Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—¡Válgame Dios!… ¿Y qué hiciste entonces?

—¡Ah, qué enfadado estás ahora conmigo! —dijo con una súbita nota trágica en su voz argentina—. ¡De haberlo sabido, no te lo habría contado!

—No. No estoy enfadado. Cuéntamelo todo.

—Bueno, invertí su dinero, pobre chico, en un proyecto estúpido, y lo perdí. Viví por mis propios medios en Londres durante un tiempo y luego regresé a Christminster, ya que mi padre, que estaba también en Londres y había comenzado a trabajar en la forja de artesanía cerca de Long-Acre, no quería tenerme consigo; y encontré colocación en la tienda de objetos artísticos donde me encontraste… ¡Ya te dije que no sabías lo mala que era!

Jude contempló la butaca con su ocupante, estudiando con más atención a la criatura a quien había dado protección. Su voz tembló cuando dijo:

—¡Aunque has vivido, Sue, te considero tan inocente como libre de convencionalismos!

—No puedo parecerte tan inocente, ya que

he tirado de la túnica

de esa pálida figura que tu fantasía había vestido,

—dijo ella con ostensible tono de burla, a pesar de que Jude veía que estaba a punto de echarse a llorar—. ¡Pero jamás me he entregado a ningún amante, si es eso lo que piensas! Sigo igual que antes.

—Te creo completamente. Pero algunas mujeres no se habrían conservado igual que antes.

—Tal vez no. Sobre todo las mejores. Dicen que debo de ser de una naturaleza fría sin sexo en este sentido. ¡Pero es que no quiero tenerlo! Algunos de los poetas más apasionadamente eróticos han sido los que más se han contenido en su vida cotidiana.

—¿Le hablaste al señor Phillotson de tu amigo el universitario? —Sí…; hace mucho. Jamás he ocultado eso a nadie.

—¿Y qué te dijo?

—No me hizo ningún reproche…; solo dijo que yo lo era todo para él, hiciera lo que hiciese, y cosas por el estilo.

Jude se sentía muy deprimido; ella parecía alejarse cada vez más con su extraña manera de ser y su singular insensibilidad para lo sexual.

—¿De veras no estás enfadado conmigo, querido Jude? —preguntó de pronto, con una voz tan extraordinariamente tierna que apenas parecía provenir de la misma mujer que acababa de contar su historia con tanta indiferencia—. ¡Creo que preferiría ofender a cualquiera antes que a ti!

—No sé si estoy enfadado o no. ¡Lo que sé es que me importas mucho!

—¡Pero no más! Vaya, no debía haber dicho eso. ¡Por favor, no digas nada ahora!

Hubo otro largo silencio. Presentía que ella le estaba tratando con crueldad, aunque no podía decir de qué manera. Su tremendo desamparo parecía hacerla mucho más fuerte que él.

—Soy terriblemente ignorante en cuestiones de tipo general, a pesar de todo lo que he estudiado —dijo para variar de tema—. Como sabes, estoy profundamente interesado por la Teología. ¿Y qué crees tú que estaría haciendo ahora si no estuvieras tú aquí? Estaría rezando mis oraciones. Supongo que a ti esas cosas no te interesan…

—No; desde luego —contestó ella—. Prefiero no rezar, si no te importa. Me parecería una hipocresía.

—Sabía que no te gustaría, por eso no te lo he propuesto antes. Recordarás que espero ser pastor un día.

—Dijiste que querías ordenarte, ¿no?

—Sí.

—Entonces, ¿no has renunciado a esa idea? Yo creía que ya lo habías dejado.

—Desde luego que no. Al principio estaba firmemente convencido de que tú pensabas igual que yo sobre esta materia, al verte tan metida en el anglicanismo de Christminster. Y el señor Phillotson…

—A mí no me impone ningún respeto Christminster, a no ser, en cierto modo, desde el punto de vista intelectual —dijo Sue Bridehead con seriedad—. Mi amigo del que te he hablado me quitó todo eso. Era el hombre menos religioso que he conocido en mi vida, y el más moral. Y el talento en Christminster es como el vino nuevo en botellas viejas. El medievalismo de Christminster debe desaparecer, debe extirparse, o la propia Christminster desaparecerá. Evidentemente, a veces uno no puede reprimir una afición oculta a las tradiciones y a la vieja fe, conservada allí por un grupo de pensadores de una sinceridad sencilla y conmovedora; pero cuando más triste me encontraba, con la mayor rectitud de espíritu, pensaba siempre:

¡Oh glorias macabras de los santos, miembros muertos

de los dioses ejecutados!…

—¡Sue, si fueras buena amiga mía, no hablarías de esa manera!

—¡Entonces no lo haré, querido Jude! —dijo con la voz emocionada otra vez, y apartó la cara.

—Yo aún pienso que Christminster posee muchas cosas ilustres, aunque he guardado cierto resentimiento por no haber podido seguir allí —dijo él con dulzura, resistiendo al impulso de hacerla llorar.

—Es un lugar de ignorantes, quitando a la gente del pueblo, artesanos, borrachos y pordioseros —dijo ella con perversidad, viendo que él no era de su parecer—. Esos ven la vida tal como es, por supuesto; en cambio en los colegios son muy pocos los que la ven así. Lo puedes comprobar en ti mismo. Tú eres uno de esos hombres para quienes estaba realmente destinada Christminster, el estudio, pero sin dinero, ni oportunidades, ni amigos. Y os han echado a la calle los hijos de los millonarios.

—Bueno, puedo hacerlo sin todas esas ventajas. Lo que me importa es algo que está por encima.

—Y lo que me importa a mí es algo más amplio y más auténtico —insistió ella—. Actualmente, en Christminster la inteligencia tira para un lado y la religión para otro; de modo que permanecen absolutamente inmóviles, como dos cameros que se dan topetazos el uno al otro.

—¿Y el señor Phillotson qué?…

—¡Es un lugar repleto de fetichistas y visionarios!

Se dio cuenta Jude de que cada vez que trataba de hablar del maestro, ella desviaba la conversación haciendo unas generalizaciones ofensivas para la Universidad. Jude sentía una extremada y morbosa curiosidad por saber cuál era su vida como protégée y prometida del señor Phillotson; sin embargo, ella no le daba una sola pista.

—Bueno, eso es justamente lo que soy yo también —dijo—. Tengo miedo de la vida, y veo espectros por todas partes.

—¡Pero tú eres bueno y eres querido! —murmuró ella.

El corazón le dio un brinco, pero no replicó.

—En este momento te encuentras en el estadio de adhesión al tractarianismo, ¿no es así? —añadió, mostrando una impertinencia que ocultaba su verdadero sentimiento, argucia que era muy frecuente en ella—. Vamos a ver, ¿cuándo me encontraba yo en esa situación?… Fue por el año mil ochocientos…

—Me sabe muy mal que te burles de esa manera, Sue. Bueno, ¿ahora quieres hacerme un favor? Ya he leído un capítulo, y he rezado mis oraciones, como te he dicho. ¿Quieres ahora distraerte con uno de esos libros, el que te guste, sentada de espaldas a mí, y dejarme cumplir con mis prácticas religiosas? ¿Seguro que no quieres acompañarme?

—Te miraré solamente.

—No. ¡No me molestes, Sue!

—Bueno, bueno…; me volveré de espaldas y no te molestaré, Jude —replicó con el tono de una niña que promete ser buena en adelante, volviéndose obedientemente de espaldas. Había junto a ella una Biblia pequeña, además de la que estaba empleando él, y durante el tiempo en que él estuvo recogido se dedicó a pasar hojas.

—Jude —dijo con viveza, una vez que él hubo terminado—, ¿quieres que te haga un nuevo Nuevo Testamento, como el que me hice yo en Christminster?

—Sí. ¿Cómo lo hiciste?

—Modifiqué el viejo que tenía, arrancando las Epístolas y los Evangelios en pliegos separados, y volviéndolos a colocar por orden cronológico según la fecha en que fueron escritos, empezando por los tesalónicos, a continuación las Epístolas, y colocando los Evangelios mucho más atrás. Luego cosí el volumen otra vez. Mi amigo el universitario, el señor…, pero no importa su nombre, pobre muchacho, decía que era una excelente idea. Lo que sé es que después lo lee uno y lo encuentra el doble de interesante y mucho más fácil de entender.

—¡Hum! —dijo Jude con una sensación de sacrilegio.

—¡Y esto!; ¡vaya una atrocidad literaria! —dijo, hojeando las páginas del Cantar de los Cantares de Salomón—. Me refiero a esas sinopsis en la cabecera de cada capítulo explicando el verdadero significado de la composición. No tienes por qué alarmarte: nadie exige inspiración para los encabezamientos de capítulo. Incluso muchos teólogos los miran con desprecio. Resulta lo más cómico del mundo pensar en los veinticuatro obispos o patriarcas, o lo que fuesen, sentados con sus caras largas y escribiendo esas majaderías.

Jude parecía apenado.

—Eres completamente volteriana —murmuró.

—¿De veras? ¡Entonces no diré una palabra más, aparte de que nadie tiene derecho a falsificar la Biblia! ¡Odio toda esa farsa que intenta tapar con abstracciones eclesiásticas el amor extático, natural y humano que late en ese canto grandioso y apasionado! —Sus palabras se habían vuelto fogosas, casi petulantes ante el reproche de Jude, y los ojos se le habían puesto húmedos—. Quisiera tener un amigo aquí que me sostuviera; ¡pero nunca tengo a nadie a mi lado!

—Pero, ¡querida Sue, mi queridísima Sue, yo no estoy en contra tuya! —dijo tomándole la mano, sorprendido de ver que mezclaba sus sentimientos personales en una discusión de tipo general.

—¡Sí lo estás, sí lo estás! —exclamó, volviéndose para que no le viera los ojos arrasados en lágrimas—. ¡Tú estás de parte de los de la Normal…, al menos eso parece! Lo que yo digo es que explicar un verso como: «¿Adónde se marchó tu bien amado, oh tú, la más hermosa entre las mujeres?», con la nota: «La Iglesia proclama su fe», ¡es una completa ridiculez!

—¡Bueno, déjalo! ¡Tú haces de todo una cuestión personal! Yo… me siento en este momento demasiado inclinado a aplicar esas palabras a cuestiones profanas. ¡Para mí, tú eres la más hermosa de las mujeres, tenlo en cuenta!

 

—¡No debías decir eso ahora! —replicó Sue, con un tono de suave severidad. Se miraron y se estrecharon la mano como dos amigos en una taberna. Jude se dio cuenta de lo absurdo que era discutir sobre un tema tan hipotético, y ella de la tontería que era llorar por una cosa que estaba escrita en un libro tan viejo como la Biblia.

—Yo no pretendo socavar tus convicciones…; ¡eso de ninguna manera! —prosiguió con dulzura, porque ahora era él quien estaba más incomodado—. Yo solo quería y suspiraba por poder ayudar a un hombre de fines elevados; y cuando te vi a ti, y supe que querías ser mi amigo, yo…, ¿te lo digo?, pensé que ese hombre eras tú. Pero tienes tanta fe en la tradición que no sé qué decir.

—Bueno, querida; supongo que uno debe tener fe en algo. La vida no es tan larga como para hacerle la prueba a cada cosa, como en los problemas de Euclides, antes de creerla. Yo me decido por el cristianismo.

—Bueno, podías haber elegido algo peor.

—Desde luego. ¡Y puede que ya lo haya hecho! —Pensaba en Arabella.

—No quiero preguntarte qué, porque vamos a ser muy buenos los dos, ¿verdad?; y nunca, nunca más nos vamos a meter el uno con el otro. —Alzó la mirada con confianza, y parecía que su voz trataba de cobijarse en el pecho de Jude.

—¡Te voy a querer siempre mucho! —dijo Jude.

—Y yo a ti. ¡Porque eres bueno y perdonas a tu pequeña Sue, que es tan mala y tan pesada!

Él apartó la mirada, porque esta ambigua expresión de ternura le parecía excesivamente turbadora. ¿Sería eso lo que había partido el corazón del pobre redactor jefe, y le tocaría ahora a él?… ¡Pero Sue era tan adorable!… Si al menos pudiera él apartar de su mente la conciencia de su feminidad, igual que ella prescindía, al parecer, del hecho de que él perteneciera al sexo masculino, qué compañera tan estupenda sería; porque sus diferentes puntos de vista sobre temas discutibles no hacían sino unirlos más en los temas de la diaria experiencia humana. La sentía más cerca de sí que a ninguna de las mujeres que había conocido, y no creía que fuera posible que el tiempo, las creencias o la separación pudieran apartarle de ella.

Pero al acordarse de sus muestras de descreimiento volvió a apesadumbrarse. Siguieron sentados hasta que ella se quedó dormida otra vez, y él se adormiló también. Cada vez que se despabilaba le daba una vuelta a las prendas de Sue y avivaba el fuego de nuevo. A eso de las seis de la mañana estaba despierto del todo, y al encender una vela vio que las ropas estaban ya secas. Sue, que se había acomodado en una butaca mucho más confortable que él, seguía durmiendo enfundada en su abrigo. Estaba caliente como un pan y tenía pinta de chiquillo como un Ganimedes. Colocó las prendas junto a ella, la tocó en el hombro y bajó a lavarse al patio a la luz de las estrellas.

III. 5.

Al volver la encontró vestida con su ropa.

—Ahora, ¿podría marcharme sin que nadie me viera? —preguntó—. La gente todavía no está levantada.

—Pero si aún no has desayunado.

—¡No quiero desayunar! ¡Me temo que no debía haber huido de la escuela! Las cosas parecen bien diferentes a la fría luz de la madrugada, ¿verdad? ¡Qué dirá el señor Phillotson cuando se entere! Yo que vine aquí exclusivamente por deseo suyo. Es el único hombre en el mundo por el que siento temor o respeto. Espero que me perdone; ¡pero me va a echar una buena reprimenda, ya verás!

—Yo iré y le explicaré… —comenzó Jude.

—No, tú no irás. ¡No importa! Que piense lo que quiera… ¡Yo hago lo que me parece!

—Pero si acabas de decir…

—Bueno, a pesar de lo que he dicho, haré lo que crea conveniente. Ya lo tengo pensado: iré a casa de la hermana de una de mis compañeras de la Normal, que me ha pedido que vaya a verla. Está en una escuela cerca de Shaston, a unos treinta kilómetros de aquí… Me quedaré allí hasta que haya pasado todo esto y después volveré a la Normal.

En el último momento, la convenció de que le dejara hacerle una taza de café en una pequeña cafetera que tenía en la habitación, para preparárselo temprano, antes de ir al trabajo.

—Come algo también —dijo—, y vámonos. Ya desayunarás más fuerte cuando llegues allí.

Salieron sigilosamente de la casa, y Jude la acompañó a la estación. Cuando iban por la calle, se asomó una cabeza por una de las ventanas superiores del edificio donde él se alojaba, y luego se apartó rápidamente. Sue parecía sufrir aún la zozobra de su temeridad y lamentaba haberse rebelado; al despedirse, le dijo que tendría noticias suyas tan pronto como fuera admitida en la Escuela Normal. Permanecieron juntos en el andén con una sensación de pesar; se notaba a la legua que no deseaban decir nada más.

—Quiero confesarte una cosa… o, mejor dicho, dos —dijo él apresuradamente mientras entraba el tren en la estación—. ¡Una ardiente y otra fría!

—Jude —dijo ella—. Sé una de ellas. ¡Y no debes!

—¿Qué?

—No debes amarme. ¡Me debes querer como a una amiga… nada más!

El semblante de Jude se ensombreció de tal modo, que ella se sintió conmovida, mientras le decía adiós desde la ventanilla. Luego el tren se puso en marcha, y Sue, haciendo gestos con su preciosa mano, desapareció a lo lejos.

El domingo en que ella se marchó, Melchester le pareció a Jude una ciudad bastante lúgubre; y tan odiosa le resultaba la catedral que no asistió a ningún oficio religioso. A la mañana siguiente le llegó una carta de ella que, con su habitual prontitud, le había escrito nada más llegar a casa de su amiga. Le hablaba de su llegada y del buen recibimiento que había tenido, y luego añadía:

De lo que quiero hablarte, querido Jude, es de algo que te dije al despedirnos. Has sido tan bueno y amable conmigo que cuando dejé de verte me di cuenta de la manera tan cruel y desagradecida como me he portado, y no he hecho más que reprochármelo. Si tú me quieres amar, Jude, puedes hacerlo: no me importa; y además, ¡no volveré a decirte nunca más que no debes!

Bueno, no hablemos más de eso. ¿Sabrás perdonar a tu atolondrada amiga por su crueldad?, ¿y no la harás sentirse mezquina por decirte que no?

Hasta siempre,

SUE

Inútil decir cuál fue su respuesta, ni qué habría hecho de haber sido libre, con lo que Sue no habría tenido necesidad de pasar una larga temporada en casa de una amiga. Presentía que si para llevarse a la muchacha solo hubiera tenido que enfrentarse con Phillotson, su victoria habría sido casi segura.

No obstante, Jude corría el peligro de dar más importancia a la impulsiva nota de Sue de la que realmente debía de tener.

Al cabo de unos días se dio cuenta de que abrigaba la esperanza de recibir carta suya otra vez. Pero no llegó noticia alguna; llevado de su intensa solicitud, le escribió de nuevo proponiéndole ir a visitarla algún domingo, puesto que estaba solo a treinta kilómetros de distancia.

Esperaba que tardaría un par de días en llegarle la respuesta, pero no fue así, y al día siguiente el cartero pasó también de largo. El sábado, en un estado de febril ansiedad, le envió unas líneas avisando que iría al día siguiente, porque estaba seguro de que le había pasado algo.

Lo primero que pensó fue que había caído mala por la mojadura; pero no tardó en ocurrírsele que en ese caso podía haberle encargado a alguien que le escribiera. Se hizo un mar de suposiciones, y no terminaron estas hasta que llegó a la escuela de las afueras de Shaston, entre las once y las doce, una espléndida mañana de domingo, hallando el lugar completamente desierto, ya que todos sus habitantes se habían congregado en la iglesia, donde de cuando en cuando se oían sus voces al unísono.

Le abrió la puerta una niña.

—La señorita Bridehead está arriba —dijo—, y dice que suba, por favor.

—¿Está enferma? —preguntó Jude con ansiedad.

—Un poco…, no mucho.

Jude subió. Al llegar al rellano de la escalera, una voz le indicó el camino: la de Sue, que le llamaba por su nombre. Cruzó la puerta y la encontró acostada en una cama pequeña, en una habitación de unos nueve metros cuadrados.

—¡Sue! —exclamó, sentándose junto a ella y tomándole la mano—. ¡Por eso no pudiste escribirme!, ¿verdad?

—¡No…, no fue eso! —contestó—. Cogí un buen resfriado…, pero podía haberte escrito. ¡Solo que no quise!

—¿Por qué?… ¿Me tienes tanto miedo?

—Sí… ¡Esto es precisamente lo que temía! Pero he decidido no escribirte más. No me dejan volver a la Normal…; por eso no pude escribir. ¡Y no por lo que pasó, sino por la razón que me dan!

—¿Qué quieres decir?

—Que no solo no quieren admitirme otra vez, sino que además me dan un consejo.

No contestó directamente.

—He prometido no decírtelo nunca, Jude…; ¡es demasiado miserable y vulgar!

—¿Se refiere a nosotros?

—Sí.

—¡Entonces, dímelo!

—Bueno…; ¡alguien les ha enviado cierta información sin fundamento sobre nosotros, y dicen que tú y yo debemos casarnos cuanto antes para salvar mi reputación! ¡Vaya…, te lo he tenido que contar! ¡Ahora lo siento!

—¡Mi pobre Sue!

—¡Nunca he pensado en ti desde ese punto de vista! Es cierto que ha llegado a ocurrírseme considerarte como ellos piensan, pero en seguida deseché esa idea. Reconozco que nuestro parentesco es puramente nominal, puesto que antes de conocernos no éramos más que extraños. Pero en cuanto a casarnos, querido Jude… ¡Bueno, naturalmente que si yo hubiera tenido la idea de casarme contigo, no habría salido contigo tan a menudo! Y jamás se me ocurrió que tú pudieras pensar semejante cosa hasta la otra noche; entonces comprendí que estabas un poco enamorado de mí. Tal vez no debería haber intimado contigo. La culpa es mía. ¡Siempre tengo yo la culpa de todo!

Su voz parecía un poco forzada e irreal, y se miraron con mucho pesar.

—¡Qué ciega he estado al principio! —prosiguió—. No tenía ni remota idea de cuáles eran tus sentimientos. ¡Ah, no te has portado bien conmigo, considerándome como tu amada sin decirme nada y dejando que lo descubriera por mí misma! Los demás se han dado cuenta de tu actitud, ¡y, naturalmente, han pensado que hacíamos algo malo! ¡Nunca más podré confiar en ti!

—Sí, Sue —dijo él simplemente—; me merezco el reproche… más de lo que tú te imaginas. Yo sabía perfectamente, hasta la última o penúltima vez que nos vimos, que no te dabas cuenta de lo que yo sentía por ti. Admito que la manera de conocernos impidió que sintiéramos los lazos familiares y que estos no eran sino una especie de pretexto del que me podía servir. Pero ¿no crees que merezco alguna consideración por ocultar mis malos, mis malísimos sentimientos, ya que no podía evitarlos?

Ella volvió los ojos con escepticismo hacia él y luego los apartó como si temiera llegar a perdonarle.

Según todas las leyes de la naturaleza y el sexo, el beso era la única respuesta adecuada al estado de ánimo y al momento, persuadido como estaba de que la reservada idea que Sue se había formado de él cambiaría así de sentido. Algunos hombres habrían desechado todo escrúpulo y se hubieran lanzado sin tener en cuenta ni la declaración de Sue sobre la indiferencia de sus sentimientos ni el par de firmas del registro que se guardaba en la sacristía de la parroquia de Arabella. Pero Jude no hizo eso. A decir verdad, él había venido en cierto modo a contarle su desdichada historia. La tenía en la punta de la lengua; no obstante, en esa hora de angustia no pudo sincerarse. Prefirió atenerse a la barrera conocida que separaba a ambos.

—Por supuesto…, tú no…, no me quieres bajo ningún aspecto —se lamentó—. No debes hacerlo, y eso está bien. Tú perteneces al señor Phillotson. Por cierto, ¿ha venido a verte?

—Sí —dijo ella con presteza, al tiempo que su cara cambiaba ligeramente de expresión—. Aunque yo no le pedí que viniera. ¡Como es natural, tú te alegras de que haya estado aquí! ¡Pero si no viniera más, me tendría sin cuidado!

Lo que confundía a Jude era verla ofenderse por el hecho de aceptar honradamente a su rival, dado que desdeñaba sus sentimientos amorosos. Así que se puso a hablar de otra cosa.

—Ya pasará todo, Sue —dijo—. Los directores de la escuela no son el mundo entero. Seguramente podrás estudiar en alguna otra.

—Se lo preguntaré al señor Phillotson —dijo ella con decisión.

 

La amable anfitriona de Sue regresó en ese momento de la iglesia y dejaron de hablar de cosas personales. Jude se marchó por la tarde, sintiéndose desesperadamente desdichado. Pero la había visto y había estado un rato con que conformarse con unas relaciones de es de su vida. Esa lección de renuncia era necesaria y conveniente para él, como futuro sacerdote.

Pero al despertarse a la mañana siguiente, se sintió bastante irritado con ella, y decidió que era una muchacha muy poco razonable, por no decir caprichosa. Más tarde, como la necesidad de rectificar, le llegó una rápida nota que debió de escribir Sue casi inmediatamente después de marcharse él:

¡Perdona mi mal genio de ayer! Me porté horriblemente contigo; lo sé, y me siento avergonzada de mi mal comportamiento. ¡Qué detalle tan galante no haberte enfadado! Por favor, Jude, considérame aún como tu amiga y camarada, con todos mis defectos. Procuraré no portarme así otra vez.

Voy a ir a Melchester el sábado para recoger mis cosas de la Escuela Normal. ¿Podríamos salir juntos una media hora?

Saludos de tu arrepentida

SUE

Jude la perdonó inmediatamente y le pidió que fuera a buscarle a la obra de la catedral cuando llegara.

III. 6.

Entretanto, un hombre de edad madura acariciaba una ilusión maravillosa relacionada con la persona a la que estaba escribiendo. Este hombre era Richard Phillotson, que acababa de dejar la escuela mixta de Lumsdon, próxima a Christminster, para hacerse cargo de una gran escuela de niños en su pueblo natal de Shaston, situado en lo alto de una colina, unos noventa y tres kilómetros al sudoeste en línea recta.

Una sola mirada bastaba para comprender que el maestro había abandonado sus sueños y proyectos acariciados durante tantos años, a cambio de una nueva ilusión que nada tenía que ver con la Iglesia ni la literatura. Hombre esencialmente falto de sentido práctico, se veía ahora obligado a ganar y ahorrar dinero con una finalidad material: mantener a una esposa, la cual, si quería, podía dirigir la escuela de niñas contigua a la suya; por esta razón precisamente le había aconsejado que ingresara en el magisterio, ya que no podían casarse inmediatamente.

Durante los mismos días en que Jude se fue de Marygreen a Melchester y se metía allí en aventuras con Sue, el maestro tomaba posesión de su nueva escuela de Shaston. Una vez colocados los muebles, ordenados los libros y remachados los clavos, se dedicó a trabajar en su cuarto durante las oscuras noches de invierno, reemprendiendo algunos de sus viejos estudios sobre antigüedades romano-británicas; esta labor estaba mal remunerada para un maestro nacional, pero después de abandonar su proyecto de ingresar en la Universidad, le había interesado por ser un filón relativamente poco explotado y asequible a quienes, como él, habían vivido en lugares apartados donde abundaba esa clase de restos, llegando a unas conclusiones que contrastaban sorprendentemente con las opiniones generalmente aceptadas.

Reemprender dicha investigación era clara y visiblemente la afición favorita de Phillotson en esta época: su razón ostensible para andar solo por los campos donde abundaban las calzadas, los fosos y los túmulos, o encerrarse en su casa con unas cuantas urnas, tejas y mosaicos que había reunido, en vez de visitar a sus nuevos vecinos, quienes por su parte se habían mostrado deseosos de estar en buenas relaciones con él. Pero en el fondo no era esta la verdadera o, cuando menos, toda la razón. Así que una noche, tarde ya —serían cerca de las doce—, cuando la luz de su lámpara, brillando en la ventana de una esquina que descollaba en el pueblo y dominaba la inmensidad del valle de poniente, proclamaba que en esa habitación había una persona entregada al estudio, él, sin embargo, no estudiaba exactamente.

En el interior de la habitación, los libros, los muebles, su levita desabrochada, su postura ante la mesa, incluso la vacilante llama del fuego, todo daba la grave impresión de un trabajo imperturbable…, cosa más que verosímil tratándose de un hombre a quien no se le habían brindado más posibilidades que las suyas propias. Y no obstante esto que había sido verdad hasta hace poco, ahora ya no lo era. Lo que leía no era Historia. Eran unos apuntes que él mismo había dictado unos meses antes, escritos en una letra decidida y femenina, y lo que le absorbía era la interpretación de sus rasgos, palabra por palabra.

Sacó luego de un cajón un paquete de cartas cuidadosamente atado; eran pocas, muy pocas, como suele ser la correspondencia de hoy día. Cada una estaba en su sobre tal como había llegado, y tenían la misma letra que los apuntes de Historia. Las fue desdoblando una por una y las leyó con aire soñador. A primera vista parecía que en esas breves notas no había nada que invitara a soñar. Eran cartas sencillas, francas, cuya firma era tan solo «Sue B.»; exactamente como las escribiría cualquiera durante una corta ausencia, pensando que iban a romperse después. En su mayor parte se referían a libros que ella leía y a incidentes propios de una Escuela Normal; cosas de las que ella misma se olvidaría al día siguiente de haber escrito. En una, la más reciente, decía la joven que había recibido su discreta carta, y que era muy noble y generoso por su parte no ir a verla más de lo que ella deseaba (ya que por un lado era un lugar molesto para las visitas, y por otro deseaba con vehemencia que no se conociera el compromiso entre los dos, cosa que ocurriría infaliblemente si la visitaba a menudo). El maestro estudiaba con todo cuidado estas frases. ¿Qué sombra de satisfacción podía obtener de la gratitud de una mujer hacia el hombre que la amaba porque no iba a verla con frecuencia? El problema le obsesionaba, le atormentaba.

Abrió otro cajón y cogió un sobre del que sacó una fotografía de Sue cuando era niña, mucho antes de conocerla, de pie bajo un enrejado con una cestita en la mano. Había otra en que se la veía ya joven, con los ojos tan negros como su cabello: era una imagen atractiva y muy distinta de ella, que revelaba también un carácter reflexivo oculto bajo un humor liviano. Era una copia de la que le había dado a Jude, como se la habría dado a cualquier hombre. Phillotson fue a besarla, pero se detuvo a medio camino, indeciso ante aquellas palabras desconcertantes; finalmente besó la cartulina con todo el apasionamiento de un joven de dieciocho años, pero con más devoción.

El maestro era un hombre de aspecto enfermizo y cara anticuada que aún lo parecía más por la manera de afeitarse. Había en él cierta distinción natural que indicaba el deseo innato de conducirse con rectitud en todo. Era algo premioso en el habla, pero su tono era tan sincero que ocultaba el defecto de sus vacilaciones. Su pelo gris, ondulado, se desplegaba en todas direcciones desde la coronilla. Tenía cuatro arrugas horizontales en la frente, y solo usaba lentes cuando leía por la noche. Lo que le había mantenido apartado hasta ahora de toda idea de matrimonio era indudablemente más una renuncia forzosa debida a sus proyectos de estudio que una falta de interés por las mujeres.

Un comportamiento como el de esa noche solía observarlo a menudo cuando no se hallaba bajo las miradas vivas y penetrantes de los chicos, cosa que ahora le resultaba intolerable, consciente de su desasosegado amor por Sue; y aun le llenaba de temor el encontrarse con esas miradas taladrantes en las horas grises de la mañana, no fueran a leer los sueños que abrigaba.

Había accedido amablemente al deseo de Sue de no ir a visitarla a menudo a la Escuela Normal; pero finalmente, después de someter su paciencia a una dura prueba, partió un sábado por la tarde con idea de hacerle una inesperada visita. Allí, delante de la puerta donde estuvo esperando unos minutos para ver su cara, recibió la noticia de su marcha —o, mejor dicho, de su expulsión— sin prevenirle antes y sin paliativos de ninguna especie; cuando volvía de regreso, apenas veía la carretera que tenía ante sí.