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100 Clásicos de la Literatura

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II. 5.

El maestro de escuela estaba sentado en su modesta casa aneja a la escuela; ambos edificios eran modernos. Contemplaba el viejo edificio que se alzaba al otro lado del camino, donde vivía su ayudante Sue. Se habían puesto muy pronto de acuerdo. El alumno de la Normal asignado a la escuela del señor Phillotson no se había presentado, por lo que este tomó a Sue para que ocupara su puesto. Un arreglo provisional de este género solo podía durar hasta que pasara el Inspector de Enseñanza en su visita anual, cuya aprobación era indispensable para que el contrato se hiciera en firme. La señorita Sue Gridehead había dado clases durante dos años en Londres, así que, aunque después las dejara, no podía decirse que fuera una novata, y Phillotson consideró que no sería difícil conservarla a su servicio, cosa que deseaba pese a llevar con él tan solo tres o cuatro semanas. La había encontrado tan inteligente como Jude se la había descrito; y ¿qué patrono no desea conservar a un aprendiz que le soluciona la mitad de su trabajo?

Eran poco más de las ocho y media de la mañana; esperó a verla cruzar la calle en dirección a la escuela, donde se reunirían los dos. A las nueve menos veinte la vio salir con un gracioso sombrero en la cabeza, y la observó con curiosidad. Esa mañana parecía envuelta en un nuevo encanto que nada tenía que ver con su habilidad como profesora. Se dirigió a la escuela él también, y durante todo el día estuvo Sue dando clase bajo su mirada, en el otro extremo de la sala. Efectivamente, era una buena profesora.

Parte de su deber como maestro era darle por las noches clases particulares a su auxiliar, y un artículo del Código exigía que, en caso de que profesor y alumno fueran de distinto sexo, estuviera presente una mujer madura y respetable. Richard Phillotson pensaba que la regla era absurda en este caso, ya que él podía ser el padre de la chica por su edad; pero cumplía este requisito con todo rigor, y se instalaba junto a la joven en la habitación donde cosía la señora Hawes, la viuda en cuya casa estaba hospedada Sue. De todos modos, no habría sido fácil saltarse esta norma, puesto que no había otro cuarto de estar en toda la casa.

A veces, mientras calculaba —estaba repasando la aritmética—, ella levantaba la vista involuntariamente y se le quedaba mirando con una leve sonrisa interrogadora, como si diera por sentado que, siendo él profesor, podía saber todo lo que pasaba por su cerebro, y trataba de saber si era correcto o no. Pero la verdad es que Phillotson no pensaba en la aritmética ni mucho menos, sino en ella, y de una manera novelesca bastante extraña en un preceptor como él. Tal vez ella se daba cuenta de cuáles eran sus pensamientos.

Durante algunas semanas, el trabajo discurrió con una monotonía realmente deliciosa para él. Luego sucedió que tuvieron que llevar a los niños a Christminster para visitar una exposición itinerante de una maqueta que reproducía Jerusalén; por su interés pedagógico, las escuelas podían pasar a verla al precio de un penique por niño. Se pusieron en camino de dos en dos; ella iba junto a los de su clase, con su sombrilla de algodón y el pulgar levantado apretando la caña; Phillotson iba detrás, con su levita oscilante, moviendo el bastón con donosura y sumido en esa abstracción en que había caído desde la llegada de Sue. Era una tarde soleada y polvorienta, y encontraron la exposición casi vacía al entrar.

La maqueta de la antigua ciudad estaba colocada en medio de la estancia, y el dueño, cuyo semblante reflejaba una filantropía religiosa, andaba con un puntero en la mano mostrando a los niños los diversos barrios y lugares que ellos conocían de nombre por sus lecturas de la Biblia: el monte Moriah, el valle de Josafat, la ciudad de Sión, las murallas y las puertas, frente a una de las cuales había un gran montículo en forma de túmulo, y sobre el montículo una crucecita blanca. Este sitio, dijo, era el Calvario.

—Creo —dijo Sue al maestro en un momento en que se hallaban ambos algo apartados— que esa reproducción, con todo lo detallada que es, resulta bastante fantástica. ¿Quién sabe si Jerusalén era así en tiempos de Cristo? Estoy segura de que este hombre no tiene ni idea.

—Está hecha de acuerdo con los planos más verosímiles que se han podido levantar tras numerosas visitas a la ciudad actual.

—A mí me parece que ya cansa tanto Jerusalén —dijo ella—; sobre todo teniendo en cuenta que no descendemos de judíos. Al fin y al cabo ni la ciudad esa ni sus gentes tenían la importancia que tuvieron una Atenas, una Roma, una Alejandría y tantas otras ciudades antiguas.

—¡Pero, mujer, considere lo que significa para nosotros!

Sue se quedó callada porque se dejaba reprender fácilmente; fue entonces cuando divisó tras el grupo de niños que se apiñaba en torno a la maqueta a un joven con chaqueta blanca de franela, cuya figura estaba tan encorvada intentando escudriñar el valle de Josafat, que su rostro se ocultaba casi por completo tras el monte de los Olivos.

—Mire a su primo Jude —prosiguió el maestro—. ¡Él no parece que esté tan cansado de Jerusalén!

—¡Ah…, no le había visto! —exclamó ella con jovialidad—. ¡Jude…, con qué seriedad te lo tomas!

Jude salió de su ensimismamiento con un sobresalto al percatarse de la presencia de Sue.

—¡Sue! —exclamó, experimentando una grata turbación—. ¡Entonces esos alumnos son tuyos, claro! Ya me había enterado yo de que admitían a las escuelas por las tardes y pensé que a lo mejor venías; pero he encontrado esto tan interesante que me he olvidado de dónde estaba. ¡Cuántas cosas le hace pensar a uno!, ¿verdad? Me pasaría horas enteras contemplándolas; pero, por desgracia, tengo solo unos minutos de tiempo. Estoy trabajando aquí cerca.

—Su prima es tan terriblemente inteligente que la critica de manera despiadada —dijo Phillotson, ironizando de buen humor—. Dice que pone en duda su fidelidad respecto del original.

—¡No, señor Phillotson; eso no es completamente cierto! ¡Detesto que me tomen por lo que suele llamarse una chica sabihonda…; abundan demasiado hoy en día! —contestó Sue, azorada—. Yo solamente quería decir…; ¡no sé qué es lo que quería decir, pero no lo que usted piensa!

—Yo sí sé a qué te refieres —dijo Jude, con ardor, aunque no tenía ni idea—. Y creo que tienes razón.

—¡Muy bien, Jude…; ya veo que crees en mí! —Llevada de un impulso, le cogió la mano y, dirigiendo una mirada de reproche al maestro, se volvió hacia Jude. Su voz había revelado un temblor que a ella misma le pareció absurdo por una broma tan inofensiva. No tenía ni idea de cómo se habían volcado hacia ella los corazones de los dos hombres ante esta espontánea revelación de sus sentimientos, ni de las complicaciones que esto iba a acarrearles en el futuro.

La maqueta tenía un valor demasiado didáctico para que los niños no tardaran en cansarse; poco después emprendieron el regreso a Lumsdon, y Jude volvió a su trabajo. Vio cómo la bandada infantil, con sus trajecitos y sus guardapolvos limpios, invadía la calle cuesta abajo en dirección al campo, junto a Phillotson y Sue, y se apoderó de él un sentimiento triste y desagradable, como si se viera excluido de los planes de los dos. Phillotson le había invitado a ir a verlos el viernes por la tarde, puesto que ese día no tenía que dar a Sue ninguna lección, y Jude había prometido entusiasmado aprovechar la oportunidad.

Entretanto, los escolares y sus profesores se dirigieron a casa; y al día siguiente, al echar un vistazo a la pizarra de la clase de Supe, Phillotson se quedó sorprendido al ver dibujado con tiza un paisaje muy bien hecho de Jerusalén, con todos los edificios en su lugar exacto.

—Creía que no le había interesado gran cosa la reproducción y que casi ni se había fijado —dijo.

—Es verdad —dijo ella—; pero me acordaba bien de esta parte.

—Es más de lo que yo recuerdo.

El Inspector de Enseñanza andaba a la sazón haciendo las consabidas «visitas-sorpresa» por los alrededores, con el fin de pillar a los profesores desprevenidos; dos días más tarde, en mitad de las lecciones matinales, se abrió la puerta sigilosamente, y apareció ese buen señor, el rey del terror… de los estudiantes de magisterio.

Para el señor Phillotson la sorpresa no fue muy grande; como la dama de la historia, le había jugado la misma pasada demasiadas veces para cogerle desprevenido. Pero la clase de Sue estaba en el último rincón de la sala, y en ese momento se encontraba ella de espaldas a la entrada; el inspector entonces se quedó detrás y estuvo escuchando sus explicaciones como medio minuto, hasta que ella se dio cuenta. Se volvió, pues, y comprendió que había llegado el momento supremo. El efecto que le produjo dada su timidez fue tal que dejó escapar un grito de terror. Phillotson, con un extraño sentido de solicitud más allá de su propio control, estaba justo a su lado en el momento en que la joven se desmayó. Un momento después se recobró, echándose a reír; pero cuando el inspector se hubo marchado, le vino la reacción, y se quedó tan pálida que Phillotson tuvo que llevarla a su propia habitación, donde le dio una copa de brandy para que se recuperara. Entonces se dio cuenta Sue de que él le retenía la mano.

—¡Debió haberme avisado —murmuró con aspereza— de que iba a llegar una de esas visitas-sorpresa! ¡Ahora no sé qué va a pasar! ¡Escribirá y les contará a los superiores que no sirvo, y caeré en desgracia para siempre!

La miró con tanta dulzura, que ella se emocionó, y lamentó habérselo recriminado. Cuando se sintió mejor, se marchó a su casa.

Entretanto, Jude había estado esperando el viernes con impaciencia. Había pasado el miércoles y el jueves tan deseoso de verla, que después de anochecer salió a pasear por la carretera de Lumsdon; y al regresar a su habitación y abrir el libro, comprendió que le era imposible concentrarse en la página que tenía delante. El viernes se arregló lo mejor que pudo para agradar a Sue, y después de tomar un sorbo de té se puso en camino, pese a que la tarde era lluviosa. Los árboles, por encima de su cabeza, hacían aún más espesa la oscuridad y goteaban tristemente sobre él, llenándole de malos presagios; porque, a pesar de que se daba cuenta de que la amaba, sabía igualmente que no podría representar para ella más de lo que representaba ahora.

 

Al doblar una curva y entrar en el pueblo, lo primero con lo que tropezaron sus ojos fue con dos siluetas bajo un paraguas que salían de la puerta de la vicaría. Estaban muy lejos y de espaldas, así que no le vieron; pero él se dio cuenta inmediatamente de que se trataba de Sue y Phillotson. Este sostenía el paraguas por encima de ella y, evidentemente, habían ido a visitar al vicario…, seguramente por algún asunto relacionado con las tareas de la escuela. Mientras caminaban por el mojado y solitario callejón, Jude vio que Phillotson rodeaba el talle de la muchacha con el brazo, y que ella se lo quitaba con suavidad. Pero él la volvió a coger, y ella le dejó, mirando alrededor con cierto aire de desconfianza. No se volvió del todo, así que no vio a Jude, el cual se dejó caer en el seto como fulminado por un rayo. Allí permaneció escondido hasta que llegaron a casa de Sue; entonces entró ella, y Phillotson siguió hasta la escuela, que era allí mismo.

—¡Pero si es demasiado viejo para ella…; demasiado viejo! —exclamó Jude en el colmo de la angustia al ver su amor sin esperanzas.

No podía entrometerse. ¿Acaso no pertenecía a Arabella? No pudo seguir adelante, y volvió sobre sus pasos camino de Christminster. Cada paso que daba parecía decirle que no debía cruzarse en el camino del maestro y de Sue bajo ningún concepto. Phillotson era tal vez unos veinte años mayor que ella, pero hay muchos matrimonios así que han sido muy felices. Lo irónico del caso estaba en que la intimidad que había nacido entre su prima y el maestro se debía enteramente a él.

II. 6.

La vieja y amargada tía de Jude se había puesto enferma, así que al domingo siguiente se fue a Marygreen a verla. La visita representó una victoria en su lucha contra el deseo de desviarse hacia Lumsdon y tener una penosa entrevista con su prima, en la que no podría decirle lo que pugnaba por brotarle del corazón ni podría hacer alusión a la escena que le torturaba.

Su tía no podía levantarse ya de la cama, y Jude empleó gran parte de ese día en arreglarle las cosas para que estuviera a gusto. Había vendido el pequeño negocio de la panadería a un vecino, y con el producto de la venta y sus ahorros tenía de sobra para sus necesidades; contaba además con la ayuda de una viuda que vivía en el pueblo. Solo cuando ya estaba a punto de marcharse, pudo Jude sostener una charla tranquila con ella; y la conversación derivó insensiblemente hacia su prima.

—¿Nació Sue aquí?

—Ahí…, en esa habitación. Entonces vivían aquí. ¿Por qué lo preguntas?

—Por nada…; quería saberlo.

—¡O sea, que has ido a verla! —dijo la vieja con sequedad—. ¿Yo qué te tenía dicho?

—Bueno…, no fui yo exactamente quien fue a verla.

—¿Has hablado con ella?

—Sí.

—Entonces no sigas. Su padre le ha enseñado a odiar a la familia de su madre; seguramente no mirará con buenos ojos a un obrero como tú… ahora que se ha convertido en una señoritinga de capital. Siempre me ha tenido sin cuidado. Toda la vida ha sido una niña descarada, un manojo de nervios. Más de una vez le he tenido que sacudir por respondona. Mira, un día se metió en la alberca sin zapatos y sin medias, con las faldas levantadas por encima de las rodillas, y antes de que yo le hiciera ver que era una vergüenza, me gritó: «¡Márchate, tía! ¡Esto no es para verlo unos ojos modestos!».

—Era una niña entonces.

—Tenía los doce cumplidos; ni un día menos.

—Bueno…, claro. Pero ahora que es mayor es una muchacha de carácter reflexivo, vibrante, tierna y sensible como…

—¡Jude! —gritó su tía, incorporándose de golpe en la cama—. ¡No vayas a hacer ninguna tontería con ella!

—No, no; claro que no.

—Tu matrimonio con esa Arabella fue lo peor que un hombre puede hacerse a sí mismo, por muy mal que se quiera. Pero ella se ha marchado a la otra punta del mundo y seguramente no volverá a darte ningún quebradero de cabeza. Pero aún sería peor que, atado y obligado como estás, empezaras a hacerte ilusiones con Sue. Si tu prima es amable contigo, aprecia su amabilidad en lo que vale. Pero querer ir más allá de una buena amistad sería una locura. Si ella es una coqueta de esas de capital, podría llevarte a la ruina.

—¡No hables mal de ella, tía! ¡Te lo pido por favor!

Tuvo un momento de respiro con la entrada de la compañera y enfermera de su tía, la cual debía de haber estado escuchando la conversación, porque empezó a hablar de tiempos pasados, refiriéndose a Sue Bridehead como tema de sus recuerdos. Y contó lo rara que era la señorita Sue cuando estudiaba en la escuela que hay al otro lado del prado, antes de marcharse con su padre a Londres…, y cómo un día que el vicario organizó unas lecturas y recitales, ella, que era la más pequeña de todas, subió a la tarima «con su vestidito blanco, sus zapatitos y su cinturón rosa» a recitar el «Excelsior», «Había una animación de fiesta en la noche» y «El Cuervo»; cómo juntaba sus pequeñas cejas durante su actuación, mirando alrededor de sí trágicamente y diciendo al aire como si hubiese alguien realmente:

Viejo cuervo, trágico y sombrío, que vagas por nocturnos litorales,

¡di cuál es tu nombre altivo en los confines de la Noche plutoniana!

—Nos representó al asqueroso pajarraco con tanta claridad —corroboró la enferma de mala gana—, allí de pie, con su cinturón y todos sus perifollos, que casi parecía que lo tenías delante de los ojos. Tú también, Jude; tú también te dabas la misma maña para hacer ver cosas en el aire.

La vecina siguió hablando del talento de Sue en otros aspectos:

—No era exactamente una muchacha ligera de cascos, claro; pero hacía cosas que son más propias de chicos por lo general. Yo la he visto tropezar y caer rodando cuesta abajo hasta esa alberca de ahí, con todo el pelo revuelto, en medio de una veintena de chiquillos que andaban por allá arriba, recortados contra el cielo como si fueran sombras pintadas en un cristal, y luego echar a correr otra vez cuesta arriba sin detenerse siquiera. Excepto ella, todos eran chicos; luego ellos se pusieron a aplaudirla, y ella les contestó: «Menos descaro, chicos», y se metió en casa corriendo. Trataron de convencerla para que se fuera con ellos. Pero no quiso.

Estas visiones retrospectivas de Sue hacían que Jude se sintiera tanto más miserable cuanto que no podía pretenderla; ese día se marchó de casa de su tía con el corazón encogido. Habría deseado pasar por la escuela para echar una mirada a la clase donde la pequeña figura de Sue se había hecho tan célebre; pero desechó esta idea y siguió su camino.

Era domingo por la tarde, y algunos lugareños que le conocían se habían reunido allí muy endomingados. Jude se llevó un sobresalto al oír que uno de ellos le saludaba:

—¡Por fin has conseguido irte allá!

Jude dio muestras de no entender.

—Bueno, al centro del saber…, ¡la Ciudad de la Luz!, como solías llamarla tú cuando eras muchacho. ¿Es como tú te la imaginabas?

—¡Sí, y mucho más! —exclamó Jude.

—Una vez estuve yo allí, no más de una hora sería, y no encontré gran cosa que ver; edificios viejos y ruinosos, mitad iglesias y mitad hospicios, y poco trajín por las calles.

—Te equivocas, John; hay muchas más cosas de las que suele ver un hombre yendo por la calle. Es el centro del saber y de la religión, el granero intelectual y espiritual de este país. Todo el silencio y ese escaso trajín que dices es la quietud del movimiento infinito: el sueño de la peonza, como dice un escritor conocido.

—Bueno, puede que así sea, o puede que no. Yo lo que digo es que en una hora o dos que estuve allí no vi nada de eso; de manera que me metí en un bar, me tomé una jarra de cerveza con una barra de pan y un cacho de queso, y esperé allí hasta la hora de volver. ¿Estás en un colegio ahora?

—¡No! —dijo Jude—. Estoy casi tan lejos de eso como antes.

—¿Cómo es posible?

Jude se dio una palmada en el bolsillo.

—¡Justo lo que habíamos pensado! Esos sitios no son para gentes como tú…; ahí solo van los que tienen mucho dinero.

—En eso os equivocáis —dijo Jude con cierta amargura—. ¡Son también para gentes como nosotros!

Sin embargo, esta observación bastó para desviar la atención de Jude del mundo imaginario en el que vivía desde hacía algún tiempo, en el que un ser abstracto, que no era otro que él mismo, se empapaba de ciencia y de arte, consolidando así su vocación y asegurándose un lugar en el paraíso del saber. Reflexionó sobre sus proyectos a la luz fría del norte. Se había dado cuenta últimamente de que su conocimiento del griego, concretamente del griego de los grandes trágicos, no era del todo satisfactorio. Se sentía a veces tan cansado de una jornada de trabajo que no podía mantener la atención necesaria para un estudio provechoso. Echaba de menos la ayuda de un profesor particular o de un amigo…, de alguien que le dijera en un segundo lo que a veces le costaba un mes de esfuerzos extraerlo de unos libros farragosos y difíciles.

Decididamente, era necesario examinar los hechos con un poco más de atención de como venía haciendo de un tiempo a esta parte. ¿Qué iba a sacar, después de todo, con dedicar sus horas de ocio a esa dudosa tarea llamada «estudio particular» sin examinar antes sus posibilidades?

«Debería haber pensado en esto antes —se iba diciendo, camino de regreso—. Habría sido mucho mejor no haberme embarcado nunca en un proyecto, que emprenderlo sin ver claramente adónde me dirijo o cuál es el fin que persigo… ¡Este merodear por delante de los colegios como si esperara que alguien me agarrara de un brazo y me metiera dentro no puede continuar! Necesito una orientación concreta».

En efecto, a la semana siguiente se ocupó de ello. La oportunidad se le presentó una tarde al ver a un señor de edad, el director de cierto colegio, según le habían dicho, paseando por la alameda de un jardín, no lejos de donde Jude se había sentado casualmente. Dicho señor se fue aproximando, y Jude pudo observarle con atención. Le pareció una persona bondadosa, discreta, más bien reservada. Tras una breve reflexión, Jude comprendió que no era oportuno levantarse y abordarle por las buenas; pero el incidente le impresionó hasta tal extremo que le indujo a pensar que lo más sensato sería escribir a una de estas personas exponiéndole sus dificultades y pidiéndole consejo.

Y así, en el transcurso de una o dos semanas, se apostó en determinados lugares de la ciudad con objeto de observar a algunos de los más distinguidos directores, directores técnicos y jefes de estudio de los distintos centros; de todos ellos seleccionó finalmente a cinco en cuyas fisonomías creía ver a unos hombres de gran sensibilidad y perspicacia. Por fin escribió una carta a cada uno de ellos exponiendo brevemente sus dificultades y pidiéndoles parecer sobre la apurada situación en que se encontraba.

Nada más echar las cartas empezó Jude a arrepentirse; habría sido preferible no mandarlas. «Es la típica petición impertinente, ordinaria y atrevida que tanto abunda en nuestros días —se dijo—. ¿Cómo no se me habrá ocurrido nada mejor que dirigirme de esa manera a personas completamente desconocidas? Pueden pensar que trato de engañarlas, que soy un haragán que huye del trabajo o un bribón, a pesar de lo que digo en las cartas…, ¡y tal vez sea verdad que lo soy!».

Sin embargo, se aferró a la esperanza de recibir alguna contestación como única posibilidad de redención. Esperó día tras día, diciéndose que era absurdo esperar, pero esperando sin embargo. Durante esta espera recibió de repente noticias de Phillotson. Iba a dejar la escuela de las afueras de Christminster para hacerse cargo de otra de más categoría de por el sur, en el centro de Wessex. No quiso pensar lo que podía significar esto, ni en qué medida afectaría a su prima, ni si se trataría, como era muy probable, de una decisión práctica del maestro para ganar más a fin de vivir dos en vez de uno con ese sueldo. Y las tiernas relaciones entre Phillotson y la joven de la que él estaba apasionadamente enamorado le impidieron dirigirse a Phillotson para pedirle consejo sobre sus proyectos.

 

Entretanto, las personalidades académicas a las que había escrito no se dignaban contestar y Jude se sentía desamparado como en tiempos atrás, con el agravante de que ahora veía mermadas sus esperanzas. Por una serie de averiguaciones indirectas, no tardó en enterarse de que, como había venido sospechando hacía tiempo con inquietud, la única solución era examinarse y sacar una brillante calificación para obtener una beca. Pero para ello le hacía falta primero mucha disposición natural y una buena preparación. Para un hombre que estudiaba por su cuenta, por mucha aplicación e interés que pusiera, y aun después de un largo período de diez años, era casi imposible competir con quienes pasaban la vida dirigidos por buenos profesores y trabajaban con métodos establecidos.

La otra alternativa, la de pagarse el ingreso, parecía ser realmente la única factible para él, y su dificultad era simplemente material. Pensando en esto, comenzó a tantear hasta qué punto podía llegar esta dificultad material; y para consternación suya averiguó que, en caso de poder ahorrar dinero, tenían que pasar por lo menos quince años para encontrarse en condiciones de presentarse a un director de colegio y hacer el examen de ingreso. La empresa era descabellada.

Se daba cuenta del hechizo falaz que la ciudad había ejercido sobre él. Llegar y poder vivir allí, pasear por delante de las iglesias y colegios y empaparse del genius loci había sido el objetivo más evidente, el ideal de su soñadora juventud cuando contemplaba la ciudad y esta le sugería sus encantos bajo el halo luminoso que se divisaba en el horizonte. «Solo pido poder llegar —se había dicho con la petulancia de un Crusoe en su gran embarcación—; lo demás será solo cuestión de tiempo y energía». Mucho mejor habría sido para él, en todos los sentidos, no haber vislumbrado jamás esta ciudad engañosa ni haber oído nunca hablar de ella, haberse marchado a alguna ciudad comercial con el único objetivo de ganar dinero como fuese y considerar su proyecto en su verdadera perspectiva. Pero, bueno, lo que en este momento estaba claro para él era que el proyecto entero había estallado, igual que una pompa de jabón, al contacto con una sosegada reflexión. Miró hacia atrás, a lo largo de sus años pasados, y el pensamiento que le vino fue muy semejante al de Heine:

¡Sobre los ojos inspirados y vivos del joven

veo alzarse el gorro burlesco del histrión!

Por fortuna, su decepción no podía afectar a la vida de su querida Sue, arrastrándola en este derrumbamiento. De modo que le ahorró los dolorosos detalles de este despertar a la conciencia de sus propias limitaciones. Al fin y al cabo, ella solo había llegado a conocer una parte pequeña de la miserable lucha en la que estaba empeñado sin preparación ni dinero.

Nunca olvidaría la noche en que despertó de su sueño. No sabiendo dónde meterse, subió a la cámara octagonal de la linterna de un extraño teatro que había en el centro de esta ciudad fantástica y singular. Estaba toda rodeada de ventanas, desde las que se podían contemplar todos los edificios del casco urbano. Jude recorrió con la mirada todas las perspectivas, una tras otra, con aire meditabundo, lúgubre, pero decidido. Estos edificios, con sus asociaciones y privilegios, no eran para él. Desde el tejado resplandeciente de la biblioteca, en la que casi nunca había tenido ocasión de entrar, su mirada recorrió las diversas torres de campanario, los edificios públicos, hastiales, calles, capillas, jardines y patios que componían el ensemble de este incomparable panorama. Comprendió que su destino no estaba allí, sino entre los trabajadores manuales del barrio mísero donde vivía, a los que los visitantes y los panegiristas no consideraban ni mucho menos como parte integrante de la ciudad, a pesar de que sin ellos no podrían estudiar los sabios ni vivir los pensadores.

Miró el campo que se extendía más allá de la ciudad, los árboles que ocultaban a la mujer que al principio había sido un refugio para su corazón y cuya pérdida era ahora una tortura enloquecedora. De no ser por este golpe, habría podido soportar mejor su destino. De haber tenido a Sue a su lado, habría podido renunciar a sus ambiciones con una sonrisa. Sin ella, la prolongada tensión a la que había estado sometido le afectaría inevitablemente de manera desastrosa. Seguramente Phillotson había sufrido un desengaño intelectual parecido al que sufría él en estos momentos. Pero el maestro había alcanzado después la dicha de tener un consuelo en la dulce Sue, mientras que él no tenía a nadie que le consolara.

Bajó a la calle y deambuló indiferente hasta que llegó a una taberna y entró. Tomó varios vasos de cerveza seguidos, y cuando salió era de noche. Vagó por las calles bajo la luz temblona de los faroles hasta que llegó a casa. Entró a cenar, y un momento después de sentarse a la mesa la patrona le trajo una carta que acababa de llegar para él. Se la dejó al lado respetuosamente, como si presintiera la importancia que podía tener; Jude, al verla, se dio cuenta de que llevaba el sello en seco de uno de los colegios a los que se había dirigido.

—¡Uno… al fin! —exclamó Jude.

Era una breve nota, no exactamente lo que él había esperado; pero era del director en personal. Decía así:

BIBLIOLL COLLEGE

Sr. D. Jude Fawley Picapedrero.

Muy señor mío:

He leído su carta con interés y, a juzgar por la descripción que hace de sí mismo como obrero, me inclino a creer que tendrá muchas más posibilidades de triunfar en la vida continuando en su propia esfera y perseverando en su trabajo, que emprendiendo un nuevo rumbo. Esto es, pues, lo que yo le aconsejo que haga.

Atentamente,

T. Tetuphenay

Este consejo, terriblemente sensato, exasperó a Jude. Todo eso lo había comprendido de antemano. Sabía que era verdad. No obstante, sintió la carta como una bofetada, después de diez años de trabajo, y su reacción inmediata fue levantarse de la mesa y salir a la calle, en vez de irse a estudiar como era su costumbre. Entró en un bar, se bebió un par de vasos o tres, y luego vagó sin rumbo hasta que llegó a un lugar llamado los Cuatro Caminos, en el centro de la ciudad, donde se detuvo a contemplar a la gente con indiferencia, como en sueños; luego, volviendo en sí, se puso a charlar con un policía que estaba allí de servicio.

El agente bostezó, se estiró empinando el cuerpo sobre la punta de los pies, sonrió, y mirando con buen humor a Jude, dijo:

—Ha bebido, ¿eh joven?

—No; no he hecho más que empezar —replicó él con cinismo.

Fuera cual fuese su estado, tenía la cabeza bastante despejada. Solo oyó las últimas observaciones del policía, que hablaba de la lucha continua de la gente que, como él, habían estado en este cruce, y de la cual nadie se acordaba ahora. Este sitio tenía más historia que el colegio más antiguo de la ciudad. Estaba literalmente lleno, poblado de espectros de todos aquellos seres humanos que habían ido a reunirse allí para vivir una tragedia, una comedia o una farsa: acontecimientos reales de la mayor intensidad. En Cuatro Caminos, los hombres habían discutido de Napoleón, de la pérdida de América, de la ejecución del rey Carlos, de la muerte de los Mártires en la hoguera, de las Cruzadas, de la conquista normanda y probablemente de la llegada de César. Aquí se habían citado los dos sexos para amarse, para odiarse, para unirse, para separarse; habían esperado y habían sufrido el uno por el otro; habían triunfado el uno sobre el otro; se habían maldecido el uno al otro en un arrebato de celos, y el uno al otro se habían perdonado.