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100 Clásicos de la Literatura

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Después de esperar inútilmente, subió y se asomó a la ventana, y se la figuró de viaje a Londres, donde ella y Phillotson habían pensado pasar unos días de descanso; se los imaginó dirigiéndose hacia el hotel a través de la húmeda oscuridad de la noche, bajo este mismo cielo festoneado de nubes, a través de las cuales se adivinaba la posición de la luna y se vislumbraban una o dos estrellas de gran tamaño como débiles y difusas claridades. Era el principio de un nuevo capítulo de la historia de Sue. Proyectó su espíritu hacia el futuro, y la vio rodeada de niños más o menos parecidos a ella. Pero el consuelo de verlos como una prolongación de la sola personalidad de ella le estaba negado, como les ocurre a todos los soñadores, por la obstinación de la Naturaleza en no permitir que nazca descendencia alguna solo de un progenitor. Cada nueva existencia deseada está falseada por el hecho de ser media parte de una aleación. «¡Si después de alejarme o extinguirse mi amor pudiera ir y ver a su hijo, suyo únicamente, encontraría un gran consuelo!», se decía Jude. Y luego volvió a ver con dolor, como había visto cada vez más a menudo últimamente, el desprecio de la Naturaleza por los sentimientos más delicados del hombre, y su indiferencia hacia sus aspiraciones.

La fuerza opresiva de su afecto por Sue se le manifestó con más claridad aún en los días que siguieron. No podía soportar ya las luces de las calles de Melchester; el sol se le había vuelto una pintura tristona y el cielo de color cinc. Luego recibió noticias de Marygreen anunciándole que su vieja tía se encontraba muy mal; noticias que coincidieron con una carta de su antiguo patrono de Christminster ofreciéndole empleo fijo en condiciones excelentes, en caso de que quisiera volver. Las cartas fueron casi un consuelo para él. Se fue a visitar a tía Drusilla y decidió después continuar hasta Christminster para ver en qué consistían las ofertas del constructor.

Jude encontró a su tía mucho peor de lo que la nota de la viuda Edlin le había dado a entender. Podía vivir unas semanas, unos meses; pero era poco probable. Escribió a Sue para informarle del estado de la tía y sugerirle que fuera a verla antes de morir. Podían reunirse en la estación de Alfredston el día siguiente por la tarde, que era lunes, al regresar él del viaje a Christminster, si podía ella coger el tren que se cruzaba con el suyo en esta estación. Así que al día siguiente fue a Christminster con la intención de regresar a Alfredston con tiempo para la cita que le había propuesto.

La ciudad del saber tenía ahora un aspecto extraño para él, que había perdido su sensibilidad para todo lo que evocaba. No obstante, cuando el sol hizo más vivo el contraste de luces y sombras en la arquitectura ojival de las fachadas, y proyectó la silueta recortada de las cresterías sobre el césped de los patios, Jude pensó que jamás había visto ciudad más hermosa. Llegó a la calle donde viera a Sue por primera vez. El pupitre que ella ocupaba cuando su femenina figura, inclinada sobre un pergamino religioso con un pincel en la mano, atrajo la atención de sus ojos inquisidores, estaba en su antiguo lugar, pero vacío. Era como si ella hubiera muerto y no hubiesen encontrado a nadie capaz de sustituirla en esa tarea artística. Ella era ahora el fantasma de la ciudad, mientras que las eminencias intelectuales y las dignidades eclesiásticas que tanta emoción despertaron en él en otro tiempo ya no lograban imponer allí su presencia.

Sin embargo, allí estaba él; y siguiendo su idea, se dirigió a su antiguo alojamiento del barrio de Beersheba, cerca de la iglesia ritualista de San Silas. Le abrió la puerta su antigua patrona, que pareció alegrarse al verle de nuevo; y después de servirle algo de comer le contó que el constructor había pasado por allí para preguntar su dirección.

Jude fue al taller donde había trabajado antes. Pero los viejos cobertizos y bancos le resultaban desagradables; se daba cuenta de que no le era posible comprometerse a vivir en esa ciudad de sus desvanecidos sueños. No deseaba sino que llegara la hora de regresar y coger el tren para Alfredston, donde seguramente le esperaría Sue.

Luego, por espacio de una espantosa media hora, deprimido por todo lo que le recordaban esos lugares, sintió de nuevo algo que le había hecho mucho daño más de una vez: que no valía la pena que nadie se preocupara por él, ni siquiera él mismo; durante esa media hora se encontró con Taylor el Calderero —el viejo que iba comprando hierro viejo por las iglesias— en Cuatro Caminos, y este le propuso entrar en un bar y echar un trago juntos. Siguieron andando hasta que llegaron ante uno de los centros palpitantes de la vida de Christminster: la taberna donde un día aceptara el desafío de recitar el Credo en latín.

Desde que se marchó Jude de la ciudad se había convertido en un bar popular, con una entrada espaciosa que invitaba a pasar, y una barra enteramente nueva y de estilo moderno.

Taylor el Calderero vació su vaso y se fue, diciendo que aquello lo habían puesto demasiado elegante para sentirse a gusto, a menos que llevara más bebida en el cuerpo que dinero en el bolsillo. Jude se quedó a terminar el suyo y permaneció observando con aire distraído el local, que en ese momento estaba casi vacío. Habían quitado el antiguo mostrador y habían instalado otro completamente nuevo; el mobiliario de caoba sustituía a los viejos muebles pintados, mientras que el fondo estaba lleno de sofás. La sala estaba dividida en compartimentos según la moda, separados por unas mamparas de cristal esmerilado con marco de caoba para evitar a los bebedores de un compartimiento la vergüenza de ser reconocidos por los del otro. Detrás del mostrador, dos camareras se afanaban sobre los tubos blancos de las bombas de cerveza y la hilera de grifos niquelados que goteaban sobre una bandeja de estaño.

Como se sentía cansado y no tenía nada que hacer hasta la hora de tomar el tren, Jude fue a sentarse en uno de los sofás. Detrás de las camareras había grandes espejos biselados con repisas de cristal distribuidas a lo largo, en las que se alineaban preciosos líquidos de nombres desconocidos para Jude, en unas botellas de color topacio, zafiro, rubí y amatista. El local se animó con la entrada de algunos clientes que fueron a ocupar el compartimento vecino, y con el sonsonete de la registradora que emitía un «¡cling!» cada vez que efectuaban un cobro.

Jude no podía ver desde donde estaba a la camarera que atendía el reservado contiguo, aunque sí la vio pasar de espaldas junto a la mampara de cristal. Estaba observando todo esto con indiferencia, cuando ella se volvió hacia el espejo para arreglarse el pelo. Entonces se quedó atónito al descubrir el rostro de Arabella.

Si hubiera pasado por delante de donde él estaba le habría visto. Pero no pasó, porque a él le atendía la camarera del otro lado. Abby iba con un vestido negro de blancas bocamangas de lino y un gran cuello igualmente blanco; su figura, más desarrollada que antes, se acentuaba con un ramillete de narcisos prendido sobre el pecho izquierdo. En el compartimento donde servía ella había un recipiente de metal galvanizado sobre una lámpara de alcohol cuya llama azul hacía desprender un ligero vapor; Jude veía todo esto por el espejo que había detrás de ella, que también reflejaba las caras de los hombres a quienes estaba atendiendo: uno de ellos era un joven distinguido, posiblemente un estudiante universitario, que le había estado contando alguna aventura divertida.

—¡Vamos, señor Cockman! ¡Venir a contarle eso a una mujer inocente como yo! —exclamó ella alegremente—. Señor Cockman, ¿qué se pone en el bigote para mantener esas vueltas tan hermosas?

Como el joven tenía la cara completamente rasurada, la broma provocó una carcajada a su costa.

—¡Venga! —dijo él—, ponme un curasao; y dame fuego, por favor.

Le sirvió licor de una de aquellas hermosas botellas; y encendiendo una cerilla, se la sostuvo con traviesa solicitud mientras él daba chupadas al cigarro.

—Bueno; y qué, ¿has oído hablar de tu marido últimamente?

—Ni una palabra —dijo ella.

—¿Dónde está?

—Lo dejé en Australia; supongo que allí estará todavía. Jude abrió los ojos asombrado.

—¿Por qué os separasteis?

—No haga preguntas, y no le dirán mentiras.

—Está bien; venga, dame el cambio que tienes que darme hace ya un cuarto de hora; quiero irme a patear las calles de esta pintoresca ciudad.

Le dio el cambio que había encima de la mesa auxiliar, y al recogerlo él, le cogió los dedos y se los retuvo. Hubo un ligero forcejeo entre risas; luego le dijo adiós y se fue.

Jude lo había estado presenciando con los asombrados ojos de un filósofo. Era extraordinario lo lejos que se sentía de la vida de Arabella. No acababa de comprender su vinculación nominal. Y, además, en su actual estado de ánimo le daba lo mismo que Arabella fuera su mujer.

Los clientes del reservado que ella atendía se marcharon y, después de pensarlo un momento, Jude se metió en él y se acercó al pequeño mostrador auxiliar. Arabella no le reconoció de momento. Luego sus ojos se encontraron. Ella se llevó un sobresalto; por fin su mirada brilló con burlona desvergüenza y exclamó:

—¡Vaya por Dios! ¡Yo creía que estabas bajo tierra desde hacía años!

—¡Ah!

—No he sabido nada de ti; de lo contrario, no sé si habría venido yo por aquí. ¡Pero no importa! ¿Qué te pongo?, ¿un whisky con soda? Vamos, invita la casa, ¡por nuestra vieja amistad!

—Gracias, Arabella —dijo Jude sin una sola sonrisa—, pero no quiero beber más.

La verdad era que la inesperada presencia de ella en ese lugar le había quitado las ganas de beber tan radicalmente como si le hubieran devuelto de repente a su primera infancia.

 

—Es una lástima, ahora que podrías beber gratis.

—¿Desde cuándo estás aquí?

—Desde hace unas seis semanas. Hace tres meses que volví de Sidney. A mí me ha gustado siempre este tipo de trabajo.

—¡Me extraña que hayas venido a esta ciudad!

—Bueno, como ya te he dicho, yo creía que estabas en el otro mundo, y en Londres vi un anuncio ofreciendo este puesto. Era muy difícil que me conocieran aquí, aunque me daba lo mismo, ya que no había venido a Christminster desde que era niña.

—¿Cómo es que has vuelto de Australia?

—Bueno, tenía mis razones… Entonces, ¿todavía no eres un letrado de esos?

—No.

—¿Ni siquiera un reverendo?

—No.

—¿Ni uno de esos que van para reverendo?

—Yo soy lo que era.

—Sí…, eso parece.

Apoyó con negligencia los dedos sobre el grifo de la cerveza mientras le observaba con curiosidad. Él se fijó en que tenía las manos más blancas y delgadas que cuando vivían juntos, y que en la mano que empuñaba la palanca llevaba una sortija con dos zafiros que parecían auténticos… Sin duda lo serían; y los jóvenes que frecuentaban el bar los admirarían como tales.

—Conque vas diciendo que tienes marido —prosiguió él.

—Sí. Pensé que sería más comprometido decir que era viuda, como habría sido mi gusto.

—Cierto. A mí me conocen un poco por aquí.

—No me refería a eso…, ya te he dicho que no esperaba encontrarte. Es por otra cosa.

—¿Por qué?

—No importa eso ahora —replicó evasivamente—. Vivo mi vida como quiero y no me interesa tu compañía.

En esto entró un mozalbete imberbe, con un bigotito como la depilada ceja de una dama, y pidió de beber una mezcla rara; Arabella tuvo que ir a atenderle.

—No podemos hablar aquí —dijo ella al pasar junto a Jude—. ¿Me puedes esperar a las nueve? Anda, no seas tonto y espérame. Puedo salir dos horas antes, si lo pido. No vivo en la casa, por ahora.

Jude dijo en tono lúgubre, después de pensarlo:

—Volveré. Supongo que será mejor que arreglemos algunas cosas.

—¡De eso nada! ¡Yo no tengo nada que arreglar contigo! —Pero yo necesito saber una cosa o dos; y como tú dices, no podemos hablar aquí. Así que pasaré a verte.

Y dejándose el vaso casi lleno, salió a pasear por la calle. Un negro nubarrón había venido a ensombrecer el sentimiento diáfano de su triste amor por Sue. Aunque la palabra de Arabella no era de fiar en absoluto, quizá fuera cierto que no quería causarle molestias y que de veras le había creído muerto. Como fuese, ahora no cabía hacer más que una cosa, y era jugar limpio; la ley era la ley, y la mujer con la que él no se sentía más unido de lo que pueda estarlo el este con el oeste, formaba una sola persona con él a los ojos de la Iglesia.

Habiendo quedado en verse con Arabella, le era imposible ir a Alfredston a reunirse con Sue, como había prometido. Cada vez que lo pensaba sentía un profundo dolor; pero la coincidencia se había presentado inevitablemente así. Puede que la Providencia hubiera enviado a Arabella para castigarle por su amor indebido. Pasó, pues, la tarde vagando sin rumbo por la ciudad mientras esperaba, evitando los claustros y los edificios públicos, porque no podía soportar verlos, y entró de nuevo en el bar cuando empezaban a sonar los ciento un toques de la Gran Campana del Colegio Cardinal, coincidencia que a él se le antojó de una gratuita ironía. El bar estaba espléndidamente iluminado y, en general, muy animado y alegre. Los rostros de las camareras tenían los colores encendidos y un rubor sonrosado en las mejillas; sus gestos se habían vuelto más vivos que antes, más abandonados, más atractivos, más tiernos, expresando con ellos sus sentimientos y deseos con menos eufemismo, riendo con cierta languidez, pero sin reserva.

El local se había ido llenando de hombres de todas clases durante la hora anterior, y desde fuera se oía el tumulto de sus voces. Pero ahora había ya menos gente. Le hizo una seña a Arabella y le dijo que esperaría fuera a que saliera.

—Pero primero quiero que tomes algo conmigo —dijo ella de muy buen humor—. La copita de las buenas noches: yo la tomo siempre. Luego puedes irte y me esperas un minuto; es mejor que no nos vean salir juntos. —Sirvió dos copas de brandy; y aunque se le notaba en la cara que tenía ya bastante alcohol en el cuerpo, por haberlo ingerido o, lo que era más probable, por la atmósfera que había estado respirando durante tantas horas, se bebió la suya de un trago. Él apuró también la suya y abandonó el bar.

Pocos minutos después salió ella, con una chaqueta de paño grueso y un sombrero con una pluma negra.

—Vivo aquí cerca —dijo, cogiéndole del brazo—, y tengo llave, así que puedo regresar a cualquier hora. ¿A qué arreglo te referías?

—Bueno…, a ninguno en particular —contestó, completamente cansado, con mal cuerpo, y pensando otra vez en Alfredston y en el tren que no había cogido, en la probable decepción de Sue al no encontrarle a su llegada, y en el perdido placer de acompañarla por la larga y solitaria cuesta de Marygreen bajo la luz de las estrellas—. En realidad tenía que haberme marchado. ¡Me temo que mi tía está agonizando!

—Iré contigo mañana por la mañana. Creo que me dejarán un día de permiso.

El que Arabella, que no sentía la menor simpatía por él o por su familia, se acercara a su tía en su lecho de muerte al lado de Sue era algo que contrastaba considerablemente con la idea que tenía de ella. No obstante, dijo:

—Naturalmente, si quieres puedes venir.

—Bueno, ya veremos… Ahora, hasta que hayamos llegado a un acuerdo, no es conveniente que nos vean juntos por aquí, donde te conocen a ti y a mí empiezan a conocerme también, aunque nadie sospeche que tengamos nada que ver el uno con el otro. Y ya que vamos hacia la estación, ¿por qué no cogemos el tren de las nueve cuarenta para Aldbrickham? Podríamos estar allí en menos de media hora; allí no nos conocen, y por una noche podremos obrar con toda libertad, hasta que nos hayamos decidido por una cosa o por otra.

—Como quieras.

—Entonces espera que recoja un par de cosas. Vivo aquí. A veces cuando salgo tarde duermo en una de las habitaciones de donde trabajo, así que nadie pensará nada si paso la noche fuera.

Volvió rápidamente, y se fueron a la estación; y tras media hora de tren, llegaron a Aldbrickham, donde entraron en una posada de tercera clase, no lejos de la estación, y pidieron de cenar.

III. 9.

A la mañana siguiente, entre nueve y nueve y media, emprendieron el camino de regreso a Christminster, ocupando ellos solos el compartimiento de un vagón de tercera. Como tuvo que arreglarse apresuradamente, lo mismo que Jude, para poder coger el tren, Arabella tenía el aspecto un tanto desaseado, y su cara distaba mucho de poseer la animación que la había caracterizado en el bar la noche anterior. Al salir de la estación se encontró con que aún faltaba media hora para entrar en el bar. Salieron a dar una vuelta por las afueras, en dirección a Alfredston. Jude miró el camino que ascendía a lo lejos.

—¡Ah…, cuidado que soy débil! —murmuró finalmente.

—¿Qué? —dijo ella.

—¡Esta es la mismísima carretera por la que llegué a Christminster hace años lleno de proyectos!

—Bueno, sea la carretera que sea, creo que ya falta poco para que entre al trabajo; tengo que estar en el bar a las once en punto. Y por fin he pensado que no voy a pedir permiso para ir a ver a tu tía. Así que es mejor que nos despidamos aquí. Prefiero entrar sola en la calle Mayor, puesto que no hemos acordado nada.

—Muy bien, pero habías dicho esta mañana que ibas a contarme algo antes de despedirnos, ¿no?

—Sí: dos cosas… En particular, una. Pero todavía no me has prometido que guardarás el secreto. Si me lo prometes, te lo digo. Como mujer honrada que soy, quiero que lo sepas… Es lo que te había empezado a contar anoche, sobre aquel señor que regentaba el hotel de Sidney. —Arabella hablaba atropelladamente—. ¿Me guardarás el secreto?

—Sí, sí…, ¡te lo prometo! —dijo Jude, impaciente—. No voy a ir por ahí revelando tus secretos.

—Pues siempre que salíamos juntos, me decía que estaba enamorado de mí y me insistía en que me casara con él. Yo no pensaba volver otra vez a Inglaterra; y como no tenía casa propia en Australia, puesto que vivía con mi padre, acabé por decirle que sí y me casé.

—¿Que te casaste con él?

—Sí.

—¿Regularmente, legalmente, o sea, por la Iglesia?

—Sí. Y viví con él hasta que me vine. Fue estúpido, ya lo sé; ¡pero hecho está! Ahora ya lo sabes. ¡No me descubras! Dice que quiere venir a Inglaterra, el pobre. No creo que lo haga; pero si viniera, no le sería fácil encontrarme.

Jude se había quedado pálido e inmóvil.

—¿Y por qué diablos no me dijiste eso anoche? —exclamó.

—Bueno, porque no… ¿Qué pasa, no quieres hacer las paces conmigo?

—O sea, que cuando hablabas de «tu marido» en el bar, te referías a él, naturalmente…, ¡no a mí!

—Pues claro… Vamos, no empieces ahora.

—¡No tengo nada que decir! —replicó Jude—. No tengo absolutamente nada que decir sobre el… el delito… que acabas de confesar.

—¡Delito! ¡Puf! ¡Allá no le dan tanta importancia a esas cosas! Hay una barbaridad de gente que hace lo mismo… ¡Si te lo tomas así, me iré con él otra vez! ¡Me quería mucho y vivíamos honradamente, como cualquier matrimonio respetable de la colonia! ¿Cómo iba a saber lo que había sido de ti?

—No voy a hacerte ningún reproche. Podría decirte muchas cosas; pero quizá no sea este el momento. ¿Qué quieres de mí?

—Nada. Hay otra cosa que quería decirte, ¡pero me parece que ya tenemos bastante por el momento! Pensaré lo que me has dicho, y ya hablaremos.

Así que se despidieron. Jude esperó hasta que la vio desaparecer en dirección al hotel, y entonces se fue a la estación, que estaba cerca. Aún faltaban tres cuartos de hora para que pasara el tren de Alfredston, así que se puso a deambular sin rumbo por la ciudad hasta que llegó a Cuatro Caminos; allí se detuvo como tantas veces lo había hecho, a contemplar la calle Mayor, que se abría ante él, con un colegio tras otro, en una perspectiva pintoresca, comparable solo a las de algunas ciudades del continente, como la calle de los Palacios de Génova; las líneas de los edificios eran tan limpias en la atmósfera matinal como el dibujo de un arquitecto. Pero Jude estaba muy lejos de percibir o apreciar estas cosas. Todo quedaba velado por la indescriptible vivencia de la noche que había compartido con Arabella; por un sentimiento de degradación, al revivir sus experiencias con ella, su aspecto mientras dormía en las primeras horas del amanecer. Y su semblante inmóvil adquirió una expresión de condenado. Si solo se hubiera tratado de un resentimiento hacia ella, habría sido menos desdichado; pero la compadecía a la vez que la despreciaba.

Jude volvió sobre sus pasos. Cuando se dirigía a la estación oyó que le llamaban por su nombre, aunque se fijó menos en el nombre que en la voz. Con gran sorpresa por su parte, vio nada menos que a Sue ante él como una visión presagiosa e inquietante, igual que en un sueño, con la boca nerviosa y los ojos cansados mirándole interrogadores y llenos de reproche.

—¡Jude, qué alegría encontrarte aquí! —dijo con voz quebrada y viva, a punto de sollozar. Luego se ruborizó al darse cuenta de que él pensaba, como ella, que no se habían visto desde la boda.

Evitaron mirarse para ocultarse mutuamente la emoción, se cogieron de la mano sin decir nada y caminaron juntos durante un rato, hasta que ella le miró con furtiva solicitud.

—¡Llegué a la estación de Alfredston anoche, como me pediste, pero no había nadie esperándome! Entonces me fui sola a Marygreen, y allí me encontré con que la tía estaba un poquito mejor. Estuve con ella, y como no llegaste en toda la noche, empecé a preocuparme por ti. Pensé que tal vez, al encontrarte de nuevo en la vieja ciudad, te habías desmoralizado al… al pensar que yo… que yo me había casado… y no estaba aquí como antes; y que no tenías a nadie con quien hablar; ¡y que intentarías ahogar tu tristeza igual que aquella vez, cuando te desesperaste tanto porque no podías estudiar una carrera!, y que te habías olvidado de la promesa que me hiciste de no volver a repetirlo. ¡Y pensé que por eso no habías ido a buscarme!

—¡Y has venido a salvarme, como un ángel bueno!

—Pensé que debía venir en el tren de la mañana, y tratar de encontrarte…, en caso… en caso…

 

—¡He tenido continuamente presente la promesa que te hice, cariño! No la romperé nunca más, te lo aseguro. Quizá haya hecho algo peor, pero eso desde luego no. Me repugna solo el pensarlo.

—Me alegro de que no te hayas quedado por eso —dijo con un leve puchero en la voz—. ¡Pero no fuiste anoche a buscarme como debías!

—No fui…, lo siento. Tenía una cita a las nueve… Demasiado tarde para coger el tren que se cruzaba con el tuyo, o para volver a casa.

Mirando a su amada tal como se le aparecía ahora, como la amiga más dulce y desinteresada que jamás había tenido, con una gran viveza imaginativa, y tan etérea que se podía ver el temblor de su espíritu a través de sus miembros, Jude se sentía sinceramente avergonzado de la mundanidad de las horas pasadas en compañía de Arabella. Sería grosero e inmoral introducir estos recientes acontecimientos de su vida en el espíritu de quien, para él, carecía de corporeidad hasta el extremo de que a veces le parecía imposible que pudiera ser la esposa de un hombre corriente. Y no obstante, era la mujer de Phillotson. Cómo había llegado a serlo, cómo podía vivir como tal, era algo que rebasaba su comprensión al verla como la veía hoy.

—¿Vienes conmigo? —dijo—. Precisamente sale ahora un tren. No sé cómo se encontrará mi tía… Conque, Sue, realmente has hecho este viaje por mí. ¡Pobrecita, a qué hora habrás tenido que salir!

—Sí. Al estar sentada allí, velando yo sola, empecé a ponerme nerviosa por ti, y en vez de irme a dormir, cuando empezó a clarear, me vine. Y ahora, ¿quieres no volver a asustarme en balde con tus insinuaciones de mala conducta?

Jude no estaba tan seguro de que asustarse por su mala conducta fuera en balde. Le soltó la mano al subir al tren. El vagón donde se sentaron el uno junto al otro —Sue entre él y la ventana— parecía el mismo que el que había ocupado horas antes con otra mujer. Contemplaba las delicadas líneas del perfil de Sue, y las pequeñas prominencias de sus pechos, apretados como manzanas, tan distintos de las ampulosidades de Arabella. Aunque ella sabía que la estaba observando, no se volvió, sino que siguió mirando hacia delante, como temiendo que se iniciara una turbulenta discusión si se encontraban sus ojos.

—Sue…, ahora eres casada lo mismo que yo; y, sin embargo, nos hemos dado tanta prisa que no hemos hablado de ello.

—No hace ninguna falta —replicó vivamente.

—Bueno, seguramente no… Pero yo quisiera…

Jude, no hablemos de mí…, ¡hazme el favor! —suplicó—. Es una cosa que me deprime. ¡Perdona que te hable así!… ¿Dónde estuviste anoche?

Le hizo la pregunta con toda inocencia, por cambiar de conversación. Él se dio cuenta y contestó únicamente: «En una posada», aunque habría sido un gran alivio para él contarle el inesperado encuentro con su mujer. Pero la noticia final que esta le diera acerca de su matrimonio en Australia le impidió hablar de ella para no perjudicarla.

Siguieron charlando, aunque con cierto embarazo, hasta que llegaron a Alfredston. El hecho de que Sue no fuera como antes porque llevaba la etiqueta de «Phillotson» paralizaba a Jude cada vez que quería conversar con ella. Sin embargo, le parecía que no había cambiado en nada… no sabía bien por qué. Quedaban ocho kilómetros de viaje a través del campo, en los que lo mismo se tardaba a pie que en una calesa, ya que era todo cuesta arriba. Jude no había hecho nunca este trayecto con Sue, aunque sí con otra. Ahora le parecía que llevaba consigo una luz resplandeciente que disipaba los sombríos recuerdos de otros tiempos.

Sue charlaba; pero Jude notaba que seguía evitando hablar de sí misma. Por último, le preguntó si su marido estaba bien.

—Sí —dijo ella—. Tiene que estar todo el día en la escuela; si no, habría venido conmigo. Es tan amable y tan bueno que se habría dejado la clase por acompañarme, incluso en contra de sus principios, pues no le gustan nada las vacaciones ocasionales; pero yo no se lo he consentido. Pensé que era mejor venir sola. Tía Drusilla es una mujer muy excéntrica, y como él es casi un extraño para ella, la situación habría sido molesta para los dos. Aparte de que, por lo visto, apenas está en sus cabales; así que me alegro de no haberle traído.

Jude iba caminando cabizbajo mientras ella cantaba las alabanzas de Phillotson.

—El señor Phillotson te complace en todo, como es su deber —dijo.

—Claro.

—Debes de ser una esposa feliz.

—Por supuesto que lo soy.

—Bueno, casi tenía que haber dicho desposada. No hace tanto tiempo que te entregué a él, y…

—¡Sí, lo sé! ¡Lo sé! —Había algo en su cara que desmentía sus últimas afirmaciones, pronunciadas con tanta discreción y voz tan neutra que lo mismo podían haberse extraído de una conversación-modelo de un «Prontuario de la mujer casada». Jude conocía el matiz de cada vibración de la voz de Sue; podía interpretar cada síntoma de su estado de ánimo, y estaba convencido de que no era feliz, aunque aún no llevaba casada un mes. Pero el salir precipitadamente de casa para asistir en sus últimos momentos a una parienta a la que apenas había conocido en vida no probaba nada, porque era muy propio de Sue hacer ese tipo de cosas.

—Bueno, como siempre, te deseo que seas muy feliz, señora Phillotson.

Ella le miró con reproche.

—No, tú no eres la señora Phillotson —murmuró Jude—. Tú eres la dulce e independiente Sue Bridehead, ¡solo que no te das cuenta! El matrimonio todavía no te ha triturado y digerido en su inmenso estómago como un átomo que ha perdido su individualidad.

Sue adoptó un aire ofendido y por fin contestó:

—¡Ni a ti tampoco, por lo que veo!

—¡A mí sí! —dijo moviendo la cabeza con tristeza.

Al llegar a la casita solitaria bajo los abetos, entre la Casa Marrón y Marygreen, en la que Jude y Arabella habían vivido y reñido, se volvió a contemplarla. Ahora la habitaba una familia de aspecto famélico. No pudo evitar decirle a Sue:

—Esta es la casa que tuvimos mi mujer y yo durante el tiempo que vivimos juntos. Aquí me la traje de su casa.

Ella se volvió a mirarla también.

—O sea, que representa para ti lo que para mí la escuela de Shaston.

—Sí; pero yo no fui tan feliz en la mía como tú en la tuya.

Ella apretó los labios por toda respuesta, y siguieron caminando un poco; luego le miró como para ver su intención.

—Naturalmente, puede que haya exagerado tu felicidad… nunca se sabe —continuó él suavemente.

—¡No quiero que pienses eso ni por un momento, Jude, aunque lo digas para tomarme el pelo! Es tan bueno conmigo como podría serlo el mejor de los hombres, y me deja completa libertad, cosa que no suelen hacer los maridos de edad madura… Si crees que no soy feliz porque es demasiado viejo para mí, te equivocas.

—Yo no critico su conducta… respecto a ti, cariño.

—Y no me digas más cosas para molestarme, ¿quieres?

—No diré nada.

Se calló, pero sabía que de un modo u otro Sue se daba cuenta de que al casarse con Phillotson había hecho algo que no debía.

Se sumergieron en la inmensa oquedad de los campos del otro lado, donde se hallaba el pueblo: era el lugar donde Jude había recibido una paliza a manos de un granjero, hacía ya muchos años. Cuando llegaban al pueblo y se acercaban a la casa, encontraron en la puerta a la señora Edlin, que al verlos alzó las manos en un gesto de súplica.

—¡Ha bajado; parece mentira! —exclamó la viuda—. Se ha levantado de la cama sin que nadie se lo haya podido quitar de la cabeza. ¡No sé lo que va a pasarle!

En efecto, la anciana estaba sentada junto al fuego, envuelta en una manta; y cuando entraron, volvió hacia ellos un semblante como el del Lázaro de Sebastiano. Debieron de poner los dos cara de estupor, porque dijo con voz hueca: