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100 Clásicos de la Literatura

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La verdad es que Sue no le había escrito una sola palabra sobre la cuestión, aunque ya hacía de eso catorce días. Tras una breve reflexión, se dijo que esto no probaba nada, puesto que lo mismo podía guardar silencio por una delicadeza natural como por un sentimiento de culpabilidad.

En la escuela le habían informado dónde estaba viviendo ella ahora, y al no tener él ninguna preocupación inmediata sobre su bienestar, sus pensamientos tomaron el derrotero de una violenta indignación contra la dirección de la Escuela Normal. En su turbación, Phillotson entró en la catedral vecina, que a la sazón estaba en un estado de horrible desmantelamiento por los trabajos de restauración. Se sentó en un bloque de piedra sin cuidar de no mancharse los pantalones; sus ojos, indiferentes, seguían los movimientos de los obreros, hasta que se dio cuenta de que el culpable, el amante de Sue, Jude, estaba entre ellos.

Jude no había vuelto a hablar con su antiguo héroe desde que visitara la reproducción de Jerusalén. Desde el día en que vio casualmente a Phillotson tratando de galantear a Sue en el callejón, sentía una sensación desagradable cada vez que pensaba en ese hombre maduro, en encontrárselo o aun en hablar con él por cualquier motivo; y desde que se enteró del éxito de Phillotson al obtener de ella la promesa de matrimonio, reconoció francamente que no quería oír hablar más de su antiguo maestro, ni saber nada de sus trabajos, ni aun pensar en las virtudes que podía tener como persona. El mismo día de la visita del maestro, Jude esperaba la llegada de Sue, pues ella se lo había prometido; así que cuando vio al maestro en la nave del edificio y vio además que se dirigía hacia él, sintió no poco embarazo, aunque la turbación del propio Phillotson impidió que este lo advirtiera.

Jude se acercó a él, y ambos se alejaron de los demás obreros retirándose al lugar donde había estado sentado Phillotson. Jude le ofreció un trozo de arpillera como cojín y le dijo que era peligroso sentarse directamente sobre el bloque de piedra.

—Sí, sí —dijo Phillotson con aire ausente mientras se sentaba, con los ojos fijos en el suelo como si tratara de recordar dónde estaba—. No te entretendré mucho. Solo se trata de que me han dicho que tú has visto a mi pequeña Sue recientemente, y se me ha ocurrido que podrías contarme lo que pasa. Solo quería saber algo… en particular.

—¡Creo que sé el qué! —dijo Jude apresuradamente—. ¿Es sobre su fuga de la Escuela Normal, y haber acudido después a mí?

—Sí.

—Bueno… —Por un momento, Jude sintió un deseo perverso de aniquilar a su rival a toda costa. Dejándose arrastrar por ese impulso traicionero que puede provocar el amor por una misma mujer en hombres absolutamente honrados en todos los demás aspectos de sus vidas, podía deshacerse de Phillotson diciéndole que el escándalo era cierto y que Sue había cometido con él algo irreparable. Pero su acción no respondió por un momento a su instinto animal, y lo que dijo fue—: Me alegro de que haya tenido el detalle de venir a hablar francamente conmigo sobre esto. ¿Sabe lo que dicen?, que debía casarme con ella.

—¿Cómo?

—Y es lo que yo desearía con toda mi alma, si fuera posible. Phillotson temblaba, y la palidez natural de su rostro adquirió un matiz cadavérico:

—¡No tenía ni idea de que se tratara de eso! ¡Válgame Dios!

—¡No, no! —dijo Jude, horrorizado—. Creí que me había entendido. Quiero decir que piensan que yo tengo una posición y que puedo casarme con ella como podría hacerlo con cualquier otra, y tomar un piso en vez de andar de aquí para allá, ¡cosa que me gustaría muchísimo!

Lo que realmente quería darle a entender es que amaba a la muchacha.

—Pero ya que hemos empezado a hablar de este penoso asunto, ¿qué es lo que realmente ha sucedido? —preguntó Phillotson con la firmeza del hombre que comprende que prefiere recibir un golpe violento a la larga agonía de la duda en el futuro—. Este es uno de los casos en que deben ponerse en claro incluso las cuestiones más delicadas para impedir falsas suposiciones y evitar el escándalo.

Jude se lo explicó de buena gana; le contó con todos los pormenores la noche que pasaron en la cabaña del pastor, cómo fue ella a buscarle a su pensión, su resfriado por haberse mojado, su discusión toda la noche y la despedida a la mañana siguiente.

—Bien —dijo Phillotson al concluir—. ¿Me das tu palabra, y sé que puedo fiarme de ti, de que la sospecha por la que fue expulsada carece absolutamente de fundamento?

—Desde luego —dijo Jude con solemnidad—. Absolutamente. ¡Dios es testigo!

El maestro se levantó. Los dos se daban cuenta de que la entrevista no podía derivar en una charla amistosa sobre sus experiencias recientes; y después de acompañarle Jude a dar una vuelta por el interior y enseñarle algunas muestras de la restauración que se estaba realizando, Phillotson se despidió y se fue.

Esta visita tuvo lugar a eso de las once de la mañana; pero Sue no había aparecido. Cuando Jude se fue a comer, a la una, la vio venir por la calle de la Puerta del Norte, caminando como si no viniera a buscarle ni mucho menos. La alcanzó inmediatamente y le recordó que él le había pedido que viniera a buscarle a la catedral, y que ella se lo había prometido.

—He ido a recoger mis cosas a la Escuela Normal —dijo ella; observación que esperaba aceptara él como respuesta, aunque no lo era.

Al verla de ese humor evasivo, decidió darle la información que hasta entonces se había guardado.

—¿No has visto al señor Phillotson hoy? —se aventuró a preguntar.

—No. Pero no quiero que vuelvas a preguntarme más por él; ¡si lo haces, no voy a contestarte!

—Qué extraño… —Se calló y la miró.

—¿Qué?

—Que no sueles ser tan amable en persona como lo eres en tus cartas.

—¿Eso crees? —dijo ella, sonriendo con viva curiosidad—. Bueno, es extraño; pero a mí me pasa lo mismo que a ti, Jude. Cuando ya no estás, me da la sensación de que me he portado con una frialdad…

Como ella conocía los sentimientos de Jude, este vio que se acercaban a un terreno peligroso. Pensó que era el momento de hablar honradamente.

Pero no dijo nada, y ella prosiguió:

—Eso fue lo que me decidió a escribirte y decirte… que no me importaba que me amaras… ¡todo lo que quisieras!

La inmensa alegría que podía haber sentido por lo que estas palabras significaban o parecían significar fue anulada por la decisión que había tomado, y se mantuvo tenso hasta que empezó:

—Yo nunca te he dicho…

—Sí que me lo has dicho —murmuró ella.

—Me refiero a que nunca te he contado mi historia… entera. —Pero me lo figuro. Casi puede decirse que la sé.

Jude alzó los ojos. ¿Sería posible que conociera su aventura con Arabella y que en unos meses había dejado de ser matrimonio más radicalmente que por la muerte? Pero se dio cuenta de que no.

—No te la puedo contar aquí en la calle —continuó con voz lúgubre—. Y sería mejor que no fuéramos a mi pensión. Entremos aquí.

Estaban junto al edificio del mercado. Era el único lugar conveniente, y entraron; el mercado había terminado; los puestos y los corredores estaban vacíos. Él habría preferido un sitio más agradable; pero, como casi siempre suele suceder, en vez de hablar en un romántico prado o en un templo solemne, tuvo que hacerlo mientras paseaban arriba y abajo por un piso sucio de hojas de col podridas, en medio de toda la inmundicia de las verduras estropeadas, desechadas por invendibles. Empezó y terminó su breve relato, limitándose a contarle que se había casado unos años antes y que su mujer vivía aún.

Casi antes de que cambiara la expresión de su semblante, ella preguntó apresuradamente:

—¿Por qué no me lo dijiste antes?

—No pude. Me pareció demasiado cruel.

—Para ti, Jude. ¡En cambio has preferido ser cruel conmigo!

—¡No, mi vida! —exclamó con apasionamiento. Intentó cogerle la mano, pero ella la apartó. Sus viejas relaciones de confianza parecían haber terminado súbitamente, quedando solo el antagonismo de los dos sexos sin una afinidad de sentimientos que lo contrarrestara. Ella había dejado de ser su camarada, su amiga, su inconsciente bien amada, y sus ojos le miraron en silencio como a un extraño.

—Me avergonzaba de ese episodio de mi vida que me llevó al matrimonio —continuó él—. No puedo explicártelo ahora. ¡Podría habértelo contado, si te lo hubieras tomado de otro modo!

—Pero ¿cómo me lo voy a tomar de otro modo? —exclamó ella—. Yo te he dicho o escrito que… ¡que podías amarme o algo por el estilo!, nada más que por lástima, y durante todo este tiempo… ¡Ah, qué mal salen siempre las cosas! —dijo, dando una patada en el suelo con nerviosismo.

—¡No eres justa conmigo, Sue! No se me había ocurrido que llegaras a quererme hasta hace poco; así que ¡pensé que no importaba! ¿Tú me quieres, Sue?… Entiéndeme; ¡vamos a dejar eso de «por lástima», que no me gusta nada!

Era una pregunta que, dadas las circunstancias, ella prefirió no contestar.

—Supongo que ella…, tu mujer… será muy guapa, aunque sea mala, ¿verdad? —preguntó con prontitud.

—Es bastante guapa, dentro de lo que cabe.

—¡Más que yo, seguro!

—Tú eres muy distinta. Hace ya años que no la he visto…, pero seguro que volverá… ¡Siempre ocurre lo mismo!

—¡Qué extraño resulta en ti que no estés con ella! —dijo Sue, con los labios temblorosos y un nudo en la garganta, lo que contrastaba con la ironía de sus palabras—. Tú, un hombre tan religioso. ¿Cómo van a interceder por ti después de eso los semidioses de tu Panteón, esos personajes legendarios que llamas Santos? Si lo hubiera hecho yo, sería distinto y no tendría importancia, porque al menos yo no veo en el matrimonio un sacramento. ¡Tus teorías no están tan adelantadas como tu vida práctica!

 

—Sue, eres terriblemente mordaz cuando quieres… ¡Eres un perfecto Voltaire! ¡Pero puedes tratarme como se te antoje!

Al darse cuenta de lo desdichado que era, ella se ablandó y, tratando de disimular unas lágrimas, dijo con todo el reproche de mujer herida:

—¡Ah… debías habérmelo dicho antes de pedirme que te dejara quererme! Yo no abrigaba ningún sentimiento hacia ti, hasta el momento de despedirnos en la estación, aparte…

Por una vez, Sue se sintió tan desdichada como él al intentar sobreponerse a toda emoción, sin conseguirlo.

—¡No llores, cariño! —suplicó él.

—No lloro… porque te… quiera, sino por tu falta de… de confianza.

Estaban completamente a cubierto en la plaza del Mercado, y él no pudo reprimir el deseo de rodearle el talle con el brazo. Este impulso momentáneo fue lo que la hizo reaccionar.

—¡No, no! —dijo zafándose con vigor, mientras se secaba los ojos—. ¡Ni hablar! Sería una hipocresía pretender que lo haces porque eres mi primo, ya que no puede ser por ninguna otra razón.

Dieron unos pasos, y ella pareció recobrar el ánimo. Jude se sentía abatido; le habría dolido menos si ella se hubiera mostrado de otro modo. Pero bien mirado había dado prueba de una mentalidad abierta y generosa, a pesar del estallido de mal humor que acababa de tener, propio de un espíritu mezquino, pero inevitable a veces en las mujeres.

—No te reprocho lo que no has podido evitar —dijo sonriendo—. ¡Cómo iba a ser tan tonta! Lo que me sienta un poquito mal es que no me lo hayas dicho antes. Pero, en fin, no importa. De todos modos tendríamos que separarnos, ¿verdad?, aunque no hubieras tenido ese problema en tu vida.

—¡No, eso sí que no, Sue! ¡Ese es el único obstáculo!

—Olvidas que para eso tendría que quererte yo aunque no hubiera ningún obstáculo —dijo Sue con una seriedad que no dejaba traslucir lo que pensaba—. Y que somos primos además, y no es conveniente que se casen los primos. Y… que, por otra parte, estoy prometida con otro. En cuanto a salir juntos como hasta ahora, en plan de amigos, la gente de nuestro alrededor va a hacer que sea también imposible. Sus ideas sobre las relaciones entre hombre y mujer son muy limitadas, como lo prueba el que me hayan echado de la Escuela Normal. Su filosofía solo reconoce un tipo de relación basada en el instinto animal. Para ellos resulta desconocido el ancho campo de un gran afecto en el que el deseo desempeña cuando más un papel meramente secundario: el papel, ¿cómo diríamos?, de una Venus Urania.

El hecho de poder hablar con esa erudición mostraba que era dueña de sí misma otra vez; y antes de despedirse casi había recuperado la vivacidad de su mirada, su cordialidad, sus alegres ademanes y su actitud de generosa comprensión hacia las demás personas de su edad y sexo.

Jude pudo expresarse ahora con más libertad:

—Había varias razones en contra para que yo te lo contara así por las buenas. Una es la que ya te he dicho; otra es que siempre me han estado insistiendo en que no me casara…, que yo pertenecía a una familia muy extraña y singular… cuyas desgracias ocurrían siempre por culpa del matrimonio.

—¡Ah!… ¿Y quién te decía eso?

—Mi tía abuela. Decía que entre los Fawley, el matrimonio terminaba siempre mal.

—¡Qué raro! ¡Mi padre me decía lo mismo también!

Los dos se quedaron en suspenso ante el mismo pensamiento, bastante desagradable aun tratándose de una suposición: el de que la unión entre ellos dos, en caso de que fuera posible, haría aumentar terriblemente las posibilidades de una vida desdichada; sería como juntar el hambre con las ganas de comer.

—¡Bueno, pero eso no quiere decir nada! —dijo ella con nerviosa despreocupación—. Nuestra familia no ha tenido suerte durante los últimos años al elegir pareja…; eso es todo.

Y luego trataron de convencerse a sí mismos de que todo lo que había sucedido no tenía la menor importancia, que podían seguir siendo primos y amigos, escribirse a menudo y pasar muchos ratos felices cada vez que se vieran, aunque no sería tan a menudo como hasta ahora. Se despidieron como buenos amigos; sin embargo, la última mirada de Jude parecía encerrar una pregunta, porque presentía que ni aun en este sentido podía estar seguro de lo que ella pensaba.

III. 7.

La noticia que recibió de Sue uno o dos días después tuvo para Jude el efecto de un rayo.

Antes de leer la carta ya sospechó que se trataba de algo serio, al ver la firma con su nombre completo, cosa que no había vuelto a hacer desde su primera carta:

Querido Jude:

Tengo que contarte algo que tal vez no te sorprenda, aunque puede que te extrañe su celeridad (como dicen las compañías ferroviarias de sus trenes). El señor Phillotson y yo nos vamos a casar pronto: dentro de tres o cuatro semanas. Nuestra intención era, como tú sabes, esperar a que yo terminara el curso en la Normal y sacar el título para poder ayudarle en sus clases, si fuera menester. Pero él dice generosamente que ahora que ya no estoy en la Escuela de Magisterio, no tiene objeto esperar. Es un detalle magnífico por su parte, porque la culpa de esta situación embarazosa en que me encuentro la tengo yo, ya que yo misma he sido quien ha motivado mi expulsión.

Deséame mucha felicidad. Recuerda que dijiste que lo harías, ¡así que no me lo niegues!

Tu prima, con afecto,

SUSANNA FLORENCE MARY BRIDEHEAD

La noticia le afectó mucho; no pudo probar bocado en el desayuno, aunque se bebió el té porque tenía la boca seca. Poco después volvió al trabajo riendo con el sarcasmo del hombre desengañado. Todo parecía convertirse en sátira. Y, sin embargo, ¿qué otra cosa podía hacer la pobre muchacha?, se preguntaba; se sentía peor que si hubiera llorado.

—¡Ah, Susanna Florence Mary! —decía mientras trabajaba—. ¡Tú no sabes lo que es el matrimonio!

¿La habría decidido a dar este paso el saber que estaba casado, y la habría impulsado a comprometerse con Phillotson aquella visita que le hizo estando borracho? Indudablemente, estaban además esas otras razones sociales y prácticas, suficientes en sí mismas para tomar esta decisión; pero Sue no era persona práctica y calculadora; y otra vez se sintió inclinado a pensar que el resentimiento que había provocado en ella su confesión la había decidido a ceder ante la probable opinión de Phillotson de que la mejor manera de probar lo infundadas que eran las sospechas de las autoridades académicas era casarse de repente, hacer la boda normal de una pareja de prometidos. La verdad es que Sue se encontraba en una situación delicada. ¡Pobre Sue!

Decidió representar el papel de espartano: obrar lo mejor posible y ayudarla; pero no pudo mandarle su felicitación, como ella le pedía, hasta un día o dos después. Entretanto le llegó otra carta de su impaciente amada:

Jude:

¿Quieres ser mi padrino ante el altar? No tengo a nadie que pueda serlo con más propiedad que tú, ya que eres el único pariente casado que vive cerca de aquí, aun contando con que mi padre tuviera el detalle de acceder, cosa que no creo. Espero que no sea un trastorno para ti. He estado mirando en el libro de oraciones la ceremonia nupcial, y me parece humillante que se requiera la presencia de alguien para entregar a la novia. Según lo que dice ese librito, mi esposo me elige por su libre voluntad, pero yo no le elijo a él. Alguien me entrega a él, lo mismo que si fuera una burra o una cabra o cualquier otro animal doméstico. ¡Bendita sea tu elevada concepción de la mujer, oh hombre religioso! Pero se me olvidaba: ya no tengo el privilegio de poder meterme contigo.

Hasta siempre,

SUSANNA FLORENCE MARY BRIDEHEAD

Jude se armó de heroísmo y contestó:

Querida Sue:

¡Naturalmente, te deseo que seas feliz! Y por supuesto que te acompañaré al altar. Lo que sugiero es que, como no tienes casa propia, no salgas de la escuela de tu prometido, sino de mi casa. Sería más adecuado, ya que como dices soy tu pariente más cercano en esta parte del mundo.

¿Por qué firmas tu carta de esa manera tan formularia y terrible? ¡Supongo que aún me quieres un poquito! Tuyo afectuosamente,

JUDE

Más que la firma, lo que le sentó mal fue esa pequeña espina que él había pasado por alto: la expresión «pariente casado»… ¡Qué idiota le hacía parecer como enamorado! Si Sue se lo había escrito con sarcasmo, difícilmente se lo perdonaría; pero si lo había hecho con sufrimiento…, ¡entonces era otra cosa!

De todos modos, debía haberle hecho el ofrecimiento de la casa a Phillotson, porque fue él quien le envió unas letras de sincero agradecimiento, aceptando la proposición. Sue le daba las gracias también. Jude se mudó a un alojamiento más amplio, tanto para escapar del espionaje de la desconfiada patrona que había sido una de las causantes del desagradable incidente con Sue, como por falta de espacio.

Más tarde recibió una carta de Sue notificándole la fecha de la boda; y Jude decidió, tras consultarlo con ella, que debía ir a instalarse a su casa el sábado siguiente: así estaría en la ciudad unos diez días antes de la ceremonia, lo suficiente para simbolizar una residencia nominal de quince días.

Sue llegó en el tren de las diez del citado día, y Jude no salió a esperarla a la estación por deseo expreso de ella, para que no perdiera la paga de una mañana de trabajo, decía (si es que era esa su verdadera razón). Pero a estas alturas conocía ya tan bien a Sue, que al acordarse de la mutua sensibilidad en los momentos de crisis emocionales, pensó que debió de ser eso lo que la hizo tomar esta decisión. Cuando Jude volvió a casa a comer, ella había tomado posesión de su cuarto.

Vivía en la misma casa que él, pero en otro piso, y se veían poco. La cena era la única comida que hacían juntos, y el comportamiento de Sue parecía el de una chiquilla asustada. Jude no sabía lo que pensaba ella; sus conversaciones eran puramente maquinales, aunque no la notaba pálida o desmejorada. Phillotson iba con frecuencia, pero casi siempre cuando Jude estaba ausente. La mañana del día de la boda, que Jude se lo había tomado de asueto, Sue y su primo desayunaron juntos por primera y última vez en este singular período, en la habitación —el salón— que había alquilado él por el tiempo que estuviera Sue residiendo allí. Viendo, como vería toda mujer, con qué torpeza se desvivía Jude por hacerle cómodo el lugar, se animó:

—¿Qué te ocurre, Jude? —dijo de pronto.

Estaba apoyado con los codos en la mesa y la barbilla en las manos, mirando hacia un futuro que parecía trazado en el mantel.

—¡Bueno…, nada!

—Tú eres «padre», ¿no? Así es como llaman al que hace de padrino.

Jude podía haber dicho: «¡Phillotson sí que se merece que le llames así por los años que tiene!». Pero no quiso incomodarla con esa réplica fácil.

Ella hablaba incansablemente, como si temiera dejarle reflexionar, y antes de terminar el desayuno lamentaban ya los dos haberse permitido este momento de confianza, en vez de haber desayunado aparte. Lo que más abrumaba a Jude era pensar que, habiendo cometido él el error de casarse, estaba ayudando y animando a la mujer que amaba a hacer lo mismo, en lugar de suplicarle y aconsejarle lo contrario. Le daban ganas de decirle: «¿Estás completamente decidida?».

Después del desayuno salieron a hacer un recado juntos, movidos por el mismo pensamiento de que era la única oportunidad que tendrían de disfrutar de una camaradería sin protocolos. Por una ironía del destino, y por esa singular manera de ser que tenía Sue, a quien le gustaba tentar a la Providencia en los momentos críticos, le cogió del brazo mientras caminaban por la calle enfangada —cosa que ella no había hecho nunca—, y al doblar la esquina se encontraron ante una iglesia gris de estilo gótico y cubierta, muy inclinada: la de Santo Tomás.

—Esta es la iglesia —dijo Jude.

—¿Donde me voy a casar?

—Sí.

—¡Vaya! —exclamó ella con curiosidad—. Me gustaría entrar y ver el sitio donde tendré que arrodillarme dentro de poco para hacerlo.

Jude se dijo nuevamente a sí mismo: «¡No sabe lo que significa el matrimonio!».

Accedió pasivamente a su deseo y entraron por la puerta occidental. La única persona que había en el sombrío recinto era la mujer de la limpieza. Sue seguía cogida del brazo de Jude, casi como si fuera su novia. A decir verdad, esa mañana se portó cruelmente cariñosa con él; y el pensamiento del castigo que le esperaba a ella se atemperaba con un dolor:

 

… ¡No sé si el golpe

la herirá como hiere a los hombres,

ni si será demasiado para su condición de mujer!

Siguieron avanzando con indiferencia por la nave hacia la balaustrada del altar, donde permanecieron en silencio; luego dieron la vuelta y atravesaron la nave otra vez, ella todavía del brazo, de manera que parecían dos recién casados. Este incidente, sugestivo en exceso y enteramente provocado por ella, estuvo a punto de hacer que Jude perdiera la serenidad.

—Me gusta hacer cosas así —dijo Sue con la delicada voz de un epicúreo en cuestión de emociones, lo que confirmaba que era cierto lo que decía.

—¡Lo sé! —dijo Jude.

—Me parecen interesantes porque probablemente no las ha hecho nadie nunca. Dentro de un par de horas entraré en la iglesia de esta manera con mi marido, ¿verdad?

—¡Desde luego!

—¿Fue así como te casaste tú?

—¡Por Dios, Sue…, no seas tan despiadada!… ¡Vaya, no era eso lo que quería decir, querida!

—¡Ah, te ha molestado! —dijo ella con pesar, parpadeando, con los ojos repentinamente húmedos—. ¡Y yo que me había prometido no enfadarte!… Creo que no debía haberte pedido que me trajeras aquí. ¡Claro que no! Ahora me doy cuenta. Mis ganas de sentir sensaciones nuevas me meten siempre en dificultades de esta clase. ¡Perdóname!… Me perdonas, ¿verdad que sí, Jude?

Su súplica expresaba tal arrepentimiento que los ojos de Jude se pusieron más húmedos que los de ella cuando le apretó la mano para decirle que sí.

—Bueno, vamos de prisa ahora; ¡no volveré a hacerlo! —prosiguió ella con humildad. Salieron del edificio. Sue tenía intención de ir a la estación a esperar a Phillotson. Pero a la primera persona que encontraron en la calle Mayor fue al propio maestro, pues el tren había llegado antes de lo previsto. En realidad no había nada malo en que Sue se cogiera del brazo de Jude; pero retiró la mano, y Jude vio que Phillotson parecía sorprendido.

—Hemos estado haciendo algo muy gracioso —dijo ella, sonriendo con candidez—. Hemos estado en la iglesia ensayando. ¿Verdad, Jude?

—¿Cómo? —exclamó Phillotson, extrañado.

Jude deploró en su fuero interno lo que le parecía una franqueza innecesaria; pero Sue había dicho demasiado para no tener que explicarlo todo, y así lo hizo, contándole que habían marchado juntos hasta el altar.

Viendo lo perplejo que estaba Phillotson, Jude dijo lo más alegremente que pudo:

—Voy a comprarle a Sue otro regalito. ¿Quieren venir los dos conmigo?

—No —dijo Sue—. Me voy a casa con él. —Y después de rogarle a su enamorado que no tardara, se fue con el maestro.

Jude no tardó en reunirse con ellos en casa, y poco después se arreglaron para la ceremonia. Phillotson se había cepillado el pelo hasta unos extremos dolorosos, y el cuello de su camisa parecía más almidonado y tieso que en los veinte años anteriores. Aparte de eso, tenía un aspecto grave y meditabundo, talmente el de un hombre de quien no sería difícil predecir que iba a ser un marido afable y considerado. Saltaba a la vista que adoraba a Sue; y casi se podía adivinar que ella no se hacía merecedora de esa adoración.

Aunque la iglesia no estaba lejos, había alquilado un coche en el León Rojo, y en el momento de salir se congregaron en la puerta seis o siete mujeres y niños. El maestro de escuela y Sue eran desconocidos para ellos, aunque debieron reconocer a Jude como vecino; y tomaron a la pareja como parientes suyos venidos de otro lugar. Nadie podría imaginar que Sue hubiera sido recientemente alumna de la Escuela de Magisterio.

En el coche, Jude se sacó del bolsillo el regalito extra, que resultó ser dos o tres metros de tul blanco, y lo prendió en el sombrero de ella a modo de velo.

—Hace muy raro encima del sombrero —dijo ella—. Me quitaré el sombrero.

—No…, déjalo así —dijo Phillotson. Y ella obedeció.

Una vez que entraron en la iglesia y estuvieron de pie en sus respectivos puestos, Jude vio que la visita anterior había suavizado lo doloroso de su misión; pero cuando ya iba mediada la ceremonia, empezó a lamentar en lo más hondo de su corazón haber aceptado el papel de padrino. ¿Cómo se le había ocurrido a Sue la temeridad de pedirle a él semejante favor, cosa que resultaba probablemente tan cruel para él como para ella? Qué distintas eran las mujeres de los hombres en estas cuestiones. ¿Sería que en vez de tener más sensibilidad, como se les suele atribuir, eran más duras de sentimientos, menos románticas? ¿O más heroicas? ¿O, sencillamente, era que Sue tenía un temperamento tan perverso que se atormentaba deliberadamente a sí misma y a él, por el extraño y morboso placer de infligirse dolor y sentir después una tierna piedad por él, haciendo a la vez que él se la tuviera a ella? Observó que su semblante estaba tenso, y al llegar el momento supremo de entregarla a Phillotson apenas era dueña de sí misma, aunque más porque se daba cuenta de lo que sentiría su primo, a quien no tenía por qué haber hecho venir, que por sí misma. Posiblemente seguiría ocasionando estos mismos sufrimientos una y otra vez, y seguiría apiadándose de su víctima con toda su extraordinaria falta de consecuencia.

Phillotson parecía no darse cuenta, envuelto como estaba en una atmósfera brumosa que le impedía captar las emociones de los demás. Tan pronto como estamparon sus firmas y salieron, y hubo terminado la tensión, Jude se sintió aliviado.

Celebraron una comida sencilla en su casa y se marcharon a las dos. Sue cruzó la acera y, al ir a subir al coche, miró hacia atrás; Jude captó un destello de temor en sus ojos. ¿Sería que había cometido la tremenda locura de arrojarse a unas tinieblas ignoradas solo para afirmar su independencia frente a él, para desquitarse por su falta de confianza en ella? Tal vez Sue procedía con ese atrevimiento con los hombres porque desconocía, con un candor infantil, ese lado de sus naturalezas que agosta el corazón y la vida de las mujeres.

Al poner un pie en el estribo, dio media vuelta, diciendo que había olvidado algo. Jude y la patrona se ofrecieron para ir a traérselo.

—No —dijo ella echando a correr—. Es mi pañuelo. Y sé dónde lo he dejado.

Jude la siguió. Lo había encontrado y volvía con él en la mano. Ella le miró a los ojos con los suyos arrasados en lágrimas. De pronto, entreabrió los labios como si fuera a decir algo. Pero siguió su camino; y fuera lo que fuese lo que iba a decir, se lo guardó para sí.

III. 8.

Jude se preguntó si sería verdad que se había dejado el pañuelo olvidado, o si no habría querido confesarle, llena de zozobra, un amor que hasta el último momento no se decidió a manifestar.

No pudo quedarse en su silencioso alojamiento después de marcharse ellos; así que, temiendo que le viniera la tentación de ahogar su desdicha en alcohol, subió, se cambió la ropa oscura por la blanca, las botas finas por las bastas y se incorporó a su trabajo habitual por la tarde.

Pero una vez en la catedral, comenzó a oír una voz interior y a sentirse dominado por la idea de que ella volvería. Se figuraba que no podría entrar en la casa con Phillotson. Este presentimiento fue en aumento, turbándole más cada vez. En el momento en que el reloj indicó el fin de la jornada, tiró las herramientas y echó a correr hacia casa.

—¿Ha venido alguien preguntando por mí? —preguntó. No había ido nadie.

Como tenía derecho al cuarto de estar de la planta baja hasta las doce de la noche, pasó allí toda la velada; aun después que el reloj diera las once y se hubiera retirado toda la familia, no pudo desechar la idea de que volvería y se quedaría a dormir en la pequeña alcoba contigua a la suya, donde había dormido en las noches anteriores. Sus decisiones eran siempre imprevisibles: ¿por qué no iba a venir? De buena gana habría accedido a dejar de considerarla como su bien amada o como su mujer, con tal que viviera como amiga y compañera de alojamiento, incluso manteniendo el trato más distante. Aún estaba puesta la cena; se dirigió a la puerta de la entrada, la abrió con suavidad, regresó a la habitación y se sentó como se sentaban antiguamente a velar durante la noche de San Juan, esperando el fantasma de la amada. Pero no llegó.