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100 Clásicos de la Literatura

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Deambuló un rato y comió algo; luego, como todavía faltaba media hora, sus pies le llevaron involuntariamente por el venerable cementerio de la iglesia de la Trinidad, con sus paseos flanqueados de tilos, en dirección a las escuelas otra vez. Estaban completamente a oscuras. Ella le había dicho que vivía enfrente, en Old-Grove Place, un edificio antiguo que no tardó en identificar por la descripción que le había hecho Sue.

Los postigos de las ventanas no estaban cerrados y vio el resplandor débil de una vela. Podía distinguir con claridad el interior: el piso de la casa estaba un par de peldaños por debajo de la calle, que había ido elevándose con el transcurso de los siglos desde que construyeran la casa. Sue acababa de entrar, evidentemente, porque se hallaba aún con el sombrero puesto en el salón o cuarto de estar, habitación que tenía los muros revestidos de madera de roble desde el suelo hasta un techo cruzado por enormes vigas talladas, a poca distancia de su cabeza. La chimenea, en consonancia con el resto, era igualmente maciza, con oscuras pilastras y volutas esculpidas. Efectivamente, los siglos debían de pesar tremendamente sobre cualquier joven esposa que tuviera que pasarse la vida allí dentro.

Había abierto una caja tallada en palo de rosa y miraba una fotografía. Después de contemplarla un instante, la apretó contra su pecho y volvió a colocarla en su lugar.

Luego, al darse cuenta de que no había cerrado las ventanas, se dispuso a hacerlo, vela en mano. Estaba demasiado oscuro el exterior para que viera a Jude, pero él pudo observarla perfectamente y se dio cuenta de que sus largas pestañas estaban inequívocamente húmedas de lágrimas.

Cerró los postigos, y Jude se alejó dispuesto a emprender el viaje de regreso. «¿De quién será la fotografía que estaba mirando?», se dijo. Él le había dado la suya una vez, pero sabía que tenía otras. Sin embargo, ¿por qué no podía ser la suya?

Sabía que vendría a verla otra vez, puesto que ella se lo había pedido. Aquellos hombres serios cuyas vidas leía, los santos, a quienes Sue llamaba «semidioses» con inocente falta de respeto, habrían huido de tales encuentros, de haber dudado de sus propias fuerzas. Pero él no podía. Era capaz de ayunar y rezar el tiempo que fuera, pero en su interior podía más lo humano que lo divino.

IV. 2.

Sin embargo, lo que Dios no dispone, lo dispone la mujer. Dos días más tarde recibió una nota de ella:

No vengas la próxima semana. ¡Por tu propio interés, no vengas! Nos hemos creído demasiado libres bajo la influencia de ese himno y de la luz del crepúsculo. Piensa lo menos que puedas en

SUSANNA FLORENCE MARY

El desencanto fue tremendo. Conocía su humor y podía imaginarse hasta la expresión de su rostro cuando firmaba con todos sus nombres. Pero fuera cual fuese su humor, no podía decir que estaba equivocada. Así que contestó:

De acuerdo. Tienes razón. Es una lección de renuncia que debía haber aprendido a estas alturas.

JUDE

Envió la nota la víspera de Pascua, y la decisión que ambos habían tomado parecía definitiva. Pero otras fuerzas y leyes ajenas a ellos estaban en acción. El lunes de Pascua por la mañana recibió Jude un telegrama de la viuda Edlin, a quien había dado sus señas por si ocurría algo grave:

Tu tía agoniza. Ven inmediatamente.

Soltó las herramientas y se fue. Tres horas y media después coronaba las elevaciones próximas a Marygreen y se sumergía en la concavidad de los campos por donde cruzaba un atajo hacia el pueblo. Cuando subía la cuesta del otro lado, un campesino que le había estado viendo venir desde el cercado que bordeaba el camino hizo un gesto embarazoso y se dispuso a hablarle.

«Esa cara que pone quiere decir que ha muerto —se dijo Jude—. ¡Pobre tía Drusilla!».

En efecto; era lo que suponía; le enviaba la señora Edlin para que le diera la noticia.

—Si llegas a estar no te habría reconocido. Parecía talmente una muñeca con ojos de cristal; así que no importa que no hayas estado aquí —le dijo el hombre.

Jude siguió andando hasta la casa; por la tarde, una vez que se terminaron sus cervezas y se fueron los que habían venido a amortajarla, se sentó solo en la casa silenciosa. Era absolutamente imprescindible comunicárselo a Sue, aunque dos o tres días antes hubieran acordado romper toda clase de relación. Le escribió una nota de lo más breve:

Tía Drusilla ha fallecido. Ha sucedido casi de repente. El entierro tendrá lugar el viernes por la tarde.

Se quedó en Marygreen mientras tanto, y el viernes por la mañana fue a ver si la fosa estaba terminada; se preguntaba si vendría Sue. No había escrito, lo que parecía indicar que sí. Hacia mediodía, después de comprobar que no había más que un tren que ella pudiera coger, cerró la puerta, cruzó los prados del valle y subió la enorme cuesta hasta la Casa Marrón, adonde solía ir antes a contemplar la inmensa perspectiva septentrional y el panorama más cercano en medio del cual se alzaba Alfredston. Unos tres kilómetros más allá de este pueblo divisó un chorro de humo que se desplazaba en el paisaje de izquierda a derecha.

Aún tenía que esperar bastante para saber si ella había venido. Esperó, sin embargo, y finalmente vio aproximarse un coche de alquiler, hasta que llegó al mismo pie del cerro. Allí se apeó una persona que, después de dar el coche media vuelta, emprendió la marcha cuesta arriba. Era ella: su figura era tan frágil que daba la sensación de que se rompería si la abrazaba apasionadamente…, cosa que él no podía hacer. Había subido más de la mitad de la cuesta, cuando hizo súbitamente un gesto con la cabeza, por lo que Jude comprendió que acababa de reconocerle. Su rostro esbozó una triste sonrisa que le duró hasta que se encontraron los dos, al bajar Jude a su encuentro.

—¡Me ha parecido que iba a ser muy triste dejarte solo en el entierro! —dijo ella con nerviosismo—. Así que en el último momento me he decidido a venir.

—¡Mi fiel amiga Sue! —murmuró Jude.

No obstante, con esa ambigüedad singular de su doble naturaleza, Sue no permitió que se prolongara la escena del encuentro, a pesar de que faltaba algún tiempo para el entierro. Un sentimiento tan desusadamente complicado como el que los unía en esta hora era difícil que se repitiese en muchos años, si es que llegaba a repetirse alguna vez; a Jude le habría gustado detenerse y meditar y conversar. Pero Sue, o no lo vio, o viendo más lejos que él no se permitió la menor concesión.

La triste y sencilla ceremonia concluyó en seguida: el recorrido hasta la iglesia lo hicieron casi al trote porque el de la funeraria, que era hombre dinámico, tenía un entierro de más categoría una hora después a unos cinco kilómetros de allí. A Drusilla la enterraron en la parte nueva del cementerio, bastante lejos de sus antepasados. Sue y Jude habían ido juntos al cementerio, y ahora se habían sentado a tomar el té en la casa familiar; sus vidas se unían al menos en esta última atención para con la difunta.

—¿Fue siempre contraria al matrimonio, desde el principio hasta el fin? —preguntó Sue.

—Sí. Sobre todo cuando se trataba de miembros de nuestra familia.

Sue le miró a los ojos y retuvo la mirada un momento.

—Somos una familia bastante calamitosa. ¿No piensas tú lo mismo, Jude?

—Ella decía que no servíamos para el matrimonio. Desde luego, como casados somos bastante desdichados. ¡Al menos yo!

Sue guardó silencio.

—¿No está feo, Jude —dijo con un ligero temblor—, que un marido o una mujer diga a una tercera persona que es desgraciado en su matrimonio? Si la boda tiene para uno un sentido religioso, me parece mal; ahora que si no es más que un sórdido contrato basado en una conveniencia material de familia, de categoría social y demás, o por la herencia que los hijos puedan recibir en tierras y dinero, haciendo todo ello que el padre varón se encargue de arreglarlo (como suele suceder), ¿por qué no va a decir uno, y proclamarlo a los cuatro vientos, que el matrimonio le lastima y deshace su vida, ya se trate de él o de ella?

—Eso es lo que te he dicho yo alguna vez.

Ella prosiguió.

—¿Crees que hay muchas parejas en las que uno de los dos hace desdichado al otro sin un motivo concreto?

—Supongo que sí. Si quiere a otra persona, por ejemplo.

—Pero, aparte de eso, ¿sería muy mala una mujer si, por ejemplo, no le gustara vivir con su marido, únicamente —su voz tembló, y él se figuró por qué—, solo y únicamente porque ella siente aversión personal hacia él…, oposición física…, antipatía, o como quiera que se llame, aunque se mostrara respetuosa y agradecida? Es una mera suposición. ¿Debería ella tratar de superar sus reparos?

Jude le dirigió una mirada llena de turbación. Después dijo apartando los ojos:

—Sería justamente uno de esos casos en que mis experiencias son contrarias a mis principios. Hablando como fiel amante del orden, cosa que espero ser aunque me temo que no lo soy, diría que sí. Hablando según mi propia experiencia y sin prejuicios, te diría que no… ¡Sue, estoy convencido de que no eres feliz!

—¡Pues claro que lo soy! —desmintió ella—. ¿Cómo podría ser desdichada una mujer que solo hace ocho semanas que se ha casado con el hombre que ella ha escogido libremente?

—¡Que ha escogido libremente!

—¿Por qué lo repites?… Bueno, tengo que regresar en el tren de las seis. Tú te quedarás aquí, ¿no?

—Solo unos días, para arreglar los asuntos de la tía. Esta casa está vendida ya. ¿Te acompaño hasta la estación?

Sue se opuso con una ligera sonrisa.

—Es mejor que no. Si quieres, acompáñame un trecho.

—Pero, un momento: ¡tú no puedes marcharte esta noche! El tren no te llevaría a Shaston. Tienes que quedarte y regresar mañana. Si no quieres quedarte aquí, la señora Edlin tiene sitio de sobra.

 

—Bueno —dijo ella con indecisión—. De todos modos le dije a él que no era seguro que pudiera volver en la misma tarde.

Jude fue a la vecina casa de la viuda para decírselo; volvió unos minutos después y se sentó de nuevo.

—Es horrible nuestra situación, Sue…; ¡es horrible! —dijo de repente con los ojos fijos en el suelo.

—¡No! ¿Por qué?

—No te puedo contar toda mi parte de desdicha. La tuya es que no debías haberte casado con Phillotson. De eso me di cuenta antes de que dieras ese paso, pero pensé que no debía meterme. ¡Estaba equivocado! ¡Sí tenía que haberme metido!

—Pero ¿qué te hace suponer todo eso, querido?

—Porque… ¡te veo por debajo del plumaje, mi pobre pajarillo!

Ella tenía la mano sobre la mesa, y Jude le puso la suya encima. Sue la retiró.

—¡Es absurdo, Sue —exclamó él—, después de lo que hemos hablado! Yo soy más escrupuloso y formalista que tú, si vamos a eso; ¡y el hecho de oponerte a un gesto tan inocente indica que eres ridículamente inconsecuente!

—Tal vez sea demasiado pusilánime —dijo ella arrepentida—. Solo que me ha parecido una especie de costumbre nuestra… demasiado frecuente quizá. Mira, puedes cogérmela todo lo que quieras. ¿Soy buena?

—Sí, mucho.

—Pero se lo tendré que decir.

—¿A quién?

—A Richard.

—Bueno…, por supuesto, si lo consideras necesario. Pero como esto no tiene ninguna importancia, le vas a dar que pensar sin motivo.

—Bien; ¿estás seguro de que obras solamente como primo mío?

—Absolutamente seguro. Yo no guardo ya ningún sentimiento de amor.

—Eso es una noticia. ¿Desde cuándo?

—Desde que vi a Arabella.

Sue acusó el golpe; luego dijo con curiosidad:

—¿Cuándo la viste?

—Cuando estuve en Christminster.

—Así que ha vuelto; ¡no me lo habías dicho! Supongo que ahora te irás a vivir con ella.

—Naturalmente…; lo mismo que tú vives con tu marido.

Sue miró los tiestos de geranios y cactus de la ventana, marchitos por falta de cuidado, y se quedó contemplando la lejanía a través de los tallos, hasta que empezaron a ponérsele los ojos húmedos.

—¿Qué te pasa? —preguntó Jude con dulzura.

—¿Por qué te alegras tanto de volver con ella?, si… si…; vamos, si aún es verdad lo que me decías, o sea, si era verdad cuando me lo dijiste, ¿cómo has podido volver tan pronto a Arabella?

—Supongo que con la ayuda de una gracia especial de la Providencia.

—¡Ah…; no es verdad! —dijo ella con dulce resentimiento—. Me estás tomando el pelo…; eso es todo…; ¡porque piensas que no soy feliz!

—No sé si lo eres. No quiero saberlo.

—Si fuera desgraciada, sería culpa mía; por mala; ¡porque no tengo ningún motivo para dejar de quererle! Es considerado conmigo en todos los aspectos, y es un hombre interesante por la cantidad de conocimientos que ha adquirido leyendo todo lo que cae en sus manos… ¿A ti qué te parece, Jude, que un hombre debe casarse con una mujer de su misma edad o con una más joven que él, dieciocho años más joven…, como él y yo?

—Depende de lo que sienta el uno por el otro.

No le daba ninguna oportunidad de satisfacción y tuvo que proseguir sin ayuda, lo que hizo con voz vencida, a punto de sollozar:

—Creo…, creo que debo ser igual de sincera que tú. Tal vez hayas adivinado lo que quiero decir…: que aunque yo quiero al señor Phillotson como a un amigo, no le amo…; ¡es un tormento para mí… vivir con él como marido! Bueno; ya lo he dicho. No lo puedo remediar, aunque he querido dar la impresión de que…, de que soy feliz. ¡Ahora me despreciarás toda la vida, supongo! —Ocultó el rostro entre sus manos, sobre el mantel, y lloró en silencio sacudida por unos sollozos entrecortados que hacían estremecer la frágil mesa de tres patas.

—¡Hace solo un mes o dos que me he casado! —prosiguió, inclinada aún sobre la mesa y con la cara entre las manos—. Dicen que al principio la mujer anda siempre angustiada… y que después de media docena de años acaba por sumirse en una indiferencia soportable. ¡Pero eso es como si dijeran que cortarle un miembro a una persona no tiene importancia, puesto que con el tiempo puede llegar a acostumbrarse perfectamente a valerse de un brazo postizo o de una pata de palo!

Jude apenas podía hablar; pero dijo:

—¡Sabía que algo andaba mal, Sue! ¡Lo sabía!

—¡Pero no es lo que te imaginas! Lo único malo que hay es mi propia maldad, como seguramente lo llamarías tú…; ¡es una repugnancia que siento yo, por una razón que no me es posible confesar y que nadie en el mundo admitiría en general!… ¡Lo que tanto me tortura es la necesidad de acceder a este hombre cada vez que él lo desee, por bueno que sea moralmente! ¡Ese horrible contrato me obliga a soportar de una manera particular aquello cuya esencia consiste en ser voluntario!… ¡Quisiera que me pegara, que me engañara, que hiciera abiertamente algo en que encontrar yo una justificación para sentir lo que siento! Pero no hace nada, aparte de haberse enfriado desde que se ha dado cuenta de mi forma de ser. Esa es la razón por la que no ha venido al entierro… ¡Oh, soy muy desdichada…; ya no sé qué hacer!… No te me acerques, Jude; no está bien. ¡No…; no!

Pero él había saltado y había apretado su cara contra la de ella, o más bien contra su oreja, ya que la cara le era inaccesible.

—¡Te he dicho que no, Jude!

—Lo sé; solo quería… ¡consolarte! Todo esto pasa por estar yo casado antes de haberte conocido, ¿verdad? Si no, habrías sido mi mujer, ¿a que sí?

En vez de contestar, se levantó rápidamente diciendo que iba a dar una vuelta hasta la tumba de la tía para serenarse. Jude no la acompañó. Veinte minutos después la vio cruzar el césped en dirección a la casa de la señora Edlin, y un poco más tarde mandó a una niña a que le recogiera el bolso y le dijera a él que estaba demasiado cansada para volver a verle esa noche.

En la solitaria habitación de la casa de su tía, Jude se sentó a contemplar la cabaña de la viuda Edlin, que ya se diluía entre las sombras de la noche. Sabía que Sue se encontraba entre aquellas cuatro paredes sintiendo la misma soledad y el mismo desaliento que sentía él, y nuevamente dudó de su lema religioso de que eso era lo mejor.

Se retiró a descansar pronto, pero tuvo el sueño agitado, consciente de la proximidad de Sue. A eso de las dos de la madrugada, cuando el sueño empezaba a ser más pesado, le despertó un chillido lastimero que le era bastante familiar, de cuando vivía en Marygreen. Era el grito de un conejo al ser atrapado por un cepo. Como era costumbre en estas pequeñas criaturas, no volvió a repetir su grito de inmediato, y seguramente no volvería a gritar ya más que una o dos veces, pero continuaría soportando su tortura hasta el amanecer, en que llegaría el trampero y le daría un golpe en la cabeza.

Él, que durante su niñez había salvado las vidas de las lombrices, comenzó ahora a representarse las agonías del conejo con su pata destrozada. Si había quedado «mal cogido» por una pata de atrás, el animal se estaría debatiendo durante las seis horas siguientes hasta que los dientes de acero del cepo acabaran por desgarrarle la carne dejando al aire el hueso de la pata, y si el muelle del artefacto estaba flojo y lograba escapar moriría en los campos con la pata gangrenada. Si estaba «bien cogido», como suele decirse, por una pata delantera, le habría roto el hueso y se arrancaría la pata con un par de intentos inútiles de huir.

Transcurrió casi media hora, y el conejo repitió su chillido. Jude no se sintió ya capaz de dormir hasta haber librado al conejo de su tormento, así que se vistió rápidamente, bajó y, a la luz de la luna, cruzó el césped en dirección del chillido. Llegó a la cerca que bordeaba el jardín de la viuda y se detuvo. Un ligero ruido metálico del cepo, al agitarlo el animal en sus contorsiones, le sirvió de orientación, y al llegar al sitio le dio un golpe en la nuca con el canto de la mano y el conejo cayó muerto.

Cuando volvía, vio a una mujer asomada en una ventana de la planta baja de la casa vecina.

—¡Jude! —dijo tímidamente una voz, la de Sue—. Eres tú…, ¿verdad?

—¡Sí, cariño!

—No he podido dormir lo que se dice nada, y al oír chillar al conejo no he parado de pensar en lo que sufriría, hasta que se me ha ocurrido que debía ir y acabarlo de matar. Pero me alegro de que se te haya ocurrido a ti primero… ¡No debían permitir que pusieran esos cepos de acero!, ¿verdad?

Jude se había acercado a la ventana, que era muy baja, hasta el punto de que podía ver a Sue hasta la cintura. Ella dejó abierto el cristal y puso su mano sobre la de él, mientras le miraba ansiosamente con el rostro iluminado por la luna.

—¿Te ha despertado el chillido? —dijo él.

—No… Ya estaba despierta.

—¿Cómo es eso?

—Bueno, ¡ahora sabes de sobra por qué! Sé que con tus ideas religiosas considerarás que una mujer casada que tiene un problema como el mío comete un pecado mortal si se lo confía a un hombre, tal como yo te lo he contado a ti. ¡Ahora estoy arrepentida!

—No lo estés, cariño —dijo él—. Esa puede haber sido mi opinión; pero mis principios y yo estamos empezando a no marchar al unísono.

—¡Lo sabía…, lo sabía! Y por eso no quería venir a turbar tus creencias. Pero… ¡qué contenta estoy de verte!… ¡Bueno, pero yo no quería volver a verte más, ahora que el último lazo que existía entre nosotros, tía Drusilla, ha muerto!

Jude le cogió la mano y se la besó.

—¡Queda otro más fuerte! Nunca más me voy a calentar la cabeza con mis principios y mis ideas religiosas. ¡Al diablo! Déjame ayudarte; aunque esté enamorado de ti, aunque tú…

—¡Calla!…, no sé qué pretendes; pero no puedo admitir eso. ¡Vaya! ¡Piensa lo que quieras, pero no me acoses con preguntas!

—Me ocurra lo que me ocurra, ¡quisiera que tú fueras feliz!

—¡No puedo serlo! Son muy pocos los que me comprenden…, dirían que tengo un carácter caprichoso o algo parecido, y me condenarían… En la vida civilizada, la tragedia habitual del amor tiene poco que ver con lo que el amor tiene de trágico en sí, porque la fabrican artificialmente unas gentes que, en estado de naturaleza, se separarían de buena gana en vez de obligarse a vivir unidos… Si hubiera podido desahogarme contándole mis desdichas a cualquier otra persona, seguramente no te las habría contado a ti. Pero no tengo a nadie. ¡Y necesito contárselo a alguien! Jude, antes de casarme con él, jamás había pensado seriamente en lo que significaba el matrimonio, a pesar de que lo sabía. Ha sido una estupidez por mi parte; no tengo excusa posible. Tenía la edad suficiente y me consideraba con bastante experiencia. ¡Así que me lancé, después del lío aquel de la Escuela Normal, con toda la obcecación de una idiota!… ¡Debería estar permitido deshacer lo que se ha hecho por pura ignorancia! Seguro que esto le pasa a un montón de mujeres; solo que se someten, y yo me revuelvo… ¡Qué no dirá la gente de los tiempos venideros cuando se pare a considerar las bárbaras costumbres y supersticiones de estos tiempos que nos ha tocado la desdicha de vivir!

—Estás muy amargada, mi querida Sue. ¡Cómo quisiera…, quisiera!…

—¡Ahora vete, por favor!

Con un movimiento impulsivo se inclinó sobre el alféizar y apoyó su rostro sobre el cabello de Jude, llorando, y después de depositar un levísimo beso sobre su cabeza, se retiró rápidamente, de suerte que él no pudo cogerla entre sus brazos, cosa que habría hecho irremisiblemente. Cerró la ventana, y Jude regresó a casa.

IV. 3.

La confesión que Sue le hizo de su desdicha tuvo inquieto a Jude toda la noche, llenándole de tristeza.

A la mañana siguiente, cuando llegó el momento de que Sue se marchara, los vecinos la vieron desaparecer a pie, acompañada de Jude, por el camino que descendía hasta la solitaria carretera de Alfredston. Una hora después volvía él solo por el mismo camino, y su rostro traía una expresión excitada, no exenta de determinación. Había surgido un incidente.

Al llegar a la desierta carretera general estuvieron un rato parados despidiéndose; y llevados por el estado de ánimo apasionado y tenso que los embargaba, se habían preguntado temerosamente el uno al otro hasta dónde debía llegar su intimidad; al final casi riñeron, y ella le dijo llorando a lágrima viva que no estaba bien que él, un futuro sacerdote, intentara besarla ni aun para despedirse como quería hacer. Luego concedió ella que el hecho de besarla no significaba nada: todo dependía del ánimo con que se besaba. Si la besaba como primo y amigo, no tenía nada que objetar; pero si quería hacerlo porque la amaba, entonces no se lo podía permitir.

 

—¿Me juras que no me besarás con esa intención? —había dicho ella.

No; no se lo quiso jurar. Entonces se separaron enfadados y cada uno emprendió su camino; pero a los veinte o treinta metros se volvieron los dos a la vez. Y el hecho de volver la mirada hacia atrás fue fatal para la reserva que hasta aquí habían mantenido mal que bien. Corrieron el uno hacia el otro, y de la manera más impensada se abrazaron, besándose larga y apasionadamente. Cuando al fin se separaron, ella iba con las mejillas sonrojadas y a él le latía con violencia el corazón.

Este beso marcó un giro decisivo en la carrera de Jude. Una vez en casa, y entregado a sus meditaciones, se dio cuenta de una cosa: que aunque el beso que le había dado a ese ser etéreo le pareciera el momento más puro de su malhadada vida, en tanto venía a alimentar un sentimiento ilícito le hacía ver la contradicción que suponía el persistir en la idea de convertirse en soldado y servidor de una religión en la que el amor sexual estaba considerado en el mejor de los casos como una flaqueza y, en el peor, como una maldición. Lo que había dicho Sue con tanto calor era efectivamente la fría realidad. Puesto que en lo único que pensaba era en defender su amor con uñas y dientes y en prodigar, por encima de todo, sus atenciones para con ella, estaba condenado ipso facto como profesor de la moral tradicionalmente aceptada. Su naturaleza le incapacitaba, evidentemente, como le había incapacitado su posición social, para el desempeño de la función de defensor de un dogma acreditado.

Era extraño que su primera aspiración —la de seguir unos estudios con aprovechamiento— se hubiera visto truncada por una mujer, y que la segunda —el apostolado— viniera a truncársela igualmente otra mujer. «¿Tendrán la culpa las mujeres —se decía—, o la tendrá este artificial sistema de cosas bajo el que los normales impulsos del sexo se convierten en cepos domésticos y lazos que atrapan y sujetan a quienes aspiran a progresar?».

Su constante aspiración había sido llegar a ser un profeta, por humilde que fuera, para sus hermanos atribulados, sin ánimo de alcanzar ningún lucro personal. Sin embargo, con una esposa que vivía lejos de él con otro marido, preso como estaba de un amor ilícito, y habiéndose rebelado su amada contra su propio estado, probablemente por culpa suya, se había colocado en una situación difícilmente respetable, según las normas usuales y corrientes.

No tenía por qué pensarlo más; no cabía otra cosa sino hacer frente a la evidencia: se había convertido en un perfecto impostor como hombre consagrado a la orientación religiosa.

Esa tarde, al oscurecer, salió al huerto y cavó un hoyo, llevó todos los libros de Teología y de Ética que poseía, y los metió en él. Sabía que en este país de verdaderos creyentes no le darían por ellos más de lo que valieran al peso, así que prefirió deshacerse de todos a su manera, aunque perdiese dinero. Prendió fuego a unos cuantos folletos sueltos para empezar, hizo trozos todos los volúmenes y los fue removiendo entre las llamas con una horca de tres dientes. La hoguera iluminó y calentó la parte trasera de la casa, el corral y su propia cara, hasta que se consumieron todos los libros más o menos.

Aunque ahora se considerara casi un forastero aquí, los campesinos que pasaban le saludaban por encima del seto del jardín.

—Qué, quemando papelorios de tu tía, ¿eh? La verdad es que, viviendo ochenta años en una misma casa, acaban por amontonársele a uno papeles por todos los rincones.

Era casi la una de la madrugada cuando hojas, cubiertas y lomos de Jeremy Taylor, Butler, Doddridge, Paley, Pusey, Newman y demás se habían convertido en un montón de cenizas; pero la noche era tranquila, y mientras revolvía una y otra vez los trozos de papel con la horca, la sensación de no ser ya un hipócrita ante sí mismo le proporcionó a su espíritu un alivio que le calmó. Podía seguir creyendo como antes, pero no pretendía profesar nada; no proclamaba y exhibía instrumentos de fe que por el hecho de poseerlos podían dar lugar a que se pensara que los anteponía a todo. Ahora podía alimentar su pasión por Sue como un pecador y no como un sepulcro blanqueado.

Entretanto, Sue, después de despedirse de él el día anterior, había llegado a la estación con los ojos arrasados en lágrimas por haber corrido hacia él y haberse dejado besar. Jude no debía haber disimulado que la amaba, haciendo con ello que obrara impulsiva e impremeditadamente, por no decir mal. Se sentía inclinada a calificar su conducta de esta última manera; la lógica de Sue era extraordinariamente complicada y parecía sostener que una cosa podía estar bien antes de hacerla, pero una vez hecha podía estar mal; o en otras palabras: lo que era bueno teóricamente podía ser malo en la práctica.

«¡Creo que he sido demasiado débil! —se reprochaba por el camino llorando a lágrima viva—. ¡Me ha dado un beso ardiente de amante!… ¡Eso es! Así que no le voy a escribir más; o por lo menos tardaré mucho en escribirle, ¡para que aprenda! Verás lo ofendido que se va a sentir… esperando recibir carta mañana y pasado y al otro, y la carta sin llegarle. Sufrirá con la incertidumbre… ¡Se lo tiene merecido! ¡Y me alegro!». Y las lágrimas de piedad por los futuros sufrimientos que iba a infligir a Jude se mezclaban con las que derramaba de lástima hacia sí misma.

Y la mujer menuda y delicada cuyo marido le resultaba desagradable, la muchacha etérea, nerviosa y sensitiva, incapaz por temperamento e instinto de cumplir con sus deberes conyugales con Phillotson, y probablemente con casi ningún hombre, siguió su camino hipando y con los ojos cansados de tanto mirar y atormentarse desesperadamente.

Phillotson fue a esperarla a la estación y, al verla tan afligida, pensó que era por el fallecimiento y entierro de su tía. Empezó a contarle las cosas que había hecho durante el día y la visita de su amigo Gillingham, un maestro de escuela de las proximidades a quien no había visto hacía años. Mientras subían hacia el pueblo, sentada en lo alto del autobús junto a él, dijo de pronto y como quien quiere castigarse a sí misma, mientras contemplaba el blanco camino y los arbustos de avellano que lo bordeaban:

—Richard…, he dejado que Fawley me cogiera la mano durante un rato. ¿Te parece que he hecho mal?

Él, que evidentemente iba absorto en pensamientos de muy distinta naturaleza, dijo vagamente:

—¿De veras? ¿Y por qué hiciste eso?

—No lo sé. Él quería y yo le he dejado.

—Espero que le haya gustado. Diría que eso no es nuevo.

Se quedaron callados. Si este caso se hubiera tenido que dilucidar ante el tribunal de un juez omnisciente, este habría podido constatar el hecho curioso de que Sue había dado la menor indiscreción como la más grave, y no había dicho una palabra sobre el beso.

Esa tarde se sentó Phillotson a repasar los libros de registros de la escuela. En contra de su costumbre, ella permaneció todo el rato en silencio, en estado de tensión y nerviosismo, hasta que finalmente dijo que estaba cansada y se fue temprano a la cama. Cuando subió Phillotson, cansado del fárrago de cuentas, eran las doce menos cuarto. Al entrar en la alcoba, que durante el día dominaba una vista de unos treinta o cuarenta kilómetros sobre el valle del Blackmoor, y aun más allá de los confines de Wessex, se acercó a la ventana y, pegando el rostro contra el cristal, miró fijamente hacia la oscuridad misteriosa que ahora ocultaba la inmensidad del paisaje. Estaba meditando.