Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—¡Ah… conque os asustáis! ¡Pues no voy a quedarme ni un segundo más ahí arriba para darle gusto a nadie! Es más de lo que puede soportar este cuerpo, eso de que te mande a la cama un tipo que no sabe de la misa la mitad… ¡Ah —añadió, volviéndose hacia Sue—, ya verás cómo te estrellas en el matrimonio igual que él! Es lo que pasa en nuestra familia, y en casi todas las demás. ¡Tenías que haber hecho lo que yo! ¡Y además con Phillotson, el maestro! ¿Por qué te has casado con ese?

—¿Por qué se casan casi todas las mujeres, tía?

—¡Ah! ¡Quieres decir que estabas enamorada de ese hombre!

—No me refería a nada en concreto.

—¿Tú le quieres?

—No me pregunte esas cosas, tía.

—Aún me acuerdo bastante de cómo era. Un individuo muy atento y educado, pero… ¡Por Dios, no es que quiera herir tus sentimientos!; pero hay hombres por ahí que no podría tragar cualquier mujer con un poco de gusto, y yo siempre lo había tenido por uno de esos. Ahora ya no puedo decirlo porque tú debes conocerlo mejor que yo… ¡Pero eso es lo que yo podría haber dicho!

Sue se levantó de un salto y salió precipitadamente. Jude la siguió y la encontró llorando junto a la casa.

—¡No llores, cariño! —dijo Jude con pesar—. Lo hace con buena intención, pero es muy brusca y muy rara.

—¡No…, si no es eso! —dijo Sue intentando secarse los ojos—. Si no me importan nada sus brusquedades.

—Entonces, ¿qué te pasa?

—¡Es que lo que dice es… es verdad!

—¡Válgame Dios! ¿Es que… es que no le quieres? —preguntó Jude.

—¡No quiero decir eso! —se apresuró a explicar ella—. ¡Sino que no debía…, que a lo mejor no debía haberme casado!

Jude se preguntó si realmente era eso lo que iba a decir al principio. Volvieron a entrar y dejaron de hablar de ese tema; la tía se mostró más amable con Sue, diciéndole que no eran muchas las jóvenes recién casadas que emprendían un viaje largo para ir a ver a un vejestorio como ella solo porque estaba mala. Por la tarde, Sue preparó su marcha y Jude alquiló el carro de un vecino para que la llevara hasta Alfredston.

—Te acompañaré a la estación, ¿quieres? —dijo.

Pero ella no lo consintió. Llegó el hombre con el carruaje y Jude la ayudó a subir, tal vez con innecesaria solicitud, porque ella le miró con reprobación.

—Supongo que… que podré ir a verte algún día, cuando esté otra vez en Melchester, ¿verdad? —le preguntó algo contrariado.

Ella se inclinó y dijo en voz baja:

—No, Jude; no vengas todavía. Creo que aún no estás en buena disposición de ánimo.

—Como quieras —dijo Jude—. ¡Adiós!

—¡Adiós! —dijo ella haciendo un gesto con la mano, mientras se alejaba.

—¡Tiene razón! ¡No iré! —murmuró él.

Pasó esa noche y los días que siguieron, reprimiendo por todos los medios posibles las ganas de ir a verla, privándose incluso de comer, en un intento por matar con ayunos su apasionada inclinación a amarla. Leía sermones sobre la disciplina de la carne; y buscaba los pasajes de la historia de la Iglesia que trataba sobre los ascetas del siglo II. Antes de regresar de Marygreen a Melchester, le llegó una carta de Arabella. Al verla, se le despertó un sentimiento de culpa aún más fuerte por su breve regreso a ella que por su amor por Sue.

Observó que la carta traía el matasellos de Londres y no de Christminster. Arabella le contaba que pocos días después de despedirse aquella mañana en Christminster recibió inesperadamente una afectuosa carta de su marido australiano, antiguo gerente de hotel en Sidney. Había llegado a Inglaterra con el propósito de buscarla, había sacado licencia para abrir una taberna en Lambeth, y le pedía que fuera para ayudarle a llevar el negocio, que era sin duda de lo más próspero; el local estaba situado en un barrio excelente, muy populoso y bebedor, y ya hacían una caja de 200 libras mensuales, ganancia que doblarían con facilidad.

Como decía que la quería mucho todavía y quería saber su paradero, como se habían separado por una tontería, y como su contrato de Christminster era solo temporal, había accedido a su súplica marchándose con él. Sentía inevitablemente que le pertenecía más a él que a Jude, ya que también se había casado con todas las de la ley y había vivido con él mucho más tiempo. Así que se despedía de Jude sin guardarle rencor alguno y confiaba en no volver a verle, pues era una débil mujer, y en que no hablaría mal de ella arruinando su vida, ahora que tenía la oportunidad de mejorar su situación y de llevar una vida decente.

III. 10.

Jude regresó a Melchester, que tenía la incierta ventaja de estar a unos treinta kilómetros escasos de la actual residencia de Sue. Al principio se decía que esta proximidad era una razón evidente para irse hacia el norte, pero Christminster era un lugar demasiado triste para soportarlo, mientras que la proximidad de Shaston a Melchester podría facilitarle la gloria de vencer al Enemigo en lucha cuerpo a cuerpo, tal como la afrontaban deliberadamente los santos y las vírgenes del cristianismo primitivo, los cuales, desdeñando huir ignominiosamente de la tentación, llegaban a convivir con ella con entera impunidad. Jude no cesaba de recordar, sin embargo, que, como decía lacónicamente un historiador, «la Naturaleza reclama a veces sus derechos a quienes la ofenden» en tales situaciones.

Volvió con febril desesperación a sus estudios religiosos, reconociendo que la sinceridad de sus fines y la fidelidad a la causa eran más que dudosas últimamente. Su pasión por Sue le turbaba el espíritu; pero el haber pasado doce horas de intimidad con Arabella le parecía instintivamente algo peor… aun cuando ella no le había hablado de su marido de Sidney hasta después. Creía firmemente que había vencido toda inclinación a refugiarse en la bebida…, lo que, desde luego, jamás había hecho por gusto, sino solamente para escapar de la insoportable miseria del espíritu. Sin embargo, se daba cuenta con desaliento de que en realidad llevaba dentro demasiadas pasiones para ser un buen pastor; lo más que podía esperar era que en una vida de constante lucha entre la carne y el espíritu, la primera no saliese siempre victoriosa.

Como afición complementaria a sus estudios de Teología, ejercitó su ligera disposición para la música religiosa y bajo continuo, hasta que fue capaz de unir aceptablemente el canto al acompañamiento. A unos dos o tres kilómetros de Melchester había una iglesia restaurada a la que Jude tuvo que ir a colocar unas columnas y capiteles nuevos. Con este motivo, hizo amistad con el organista y entró a formar parte del coro como bajo.

Iba dos veces cada domingo a esta parroquia, y si se terciaba también entre semana. Una tarde, por Pascua, se reunió el coro a ensayar para el domingo siguiente un himno nuevo que, según había oído decir, era de un compositor de Wessex. El himno resultó extraordinariamente emotivo. A medida que lo repetían, sus cadencias se iban imponiendo al espíritu de Jude y le emocionaban profundamente.

Al terminar, se acercó al organista para preguntarle acerca de dicha composición. La partitura estaba manuscrita y tenía el nombre del compositor en la parte superior, junto al título de la obra: Al pie de la Cruz.

—Sí —dijo el organista—. Es de uno de por aquí; de un músico profesional de Kennetbridge, un pueblo que está entre este y Christminster. El vicario le conoce. Se crio y se educó en las tradiciones de Christminster, lo que explica la calidad de la pieza. Creo que toca allí en una gran iglesia, y tiene un coro selecto. A veces va a Melchester, y hubo un tiempo en que intentó entrar de organista en la catedral, cuando el puesto quedó vacante. Su himno va a tocarse en todas partes esta Pascua.

Tarareando el canto mientras iba de regreso a casa, Jude empezó a meditar sobre el compositor y las razones que le moverían a componerlo. ¡Qué hombre más sensible debía de ser! ¡Cómo le gustaría conocer a un hombre así, perplejo y atormentado como se sentía a causa de Sue y Arabella, y con la conciencia turbada por su complicada situación! «Es el único que podría comprender mis problemas», se decía el impulsivo Jude. Si había en el mundo alguien que podía ser su confidente, era ese compositor; porque ese hombre había sufrido, había vibrado, había suspirado.

En resumen, con el escaso tiempo y dinero que tenía para emprender un viaje, Fawley decidió, como niño que era, ir a Kennetbridge el domingo siguiente. Llegado el día, partió por la mañana temprano, ya que debía hacer varios transbordos. Llegó a mediodía, y después de cruzar un puente, entró en un barrio antiguo muy pintoresco, donde preguntó por la casa del compositor.

Le señalaron un edificio de ladrillo rojo que había un poco más lejos y le dijeron que dicho señor había pasado por allí no hacía aún cinco minutos.

—¿Hacia dónde? —preguntó Jude con presteza.

—Ha salido de la iglesia y parece que iba derecho a su casa.

Jude apretó el paso y no tardó en tener el placer de ver a unos metros de él a un hombre vestido con una levita negra y un sombrero igualmente negro. Se apresuró un poco más con el fin de alcanzarle. «¡Un alma hambrienta en persecución de un alma pletórica! —se dijo—. ¡Tengo que hablar con ese hombre!».

Sin embargo, no podía abordarle antes de que entrara en su casa, y además habría que ver si era el momento adecuado para visitarle. Pero fuera oportuno o no, decidió verle allí y ahora, puesto que estaba a un paso de su casa y el viaje de regreso era demasiado largo para esperar hasta la tarde. Un hombre de espíritu tan elevado sabría disculpar la falta de protocolo, y le daría sabios consejos, si es que era una pasión terrenal e ilegítima lo que había entrado solapadamente en su corazón, que no debía estar abierto más que a la religión.

 

Así que llamó, y le hicieron pasar.

El músico salió a su encuentro al cabo de un momento, y como Jude iba respetablemente vestido, era bien parecido y de modales francos, le recibió amablemente. No obstante, Jude se dio cuenta de que le iba a resultar difícil exponerle su problema.

—He estado cantando en el coro de una pequeña iglesia próxima a Melchester —dijo—. Y esta semana hemos ensayado Al pie de la Cruz, que, según me han dicho, lo ha compuesto usted, ¿no es así, señor?

—Sí…, lo compuse hará un año más o menos.

—Me… me gusta mucho. ¡Me parece realmente maravilloso!

—¡Ah, bueno! Eso me han dicho otros también. Sí, podría sacarle dinero si encontrara la manera de publicarlo. Tengo otras composiciones para unirlas a ese himno, también; me gustaría poderlas dar a conocer, porque no he sacado de ellas todavía ni cinco libras. Estos editores… Ellos quieren comprar los derechos de las obras de compositores poco conocidos, como la mía, por menos dinero de lo que tendría que pagar yo por que me hicieran una veintena de copias a mano. El himno al que usted se refiere lo he prestado a unos cuantos amigos de aquí y de Melchester; así he podido lograr que se cante algo. Pero la música es una mala profesión para vivir de ella…; yo voy a dejarla por completo. Hoy en día, si uno quiere hacer dinero se tiene que dedicar a los negocios. Yo pienso dedicarme al negocio del vino. Aquí tengo mi futuro catálogo…; no se ha publicado aún, pero puede quedarse uno.

Le tendió un folleto de varias páginas orladas con una franja roja en el que figuraban diversas clases de rosado, champaña, oporto, jerez y otros vinos con los que se proponía iniciar su nueva aventura. Para Jude fue una gran sorpresa el que un hombre de espíritu tan elevado se comportara de esa manera, y comprendió que no podía confiarse a él.

Hablaron un poco más, pero de una manera forzada, porque cuando el músico se dio cuenta de que Jude era un pobre hombre cambió de actitud, ya que su aspecto y sus modales le habían engañado sobre su posición social y el objeto de su visita. Jude farfulló algunas palabras diciendo que deseaba vivamente felicitar al autor de una composición tan sublime, y se despidió embarazosamente.

Durante todo el regreso en el lento tren del domingo, y sentado en las salas de espera sin calefacción, en ese frío día de primavera, se sintió deprimido por la simpleza que había cometido al emprender ese viaje. No bien hubo llegado a su alojamiento de Melchester, encontró una carta que había llegado por la mañana, pocos minutos después de marcharse él. Era una nota breve y contrita de Sue en la que decía con dulce humildad que se había portado horriblemente mal con él al decirle que no debía ir a verla; que se despreciaba por haberse sometido a los convencionalismos sociales, y que fuera sin falta ese mismo domingo; que cogiera el tren de las once cuarenta y cinco, así comería con ellos a la una y media.

Jude casi se tiró de los pelos por haber recibido esta carta demasiado tarde para hacer lo que Sue le pedía; pero de un tiempo a esta parte se había disciplinado considerablemente, así que al fin consideró que la quimérica expedición a Kennetbridge había sido una intervención especial de la Providencia para apartarle de la tentación. Pero esa exaltada religiosidad que había observado en sí mismo más de una vez recientemente, le hizo desechar la idea ridícula de que Dios le enviara a un pueblo a hacer recados sin pies ni cabeza. Tenía unas ganas inmensas de verla y estaba furioso por haber perdido la ocasión; le escribió inmediatamente contándole lo que había sucedido y diciéndole que no tenía suficiente paciencia para aguardar al domingo siguiente, así que iría el día de la semana que ella dijera.

Como le había escrito una carta demasiado ardiente, Sue, como era su costumbre, demoró su contestación hasta el jueves, víspera de Viernes Santo; entonces le comunicó que podía ir esa tarde si quería, porque era lo más pronto que ella podía recibirle, ya que trabajaba como profesora auxiliar en la escuela de su marido. Así que Jude pidió permiso en la obra de la catedral a cambio de no percibir la parte correspondiente de su paga, y se fue.

****

CUARTA PARTE

EN SHASTON

IV. 1.

Shaston, la antigua Palladour británica,

Cuya fundación primera suscita extrañas historias (como canta Drayton), era y es en sí misma una ciudad de ensueño. La vaga fantasía de su castillo, sus tres cecas, la magnífica abadía y su ábside, gloria suprema del sur de Wessex, sus doce iglesias, sus santuarios, capillas, hospitales, sus puntiagudos edificios de mampostería, todo ello irremediablemente destruido en la actualidad, sumergen al visitante, aun contra su voluntad, en una absorta melancolía que no logran disipar ni el aire estimulante ni el paisaje ilimitado que le rodea. En esta ciudad han sido enterrados un rey y una reina, abades y abadesas, santos y obispos, caballeros y escuderos.

Los restos mortales del rey Eduardo el Mártir, respetuosamente exhumados para su veneración, dieron a Shaston un renombre que atrajo peregrinos de todas las partes de Europa, permitiéndole conservar una fama que se extendía muchísimo más allá de las costas inglesas. La escisión religiosa fue, según nos dicen los historiadores, la sentencia de muerte para esta hermosa creación de la Alta Edad Media. Con la destrucción de la inmensa abadía, la ciudad entera acabó en ruinas: los huesos del mártir tuvieron el mismo destino que el sagrado recinto donde se guardaban, y en la actualidad no hay siquiera una lápida que indique el lugar donde descansan.

Todavía conserva esta ciudad su encanto pintoresco y singular; pero resulta extraño que esos encantos, sobre los que muchos escritores llamaron la atención en una época en que no se apreciaba tanto la belleza de los escenarios naturales, pasen ahora inadvertidos; y así, uno de los lugares más misteriosos y originales de Inglaterra no atrae hoy en día a ningún visitante.

Dicha ciudad, especialmente en sus flancos norte, este y sur, ocupa una situación única en lo alto de una escarpadura imponente y agreste sobre el valle del Blackmoor, profundamente erosionado; y la vista que se domina desde el castillo, con los verdeantes pastos de los tres condados —el Wessex Sur, Central e Inferior—, es una sorpresa tan inesperada para los ojos del viajero desprevenido como saludable es el aire para sus pulmones. Inaccesible al ferrocarril, la mejor manera de llegar hasta ella es subir a pie o en vehículos ligeros, y aun estos no lo pueden hacer sino por una especie de istmo que hay al nordeste, el cual comunica la ciudad con una alta meseta de greda que se extiende a partir de allí.

Tal es, y tal era, la hoy olvidada Shaston o Palladour. Debido a su emplazamiento, el gran problema de la ciudad ha sido la falta de agua; y desde toda la vida, según se recuerda, se han visto caballos, asnos y hombres subiendo penosamente por los caminos serpeantes hasta la ciudad, cargados con cubas y barriles que llenan en los pozos abiertos al pie de la montaña, y a los aguadores vendiendo su mercancía al precio de medio penique el cubo.

Esta dificultad en el suministro de agua, unida a otras dos circunstancias extrañas, a saber: la del camino del cementerio, que tiene una cuesta casi tan empinada como la de un tejado por detrás de la iglesia, y el hecho de que en otro tiempo atravesara el pueblo un período de corrupción conventual y doméstica, dio pie al dicho de que Shaston era famosa por ofrecer al hombre tres consuelos como no se los podía brindar ningún otro lugar del mundo. Era la ciudad donde el cementerio estaba más cerca del cielo que el campanario, donde abundaba más la cerveza que el agua y donde había más prostitutas que mujeres honradas. Se decía también que de la Edad Media para acá sus habitantes se habían vuelto tan pobres que no podían pagarse sacerdotes, de ahí que se vieran obligados a derribar sus iglesias y prescindir completamente de rendir culto público a Dios, necesidad de la que se lamentaban sentados en la taberna delante de un vaso. En aquel tiempo parece que a los de Shaston no les faltaba sentido del humor.

Tenía otra particularidad —esta de tiempos más recientes— derivada de su situación: era lugar de descanso y cuartel general de propietarios de carromatos, compañías de cómicos, barracas de tiro al blanco y demás empresas ambulantes cuyos negocios prosperaban principalmente en las ferias y mercados. Igual que suelen verse extraños pájaros salvajes reunidos en lo alto de los promontorios, deliberando con aire meditabundo sobre si emprender vuelos más largos o regresar por el mismo camino que les había traído hasta ahí, así se detenían, en el silencio embotado de esta ciudad encaramada, las caravanas amarillas y verdes de nombres exóticos, como sorprendidas por un cambio de paisaje tan violento que les impedía continuar; y aquí permanecían todo el invierno, hasta que reanudaban sus viejas rutas en la primavera siguiente.

Hacia ese lugar ventoso y fantástico subía Jude por primera vez en su vida desde la estación más próxima, una tarde a las cuatro; y después de coronar penosamente la cuesta llegó a las primeras casas de la aireada ciudad y se dirigió a la escuela. Era demasiado temprano; los alumnos estaban todavía en clase y se oía rumor de voces bajas como un enjambre de mosquitos; se alejó un poco por el paseo de la Abadía, desde donde contempló el pueblo que el destino había convertido en lugar de residencia de quien él más amaba en el mundo. Enfrente de las escuelas, que eran unos edificios grandes construidos en piedra, crecían dos enormes hayas, con sus troncos de suave color gris, como solo suelen crecer en los terrenos elevados y calizos. Al otro lado de los ventanales de montante y ajimez podían distinguirse las pelambreras negras, castañas y rubias de los escolares por encima del antepecho. Para matar el rato, bajó hacia la terraza que en su día fuera jardín de la abadía; y, a pesar suyo, el corazón le latía con violencia.

No queriendo entrar antes de que los niños se hubieran marchado, se quedó allí hasta que oyó voces fuera y aparecieron las niñas con sus blancos delantales encima de los vestidos rojos y azules, correteando por los senderos por los que se habían paseado la abadesa, la priora, la subpriora y las cincuenta monjas trescientos años antes. Al volver sobre sus pasos vio que había esperado demasiado tiempo, que Sue había salido inmediatamente después de la última niña, y que el señor Phillotson había estado ausente toda la tarde porque tenía una reunión de profesores en Shottsford.

Jude entró en la clase vacía y se sentó, porque la muchacha que estaba barriendo le había informado que la señora Phillotson volvería dentro de unos minutos. Había allí un piano —en realidad era el viejo piano que Phillotson tenía cuando estaba en Marygreen—, y aunque las sombras del atardecer casi le impedían ver las teclas, se puso a tocar a su manera y maquinalmente atacó el himno que tanto le había impresionado la semana anterior.

Alguien se movió detrás de él, y pensando que era la muchacha que barría, Jude siguió tocando, hasta que esta persona se acercó y posó suavemente los dedos sobre su mano izquierda. La mano que notó encima de la suya era menuda y le resultaba conocida, así que se volvió.

—Sigue —dijo Sue—. Me gusta. Lo aprendí antes de marcharme de Melchester. Solían tocarlo en la Escuela Normal.

—¡Me es imposible seguir aporreando el piano delante de ti!; ¡toca tú!

—Está bien…, no me importa.

Sue se sentó; y la interpretación de ella, aunque no tenía nada de extraordinaria, le pareció divina comparada con la suya. Sue, como él, pareció visiblemente emocionada —para su propia sorpresa— al recordar el himno; y cuando hubo terminado, Jude le tendió la mano, y encontró la de ella a mitad de camino. Se la cogió… como solía cogérsela antes de que se casara.

—Es extraño —dijo Sue con voz completamente cambiada— que me haya emocionado esa canción; porque…

—¿Por qué?

—Porque no soy de esa clase… ni mucho menos.

—¿De las que se emocionan fácilmente?

—No me refería a eso.

—¡Pero, en cambio, sí eres de las que digo, porque en el fondo eres igual que yo!

—¡Pero con ideas distintas!

Siguió tocando y, de repente, se volvió, y con un movimiento impremeditado e instintivo se cogieron la mano otra vez.

Ella se rio un poco forzada y le soltó rápidamente.

—¡Qué gracia! —dijo—. Me pregunto por qué habremos hecho esto a la vez.

 

—Me figuro que porque somos iguales, como he dicho antes.

—¡Pero no en nuestra forma de pensar! Si acaso, un poco en nuestros sentimientos.

—Los sentimientos son los que mandan sobre los pensamientos… ¿No es como para blasfemar el pensar que el compositor de este himno sea uno de los hombres más vulgares que he conocido en mi vida?

—¿Cómo? ¿Le conoces?

—Fui a verle.

—¡Qué bobo eres…; has hecho precisamente lo que habría hecho yo! ¿Por qué fuiste?

—Porque no somos iguales —dijo él con sequedad.

—Bueno, tornaremos un poco de té —dijo Sue—. ¿Quieres que lo tomemos aquí en vez de ir a casa? Total no cuesta nada traer la tetera y demás. Es que no vivimos en la escuela, sino en un caserón antiguo del final de la calle que llaman de la Alameda Vieja. Es tan antiguo que me deprime como no te puedes figurar. Esas casonas están muy bien para ir a verlas, pero no para vivir en ellas… Yo me siento como aplastada dentro de tierra por el paso de tantas vidas como han vivido en ella. En un edificio nuevo, como el de estas escuelas, por ejemplo, solo tienes que soportar tu propia vida. Siéntate y le diré a Ada que traiga los cacharros del té.

Aguardó Jude al resplandor de la estufa cuya tapa abrió ella antes de salir, y cuando volvió, seguida de la criada con el té, se sentaron junto a esa misma luz, auxiliada por la llama azulenca de un mechero de alcohol que ardía bajo la tetera de bronce, encima de la tarima.

—Este es uno de los regalos de boda que me hiciste —dijo ella señalando la tetera.

—Sí —dijo Jude.

El susodicho regalo cantaba una cancioncilla burlesca, se le antojó a él; y para cambiar de tema dijo:

—¿Conoces alguna edición legible del Nuevo Testamento que no sea la canónica? Seguramente no tendréis una de esas como texto de lectura, ¿verdad?

—¡No, por Dios! Escandalizaríamos a los vecinos… Yo sí tengo un ejemplar. Hace tiempo ya que no lo leo, pero en vida de mi primer amigo lo solía leer con mucho interés; son los Evangelios Apócrifos, de Cowper.

—Ese libro parece que es el que me interesa. —Pero su pensamiento sufrió una punzada dolorosa al oír lo de «primer amigo» refiriéndose, como sabía él, a su compañero el universitario de tiempo atrás. Se preguntaba si le habría contado ese episodio a Phillotson.

—El Evangelio de Nicodemus es muy bonito —continuó ella para desviarle de toda idea que le suscitara sentimientos de celos, cosa que ella había intuido con toda claridad como siempre. En efecto, cuando se ponían a hablar de un tema indiferente, como ahora, había siempre una segunda conversación silenciosa entre sus emociones, tan perfecta era la reciprocidad que existía entre los dos—. Parece auténtico. Además compuesto totalmente en versículos está; así que parece como si leyeras en sueños a uno de los otros evangelistas: las cosas parecen las mismas. Pero, Jude, ¿todavía te interesan todas esas cuestiones? ¿Es que estás estudiando Apologética?

—Sí. Estoy estudiando más Teología que nunca.

Ella le miró con curiosidad.

—¿Por qué me miras así?

—¿Y para qué estudias eso?

—Estoy seguro de que podrías hablarme de una infinidad de cosas que yo ignoro sobre esta materia. ¡Has debido de aprender muchísimo con tu difunto amigo!

—¡No hablemos más de eso ahora! —suplicó ella—. ¿Vas a seguir trabajando la semana que viene en esa iglesia donde aprendiste el himno?

—Sí, probablemente.

—Entonces estupendo. ¿Puedo ir a verte allí? Coge de camino hacia aquí, y podría acercarme cualquier tarde; no es más que media hora de tren.

—¡No, no vengas!

—¿Por qué?… ¿No vamos a seguir siendo amigos ya más, como antes?

—No.

—Vaya. ¡Creía que siempre seguirías siendo amable conmigo!

—No. Ya no.

—¿Qué he hecho yo, entonces? Yo creía que nosotros dos… —El trémolo de su voz la obligó a callar.

—Sue, a veces pienso que eres una coqueta —le espetó de repente.

Hubo un momento de silencio, hasta que Sue se levantó de un salto; y para sorpresa de Jude, vio al resplandor del mechero que se había ruborizado.

—¡No puedo seguir hablando más contigo, Jude! —dijo adoptando un tono trágico de contralto, como en otros tiempos—. ¡Se está haciendo tarde para que continuemos juntos de esta manera, cantando canciones morbosas de Viernes Santo que le hacen a una pensar cosas que no se le deberían ocurrir!… No está bien que continuemos aquí. Sí, tienes que irte, ¡puesto que no me comprendes! Soy todo lo contrario de eso que me acusas tan cruelmente… ¡Oh, Jude, mira que eres cruel; llamarme eso! Pero yo no puedo decirte la verdad. ¡Te dejaría asombrado si te contara cómo me dejo llevar por mis impulsos, y lo mucho que siento haber nacido así de atractiva cuando no quiero el atractivo para nada! El deseo de algunas mujeres de ser amadas es insaciable; y así es también a menudo su deseo de amar; pero entonces se encuentran con que no pueden dar su amor constantemente al individuo legalmente designado por la licencia del obispo para recibirlo. ¡Pero tú eres tan recto, Jude, que no puedes comprenderme!… Ahora vete. Siento que no esté en casa mi marido.

—¿De veras?

—¡Bueno, creo que he dicho eso por puro formulismo! La verdad es que no lo siento. ¡En todo caso, triste es decirlo, no tiene importancia!

Así como poco antes se habían cogido efusivamente de la mano, ahora Sue le tocó levemente los dedos para despedirse. No bien había salido Jude por la puerta, saltó ella sobre un banco y abrió la ventana bajo la cual pasaba él.

—¿Cuándo tienes que irte para coger el tren, Jude? —preguntó.

Jude miró hacia arriba algo sorprendido.

—El coche que baja a la estación saldrá dentro de tres cuartos de hora o así.

—¿Qué vas a hacer hasta entonces?

—Pues… dar una vuelta. Puede que vaya a la iglesia vieja a sentarme un rato.

—¡Me parece que he sido injusta al despedirte de esa manera! Ya has pensado bastante en iglesias, el Cielo es testigo de eso, para ir a refugiarte este rato a la sombra de una de ellas. Quédate ahí.

—¿Dónde?

—Donde estás. Puedo charlar contigo mejor así que cuando estabas aquí dentro… ¡Ha sido un detalle por tu parte perder media jornada de trabajo para venir a verme!… Eres un José soñador de sueños, Jude. Y un don Quijote trágico. Y a veces hasta un san Esteban, que mientras lo lapidaban veía cómo se abrían los Cielos. ¡Mi pobre amigo y camarada, cuánto te queda todavía por sufrir!

Ahora que el elevado antepecho de la ventana se interponía entre los dos y Jude no se le podía acercar, parecía no importarle emplear una franqueza que había evitado cuando lo tenía junto a ella.

—He estado pensando —prosiguió con el tono de una persona embargada por la emoción— que las normas sociales de la civilización nos obligan a no tener más relación en nuestra situación real que la que tienen las figuras convencionales de las constelaciones con los verdaderos trazos del cielo. Me llaman señora de Richard Phillotson y vivo una pacífica vida de casada con el hombre que se llama así. Pero no soy realmente la señora de Richard Phillotson, sino una mujer sacudida por pasiones contradictorias, y con inexplicables antipatías… Bueno, no te entretengo más, que vas a perder el coche. Vete, y ven a visitarme otro día, pero a casa.

—¡Vendré! —dijo Jude—. ¿Cuándo?

—De hoy en ocho días. ¡Adiós, adiós! —Alargó la mano y se la pasó por la frente con gesto compasivo… solo un instante. Jude se despidió, perdiéndose en la oscuridad.

Cuando iba por la calle Bimport le pareció oír las ruedas de un coche que arrancaba; y en efecto, al llegar al Duke’s Arms, en la plaza del Mercado, el coche se había ido. Le era imposible ir a pie hasta la estación y llegar a tiempo para coger el tren, así que se vio obligado a esperar el siguiente: el último de la noche que empalmaría con el tren de Melchester.