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100 Clásicos de la Literatura

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Pero Sue no fue, así que la esperó después por la tarde. Sabía que si acudía llegaría por la derecha del gran patio plantado de césped, que era por donde se entraba, y aguardó en un rincón mientras repicaba la campana. Unos minutos antes de que empezara el servicio apareció, como una figura más, caminando junto a los muros del Colegio; al verla fue a situarse en el lado opuesto, y entró tras ella, más contento que nunca de no haberse dado a conocer. Poder verla y no ser visto ni conocido era cuanto pedía por el momento.

Se entretuvo un instante en el vestíbulo, y cuando entró y tomó asiento, el servicio había empezado ya. Era una tarde lúgubre, quieta, cargada de tormenta; una de esas en que los hombres vulgares y prácticos sienten que la religión es algo necesario y no un lujo de las clases sentimentales y ociosas. Con la penumbra reinante y la luz filtrada de los ventanales, solo podía distinguir de manera confusa a los fieles del otro lado, pero sabía que Sue estaba entre ellos. No bien había acabado de descubrir el lugar exacto que ella ocupaba, cuando el Salmo 119 que el coro estaba cantando llegó a la segunda parte, In quo corriget, y el órgano atacó una patética melodía gregoriana mientras los cantores entonaban:

¿Cómo purificará el joven su camino?

Era exactamente el problema que absorbía la atención de Jude en ese momento. Qué miserablemente se había portado al dejarse llevar de la pasión animal por una mujer, dando lugar con ello a tan desastrosas consecuencias; después, impulsándole a poner fin a su vida, y finalmente a refugiarse en la bebida. Las grandes oleadas de música ahogaban los cantos del coro y, criado como había sido en el temor de Dios, no es de extrañar que sintiera la firme convicción de que aquel salmo, por designio de la Providencia, estaba especialmente dedicado a su primera entrada en tan solemne recinto. Sin embargo, no era más que un salmo ordinario que correspondía a la vigésimo cuarta tarde del mes.

La muchacha por la que había comenzado a alimentar un extraordinario sentimiento de ternura se hallaba a la sazón envuelta por las mismas armonías que llenaban sus oídos, y este pensamiento le llenó de gozo. Seguramente venía a menudo a este sitio, y empapada en cuerpo y alma de sentimiento religioso como debía de estar por su trabajo y sus costumbres, sin duda tendría ya mucho en común con él. Para un joven sensible y solitario, la conciencia de haber encontrado al fin un refugio donde anclar sus pensamientos, que prometía proporcionarle satisfacciones sociales y espirituales, era como el rocío del Hermón; y permaneció durante todo el servicio en una perpetua atmósfera de éxtasis.

Aunque estaba muy lejos de sospecharlo, alguien podía haberle dicho que esa atmósfera provenía lo mismo de Chipre que de Galilea.

Jude aguardó hasta que la vio levantarse de su asiento y cruzar la mampara, y entonces se levantó. Ella no se volvió, y cuando Jude llegó a la puerta, caminaba ya por el amplio sendero del patio. Vestido como iba con su traje de los domingos, se sentía tentado a seguirla y darse a conocer. Pero no estaba completamente preparado; y, ¡ay!, ¿sería prudente dar ese paso, con la clase de sentimiento que se le estaba despertando?

Porque, aunque dicho sentimiento pareciese de origen religioso por haberlo experimentado durante el servicio, no estaba tan ciego como para no comprender la naturaleza de ese magnetismo. La joven le era tan desconocida que el parentesco no era sino un pretexto; y se decía: «¡No puede ser! ¡Un hombre casado como yo no debe hacer esto!». Pero Sue era familia suya de todos modos, y el hecho de que estuviera casado, aunque su mujer se encontrara muy lejos de este hemisferio, podía ser en cierto modo ventajoso. Esto disiparía del ánimo de Sue toda idea de que a él le movía ningún tierno deseo y haría que sus relaciones fuesen francas y sin recelos. Se daba cuenta con cierto dolor de corazón de lo poco que le importaba la libertad y la confianza que el saber esta noticia pudiera suponer para ella.

Unos días antes de que se celebraran esos oficios en la catedral, la simpática muchacha de ojos claros y pies menudos que era Sue Bridehead había tenido una tarde de asueto, y después de dejar la tienda de objetos religiosos, en la que no solo trabajaba sino que vivía también, salió al campo con un libro en la mano. Era uno de esos días despejados que amanecen a veces en Wessex y otros lugares en plena temporada de frío y de lluvias, como intercalado caprichosamente por el dios del tiempo. Caminó durante unos dos kilómetros o tres, hasta que llegó a un paraje bastante más elevado que la ciudad que acababa de dejar atrás. La carretera atravesaba verdes prados; al llegar a una cerca se detuvo a terminar la página que estaba leyendo, y luego se volvió a contemplar las torres y cúpulas y pináculos viejos y nuevos.

Al otro lado de la cerca, junto al sendero, vio a un hombre de pelo negro y cara cetrina sentado en la hierba al lado de un gran tablero cuadrado donde exhibía cierto número de estatuillas de escayola apiñadas y sujetas en él, algunas de las cuales estaban pintadas de color bronce. Al parecer las estaba ordenando antes de seguir su camino. La mayoría eran pequeñas reproducciones de antiguas esculturas de mármol que representaban divinidades de muy distinto género; entre ellas, un tipo de Venus de lo más corriente y una Diana, y del otro sexo, un Apolo, un Baco y un Marte. Aunque las figuras estaban a bastante distancia de ella, el sol poniente las hacía brillar de tal modo, recortándolas sobre el verde de la hierba, que pudo ver sus contornos con luminosa nitidez; y, puesto que se interponían entre ella y las torres de la iglesia, le suscitaron una serie de ideas extrañas y contradictorias. El hombre se levantó y, al verla, se quitó el sombrero con toda cortesía y proclamó:

—¡Figuríiitas!,

en un tono completamente acorde con su pinta. Se colocó hábilmente el gran muestrario de celebridades humanas y divinas sobre la rodilla, y de ahí se lo subió a la cabeza, llevándolo hasta la cerca. Primero le ofreció las más pequeñas: busto de reyes y reinas; después un trovador, y luego un Cupido alado. Ella hizo un gesto negativo con la cabeza.

—¿Cuánto valen esas dos? —dijo, tocando con el dedo una Venus y un Apolo, que eran las de mayor tamaño de la bandeja.

El hombre le contestó que le dejaba las dos por diez chelines.

—Es demasiado caro para mí —dijo Sue. Le ofreció bastante menos; y para sorpresa suya, el vendedor quitó el alambre que las sujetaba y se las tendió por encima de la cerca. Y ella las cogió como si se tratara de dos tesoros.

Después de pagarlas, y una vez que se hubo marchado el hombre, empezó a cavilar sobre lo que haría con ellas. Le parecían enormes ahora que eran suyas, y demasiado desnudas. Debido a su temperamento nervioso, temblaba de pensar en lo que había hecho. Al manejarlas se manchó de blanco los guantes y la chaqueta. Después de caminar durante un rato, se le ocurrió una idea, y cogiendo unas cuantas hojas grandes de bardana, perejil y otras plantas que crecían junto al seto, las envolvió de forma que pareciera más bien un costal de muestras recogidas por una entusiasta de la naturaleza.

—¡Bueno, cualquier cosa es mejor que las dichosas baratijas de beata! —se dijo. Pero aún se sentía nerviosa, y casi hubiera preferido no haber comprado las estatuillas.

Mirando de cuando en cuando entre las hojas para ver si no le había roto un brazo a la Venus, entró con su cargamento de paganismo en la ciudad más cristiana del país por un oscuro callejón paralelo a la calle principal, y dio un rodeo para entrar por la puerta lateral del establecimiento donde trabajaba. Subió lo que había comprado directamente a su habitación, con la intención de guardarlo bajo llave en un baúl que era de su propiedad; pero como abultaban tanto, las envolvió en dos trozos de papel y las puso en un rincón.

La dueña de la casa, la señorita Fontover, era una dama de avanzada edad que usaba lentes y vestía casi como una abadesa; era también apasionada de la liturgia, que se convirtió en su negocio, y parroquiana asidua de los oficios divinos que se celebraban en la iglesia de San Silas, del ya citado barrio de Beersheba, a la que Jude había comenzado también a asistir. Era esta dama hija de un sacerdote de escasos recursos, y a su muerte, acaecida varios años antes, afrontó valerosamente la situación y evitó la miseria abriendo una tiendecita de objetos religiosos, que después amplió considerablemente. Llevaba un crucifijo y algunos abalorios colgados del cuello con una cadenita como únicos adornos personales, y se sabía el Año Cristiano de memoria.

La dama subió a llamar a Sue para el té, y al ver que la muchacha tardaba en contestar entró en la habitación en el preciso momento en que ataba a toda prisa cada paquete con un trozo de cordel.

—¿Qué tiene ahí?, ¿algo que se ha comprado, señorita Bridehead? —preguntó, mirando los dos paquetes.

—Sí…; unas cosas para adornar mi habitación —dijo Sue.

—Bueno, yo creía que había bastantes adornos aquí —dijo la señorita Fontover mirando las estampas de santos con sus marcos dorados, los pergaminos con frases bíblicas y demás objetos que, al no haberse podido vender por estar pasados de moda, los había empleado para adornar esa oscura habitación—. ¿Y qué son? ¡Hay que ver lo que abultan! —Hizo un agujero como del tamaño de una hostia en el papel que los envolvía y trató de averiguar lo que eran—. ¿Son estatuas? Dos figuras, ¿no? ¿Dónde las ha comprado usted?

—Bueno…; se las he comprado a un vendedor ambulante. —¿Son dos santos?

—Sí.

—¿Cuáles?

—San Pedro… y la Magdalena.

—Bien…; yo venía a decirle que baje a tomar el té y a terminar de pintar el texto del órgano, si queda suficiente luz después.

 

Estos pequeños obstáculos con los que tropezaba lo que no había sido más que un simple capricho pasajero despertaron en ella unas tremendas ganas de desempaquetar las figuras para contemplarlas otra vez; y a la hora de acostarse, cuando estaba segura de que nadie entraría a molestarla, desenvolvió las divinidades sin ningún temor. Las colocó sobre la cómoda con una vela a cada lado, se metió en la cama y se puso a leer un libro que había sacado de la maleta del que no tenía conocimiento la señorita Fontover. Era una obra de Gibbon, y estaba leyendo el capítulo que trataba sobre el reinado de Juliano el Apóstata. De cuando en cuando alzaba la vista para contemplar las estatuillas, y le resultaban extrañas y fuera del ambiente porque tras ellas, colgadas de la pared, había una estampa que representaba la escena del Calvario. Y como movida por aquel contraste, saltó de la cama y sacó otro libro de la maleta —este en verso— y lo abrió por el famoso poema que dice

Tú has vencido, pálido galileo:

¡El mundo se ha vuelto gris bajo tu aliento!

y lo leyó hasta el final. Luego apagó la luz de su mesilla.

Estaba en esa edad en que por lo general uno duerme profundamente. No obstante, esa noche permaneció despierta; y cada vez que abría los ojos, la luz difusa que entraba de la calle hacía resaltar las figuras de escayola de encima de la cómoda en singular contraste con lo demás: el texto, el mártir y el cuadro de la Crucifixión de gótico marco dorado, del que solo se distinguía la cruz latina, mientras que la figura quedaba oscurecida por las sombras.

Una de las veces, los relojes de los campanarios tocaron una hora temprana de la madrugada. Esas campanadas las oyó también otra persona que, inclinada sobre los libros, velaba en la misma ciudad, no lejos de allí. Puesto que era sábado por la noche, Jude no necesitaba poner el despertador para levantarse temprano; de ahí que siguiera estudiando, como era su costumbre, dos o tres horas más que los otros días. Precisamente en ese momento se hallaba sumido en el estudio del texto de Griesbach. En el mismísimo instante en que Sue se removía y miraba sus figuritas, el policía y los ciudadanos rezagados que pasaban bajo la ventana de Jude, de haber prestado atención, podían haber oído murmurar ciertas palabras extrañas, que para él poseían un encanto indescriptible:

All’hemin heis Theos ho Pater, ex hou ta panta, kai hemeis eis auton.

Finalmente, con voz grave y respetuosa, recitó mientras cerraba el libro:

Kai heis Kurios Iesous Christos, de hou ta panta kai hemeis de autou!

II. 4.

Era hábil en su oficio, capaz de realizar cualquier clase de trabajo, como suele ser frecuente entre los artesanos de pueblo. En Londres, el que talla relieves foliados se niega a ejecutar el trozo de moldura que sirve de unión a esas hojas, como si el hecho de realizar esa segunda mitad de un todo significara bajar de categoría. Cuando a Jude se le terminaba el trabajo de ornamentación gótica, o de tracería en las ventanas de los edificios bancarios, labraba inscripciones de monumentos y lápidas, y disfrutaba cambiando de especialidad.

La siguiente ocasión que tuvo de verla fue una vez en que se encontraba subido a una escala de mano realizando uno de estos trabajos en el interior de una iglesia. Se iba a celebrar un breve oficio matinal y, al entrar el párroco, Jude bajó de la escala y se sentó junto con la media docena de personas allí reunidas, esperando a que terminaran las oraciones para reanudar sus martilleos. Hasta que no iba mediado el servicio religioso no se dio cuenta de que una de las mujeres era Sue, que había ido acompañando a la vieja señorita Fontover.

Jude contempló desde su asiento sus hombros preciosos, su ágil manera de levantarse y sentarse, no exenta de cierta indiferencia, así como sus leves genuflexiones, y pensó en la ayuda que habría representado para él una muchacha anglicana como ella en circunstancias más afortunadas. No fue su afán por continuar el trabajo lo que le hizo encaramarse en lo alto de la escalera, tan pronto como los feligreses comenzaron a desfilar: la verdad es que, en ese lugar, no se atrevía a encontrarse frente a frente con la mujer que comenzaba a influir en él de manera tan extraordinaria. Las tres razones por las que no debía entablar una amistad más íntima con Sue Bridehead, ahora que se daba cuenta de que su interés por ella era inequívocamente sexual, se le hacían más claramente evidentes. Pero también era cierto que el hombre no podía vivir solo para el trabajo; que este hombre particular que se llamaba Jude, al menos, necesitaba un poco de amor. Muchos habrían ido en busca de la muchacha sin tardanza, se habrían aferrado al placer de esa amistad fácil a la que ella difícilmente podía haberse negado y habrían confiado lo demás al azar. Jude no era así… en principio.

Pero a medida que pasaban los días, y más particularmente las noches solitarias, se daba cuenta para consternación suya de que cada vez pensaba más en ella, en lugar de pensar cada vez menos; y experimentaba una tímida felicidad en hacer cosas insólitas, descabelladas y sin sentido. Rodeado todo el día por su influjo, y frecuentando los lugares que Sue visitaba, no paraba de pensar en ella, y se veía obligado a confesarse a sí mismo que en todo esto quien saldría derrotada de esta batalla sería su conciencia.

Aún era Sue casi un ideal para él. Tal vez si llegaba a conocerla se curaría de esta inesperada y reprobable pasión. Pero una voz le susurraba que, aunque deseaba conocerla, en cambio no quería curarse.

No cabía la menor duda de que, desde la ortodoxia de su propio punto de vista, la situación se estaba haciendo inmoral. Porque enamorarse de Sue, cuando estaba obligado por las leyes de su país a amar a Arabella y a nadie más hasta el final de su vida, era empezar mal otra vez, sobre todo teniendo en cuenta el proyecto de carrera que pretendía llevar a cabo. Esta convicción se le había hecho tan viva que un día, cuando se hallaba trabajando solo en una iglesia de la vecindad, como le solía acontecer, se sintió en la necesidad de rezar para vencer su flaqueza. Pero por mucho que quisiera mantenerse en una actitud ejemplar a este respecto, no podía. Resulta inútil, se daba perfecta cuenta, pedirle a Dios que te libre de la tentación, cuando tu corazón desea precisamente ser tentado setenta veces siete. De este modo se justificaba a sí mismo. «Al fin y al cabo —se decía—, no es exactamente un problema de erotolepsia lo que a mí me pasa, como en la primera vez. Me doy cuenta de que es una muchacha excepcionalmente brillante; y lo que yo siento es más que nada un deseo de simpatizar intelectualmente con ella, y una necesidad de afecto en mi soledad». De este modo la siguió adorando, con el temor de llegar a ver en ello la perversidad humana. Porque fuera cual fuese el talento de Sue, o sus virtudes, o su religiosidad, lo cierto es que ninguna de estas prendas era en absoluto la causa de su afecto por ella.

Una tarde entró una muchacha en el taller del picapedrero con aire dubitativo y, levantándose las faldas para no ensuciárselas de polvo, se dirigió a la oficina.

—¡Qué preciosidad! —dijo uno de los obreros al que llamaban Tío Joe.

—¿Quién es? —preguntó otro.

—No lo sé… A esa la he visto yo por aquí. ¡Ah, ya! Es la hija de Bridehead, un tío de talento que hizo todo el trabajo de forja de la iglesia de San Silas hará unos diez años, y después se fue a Londres. No sé qué hará ahora… seguramente no gran cosa, puesto que la muchacha viene por aquí.

Entretanto, la joven llamó a la puerta de la oficina y preguntó si Jude Fawley estaba en el taller. Daba la casualidad de que Jude estaba fuera esa tarde, noticia que recibió ella con cierto desencanto, y se marchó inmediatamente. Cuando Jude volvió se lo dijeron; y al describirle a la chica, exclamó:

—¡Cómo…, pero si esa es mi prima Sue!

Se asomó a la calle, pero ya había desaparecido. No pensó más en evitar su encuentro, sino que decidió ir a verla esa misma tarde. Y al llegar a su pensión se encontró con una carta de ella, la primera, una de esas notas que, aun siendo de lo más simple en sí misma, al considerarla después retrospectivamente, la encuentra uno llena de apasionadas consecuencias. El hecho de ignorar que estas primeras cartas que las mujeres envían a los hombres, o viceversa, son preludio del drama que más tarde se desencadena, es lo que hace que, al leerlas después a la luz pálida o inflamada de ese drama, las encontremos grandiosas, solemnes y, en algunos casos, terribles.

La carta de Sue era de lo más inocente y natural. Se dirigía a él como a su querido primo Jude; le decía que se había enterado por casualidad de que vivía en Christminster, y le reprochaba no haber ido a visitarla. Podían haber pasado muy buenos ratos juntos, decía, porque se sentía muy sola y apenas tenía amigas de verdad. En cambio, ahora era probable que se marchara pronto, con lo que perderían tal vez para siempre la oportunidad de llegar a ser buenos amigos.

Jude sintió un sudor frío al saber que se marcharía. Era una eventualidad que no se le había ocurrido, así que decidió contestarle inmediatamente. La vería esa misma noche, le decía, una hora después de escribirle, en la cruz del pavimento que marcaba el lugar de los Martirios.

Después de enviar la nota por un chico, lamentó haberla citado en la calle, cuando podía haberle dicho que pasaría a verla. En realidad, era costumbre verse así en el campo y no se le había ocurrido otra cosa. Así era como se había visto con Arabella, por desgracia; pero podía no parecer correcto tratándose de una joven como Sue. Sin embargo, ya no tenía remedio; conque se dirigió hacia el lugar de la cita unos minutos antes de la hora fijada, bajo el débil resplandor de los faroles recién encendidos.

La amplia calle estaba silenciosa y casi desierta, aunque no era demasiado tarde. Vio una figura en el otro extremo, que luego resultó ser ella, y ambos llegaron a la cruz del suelo casi al mismo tiempo. Antes de llegar, ella gritó:

—¡No te voy a conocer en un lugar como este! Vamos un poco más allá.

La voz, aunque decidida y argentina, le había salido temblorosa. Siguieron andando en paralelo; y por complacerla, aguardó a que ella se acercara para acercarse él también, cosa que hizo cuando iba ya por el lugar donde paraba la diligencia del correo, aunque a estas horas no había nadie allí.

—Siento haberte pedido que vinieras en vez de ir a verte —comenzó Jude con la timidez de un enamorado—. Pero pensé que ganaríamos tiempo si salíamos a dar una vuelta.

—¡Bah!… No tiene importancia —dijo ella con franca camaradería—. En realidad, no tengo lugar apropiado para recibir a nadie. Lo que quería decirte es que el sitio que has elegido para encontrarnos es horrible. Bueno, creo que horrible no es la palabra… Me refiero a que es macabro, que sugiere cosas desagradables. Pero ¿no te parece gracioso que empecemos así, sin conocerte aún? —Le miró de hito en hito, aunque Jude apenas la miraba a ella—. Parece que me conoces más tú a mí que yo a ti —añadió ella.

—Sí…; te he visto a menudo.

—¿Sabías quién era yo y no me dijiste nada? ¡Y nos conocemos ahora, cuando estoy a punto de marcharme de aquí!

—Sí. Es una lástima. Me será difícil hacer amigos. Desde luego, tengo a un viejo conocido que debe de vivir cerca, pero no quiero visitarle todavía. ¿Tú conoces a un tal señor Phillotson? Seguramente debe de ser párroco de algún pueblecito de los alrededores.

—No…; yo solamente conozco a un señor Phillotson que vive en las afueras, no lejos de aquí; en Lumsdon exactamente. Pero es maestro de escuela.

—¡Ah! A lo mejor es el mismo. ¡Pero no es posible! ¡Maestro de escuela nada más! ¿Sabes su nombre? ¿Sabes si se llama Richard?

—Sí, ese es; he tenido que enviarle libros, aunque no le he visto nunca.

—¡Entonces, no lo ha conseguido!

El semblante de Jude experimentó un desencanto; porque, ¿cómo podría salir él airoso de una empresa en la que había fracasado el gran Phillotson? De no haber recibido la noticia en la dulce compañía de Sue, habría tenido un día de desesperación; pero aun en este momento presentía la negra depresión en que le sumiría el fracasado proyecto del señor Phillotson de ingresar en la Universidad, cuando ella no estuviera.

—Ya que hemos salido a dar una vuelta, ¿quieres que pasemos a verle? —dijo de pronto Jude—. No es muy tarde.

Ella accedió; y echaron cuesta arriba a través de un maravilloso paisaje poblado de árboles que había en las afueras. Primero vieron recortarse en el cielo una torre almenada y el cuadrado campanario de una iglesia, y luego surgió el edificio de la escuela. Preguntaron a alguien de la calle si estaría en casa el señor Phillotson, y les contestaron que el señor Phillotson estaba siempre en casa. Llamaron a la puerta de la vivienda, y el maestro salió por la puerta de la escuela con una vela en la mano y una mirada interrogadora en el semblante, más flaco y devorado por las preocupaciones desde que Jude le viera por última vez.

 

El hecho de que, después de tantos años, el encuentro con el señor Phillotson fuera así de simple, destruyó de golpe la aureola con que Jude había envuelto la figura del maestro en su imaginación desde su partida. Pero al mismo tiempo despertó en su interior un sentimiento de simpatía hacia ese hombre visiblemente vencido y acabado. Jude se presentó y dijo que había venido a verle como a un viejo amigo, por lo bien que se había portado con él en sus tiempos de niñez.

—No me acuerdo de usted lo más mínimo —dijo el maestro después de reflexionar—. ¿Y dice que era uno de mis alumnos? Así será, claro; pero he tenido miles de alumnos en mi vida, y como es natural han cambiado tanto que recuerdo a muy pocos, quitando a los últimos que he tenido.

—Fue en Marygreen —dijo Jude, que empezaba a arrepentirse de haber ido.

—Sí, estuve allí algún tiempo. ¿Y ella es alguna antigua alumna también?

—No, es mi prima… Le escribí a usted una vez pidiéndole unas gramáticas, no sé si se acordará; y usted me las envió.

—¡Ah…, ya! Recuerdo vagamente ese detalle.

—Fue usted muy amable en enviármelas. Y además fue el primero que me orientó por este camino. El día que se marchó de Marygreen, después de cargar sus cosas, quiso despedirse de mí y me dijo que proyectaba estudiar en la Universidad y hacerse sacerdote…, que el título universitario era el sello indispensable para un hombre que quería hacer algo como teólogo o como profesor.

—Todo eso lo pensaba yo en mi fuero interno; pero no sabía que se lo hubiera contado a nadie. Hace años ya que renuncié a esa idea.

—Yo nunca la he olvidado. Esa idea es la que me hizo venir a esta parte del país y la que me ha hecho venir a verle esta noche.

—Pase —dijo Phillotson—. Y su prima también.

Entraron en el salón de la escuela, donde había una lámpara con una pantalla de papel que iluminaba unos tres o cuatro libros. Phillotson quitó la pantalla con el fin de poderse ver mejor unos a otros, y la luz iluminó el rostro pequeño de Sue con sus vivos ojos negros y su pelo, las facciones serias de su primo y la figura del propio maestro, persona de unos cuarenta y cinco años, flaco y meditabundo, de labios finos, ligeramente encorvado, vestido con una negra levita a la que le relucían los hombros y los codos y la espalda por el roce.

La antigua amistad se renovó imperceptiblemente, y el maestro habló de sus experiencias, y los primos de las suyas. Les dijo que a veces aún pensaba en el sacerdocio y que aunque no pudiera entrar en él como había pensado en los pasados años, podía entrar, en cambio, como predicador. Entretanto, dijo, se encontraba a gusto en su situación actual, aunque echaba en falta la ayuda de un profesor auxiliar.

No se quedaron a cenar porque Sue tenía que estar en casa temprano, y emprendieron el camino de regreso a Christminster. Aunque no hablaron sino de temas generales, Jude se había quedado sorprendido al descubrir que su prima era toda una revelación de mujer para él. Era tan vibrante que todo lo que hacía parecía brotarle de su sensibilidad. Su energía la hacía caminar a un paso que a él le resultaba difícil mantener; en ciertos aspectos, su sensibilidad llegaba a tales extremos que podía confundirse con la vanidad. Jude se daba cuenta con harto dolor de corazón de que mientras los sentimientos de ella hacia él solo eran de franca camaradería, él la amaba mucho más que antes de conocerla; y se sentía triste, no por regresar a casa, sino porque pensaba que ella se marcharía pronto.

—¿Por qué te vas de Christminster? —dijo con pesar—. ¿Cómo puedes dejar una ciudad cuya historia está tan vinculada a la de Newman, Pusey, Ward, Keble y tantos otros?

—Es verdad. Pero ¿qué representan todos ellos para la historia del mundo?… ¡Es una razón muy graciosa para quedarse en un sitio! ¡No se me había ocurrido! —rio—. Bueno… tengo que irme —prosiguió—: la señorita Fontover, una de las propietarias para las que trabajo, está ofendida conmigo y yo con ella, y por eso es mejor que me vaya.

—¿Qué ha pasado?

—Me ha roto unas esculturas.

—¿Aposta?

—Sí. Las encontró en mi habitación y, a pesar de que eran mías, las tiró al suelo y las pateó porque no estaban acordes con su gusto, y hasta hizo añicos la cabeza y los brazos de una de ellas con el tacón… ¡Algo horrible!

—¿Qué eran, demasiado católicas-apostólicas para ella? Supongo que las llamaría imágenes papistas y te hablaría de la invocación de los santos.

—No…; no es eso. Se trataba de una cuestión bien distinta.

—¡Ah, entonces me sorprende!

—Sí. Mis santos no le gustaron por otra razón. Así que me vi obligada a contestarle; y el resultado es que he decidido no continuar allí más tiempo y buscarme un empleo en el que pueda ser más independiente.

—¿Por qué no vuelves a la enseñanza? Según has dicho empezaste una vez.

—Nunca se me ha pasado por la cabeza continuar; me suelo ganar la vida como decoradora.

—¿Por qué no me dejas que le diga al señor Phillotson que te tenga con él? Luego, si te gusta, y vas a la Escuela Normal y te sacas el título de maestra, ganarás el doble que como decoradora o restauradora, y tendrás el doble de libertad.

—Bueno…; díselo. Ahora debo entrar ya en casa. ¡Buenas noches, Jude! Me alegro de que por fin nos hayamos conocido. No tenemos ninguna necesidad de llevarnos mal como nuestros padres, ¿no te parece?

Jude no quiso darle a entender lo mucho que estaba de acuerdo con su parecer, y echó a andar hacia la lejana calle donde tenía su alojamiento.

El conservar a Sue Bridehead junto a él se convirtió de pronto en un deseo que le hacía actuar sin mirar las consecuencias; a la noche siguiente se fue otra vez a Lumsdon, porque no quería fiar los efectos persuasivos a una mera carta. Su proposición pilló al maestro desprevenido.

—A mí me hace falta más bien lo que se suele llamar una interina de segundo año —dijo—. Por supuesto, su prima en particular es una chica competente; pero no tiene experiencia. ¿O sí la tiene? ¿Tiene intención de entrar en la enseñanza en serio?

Jude le dijo que creía que sí, y sus ingeniosos argumentos acerca de la ayuda que su natural aptitud supondría para el señor Phillotson, de la que Jude no tenía ni idea, influyeron de tal modo en el ánimo del maestro que dijo que la contrataría; pero le previno como amigo que a menos que su prima se propusiera realmente continuar sus estudios y tomara el trabajo solo como unas prácticas para ingresar después en la Escuela Normal, perdería el tiempo, dada la ridiculez del sueldo.

Al día siguiente de esta visita, Phillotson recibió una carta de Jude en la que le informaba que había consultado de nuevo con su prima y que esta se estaba encariñando cada vez más con la idea de la enseñanza, así que había aceptado. Ni por un momento se le ocurrió al maestro que el ardor de Jude en ayudar a su prima se debiera a otra cosa que al sentido del apoyo que suele existir entre los miembros de una misma familia.