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100 Clásicos de la Literatura

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—¡Sabía que ibas a enfadarte! —dijo sin aparentar la menor emoción—. Bueno, ¡supongo que he hecho mal! ¡No debía haberte pedido que vinieras! Sería mejor que no nos volviéramos a ver, que nos escribiéramos de tarde en tarde y solo para contarnos cuestiones puramente profesionales.

Eso era justamente lo que él no podía soportar, como seguramente sabía ella, y se volvió de inmediato.

—Sí podemos vernos —se apresuró a decir—. El hecho de que estés prometida no me importa lo más mínimo. ¡Tengo perfecto derecho a verte cuando quiera, y naturalmente lo haré!

—Bueno; no hablemos más de ello. Sería echar a perder por completo la tarde. ¡Qué importa lo que vaya a hacer dentro de dos años!

Sue era un enigma para él, así que dejó de hablar del asunto.

—¿Vamos a dar una vuelta por la catedral? —preguntó él cuando terminaron de comer.

—¿A la catedral? Sí. Aunque yo preferiría ir a la estación —contestó, con la voz enfadada todavía—. Ahora está allí el centro de la vida de la ciudad. ¡La catedral tuvo su tiempo!

—¡Qué moderna eres!

—¡También lo serías tú si hubieses vivido en la Edad Media como yo durante estos últimos años! La catedral era un maravilloso lugar hace cuatro o cinco siglos; pero ha quedado desplazada… De todos modos no me considero moderna. Si te pararas a pensar, verías que soy de antes de la Edad Media.

Jude parecía disgustado.

—¡Está bien… no hablemos más de eso! —exclamó ella—. Solo que si supieras lo mala que soy desde tu punto de vista, no pensarías tanto en mí ni te preocuparías de si estoy prometida o no. Bueno, es hora de que volvamos hacia la residencia; tengo que volver, o cerrarán y me dejarán fuera toda la noche.

La acompañó hasta la puerta y se despidieron. Jude tenía el convencimiento de que la desdichada visita que le había hecho aquella noche nefasta había precipitado el compromiso matrimonial de su prima, lo que no hizo sino amargarle más. Su actitud de reproche así lo indicaba, aunque no se lo dijera con palabras. No obstante, comenzó a buscar empleo, cosa que no fue tan fácil como en Christminster, ya que se ejecutaban menos trabajos en piedra en esta ciudad tranquila, y la mano de obra era en su mayor parte fija. Pero poco a poco fue encontrando ocupación. Su primer trabajo consistió en tallar algunas lápidas en el cementerio de lo alto del cerro; después le dieron empleo en lo que él más deseaba: en la restauración de la catedral, obra de gran envergadura que comprendía toda la mampostería interior, remozar gran cantidad de sillares y sustituir algunos por otros nuevos.

Terminar todo aquello podía ser trabajo de años, y tenía bastante confianza en su propia habilidad con el martillo y el cincel para comprender que de él dependía el permanecer el tiempo que quisiera.

El alojamiento que tomó junto al atrio de la iglesia no habría repugnado a un vicario, pagando, para lo que ganaba, un precio bastante más elevado de lo que suele pagar cualquier trabajador. Su dormitorio-cuarto de estar estaba adornado con las fotografías de las rectorías y deanatos en los que la patrona había vivido como ama de confianza en sus tiempos, y abajo en el recibimiento había un reloj sobre la repisa de la chimenea con una dedicatoria dirigida a dicha dama por sus compañeros de servidumbre con ocasión de su matrimonio. Jude añadió a los ornamentos de su habitación las fotografías de algunas esculturas y monumentos religiosos ejecutados por sus propias manos; y así, fue considerado un inquilino digno del cuarto que pasaba a ocupar.

Encontró un gran surtido de textos teológicos en las librerías de la ciudad, y con ellos volvió a reanudar sus estudios con un espíritu y dirección diferentes a como los había orientado al principio. Para descansar de la Patrística y de obras como las de Paley y Butler, se puso a leer a Newman, Pusey y otras muchas eminencias modernas. Alquiló un armonio, lo colocó en su habitación y se puso a practicar cánticos a una y dos voces.

III. 2.

—Mañana es nuestro gran día. ¿Adónde vamos a ir?

—Yo tengo libre de tres a nueve. Vayamos donde vayamos, a esa hora tengo que estar de vuelta. Nada de visitar ruinas, Jude… Las ruinas me aburren.

—Bueno…, iremos al castillo de Wardour. Y luego pasamos por Fonthill, si quieres.

—¡Lo de Wardour son unas ruinas góticas, y yo estoy harta del gótico!

—¡Qué va! Al contrario. Es de estilo clásico…, corintio, me parece. Con un montón de cuadros.

—Ah, eso es otra cosa. Me gusta el sano estilo corintio. Iremos allá.

Así charlaban los dos unas semanas después, y a la mañana siguiente prepararon la marcha. Cada detalle de la excursión hacía vibrar de ilusión el espíritu de Jude, que no se atrevía a reflexionar sobre la vida contradictoria que llevaba. La conducta de su Sue era un delicioso rompecabezas para él; no podía decir más.

Por fin llegó el gozoso momento de pasar por la puerta del colegio a recogerla; su aparición, vestida con una sencillez monacal, fue más obligada que buscada; el trajín de la estación, los gritos de los mozos, el silbido de los trenes…, todo venía a constituir el fondo de una hermosa cristalización. Nadie se fijaba en Sue vestida de esa manera, y esto le hacía pensar a Jude con inmenso placer que solo él conocía los encantos que sometía la disciplina de ese vestido. Con haberse gastado diez libras en una tienda de ropa, lo que no habría sido propio de la vida que llevaba ni de su verdadera manera de ser, habría hecho volver la cabeza a todo Melchester. El revisor del tren los tomó por una pareja de novios y los acomodó en un compartimiento para ellos solos.

—¡Este señor ha tenido un buen detalle que no va a servir para nada! —dijo ella.

Jude no contestó. Consideró esta observación innecesariamente cruel y en cierto modo poco veraz.

Llegaron al parque y castillo, y recorrieron las galerías de cuadros; Jude prefería los temas religiosos de Andrea del Sarto, Guido Reni, el Españoleto, Sassoferrato, Carlo Dolci y demás. Sue se detenía pacientemente junto a él, y le miraba de reojo con cierta actitud crítica cuando, contemplando las Vírgenes, las Sagradas Familias y los Santos, adoptaba un aire absorto y reverente. Tras estudiar a fondo su semblante en esta actitud, seguía caminando y le esperaba ante un Lely o un Reynolds. Era evidente que se sentía profundamente interesada por su primo como puede uno interesarse por un hombre que trata de encontrar su camino en un laberinto del que uno mismo ha logrado escapar.

Cuando salieron aún les quedaba mucho tiempo, y Jude propuso subir un poco hacia el norte, después de comer algo, y coger otra línea de tren en una estación que distaba unos once kilómetros, que los llevaría de regreso a Melchester. Sue, dispuesta siempre para cualquier empresa que hiciera aún más intensa la vivencia de su día libre, accedió de buena gana; y allá se fueron, dejando tras ellos la estación inmediata.

Era un campo anchuroso, llano, elevado. Caminaban y charlaban alegremente; Jude cortó de un chaparro un bastón para Sue tan alto como ella, con una gran curva, lo que le daba el aire de una pastora. A mitad de camino cruzaron una carretera que iba de este a oeste: la vieja carretera de Londres a Land’s End. Se detuvieron, miraron a un lado y a otro un segundo, y observaron el aspecto desolado de esta carretera que en otro tiempo fue animada vía pública; el viento la barría llenándola de tierra, levantando del suelo remolinos de paja y tamo.

Cruzaron la carretera y la dejaron atrás, pero al cabo de un kilómetro Sue empezó a dar muestras de cansancio y Jude se sintió preocupado por ella. En total habían recorrido una buena distancia, de modo que se verían en una situación delicada si no llegaban a la otra estación. Durante un buen trecho no apareció a la vista ninguna casa en la vasta extensión de campos y plantaciones de nabos; pero luego llegaron a un redil y vieron cerca de allí al pastor colocando vallas. Les dijo que la única cabaña que había por aquellos alrededores era la de su madre y suya; y señalándoles una pequeña hondonada de donde salía una débil hebra de humo azul, les aconsejó que fueran allá y descansaran.

Así lo hicieron, y una vieja que no tenía un solo diente los invitó a entrar; fueron tan amables con ella como los forasteros cuando su única posibilidad de descansar y resguardarse depende del favor del dueño de la casa.

—Preciosa cabaña —dijo Jude.

—No entiendo de preciosidades. Dentro de poco le hará falta otra techumbre y no sé de qué la vamos a hacer, porque la paja se ha puesto tan por las nubes, que al final le va a salir a uno más barato hacérsela de tejas de hierro que de albardilla.

Se sentaron a descansar y al poco entró el pastor.

—No molestarse por mí —dijo, deteniéndolos con un gesto de la mano—. Aquí podéis estar todo el tiempo que queráis. ¿O pensabais volver a Melchester esta noche en tren? Porque, si es así, ya os lo podéis ir quitando de la cabeza, sin conocer la región. A mí no me importa acompañaros hasta donde sea menester, pero de todas maneras el tren se habrá ido para cuando lleguemos.

Esto los sobresaltó.

—Quedaros aquí, ¿eh?, y pasáis la noche…, ¿no, madre? Estaréis como en vuestra casa. Un poco incómodos para dormir, pero peor sería andar por esos caminos. —Se volvió hacia Jude y le preguntó aparte—: ¿Sois casados?

—¡Chist…, no! —dijo Jude.

—¡Ah… conste que no lo decía con mala intención! En fin, ella puede quedarse en el cuarto de madre, y tú y yo nos podemos echar en el de fuera cuando ellas estén ya acostadas. Puedo llamarte con tiempo para coger el primer tren de vuelta. Este lo habéis perdido ya.

Tras deliberar sobre la situación decidieron aceptar el ofrecimiento, y se sentaron junto al pastor y su madre, y compartieron con ellos el hervido de verduras con tocino para cenar.

 

—Me gusta esto —dijo Sue mientras sus anfitriones retiraban los platos—. Lejos de todas las leyes, salvo las de la gravitación y la germinación.

—Crees que te gusta, pero no es así en realidad: tú eres un auténtico producto de la civilización —dijo Jude, a quien le entristecía pensar que estaba prometida.

—Eso sí que no, Jude. Me gusta leer y demás, pero echo mucho de menos la vida de cuando era niña, con la libertad que tenía.

—¿Te acuerdas de veras? A mí me da la impresión de que no hay en ti una franca despreocupación.

—¡Que no! Tú no sabes lo que soy en el fondo.

—¿Qué?

—Una ismaelita.

—Una señorita de capital, eso es lo que eres.

Ella se sintió ofendida y apartó la mirada.

El pastor los despertó a la mañana siguiente como había dicho. Era un día claro y hermoso, y anduvieron a gusto los seis kilómetros que había hasta la estación. Una vez en Melchester, se dirigieron a la residencia, y cuando llegaron ante la fachada del viejo edificio donde iba a encerrarse de nuevo, Sue pareció algo asustada.

—¡Espero que no me echen!

Hicieron sonar la gran campana y aguardaron.

—¡Ah!, tenía una cosa para ti, y casi se me olvida —dijo ella precipitadamente, mientras registraba el bolso—. Es una foto mía de carnet de hace poco. ¿La quieres?

—¡Pues claro! —La tomó contentísimo, en el momento en que llegaba el portero. Tenía una expresión agorera en el semblante al abrir la puerta. Entró ella, se volvió para mirar a Jude y le dijo adiós con la mano.

III. 3.

Las setenta muchachas que ocupaban esa especie de convento conocido como Escuela Normal de Melchester, cuyas edades oscilaban entre los diecinueve años y los veintiuno, aunque había varias mayores, constituían una comunidad muy variada que abarcaba a hijas de obreros, de pastores, de médicos, de tenderos, de granjeros, de lecheros, de militares, de pescadores y de aldeanos. Estaban todas sentadas en la gran sala del colegio la tarde antedicha, cuando corrió el rumor de que a la hora de cerrar Sue Bridehead no había llegado aún.

—Se marchó con un joven que sale con ella —dijo una de segundo año que entendía mucho de hombres—. Y la señorita Traceley la vio en la estación con él. Se la va a ganar cuando venga.

—Dijo que era su primo —observó una jovencita que era nueva.

—Esa excusa resulta ya un poco demasiado gastada en esta escuela para que pueda servirnos de tabla de salvación —dijo la delegada de curso con sequedad.

El hecho era que, solo doce meses antes, había sucedido un caso lamentable de seducción de una de las alumnas, la cual había alegado el mismo pretexto con el fin de entrevistarse a menudo con su amante. El caso había provocado un escándalo, y desde entonces la dirección miraba con severidad la cuestión de los primos.

A las nueve en punto se pasó lista, y la señorita Traceley pronunció sonoramente el nombre de Sue por tres veces, sin obtener respuesta alguna.

A las nueve y cuarto, las setenta muchachas cantaban de pie el Himno vespertino, y luego se arrodillaron para rezar las oraciones. Después de las plegarias entraron a cenar y cada una de ellas tenía el mismo pensamiento: «¿Dónde estará Sue Bridehead?». Algunas de las estudiantes que habían visto a Jude desde la ventana consideraban que no importaba el riesgo de ser castigada, con tal de dejarse besar por un joven tan interesante. Ninguna creía en el parentesco de los dos.

Media hora después estaban todas acostadas, con sus tiernos rostros femeninos vueltos hacia las lámparas de gas que iluminaban los dormitorios de trecho en trecho. Cada uno de ellos reflejaba la sentencia «Debilidad» como la pena que debía soportar el sexo al que pertenecía, que de ningún modo podía ser fuerte por grandes que fueran los esfuerzos de sus facultades y de sus voluntariosos corazones, mientras las leyes inexorables de la naturaleza siguieran siendo las mismas. Componían un espectáculo delicioso, patético y sugestivo, inconscientes de su propio pathos y belleza, cosas que no llegarían a descubrir hasta que, después de las tormentas y luchas que vendrían con los años y sus injusticias, su soledad, embarazos y desgracias, volvieran los ojos hacia esta experiencia para considerarla como una etapa de sus vidas que habían dejado correr sin prestarle atención.

Una de las jefas entró a apagar las luces, y antes de hacerlo echó una última ojeada a la litera de Sue, que seguía vacía, y al pequeño tocador que tenía a los pies de la cama que, como todos los demás, estaba adornado con chucherías propias de jovencitas entre las que no faltaban unas fotografías con sus marcos. El tocador de Sue tenía un aspecto moderado, con las fotos de dos hombres con sus marcos de terciopelo y filigrana junto al espejo.

—¿Quiénes son esos hombres…, lo ha dicho ella alguna vez? —preguntó la celadora—. Ya sabéis que, en rigor, solo se permiten fotografías de parientes en el tocador.

—Uno de ellos, el mayor —dijo la estudiante de la litera contigua—, es el maestro de escuela con quien estuvo de auxiliar: el señor Phillotson.

—Y el otro, ese estudiante de birrete y toga, ¿quién es?

—Es un amigo, o era. Nunca nos ha dicho su nombre.

—¿Es algunos de estos dos el que ha pasado a recogerla?

—No.

—¿Está usted segura de que no era el estudiante?

—Completamente segura. Era un joven de barba negra.

Apagaron las luces en seguida, y hasta el momento de caer dormidas se dedicaron a hacer conjeturas sobre Sue, preguntándose qué devaneos habría tenido en Londres y en Christminster antes de ir ahí; y algunas de las más inquietas saltaron incluso de la cama y se asomaron por los ventanales a contemplar la inmensa fachada de poniente de la catedral, frente a la escuela, y la torre que se alzaba detrás.

Cuando despertaron a la mañana siguiente, miraron hacia el rincón de Sue, comprobando que aún no estaba allí su ocupante. Después de las clases matinales que dieron con luz de gas y arregladas a medias, cuando estaban todas arriba vistiéndose para el desayuno, oyeron tocar sonoramente la campana de la entrada. Salió la celadora del dormitorio, y volvió al poco para decir que por orden de la directora, nadie debía hablar con Bridehead sin su permiso.

Así pues, cuando subió al dormitorio a asearse apresuradamente, con el semblante cansado y ruboroso, y entró en su cuartito en silencio, nadie vino a saludarla o a preguntarle. Al bajar vieron que no las había seguido al comedor para desayunar; luego se enteraron de que había sido reprendida severamente, y que le habían ordenado recluirse en una habitación solitaria durante una semana, donde estaría confinada, tomaría sus comidas y estudiaría.

Ante esta noticia, las setenta comenzaron a murmurar considerando que la sentencia era demasiado severa. Prepararon una carta firmada por todas y se la enviaron a la directora, solicitando que atenuara el castigo de Sue. No tuvo resultado. Por la tarde, cuando la profesora de Geografía comenzaba a dictar sus apuntes, las alumnas de la clase siguieron con los brazos cruzados.

—¿Quiere decirse que no van a trabajar? —dijo la profesora por último—. De todas formas puedo decirles que se ha podido averiguar que el joven con quien Bridehead permaneció fuera no era su primo, por la sencilla razón de que ella no tiene primos. Hemos escrito a Christminster para cerciorarnos.

—Nos gustaría creer en ella —dijo la delegada.

—Ese joven fue despedido de su trabajo en Christminster por emborracharse y blasfemar en lugares públicos, y ha venido aquí con el exclusivo fin de estar cerca de ella.

No obstante, persistieron en su actitud, y la profesora abandonó el aula para preguntar a sus superioras qué debía hacer.

Luego, hacia el atardecer, estando en clase las de su curso, oyeron grandes exclamaciones en el aula de las de primero, que era contigua, y una de ellas entró precipitadamente a decir que Sue Bridehead se había escapado por la ventana trasera de la habitación donde la habían encerrado, había cruzado el prado en la oscuridad, y había desaparecido. Nadie se explicaba cómo se las había arreglado para salir del jardín, ya que la parte de atrás daba al río, y delante la puerta estaba cerrada.

Fueron a ver la habitación vacía y el ventanal, cuyas hojas, entre el parteluz, permanecían abiertas. Registraron el campo de césped con una linterna, examinando cada arbusto y cada matojo, pero no estaba escondida por allí. Luego interrogaron al portero de la entrada principal quien, tras una breve reflexión, dijo haber oído una especie de chapuzón en la parte de atrás, en el río, pero que no le dio importancia pensando que habrían bajado algunos patos.

—¡Ha debido de cruzar el río! —dijo una profesora.

—O se ha ahogado —dijo el portero.

Esta sugerencia sobresaltó a la directora… no tanto por la posible muerte de Sue como por la aparición en los periódicos de la noticia pormenorizando los detalles del suceso, lo cual, añadido al escándalo del año anterior, daría a la escuela una notoriedad poco envidiable durante muchos meses.

Se proveyeron de más linternas e inspeccionaron el río; luego, por último, descubrieron en el barro de la orilla opuesta las huellas de unas botas pequeñas, lo que revelaba sin lugar a dudas que la impulsiva muchacha había vadeado el río por donde el agua alcanzaba casi hasta los hombros: era el principal río de la comarca, citado con respeto en todos los libros de Geografía. Al ver que Sue no había acarreado la desgracia de la escuela ahogándose, la directora comenzó a hablar sobre ella con altivez, manifestando su alegría por que se hubiera marchado.

Esa misma noche estaba Jude en su alojamiento vecino al atrio de la catedral. Después de oscurecer, solía subir a menudo al atrio silencioso y se estaba allí, frente al edificio donde habitaba Sue, viendo pasar de un lado para otro las sombras de las cabezas de las muchachas, por detrás de las persianas, y deseando no tener nada que hacer sino estudiar y aprender durante todo el día lo que muchas de aquellas atolondradas inquilinas desdeñaban. Pero esa noche, después de tomar el té y cepillarse la ropa, se sumió en la lectura del volumen vigésimo noveno de la Biblioteca Pusey de la Patrística, una colección de libros que había comprado en una librería de segunda mano a un precio milagrosamente barato para una obra inestimable como esa. Le pareció oír como si algo hubiera golpeado ligeramente en la ventana; luego lo oyó otra vez. Sin duda era alguien que había tirado una china. Se levantó y abrió la ventana en silencio.

—¡Jude! —oyó desde abajo.

—¡Sue!

—¡Sí… soy yo! ¿Puedo subir sin que me vean?

—¡Claro que sí!

—Entonces, no bajes. Cierra la ventana.

Jude aguardó. Sabía que ella podría entrar con facilidad, puesto que la puerta de la calle se abría con un simple picaporte que cualquiera podía hacer girar, como en la mayoría de las viejas casas de pueblo. El corazón le saltaba ante la idea de que acudía a él con sus tribulaciones lo mismo que él había corrido a ella con las suyas. ¡Qué iguales eran en todo! Abrió la puerta de su habitación, oyó un rumor apagado en la escalera a oscuras, y un momento después apareció ella bajo la luz de la lámpara. Se adelantó Jude a cogerla de la mano, y vio que estaba chorreando como una deidad marina, con las ropas pegadas al cuerpo como esas figuras del friso del Partenón.

—¡Qué frío tengo! —dijo castañeteando los dientes—. ¿Puedo sentarme junto al fuego, Jude?

Se dirigió al escaso fuego de la chimenea, pero como el agua le chorreaba al andar, la idea de secarse al fuego resultaba absurda.

—¿Qué has hecho, cariño? —preguntó alarmado, dejando escapar el tierno epíteto inadvertidamente.

—¡Atravesar a pie el río más ancho de la comarca…, eso es lo que he hecho! Me habían encerrado por quedarme fuera contigo; y me ha parecido tan injusto que no lo he podido soportar; así que, ¡he saltado por la ventana y me he escapado cruzando el río! —Había comenzado su explicación en su tono habitual, ligeramente desdeñoso, pero antes de terminar empezaron a temblarle los labios finos y sonrosados y a duras penas pudo contener las lágrimas.

—¡Sue querida! —dijo—. ¡Debes quitarte toda la ropa! Deja que piense… Tendrás que ponerte algo de la patrona. Se lo voy a pedir.

—¡No, no! ¡Por el amor del cielo, que no se entere! ¡Estamos tan cerca de la Normal que no tardarían en presentarse aquí!

 

—Bueno, entonces debes ponerte ropa mía. ¿Te importa?

—De ningún modo.

—Mi traje de los domingos. Lo tengo aquí a mano.

De hecho, todo estaba a mano en la reducida habitación de Jude, puesto que no había espacio suficiente para que pudiera ser de otro modo. Abrió un cajón, sacó su mejor traje oscuro, y después de sacudirlo dijo:

—Vamos a ver, ¿cuánto tardarás?

—Diez minutos.

Jude salió de la habitación y bajó a la calle, donde estuvo deambulando arriba y abajo. Un reloj dio las siete y media, así que volvió. Sentada en la única butaca vio a una criatura frágil y delgada disfrazada de él mismo en día de domingo, tan patética e indefensa que se le encogió el corazón. Sus ropas estaban extendidas sobre dos sillas delante del fuego. Se ruborizó al sentarse él a su lado, pero solo por un momento.

—Me imagino, Jude, que te resultará rarísimo verme de esta manera, con todas mis ropas puestas ahí, ¿verdad? ¡Pero es una tontería! No son más que ropas de mujer…, vestimenta sin sexo y ropa blanca… ¡Me gustaría no sentirme tan cansada y tan mal! ¿Quieres secármelas? Por favor, Jude, sécalas y podré ir a buscarme alojamiento en seguida. No es demasiado tarde aún.

—No; no podrás, si te sientes mal. Debes quedarte aquí. Querida, mi querida Sue, ¿qué puedo hacer por ti?

—¡No sé! Me es imposible dejar de tiritar. Me gustaría entrar en calor.

Jude le echó su abrigo por encima, y luego se fue al bar más próximo y volvió con una botellita en la mano.

—Aquí tienes un brandy del mejor —dijo—. Tómatelo, querida; tómatelo entero.

—Pero no me lo harás beber de la botella, ¿verdad?

Jude trajo un vaso del tocador y le sirvió la bebida con un poco de agua. Ella dudó un instante, pero se lo bebió y se echó hacia atrás en la butaca.

Entonces empezó a contarle detalladamente sus peripecias desde el momento en que se despidieron; pero a mitad de la historia le flojeó la voz, cabeceó un poco y finalmente enmudeció. Había caído en un profundo sueño. Jude, tremendamente preocupado por si había cogido un enfriamiento que le perjudicara seriamente la salud, se alegró de oír su respiración regular. Se acercó a ella con sumo cuidado, y observó que le había nacido un cálido rubor en las mejillas, antes amoratadas, y comprobó que la mano que le colgaba ya no estaba fría. Luego permaneció en pie, de espaldas a la chimenea, contemplándola, y vio en ella casi una divinidad.

III. 4.

Jude vio interrumpidas sus divagaciones por el crujido de unos pasos que subían la escalera.

Recogió apresuradamente las ropas de Sue de las sillas donde estaban puestas a secar, las metió debajo de la cama, y se sentó con el libro delante. Alguien llamó a la puerta y entró inmediatamente. Era la patrona.

—¡Ah, no sabía si estaba usted o no, señor Fawley! Quería saber si va a cenar. Veo que hay un joven con usted…

—Sí, señora. Pero creo que no voy a bajar esta noche. Súbame la cena en una bandeja, por favor, y una taza de té.

Era costumbre de Jude bajar a la cocina y tomar las comidas con la familia para evitar molestias. Sin embargo, su patrona le subió la cena en esta ocasión, y él salió a la puerta a recogérsela.

Cuando se hubo marchado, puso la tetera junto al fuego de la chimenea y sacó otra vez las ropas de Sue; pero distaban mucho de estar secas. Un traje de lana, según veía, cogía bastante agua. Las volvió a extender, avivó el fuego y se quedó absorto mientras el vapor que despedía la ropa escapaba por la chimenea.

De pronto, ella exclamó:

—¡Jude!

—Sí. ¿Qué tal, cómo te sientes ahora?

—Mejor. Completamente bien. Me he dormido, ¿verdad? ¿Es muy tarde?

—Son más de las diez.

—¿De veras? ¡No sé qué voy a hacer! —dijo, levantándose.

—Quedarte donde estás.

—Sí; eso es lo que me gustaría. ¡Pero no sé qué dirían después! ¿Y tú, qué vas a hacer?

—Voy a permanecer sentado aquí junto al fuego toda la noche, leyendo. Mañana es domingo y no tengo que ir a ninguna parte. Evitarás un fuerte resfriado si te quedas. No te preocupes. Yo estoy perfectamente. Mira lo que tengo para ti. Un poco de cena.

Al incorporarse, respiró con dificultad y dijo:

—Todavía me siento débil. Creía que estaba bien y el caso es que no debía estar aquí, ¿verdad?

Pero la cena la reconfortó, y después de tomar una taza de té y echarse hacia atrás, se sintió más animada y alegre.

El té debía de estar verde, o demasiado cargado, porque se sentía francamente despierta, en tanto que Jude, que no lo había probado, empezaba a sentir la pesadez del sueño; hasta que ella le despabiló con su charla.

—Dijiste que soy un producto de la civilización o algo así, ¿no? —dijo rompiendo el silencio—. Me pareció muy extraño.

—¿Por qué?

—Bueno, porque eso es completamente falso. Soy una especie de negación de la civilización.

—Estás muy filosófica. «Una negación» es un término muy profundo.

—¿De veras? ¿Te sorprende lo sabihonda que soy? —preguntó ella con un asomo de burla.

—No…; sabihonda, no. Únicamente que no hablas como una chica…, bueno, como una chica que no ha tenido estudios.

—Yo he tenido algunos estudios. No sé latín ni griego, aunque conozco la gramática de esas lenguas. Pero conozco la mayoría de los clásicos griegos y latinos a través de sus traducciones, además de otros libros. He leído a Lempriére, Cátulo, Marcial, Juvenal, Luciano, Beaumont y Fletcher, Boccaccio, Scarron, De Brantôme, Sterne, De Foe, Smollett, Fielding, Shakespeare, la Biblia y demás, y he visto que todo el interés morboso por esos libros termina con su misterio.

—Has leído más que yo —dijo él dejando escapar un suspiro—. ¿Cómo es que has leído esos autores tan raros?

—Bueno —dijo ella pensativamente—. Por pura casualidad. Mi vida está formada completamente por aquello que, según dicen, hay de más original en mí. No tengo miedo a los hombres ni a sus libros. Me siento unida a ellos, sobre todo a uno o dos, casi como si fuera de su mismo sexo. Me refiero a que ante ellos no tengo lo que les han enseñado a muchas mujeres: esa actitud defensiva frente a los ataques de sus virtudes; porque el hombre medio, el que no está embrutecido por un sensualismo salvaje, jamás molestará a una mujer de día o de noche, en casa o fuera de casa, a no ser que ella le dé pie. Hasta que ella no le diga con una mirada: «Adelante», él se sentirá siempre temeroso; y si no se lo llega a decir o a insinuar con la mirada, jamás se lanzará. Sin embargo, lo que iba a decir es que cuando tenía dieciocho años, llegué a intimar con un estudiante de Christminster, y él me enseñó muchas cosas y me prestó libros que de otro modo nunca habría leído.

—¿Terminó vuestra amistad?

—Sí. El pobre muchacho murió dos o tres años después de graduarse y marcharse de Christminster.

—¿Le veías con frecuencia?

—Sí. Solíamos salir juntos a pasear y a leer y a cosas así, casi como dos compañeros. Me pidió que me fuera a vivir con él, y yo le dije que sí por carta. Pero cuando fui a reunirme con él a Londres me encontré con que él pretendía algo muy distinto de lo que yo creía. En realidad quería que yo fuera su amante, pero yo no estaba enamorada de él… Se lo dije, y me habría marchado si no hubiera accedido a mi idea; pero dijo que estaba de acuerdo. Compartimos un cuarto durante quince meses; llegó a ser redactor jefe de uno de los grandes diarios de Londres; pero cayó enfermo y tuvo que marcharse fuera. Dijo que yo le estaba partiendo el corazón a base de tenerle alejado estando tan cerca; nunca lo hubiera creído de una mujer. Dijo que quizá yo había llevado ese juego demasiado lejos. Volvió a casa únicamente para morir. Su muerte me llenó de terribles remordimientos por mi crueldad…, aunque supongo que moriría de tisis y no únicamente por mi culpa. Fui a Sandbourne para asistir a su entierro, y fui la única persona que le acompañó. Me dejó un poco de dinero… porque le partí el corazón, imagino. Así son los hombres: ¡mucho mejores que las mujeres!