ¿no? Son ya las seis menos cuarto.

—Tú… ¡Tú no pareces sentir mucho que me vaya, Richard! —No…, tal vez no.

—Me gusta mucho cómo te has portado. Es curioso que, desde el momento en que he empezado a considerarte no como mi marido sino como mi antiguo maestro, he comenzado a tenerte cariño. No voy a cometer la ridiculez de decir que te quiero, porque sabes que no es verdad, salvo como amigo. ¡Pero para mí eres un amigo de veras!

A Sue se le llenaron los ojos de lágrimas por un momento, al hacerse estas reflexiones; y pasó a recogerla el autobús de la estación. Phillotson mandó cargar sus cosas en la baca, la ayudó a subir, y se vio forzado a simular que la besaba mientras le deseaba buen viaje, cosa que ella comprendió perfectamente e hizo lo mismo. Por la manera cordial de despedirse, el conductor del autobús no pensó sino que ella se marchaba por unos días.

Al volver a casa, Phillotson subió al piso de arriba y abrió la ventana desde donde se dominaba el camino que el autobús había tomado. No tardó en perderse a lo lejos el ruido de las ruedas. Bajó entonces, con el rostro contraído de dolor; se puso el sombrero y emprendió el mismo camino por espacio de kilómetro y medio. Luego, de pronto, dio media vuelta y regresó a su casa.

No había hecho más que entrar, cuando la voz de su amigo Gillingham le saludó desde el salón.

—He estado un rato llamando; de modo que, viendo que estaba abierta la puerta, he entrado y me he sentado aquí a esperar. Ya te dije que vendría.

—Sí. Te lo agradezco mucho, Gillingham; y, sobre todo, que hayas venido esta noche.

—¿Cómo está tu mujer?…

—Muy bien. Se ha marchado: acaba de irse. Esa es su taza de té; no hará ni una hora que se lo ha tomado. Y ese es el plato que… —A Phillotson se le hizo un nudo en la garganta y no pudo seguir. Se volvió y apartó a un lado los cacharros del té—. A propósito, ¿has tomado té? —preguntó entonces en un tono distinto.

—No… Sí… Bueno, no importa —dijo Gillingham, preocupado—. ¿Y se ha ido, dices?

—Sí… Habría dado mi vida por que se quedara; pero no soy capaz de ser cruel con ella en nombre de la ley. Al parecer, ha ido a reunirse con su amante. No tengo ni idea de lo que van a hacer. Sea lo que sea, tiene mi total consentimiento.

Había tal firmeza, tal aplomo en las palabras de Phillotson, que su amigo se abstuvo de hacer ningún comentario.

—¿Quieres… que te deje solo? —preguntó.

—No, no. Es una suerte para mí que hayas venido. Tengo que arreglar algunas cosas y deshacerme de otras. ¿Quieres ayudarme?

Gillingham asintió. Subieron a las habitaciones de arriba; el maestro abrió los cajones y empezó a sacar todas las cosas que Sue se había dejado y a guardarlas en un baúl.

—No ha querido llevarse todo lo que yo hubiera deseado —prosiguió—. Pero ya que he decidido dejarla que viva a su manera, mi determinación es tajante.

—Otros hombres se habrían avenido a vivir separados.

—Ya le he dado bastantes vueltas a todo eso y no quiero discutirlo más. Yo era, y soy, el hombre más anticuado del mundo en cuestión de matrimonio. La verdad es que jamás se me ha ocurrido criticar sus principios morales. Pero se me han puesto de proa ciertos hechos y no he podido luchar contra ellos.

Siguieron guardando cosas en silencio. Cuando hubieron terminado, Phillotson cerró el baúl con llave.

—¡En fin! —dijo—. ¡Que le sirvan de adorno para otro, ya nunca más para mí!

IV. 5.

Veinticuatro horas antes, Sue había escrito la siguiente nota a Jude:

Se ha arreglado como te dije, y me marcho mañana por la tarde. Richard y yo hemos pensado que podría hacerse sin llamar la atención después de anochecer. Estoy un poco asustada y por eso te pido que no dejes de estar en el andén de Melchester para esperarme. Llegaré un poco antes de las siete. Naturalmente, sé que estarás, querido Jude; pero me siento tan cohibida que insisto en suplicarte que seas puntual. ¡Él ha sido muy amable conmigo en todo!

¡Hasta que nos veamos!,

S.

Mientras el autobús descendía más y más por la pendiente del pueblo encaramado, ella —la única pasajera esa tarde— miraba con tristeza la carretera que iba quedando atrás. Pero su semblante no reflejaba la menor sombra de vacilación.

El tren que debía coger paraba solo a una señal que se le hiciera. A Sue le resultaba extraño que una organización tan poderosa como la del ferrocarril se detuviera solo por ella: una fugitiva de su hogar legítimo.

A los veinte minutos de viaje llegaba a su destino, y Sue empezó a recoger sus cosas para apearse. En el momento en que el tren se detuvo en el andén de Melchester, una mano se agarró a la portezuela y apareció Jude. Entró en el compartimento con presteza. Llevaba una bolsa negra en la mano y vestía el traje oscuro que se ponía los domingos y por las tardes al terminar el trabajo. En general, tenía el aspecto de un joven apuesto; el ardiente afecto que sentía por ella le brillaba en los ojos.

—¡Oh, Jude! —Le cogió las manos con las suyas, y su estado de tensión se resolvió en una serie de sollozos convulsivos—. ¡Qué alegría más grande! ¿Bajo aquí?

—No. ¡Lo que voy a hacer es subir yo! He recogido mis cosas. Además de esta bolsa, solo llevo un baúl, que he facturado.

—Entonces, ¿no bajo? ¿Es que no vamos a quedamos aquí?

—¿No te das cuenta de que no podríamos? Aquí nos conocen…; a mí, por lo menos, me conocen demasiado. He facturado mi equipaje para Aldbrickham; y aquí tienes tu billete, puesto que el que llevas solo te sirve hasta aquí.

—Yo creía que íbamos a quedarnos a vivir aquí —repitió ella.

—Es mejor que no.

—No, claro.

—No me ha dado tiempo a escribirte y decirte el lugar adonde había pensado que nos fuéramos. Aldbrickham es una ciudad mucho más grande, de sesenta o setenta mil habitantes, y nadie sabe nada de nosotros allí.

—¿Y has dejado tu trabajo de la catedral aquí?

—Sí. Un poco improvisadamente… Tu carta me pilló de sorpresa. En realidad, habrían podido obligarme a que terminara la semana. Pero yo he dicho que la cosa era muy urgente, y me han dejado. Estaba dispuesto a dejarlo en cuanto me lo pidieras, cariño. ¡La verdad es que lo he dejado ya más de una vez por ti!

—Presiento que te estoy haciendo mucho daño. He echado a perder tus proyectos de entrar en la Iglesia; echo a perder los progresos de tu trabajo; ¡todo!

—La Iglesia ya no significa nada para mí. ¡Déjala estar! No seré uno de

Los santos-soldados que, línea tras línea,

arden todos por alcanzar la cumbre gloriosa,

¡si es que existe! Mi felicidad suprema no está allá arriba, sino aquí.

—¡Qué mala soy… trastornando la vida de los hombres de esta manera! —dijo ella, reflejando en su voz la emoción que había empezado a embargar la de él. Pero no bien hubo recorrido el tren una veintena de kilómetros, Sue había recobrado ya su serenidad.

—Ha sido muy bueno dejándome marchar —volvió a decir—. Y aquí tengo una nota que encontré en mi tocador dirigida a ti.

—Sí. Es un hombre que vale mucho —dijo Jude mirando la nota—. Me avergüenzo de odiarle por haberse casado contigo.

—De acuerdo con la regla de los caprichos femeninos, ahora supongo que debería sentirme repentinamente enamorada de él por haberme permitido marchar con tanta generosidad, cosa que yo no me esperaba —contestó ella sonriendo—. Pero soy tan fría, o desagradecida, o tan lo que sea, que ni siquiera su generosidad ha hecho que le ame o que me arrepienta o sienta deseos de seguir a su lado como esposa, aunque sí me ha conmovido su grandeza de ánimo, y le respeto más que nunca.

—Eso puede que no nos ayude en lo nuestro tanto como si hubiera sido menos benévolo y te hubieras fugado en contra de su voluntad —murmuró Jude.

—Eso no lo habría hecho nunca.

Jude se quedó mirándola con aire meditabundo. Luego, súbitamente, la besó, y quiso besarla otra vez.

—¡No…; uno nada más…, por favor, Jude!

—Eres cruel —replicó; pero accedió—. Me ha pasado una cosa extraña —continuó Jude tras un silencio—. Arabella me ha escrito para pedirme que solicite el divorcio: le haría un gran favor, dice. Quiere casarse honrada y legalmente con ese hombre con el que ya lo está virtualmente; y me pide que se lo haga factible.

 

—Y tú, ¿qué has hecho?

—Le he contestado que sí. Al principio me pareció que no sería posible sin crearle complicaciones en su segundo matrimonio, y yo no quiero perjudicarla por ningún concepto. ¡Después de todo, puede que ella no sea peor que yo! Pero por aquí no saben nada, y me he enterado de que no es nada difícil llevarlo a cabo. Si ella quiere empezar una nueva vida, yo tengo razones de sobra para no ponerle trabas.

—Entonces, ¿quedarás libre?

—Sí; quedaré libre.

—¿Para dónde has sacado los billetes? —preguntó ella, con la falta de continuidad de ideas que la caracterizaba esa noche.

—Para Aldbrickham; ya te lo he dicho.

—Pero llegaremos muy tarde, ¿no?

—Sí. He pensado en eso y he telegrafiado pidiendo una habitación para nosotros dos en el hotel Temperance de allí.

—¿Una?

—Sí…; una.

Sue le miró.

—¡Oh, Jude! —dijo apoyando la frente contra un rincón del compartimento—. Me figuraba que harías eso y que iba a decepcionarte. ¡Pero no era esa mi intención!

En la pausa que siguió, los ojos de Jude se quedaron clavados, con expresión atontada, en el asiento de enfrente.

—¡Bueno…! —dijo—. ¡Bueno!

Se quedó callado; y al ver Sue lo frustrado que se había quedado, pegó su mejilla contra la de él, murmurando:

—¡No te enfades, cariño!

—No…, si no estoy enfadado —dijo—. Solo que… yo lo había entendido de esta forma… ¿Se trata de un cambio repentino de idea?

—¡No tienes ningún derecho a hacerme esa pregunta, y no te voy a contestar! —dijo ella sonriendo.

—Mi vida, para mí tu felicidad está por encima de todo (aunque parece que tenemos tendencia a regañar a menudo) y tu voluntad es ley. Espero que no me tomes por un simple… egoísta. ¡Sea como tú quieras! —Después de reflexionar un momento, su semblante adoptó un aire de perplejidad—. A lo mejor es que no me quieres… ¡o que te has sometido al fin a los convencionalismos! ¡Aunque los odio por ti, espero que sea por eso y no por algún motivo más terrible!

Ni siquiera en ese momento tan propicio a la confesión fue Sue capaz de sincerarse completamente y explicarle el enigma que era su corazón.

—Achácalo a mi timidez —dijo con precipitada ambigüedad—; a la timidez natural de una mujer que atraviesa una crisis. Yo puedo pensar, lo mismo que tú, que tengo perfecto derecho desde este momento a vivir contigo como tú habías pensado. Puedo mantener la opinión de que, en una sociedad ideal, el padre del hijo que tenga una mujer será para ella una cuestión tan íntima como su ropa interior, sobre la que nadie tendrá derecho a preguntar. Pero en cierto modo, debido tal vez a la generosidad de Richard al devolverme mi libertad, preferiría ser un poquitín rígida. Si me hubiera escapado por una escala de cuerda y él nos hubiera perseguido con dos pistolas, la cosa habría sido distinta. ¡Pero no insistas y no me critiques, Jude! Comprende que no tengo la valentía de mis opiniones. Sé que soy una pobre criatura desdichada. ¡Mi naturaleza no es tan apasionada como la tuya!

Él se limitó a repetir:

—Yo pensaba… lo que era natural que pensara. Pero si no vamos a ser amantes, no lo seremos. Seguro que Phillotson está convencido de que lo somos. Mira lo que me ha escrito.

Abrió la carta que ella le había traído y leyó:

Quiero ponerte una sola condición: que seas amable y comprensivo con ella. Sé que la quieres. Pero incluso el amor puede ser cruel a veces. Vosotros estáis hechos el uno para el otro: eso es una cosa clara y palpable para cualquier persona imparcial. Tú has sido siempre el «tercero» en mi corta vida con ella. Te lo repito, cuídame a Sue.

—¡Qué bueno es!, ¿verdad? —dijo ella conteniendo las lágrimas; y, después de reflexionar, exclamó—: ¡Estaba muy resignado a dejarme marchar…, casi demasiado resignado! Nunca estuve tan cerca de quererle como cuando le vi cuidar de todos los preparativos para que me resultara cómodo el viaje, incluso ofreciéndome dinero. Pero no me enamoré. Si alguna vez llegara a quererle un poquitín nada más, volvería con él; incluso ahora.

—Pero no le quieres, ¿verdad?

—Es cierto…; ¡terriblemente cierto! No le quiero.

—¡Y casi me temo que a mí tampoco! —dijo él con sequedad—. ¡Ni a nadie, quizá!… Sue, a veces, cuando estoy enfadado contigo, creo que eres incapaz de amar de verdad.

—¡Eso no está bien ni es leal por tu parte! —dijo, y apartándose de él todo lo que pudo, se puso a mirar hacia la oscuridad. Y añadió en tono ofendido sin volverse—: Tal vez mi modo de querer no sea el de otras mujeres. Pero siento una dicha de una suprema delicadeza estando contigo, y no quiero ir más lejos y arriesgarlo todo por… ¡tratar de hacerlo más intenso! Ya me había dado perfecta cuenta de que al venir corría el riesgo que corre toda mujer con un hombre. Pero tratándose de mí y de ti, decidí confiar en que tú pondrías mi deseo por encima de tu placer. ¡No discutamos más, Jude!

—De acuerdo, si ello te causa remordimientos…; pero tú me quieres mucho, ¿verdad, Sue? ¡Por favor, dime que sí! ¡Dime que me quieres la cuarta parte, la décima parte de lo que te quiero yo, y seré feliz!

—Te he dejado que me beses, y eso ya dice bastante. —¡Déjame otra vez!

—Venga…, no seas tan ansioso.

Jude se recostó hacia atrás y dejó de mirarla durante largo rato. Le vino a la memoria aquel episodio que le había contado de su vida pasada, el del desventurado estudiante de Christminster a quien ella había tratado del mismo modo, y se veía corriendo ese mismo torturador destino.

—¡Resulta bastante extraña esta fuga! —murmuró Jude—. A lo mejor te estás valiendo de mí para huir de Phillotson. ¡Palabra que casi parece que es eso… viéndote sentada ahí, tan tiesa!

—Haz el favor de no enfadarte, ¡no te lo permito! —dijo ella en tono conciliador, volviéndose y sentándose más cerca de él—. Acabas de darme un beso y no me ha sabido nada mal precisamente, Jude, lo reconozco. Solo que no quiero que empieces otra vez… dadas las circunstancias, ¿no lo entiendes?

No podía rebatirle nunca sus argumentos cuando discutían (y ella lo sabía muy bien). Así que se sentaron el uno junto al otro con las manos cogidas, hasta que a ella le vino algo a la cabeza.

—¡No me es posible ir a esa posada Temperance, ahora que has enviado el telegrama!

—¿Por qué no?

—¡Lo puedes comprender muy bien!

—Bueno; alguna otra habrá que esté abierta. ¡A veces pienso que, desde que te casaste con Phillotson por culpa de aquel estúpido escándalo, bajo el artificio de mantener un criterio independiente, estás tan esclavizada por el código social como cualquier mujer!

—En teoría, no. Lo que pasa es que después no tengo la valentía de mis propias ideas, como te he dicho antes. De todas maneras yo no me casé con él por el escándalo. Hay veces en que el deseo de ser amada de una mujer ocupa la mayor parte de su conciencia, y aunque se angustia ante la idea de tratar a un hombre con crueldad, le anima a que la siga amando, aunque ella no le quiera en absoluto. Luego, al verle sufrir, le vienen los remordimientos y hace lo que puede por reparar el mal que ha cometido.

—En otras palabras, quieres darme a entender que has estado coqueteando despiadadamente con el pobre viejo y que luego te has arrepentido, y para repararlo te has casado con él aun a costa de condenarte a un verdadero suplicio.

—Bueno, ¡puedes expresarlo con esa brutalidad si quieres!, algo hay de verdad en ello… Eso y el escándalo, todo junto… ¡y el haberme ocultado tú lo que debías haberme dicho antes!

Jude se daba cuenta de que estaba llorosa y apenada porque se había metido con ella y trató de suavizar la cosa diciendo:

—Bueno, cariño; ¡no importa! ¡Crucifícame si quieres! ¡Tú sabes que para mí lo eres todo en el mundo, pase lo que pase!

—¡Que soy muy mala y no tengo escrúpulos…; eso es lo que crees! —dijo, tratando de disimular sus lágrimas.

—¡Creo y sé que tú eres mi querida Sue, y que ni el tiempo ni el espacio, ni las dificultades presentes ni venideras podrán apartarme de ti!

Aunque complicada en muchos aspectos, era tan infantil en otros que bastó esto para contentarla, y llegaron al final del viaje más amigos que nunca. Eran alrededor de las diez cuando entraba el tren en Aldbrickham, ciudad del condado del Wessex Norte. Como ella no quería quedarse en el hotel Temperance por los términos con que Jude había redactado el telegrama, preguntaron por otro; un mozo les cogió el equipaje y se ofreció a llevarlos a uno que había un poco más abajo, El Jorge, que resultó ser la posada donde Jude había pasado la noche con Arabella cuando se encontraron después de una separación de años.

Sin embargo, debido a que entraron por otra puerta y a su preocupación, no reconoció el lugar al principio. Después de ocupar sus respectivas habitaciones, bajaron a cenar. Aprovechando una ausencia momentánea de Jude, la camarera habló con Sue.

—Me parece, señora, que recuerdo a su pariente o amigo o lo que sea; ha venido otra vez por la noche como ahora, con su esposa, o por lo menos con una mujer que no se parecía en nada a usted, y estuvo del mismo modo que con usted.

—¿Seguro? —dijo Sue con cierto sobresalto—. No creo, ¡debe de haberse confundido! ¿Cuándo fue eso?

—Hará un mes o dos. Ella era una mujer hermosa, más bien llena. Alquilaron esta habitación.

Cuando regresó Jude y se sentó a cenar, Sue tenía una expresión ausente y desolada.

—Jude —dijo con voz quejumbrosa esa noche, cuando iban a despedirse en el rellano de la escalera—, ¡esto no me parece de buen gusto ni es portarse con delicadeza como nos solíamos portar entre nosotros! ¡No me gusta la habitación… ni puedo soportar este lugar! ¡Y, además, ya no te quiero como antes!

—¡Qué nerviosa estás, cariño! ¿Por qué te pones así de repente?

—¡Porque es una crueldad traerme aquí!

—¿Por qué?

—Porque estuviste aquí recientemente con Arabella. ¡Ea, ya lo he dicho!

—¡Válgame Dios, cómo…! —dijo Jude mirando en torno a sí—. ¡Pues es verdad, es la misma! De veras que no me había dado cuenta, Sue. Bueno… no es crueldad en el plan que venimos: como dos parientes que vienen a quedarse juntos.

—¿Cuánto tiempo hace que estuvisteis aquí? ¡Dímelo, dímelo!

—El día antes de encontrarte en Christminster, cuando volvimos juntos a Marygreen. Te dije que me encontré con ella.

—Sí, me dijiste que la habías visto, pero no me lo contaste todo. Tu versión era que hablasteis como dos personas extrañas que no eran marido y mujer a los ojos del Cielo…, no que te reconciliaste con ella.

—No nos reconciliamos —dijo él con tristeza—. No te lo puedo explicar, Sue.

—Me has mentido; ¡tú, mi última esperanza! ¡Nunca lo olvidaré, nunca!

—¡Pero Sue, mi vida, si solo vamos a ser amigos por expreso deseo tuyo, no amantes! Es una tremenda falta de sentido por tu parte que…

—¡Los amigos pueden tener celos!

—A mí me parece que no. Tú no me concedes a mí lo más mínimo, y yo te lo tengo que conceder a ti todo. Al fin y al cabo, tú has estado en muy buenas relaciones con tu marido hasta hace poco.

—No, no lo hemos estado, Jude. ¡Cómo puedes pensar eso! Tú me has engañado aunque no fuera esa tu intención. —Se sentía tan humillada que Jude se vio obligado a llevarla a su habitación y cerrar la puerta para que la gente no pudiera oírlos—. ¿Fue en esta habitación? Sí, sí fue… ¡Lo veo en tu cara! ¡No quiero quedarme en ella! ¡Qué traición, haberla tenido en tus brazos otra vez! ¡Yo he saltado por la ventana!

—Pero, Sue, ella era mi legítima esposa después de todo, si no…

Sue se dejó caer de rodillas y se puso a llorar hundiendo el rostro en la cama.

—En mi vida he visto cosa igual…; es como el perro del hortelano —dijo Jude—. ¡No me puedo acercar a ti, pero a otra tampoco!

—¡No comprendes mi sentimiento! ¿Por qué? ¿Por qué eres tan bruto? ¡Yo he sido capaz de saltar por la ventana!

—¿Que has saltado por la ventana?

—No te lo puedo explicar.

Era cierto que Jude no comprendía muy bien sus sentimientos. Pero algo sí; y esto le hacía quererla más.

—Yo…; yo creía que no querías a nadie…, que no deseabas a ninguna en el mundo más que a mí por entonces… ¡y siempre! —prosiguió Sue.

 

—Y es verdad. ¡No quería a nadie más, y ahora tampoco! —dijo Jude tan apenado como ella.

—Pero debes haber pensado mucho en ella, o…

—No; eso no era necesario; tú no lo comprendes…; ¡eso no lo pueden comprender las mujeres! ¿Por qué tienes que coger ese berrinche por una tontería?

Ella levantó la vista desde la colcha y dijo con tono provocativo, entre pucheros:

—Si no llega a ser por eso, tal vez me habría decidido a ir al hotel Temperance como tú querías; ¡porque ya empezaba a pensar que te pertenezco!

—¡No tiene importancia! —dijo Jude, distante.

—Yo creía que, efectivamente, ella no había vuelto a ser tuya desde que os separasteis, hace ya un montón de años. Yo creía que al separarnos de ese modo, tú de ella y yo de mi marido, el matrimonio terminaba.

—Yo no puedo decir una palabra más sin hablar mal de ella, y no quiero hacerlo —dijo él—. Sin embargo, tengo que decirte una cosa para terminar la discusión. Ella se ha casado con otro hombre: ¡se ha casado de verdad! Y yo no me enteré de eso hasta después de marcharnos de aquí.

—¿Que se ha casado con otro?… Eso es un delito a los ojos del mundo, aunque yo no lo veo así.

—Vaya; ya vuelves a ser la misma. Sí, es un delito…, cosa que a ti no te convence, pero que no te atreves a negar. ¡Pero nunca hablaré mal de ella!; evidentemente, tiene un resquemor en la conciencia que la empuja a pedirme que solicite el divorcio cuanto antes, para volver a casarse legalmente con ese hombre. Así que comprenderás que no es fácil que vuelva a verla.

—¿De veras que no sabías nada de todo eso cuando la viste? —dijo Sue más serena, mientras se levantaba.

—No. ¡Teniendo en cuenta todas estas cosas, creo que no deberías estar enfadada, cariño!

—No lo estoy. ¡Pero de todos modos no iré al hotel Temperance!

—No importa —le dijo él riendo—. Con estar cerca de ti me considero feliz. Es más de lo que merece este ser miserable y terrenal llamado Yo; tú, en cambio, eres espíritu, criatura incorpórea; queridísimo, adorable fantasma inasequible… apenas sin consistencia ¡hasta el punto de que cuando te rodeé con mis brazos casi esperaba que pasaran a través de ti como si abrazara el aire! Perdóname si soy groseramente material, como tú dices. Recuerda que fue una trampa eso de llamarnos primos cuando en realidad ni siquiera nos conocíamos. La enemistad entre nuestros padres te revestía a mis ojos de un atractivo aún más intenso que el mero deseo de tener una nueva amistad.

—¡Recítame entonces esos versos maravillosos del Epipsychidion, de Shelley, como si estuvieran dedicados a mí! —rogó ella, acercándosele—. ¿Los conoces?

—No me sé casi ninguna poesía —replicó Jude con pesar.

—¿De veras? Escucha algunas:

Había un ser con quien mi espíritu, a menudo,

se encontraba en su quimérico vagar por las alturas.

Un serafín del Cielo, demasiado dulce para ser humano,

velado bajo esa radiante figura de mujer…

¡Demasiado halagador, así que no sigo! ¡Pero dime que soy yo! ¡Dímelo!

—Eres tú, mi vida; ¡eres así exactamente!

—¡Bueno, entonces te perdono! Y me puedes besar una vez, pero aquí… y no mucho. —Se puso la punta del dedo cuidadosamente en la mejilla, y él hizo lo que le mandó—. ¿De veras me quieres mucho, a pesar de que yo a ti no?

—¡Sí, amor mío! —dijo él con un suspiro; y le dio las buenas noches.

IV. 6.

Al volver a su pueblo natal de Shaston, el maestro de escuela Phillotson había despertado el interés y los recuerdos de sus habitantes, que, aunque no le elogiaran por sus conocimientos como habrían hecho en cualquier otra parte, sí tenían por él un sincero respeto. Cuando, poco después de su llegada, llevó a su casa a una preciosa mujer —peligrosamente guapa para él si no andaba con ojo, según decían—, se alegraron de tenerla entre ellos.

Transcurrió algún tiempo después de la huida de Sue del hogar sin que su ausencia suscitara ningún comentario. A los pocos días de marcharse ella, había venido otra joven a ocupar su puesto de instructora, por lo que no llamó la atención, ya que la sustitución de Sue parecía meramente provisional. Pero cuando, al cabo de un mes, Phillotson admitió casualmente ante un conocido que ignoraba el paradero de su mujer, comenzó a despertarse la curiosidad; hasta que la gente, sacando sus propias conclusiones, llegó a afirmar que Sue le había engañado y se había fugado. La melancolía del maestro, cada vez mayor, y su falta de interés por el trabajo, contribuyeron a consolidar esta idea.

Aunque Phillotson había guardado silencio durante el tiempo que pudo, salvo con su amigo Gillingham, su honradez y rectitud no le permitieron callar por más tiempo al enterarse de las falsas interpretaciones que se hacían de la conducta de Sue. Un lunes por la mañana, el presidente del Comité escolar fue a visitarle, y, después de ocuparse de los asuntos de la escuela, llamó aparte a Phillotson, lejos de los niños para que no los oyeran.

—Perdone que le haga una pregunta, Phillotson, ya que todo el mundo habla de ello: ¿es cierto que sus asuntos familiares…, que su mujer no se ha ido de visita, sino que se ha fugado con un amante? Si es así, quiero expresarle mi sincera condolencia.

—No —dijo Phillotson—. No ha habido ningún secreto en su marcha.

—¿Se ha ido a visitar a unos amigos?

—No.

—Entonces, ¿qué es lo que ha pasado?

—Se ha marchado en circunstancias que corrientemente hacen compadecer al marido. Pero yo le di mi consentimiento.

El presidente parecía no haber captado la observación.

—Lo que digo es completamente cierto —continuó Phillotson pertinaz—. Ella me pidió que la dejara marcharse con su amante, y yo la dejé. ¿Por qué no? Es mayor de edad, así que el problema debe resolverlo su propia conciencia…, no la mía. No soy su carcelero. No me es posible explicar más. Además, no me gusta que me pregunten.

Los niños observaban la seriedad que reflejaban los semblantes de los dos hombres, y cuando fueron a sus casas dijeron a sus padres que había sucedido algo nuevo en el asunto de la señora Phillotson. Luego la criadita de Phillotson, que era una niña que acababa de terminar su escolaridad, fue diciendo que el señor Phillotson había ayudado a su señora a hacer las maletas, le había ofrecido el dinero que necesitara y había escrito una amable carta al joven con quien ella iba a reunirse diciéndole que la cuidara. El presidente del comité meditó todo esto detenidamente, consultó con otros miembros del comité y, por fin, notificó a Phillotson que convocaría una reunión para hablar con él privadamente. La reunión duró bastante tiempo, y el maestro de escuela regresó a casa pálido y cansado, como de costumbre. Gillingham le estaba aguardando.

—Bueno; ya ha pasado lo que tú decías —observó Phillotson, dejándose caer en una butaca completamente rendido—. Me han pedido que les mande mi dimisión por mi escandalosa conducta, por concederle la libertad a mi mujer… o, como ellos dicen, por proteger el adulterio. ¡Pero no la presentaré!

—Si yo estuviera en tu lugar, sí lo haría.

—Yo no. No es asunto de ellos. Eso no tiene absolutamente nada que ver con mi capacidad profesional. Que me expulsen si quieren.

—Si la armas, te verás en los periódicos y no volverán a contratarte jamás en una escuela. Mira, ellos tienen que tener en cuenta que lo que tú hiciste lo ha hecho un profesor de la juventud y que eso puede traer repercusiones en las costumbres del pueblo, y según el sentir común de la gente, tu situación es indefendible. Permite que te lo diga.

Sin embargo, Phillotson no quiso escuchar este prudente consejo.

—Me tiene sin cuidado —dijo—. No me voy, a no ser que me echen. Y por una razón bien sencilla: porque si presento mi dimisión significa que reconozco que he obrado mal; y la verdad es que cada día estoy más convencido de que a los ojos del Cielo, y según toda justicia natural y humana, he hecho estrictamente lo que debía.

Gillingham se daba cuenta de que por mucho que se empeñara, su amigo no podría sostener semejante actitud; pero no replicó, y a su debido tiempo —que fue un cuarto de hora después—, le llegó la carta oficial de su destitución; y es que los miembros del comité habían prolongado la reunión tras la marcha de Phillotson para redactarla. Este contestó que no aceptaba esa destitución y organizó una asamblea pública a la que acudió puntualmente, a pesar de que se le veía tan demacrado y enfermo que su amigo le había insistido en que se quedara en casa. Cuando se levantó a explicar las razones por las que había rechazado la decisión del comité, lo hizo con firmeza, tal como se las había expuesto a su amigo, y afirmó, además, que el problema era una cuestión familiar que no les concernía a ellos. Este argumento se lo impugnaron alegando que las excentricidades privadas de un profesor caían totalmente dentro del área de control del comité, ya que repercutían en la moral de sus alumnos. Phillotson replicó que no veía cómo un acto de caridad natural podía dañar la moral.