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100 Clásicos de la Literatura

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Se detuvo en lo alto de una cuesta ondulada y suave, y desde allí contempló la ciudad de cerca por primera vez. Sus edificios de piedra gris y sus tejados de pizarra se alzaban sobre el reborde rocoso de Wessex, casi como si quisiera ponerse de puntillas sobre el extremo septentrional de la ondulada línea a lo largo de la cual el Támesis apacible, acaricia los prados de ese antiguo reino. Los edificios descansaban tranquilos a la luz del ocaso, en tanto las veletas de una multitud de campanarios y cúpulas añadían pinceladas de vivo centelleo a la severidad de esas tierras secundarias y terciarias.

Al llegar abajo siguió por un camino bordeado de sauces desmochados que se iban desdibujando con las sombras del crepúsculo, y no tardó en vislumbrar las primeras luces de la ciudad: las mismas que un día proyectaran su resplandor y su gloria contra el cielo cautivándole la mirada en aquellos días de ensoñación, tan lejanos ya. Sus ojos amarillos le hacían guiños dubitativamente como si, decepcionadas por su tardanza tras esperarle durante tantos años, no estuvieran ahora del todo decididas a aceptarle.

Era una especie de Dick Whittington cuyo espíritu apuntaba a objetivos que estaban por encima del mero interés material. Entró en las primeras calles con el paso precavido de un explorador. No encontró la verdadera ciudad en esta parte de las afueras. Puesto que lo primero era buscar alojamiento, se dirigió a los lugares donde podrían ofrecerle por un precio módico el tipo de aposento que necesitaba; después de mucho preguntar, tomó una habitación en un barrio que llamaban de «Beersheba», aunque él no lo sabía entonces. Se instaló allí, y después de tomarse un té salió a la calle.

Era una noche ventosa, llena de susurros, sin luna. Con el fin de orientarse, se detuvo bajo una farola y abrió un plano que se había traído. El viento se lo doblaba y se lo sacudía, pero pudo ver lo suficiente para saber qué dirección debía tomar para llegar al corazón de la ciudad.

Después de muchas vueltas, llegó ante el primer edificio de estilo medieval. Era un colegio, como podía verse en su entrada. Entró, dio una vuelta al patio y husmeó por los rincones oscuros donde no llegaba ninguna luz. Muy cerca de este colegio había otro; y un poco más allá, otro; empezaba a sentirse envuelto por el hálito y el espíritu de la venerable ciudad. Cada vez que topaba con algún detalle que disonaba de esta atmósfera intelectual, dejaba que su mirada resbalara por encima como si no lo hubiera visto.

Empezó a tocar una campana y se detuvo a escucharla, hasta que oyó ciento una campanadas. Pensó que se había equivocado en la cuenta: seguramente habían sido cien.

Cuando cerraron las puertas y no pudo entrar ya a curiosear por los patios, vagó junto a los muros y los pórticos, palpando con los dedos los contornos de los sillares y de las esculturas. Pasó el tiempo. Cada vez circulaba menos gente por la calle, pero él seguía vagando entre sombras; porque ¿acaso no venía imaginando él estos momentos desde hacía diez años? Y después de todo, ¿qué importaba no descansar una noche, por una vez? El resplandor de las farolas, proyectado muy alto contra el cielo negro, recortaba los pináculos y los muros de las fachadas. En oscuros callejones, que parecían no haber sido pisados jamás por el hombre y haber caído en el completo olvido, sobresalían pórticos, miradores, entradas de rico y florido trazado medieval, todo con un aire de abandono que las piedras gastadas acentuaban. Parecía imposible que cobijara el pensamiento moderno aquellas mansiones tan vetustas y decrépitas.

Al darse cuenta de que no había un alma viviente por aquellos lugares, Jude comenzó a sentirse impresionado por su propia soledad, con la sensación de ser un espectro de sí mismo, alguien que no podía hacerse ver ni oír. Aspiró profundamente, y sintiéndose casi su propio fantasma, orientó sus pensamientos hacia otras presencias fantasmales que poblaban todos aquellos rincones.

Durante el período previo a esta aventura, después de la marcha irrevocable de su mujer, había leído y aprendido casi cuanto podía leerse y aprenderse acerca de los hombres de talento que habían pasado su juventud entre estos muros venerables, y cuyos espíritus habían rondado junto a ellos más tarde. Debido a sus propias lecturas, se imaginaba a algunos de ellos desproporcionadamente grandes en comparación con los demás. Los gemidos del viento en los recodos, en los contrafuertes y en los quicios de las puertas eran como el paso de estos únicos moradores; el golpeteo débil de las hojas de hiedra era el murmullo melancólico de sus almas; y las sombras, sus tenues siluetas de nervioso movimiento que le acompañaban en su paseo solitario. Penetrar la oscuridad era como tropezar con ellos sin sentir la consistencia de sus cuerpos.

Las calles estaban desiertas, pero estas fantasmagorías le impedían adentrarse en ellas. Pululaban los poetas antiguos y modernos, tanto el amigo y panegirista de Shakespeare como el que acababa de enmudecer, o el cantor del pueblo que aún está entre nosotros. Los grandes filósofos caminaban, no con la frente arrugada y el cabello canoso como los presentan sus retratos, sino con la cara tersa, esbeltos y ágiles como en sus años de juventud; entre los modernos teólogos, amortajados todos con sus sobrepellices, destacaban para Jude Fawley con más realidad los fundadores de la escuela religiosa llamada tractariana: aquellos tres hombres famosos, el entusiasta, el poeta y el formulador, cuyas enseñanzas habían influido incluso en él, aun cuando había vivido siempre en oscuro aislamiento. En sus figuraciones, le pareció verlos estremecerse de aversión ante la presencia de esos otros hijos de la ciudad con sus pelucas bien encasquetadas: el estadista, el libertino, el orador y el escéptico; el historiador repulido que trataba el cristianismo con condescendiente ironía, y otros igualmente incrédulos que, al igual que los temerosos de Dios, conocían todos los patios y frecuentaban los claustros con idéntica libertad.

Veía los más diversos tipos de hombres de Estado, todos ellos de gran firmeza y aire poco soñador: el erudito, el retórico y el trabajador infatigable; aquel cuya capacidad intelectual aumentaba con los años, y el que la perdía por la misma razón.

A continuación, en esta visión imaginaria, seguían los sabios y los filólogos, formando una mezcla singular e imposible: hombres de semblante pensativo, de frente esforzada y débiles ojos de murciélago a causa del estudio; luego, personalidades oficiales: gobernadores generales, virreyes a los que ni miraba, jueces y magistrados de rostro inmutable y labios apretados cuyos nombres apenas conocía. Dirigió una mirada más atenta a los prelados, en razón de sus propias esperanzas pasadas. Formaban un inmenso tropel…; unos eran hombres impulsivos, otros razonadores; estaba el defensor de la Iglesia latina, el santo autor del Himno vespertino, y el gran predicador errante, autor de salmos, creyente fervoroso de existencia ensombrecida, como la de Jude, a causa de dificultades matrimoniales.

Jude se dio cuenta de que estaba hablando en voz alta, conversando con ellos igual que un actor en un melodrama apostrofa a su auditorio desde el otro lado de las candilejas; y calló de repente cohibido por su absurdo comportamiento. Podía ser que algún estudiante o algún pensador sentado junto a su lámpara oyera esos discursos incoherentes y levantara la cabeza preguntándose qué voz era aquella y qué se proponía. Jude se dio cuenta de que, como ser de carne y hueso que era, tenía la antigua ciudad para él solo, aparte de algún viandante retrasado, y que iba a coger un resfriado.

Desde la oscuridad le llegó una voz; una voz bien real y concreta:

—Lleva ya bastante rato sentado en ese banco, joven. ¿Se puede saber qué espera?

Era de un policía que le había estado observando sin que él se diera cuenta.

Jude regresó a casa y se acostó después de leer un poco sobre aquellos hombres y los diversos mensajes que habían dirigido al mundo en uno o dos de los libros que versaban sobre los hijos de la Universidad que se había traído consigo. Y mientras le vencía el sueño, le pareció oír el susurro de las palabras memorables de aquellos hombres que él había aprendido de memoria; unas las oía con toda claridad, y otras le resultaban ininteligibles. Uno de los espectros (que posteriormente calificó Christminster de «baluarte de las causas perdidas», aunque Jude no recordaba ese detalle) apostrofaba a la ciudad de esta manera:

—¡Ciudad hermosa! ¡Qué venerable y atractiva eres, qué ajena a esa ferocidad de la vida intelectual de nuestro siglo!, ¡y qué serena!… Tu encanto inefable nos está diciendo continuamente cuál es nuestra meta verdadera, nuestro ideal, nuestra perfección.

Y oyó otra voz, la del partidario de la Ley cerealista, cuyo fantasma estaba en un patio donde había una gran campana. Jude pensó que su alma podría haber repetido este discurso magistral:

—Señoría, puede que esté equivocado, pero mi opinión es que debemos adoptar en este momento, como medida de excepción, lo que en parecidas circunstancias ha servido de remedio a un país afligido por el hambre, permitiendo la libre importación de productos alimenticios, sea cual fuere su país de procedencia… Privadme mañana mismo de mis funciones, pero jamás podréis acusarme de haber empleado los poderes que me han sido otorgados con fines ilícitos o interesados, con deseos de satisfacer mis ambiciones, ni de sacar ningún beneficio personal.

Luego tomó la palabra el astuto autor del inmortal capítulo sobre el Cristianismo:

—¿Cómo justificar la tremenda indiferencia del mundo pagano y filosófico hacia esos testimonios con que la Divina Omnipotencia se ha manifestado?… Los sabios de Grecia y Roma cerraron los ojos a este espectáculo imponente, y pretendieron ignorar cualquier alteración del orden moral y físico del mundo.

 

Luego, el espectro del poeta, el último de los optimistas, dijo:

¡El mundo está compuesto por todos nosotros!

Cada individuo de la Multitud contribuye

a que palpite la vida según el plan universal.

A continuación, uno de los tres entusiastas que acababa de ver, el autor de la Apología, exclamó:

—Mi razonamiento era este: que la absoluta certeza sobre las verdades referentes a la teología natural es el resultado de un conjunto de probabilidades concurrentes y coincidentes; que unas probabilidades que no llegan a convertirse en certeza lógica pueden, sin embargo, engendrar una certeza subjetiva. El segundo, menos polémico, murmuró con más serenidad:

¿Por qué desfallecemos y sentimos miedo de vivir solos, si solos,

porque el Cielo lo ha dispuesto, moriremos?

Y del mismo modo oyó algunas palabras pronunciadas por el fantasma de rostro consumido, el Espectador genial:

—Cuando pienso en las tumbas de los hombres eminentes, todo impulso de envidia muere en mí; cuando leo los epitafios de las mujeres hermosas, todo deseo desordenado se me apaga; cuando tropiezo con el desconsuelo de los padres ante una lápida, mi corazón se ablanda conmovido; cuando veo las tumbas de los propios padres, considero la vanidad del desconsuelo por aquellos a quienes no tardaremos en seguir.

Por último habló un prelado con voz serena, y mientras duraba su cadenciosa y familiar composición, entrañable para él desde su más temprana infancia, cayó profundamente dormido:

Enséñame a vivir; que tema tanto

a la tumba como a mi lecho.

Enséñame a morir…

No se despertó hasta la mañana siguiente. Los fantasmas del pasado parecían haberse disipado, y todo hablaba del presente. Saltó de la cama pensando que había dormido demasiado, y se dijo:

—¡Diablos… me he olvidado por completo de mi preciosa prima y de que se encuentra aquí!… y de mi maestro también.

Pero quizá las palabras sobre el maestro las dijo con menos convicción que las palabras sobre su prima.

II. 2.

La necesidad de pensar en su situación actual, incluida la cuestión de la subsistencia, disipó toda fantasmagoría y le obligó a sustituir sus elevados pensamientos por las necesidades inmediatas. Tenía que levantarse y buscar trabajo; trabajo manual, que es la única clase de actividad considerada como trabajo por aquellos que lo ejercen.

Deambulando por las calles en busca de empleo, descubrió que los colegios habían cambiado traidoramente su agradable fisonomía: unos eran ostentosos, otros habían adoptado el aspecto de panteones familiares y todos reflejaban cierto barbarismo en su arquitectura. El espíritu de los hombres eminentes había desaparecido.

Estudiaba las innumerables páginas arquitectónicas que le rodeaban, menos como crítico artístico de sus formas que como compañero de aquellos artesanos fallecidos de cuyas manos habían salido estas formas. Examinó las molduras, las palpó como experto en la materia, comprobó lo difíciles o fáciles que eran de labrar, si requerían poco o mucho tiempo, si cansaban el brazo o eran de cincelado cómodo.

Lo que durante la noche había sido perfecto o ideal, por el día se había vuelto realidad más o menos defectuosa. Ahora veía que a los añosos edificios les habían infligido ultrajes, atrocidades. El estado en que se hallaban algunos le conmovió como le habría conmovido la mutilación de un ser vivo. Estaban heridos, rotos, con sus perfiles externos borrosos por la lucha mortal contra los años, las inclemencias del tiempo y la barbarie del hombre.

La ruina de estos testimonios históricos le recordó que, en resumidas cuentas, no era esta una manera diligente de empezar algo práctico como era su propósito. Había venido a trabajar y a vivir de su trabajo, y la mañana estaba a punto de concluir. En cierto modo era reconfortante pensar que habría trabajo de sobra para él como restaurador en una ciudad donde tanto abundaban los edificios de piedra ruinosos. Preguntó el camino para llegar al taller del picapedrero cuyo nombre le habían proporcionado en Alfredston, y no tardó en oír el ruido familiar de limas y cinceles.

El taller era un modesto centro de restauración. Allí encontró reproducciones exactas, con las aristas limpias y las curvas bien perfiladas, de las gastadas esculturas que había contemplado en los muros corroídos por el tiempo. Eran modernas ideas en prosa de lo que los colegios cubiertos de musgo presentaban en vieja poesía. Puede incluso que algunas de esas antigüedades no fueran más que prosa en otro tiempo. No habían hecho otra cosa que aguardar, y así habían llegado a convertirse en poesía. ¡Cuán fácil resultaba para el más insignificante edificio, y qué difícil para la mayoría de los hombres!

Preguntó por el capataz y dio una vuelta por entre tracerías recién terminadas, ajimeces, dinteles, chapiteles, pináculos y cresterías a medio concluir o en espera de que se las llevaran. Todos los trabajos estaban labrados con precisión, con matemática igualdad y exactitud: afuera, en los viejos muros de las calles, quedaban los trazos rotos de la idea original: curvas hendidas sin precisión ninguna, irregularidad, desorden.

Jude sintió un destello de auténtica iluminación: eso, ese taller de picapedrero, era un centro de esfuerzo tan meritorio como el que se honraba con el nombre de investigación científica en el más noble de los colegios. Pero desechó esta reflexión ante la fuerza de su primitiva idea. Estaba dispuesto a aceptar el empleo que le ofrecieran por recomendación de su anterior patrono; pero solo lo aceptaría de manera provisional. Así era en él ese vicio moderno que llaman inquietud.

Por otra parte, se daba cuenta de que lo más que podía hacer aquí era copiar, reparar e imitar; imaginaba que todo esto se debía a una causa temporal y local. No se daba cuenta de que el arte medieval estaba tan seco como una hoja de helecho en un trozo de carbón mineral; de que en el mundo que le rodeaba se estaban desarrollando nuevas tendencias en las que la arquitectura gótica y sus derivaciones no tenían cabida alguna. No se le había revelado aún la lucha a muerte de la lógica y la concepción contemporáneas contra lo que él tenía por algo venerable.

Al no encontrar trabajo allí, se marchó pensando una vez más en su prima, cuya presencia presentía no lejos de él, como con un ligero sentimiento de interés, si no de emoción. ¡Cómo le habría gustado tener consigo su retrato! Por último, le escribió a su tía que se lo enviara. Y ella se lo envió, pero con la recomendación de que no creara problemas familiares yendo a verla a ella o a sus parientes. Jude, que era afectuoso hasta la ridiculez, no le prometió nada: colocó el retrato en la chimenea, lo besó —no sabía bien por qué— y se sintió más a gusto. Parecía que ella miraba y presidía su té. Esto le consolaba: era lo único que le unía a las emociones de la ciudad viva.

Estaba el maestro de escuela…, que probablemente sería ahora un honorable sacerdote. Pero no estaba en condiciones de ir a ver ahora a una persona tan respetable; su aspecto rudo y desaseado, y su precaria situación, dejaban mucho que desear. Así que siguió viviendo en soledad. Aunque la gente bullía a su alrededor, prácticamente no veía a nadie. No habiéndose sumergido en la vida activa de la ciudad, para él era como si no existiera. Pero los santos y los profetas que decoraban los ventanales, las pinturas de los museos, las estatuas, los bustos, las gárgolas, las cabezas de las ménsulas…, todas estas cosas parecían respirar el mismo aire que él. Como los recién llegados a un lugar cuyo pasado está profundamente impreso, veía manifestarse este pasado con una evidencia insospechada, y aun increíble, para los que residían allí habitualmente.

Durante muchos días, aprovechando las ocasiones en que pasaba por delante, frecuentó los claustros y los patios de los colegios, sorprendido por el eco profano de sus propios pasos, enérgicos como golpes de martillo. El «espíritu» de Christminster, como se le ha llamado, le iba invadiendo cada vez más; hasta que llegó un momento en que seguramente conocía los edificios material, artística e históricamente mejor que cualquiera de sus moradores.

Ahora que se hallaba Jude en el lugar por el que tanto había suspirado se daba cuenta realmente de lo lejos que estaba del objeto de sus anhelos. Solo un muro le separaba de aquellos jóvenes de su misma edad con los que compartía las mismas inquietudes intelectuales; jóvenes que no tenían nada que hacer de la mañana a la noche sino leer, tomar notas, estudiar y asimilar. Un muro nada más… pero ¡qué muro!

Cada día, cada hora, cuando iba en busca de trabajo, los veía ir y venir, se rozaba con ellos, oía sus voces, observaba sus gestos. Las conversaciones de algunos de aspecto más intelectual le resultaban a menudo asombrosamente semejantes a sus propios pensamientos, debido a los estudios que había hecho antes de venir a la ciudad. Sin embargo se sentía tan lejos de ellos como si se encontrara en los antípodas. Y por supuesto, lo estaba. Él no era más que un trabajador de blusa blanca y polvo de piedra en las arrugas de la ropa; y al cruzar por en medio de ellos ni siquiera le veían, o le oían, sino más bien miraban a través de él, como si fuese de cristal, a algún compañero del otro lado. Fueran lo que fuesen ellos para Jude, él, en cambio, carecía de consistencia para ellos; y, no obstante, había pensado siempre que al venir aquí estaría muy cerca de sus vidas.

Pero después de todo tenía el futuro por delante; y si llegaba a tener la suerte de encontrar un buen empleo, llevaría a cabo su soñado proyecto. Así que daba gracias a Dios por su salud y su fuerza, y de este modo se animaba. De momento estaban todas las puertas cerradas para él, incluidas las de los colegios; pero quizá se le abrirían un día. Ya llegaría el día en que se asomaría a contemplar el mundo desde alguna ventana de esos palacios de la ciencia y el saber.

Por fin recibió aviso del taller del picapedrero; tenía un puesto para él. Fue el primer aliciente, y aceptó en seguida la oferta.

Era joven y fuerte, de lo contrario no habría podido poner tanto fervor en la empresa que ahora llevaba a cabo de estudiar durante casi toda la noche, después de trabajar todo el día. Primero compró una lámpara de pantalla por cuatro chelines y medio para tener buena luz. Luego se abasteció de plumas y papel, y de los libros necesarios que no le había sido posible encontrar en otra parte. Después, para consternación de su patrona, corrió el mobiliario de la habitación —que era de lo más simple—, colgó una cortina de una cuerda en medio de la habitación, dividiéndola en dos para que nadie le fiscalizara las horas que se quitaba de sueño, sacó los libros y se sentó.

Debido a los gastos abrumadores del matrimonio con la casa y la compra de los muebles, que después desaparecieron con la partida de su mujer, no había podido ahorrar un céntimo durante ese desventurado período, y hasta que no empezó a cobrar un jornal, se vio precisado a vivir en la más rigurosa estrechez. Tras haber comprado un libro o dos, ni siquiera pudo adquirir un brasero; y cuando soplaba el cierzo en las noches crudas, se sentaba junto a su lámpara envuelto en un abrigo, con el sombrero bien encasquetado y los guantes de lana.

Desde la ventana podía divisar la aguja de la catedral, y la cúpula bajo la que resonaba la gran campana de la ciudad. Y si se asomaba a la ventana de la escalera veía también la elevada torre del campanario con sus ventanas estrechas y largas, así como los altos pináculos de un colegio que había junto al río. Y todas estas cosas le servían de estímulo cuando sentía decaer su fe en el futuro.

Como les ocurre a casi todos los entusiastas, no pensaba en detalles. Tenía unas cuantas ideas generales de las que se había enterado por casualidad, pero nunca se preocupó de más. Por ahora, se decía, todo lo que tenía que hacer era prepararse: ahorrar dinero y estudiar; después ya vería qué posibilidades se le presentaban para convertirse en hijo de la Universidad. «Pues la sabiduría es una defensa, y el dinero otra; pero la gracia de la ciencia está en que la sabiduría da vida a quienes la poseen». Su deseo le absorbía por completo, y le impedía considerar el lado práctico.

Por esta época fue cuando recibió una carta llena de ansiedad de su pobre tía, en la que le hablaba de lo que ya le preocupaba antes: el temor de que Jude no tuviera suficiente fuerza de voluntad para abstenerse de ir a ver a su prima Sue Bridehead y a sus parientes. El padre de Sue, según decía la tía, había regresado a Londres, pero la muchacha se había quedado en Christminster. Para desmerecerla más a sus ojos le decía que era artista o diseñadora de una tienda de objetos religiosos, lugares estos que constituían perfectos semilleros de idolatría, donde seguramente se entregaba a toda clase de mojigangas… si no se había hecho ya papista (la señorita Drusilla Fawley, como de su época, era evangélica).

 

Pero como Jude seguía un camino más bien intelectual que teológico, esta información sobre la probable manera de pensar de Sue no le impresionó gran cosa ni en un sentido ni en otro, aunque encontró francamente interesante la pista que le sugería acerca de dónde podría encontrarla. En cuanto estuvo libre, se fue con desacostumbrada alegría a pasear por delante de las tiendas que respondían a la descripción de su tía abuela. En una de ellas vio a una chica sentada detrás de un pupitre con toda la pinta de ser el original del retrato. Se atrevió a entrar con un pretexto trivial, y después de comprar algo se entretuvo un poco. Al parecer la tienda estaba atendida por mujeres. Había libros anglicanos, artículos de escritorio, ejemplares de la Biblia y objetos de regalo: angelitos de escayola, cuadros de santos con marcos góticos, cruces de ébano que eran casi como crucifijos, libros de oraciones que eran casi como misales. Sintió una gran timidez al mirar a la muchacha del pupitre. Era tan bonita que no le parecía posible que fuese familia suya. Entonces ella se dirigió a una de las mujeres de más edad que estaban detrás del mostrador; y encontró que su voz tenía algo de la suya propia. ¿Qué hacía? Miró furtivamente. Tenía ante sí una plancha de zinc de veinte o treinta centímetros de larga, en forma de pergamino, completamente recubierta de pintura por encima. Sobre ella estaba pintando o iluminando con caracteres góticos la palabra:

«¡Qué dulce, santa y cristiana ocupación la suya!», pensó.

Ahora se explicaba perfectamente su presencia allí; su habilidad en trabajos de esta clase se debía sin duda a la profesión de su padre, que hacía ornamentos de metal para las iglesias. El rótulo que estaba pintando tenía evidentemente por objeto invitar a la devoción.

Salió de la tienda. Le habría sido fácil dirigirle la palabra en ese momento, pero le parecía poco correcto hacer caso omiso del ruego de su tía tan pronto. Es cierto que le había tratado con rudeza, pero al fin y al cabo le había criado, y el hecho de que no estuviera allí para vigilarle daba una fuerza conmovedora a su deseo que en otras condiciones habría desechado él por su falta de sentido.

Así que no le dijo nada. No se daría a conocer a Sue por ahora. Y cuando se alejaba, se dio cuenta de que tenía otras razones, además. La veía tan elegante comparada con él, que iba con la chaqueta del trabajo y unos pantalones polvorientos, que no se consideró en condiciones de presentarse; lo mismo le había pasado con respecto al señor Phillotson. Incluso era posible que ella hubiese heredado los prejuicios de su familia y le despreciara, al menos hasta donde puede hacerlo un cristiano; y sobre todo cuando le contara esa parte tan desagradable de su vida durante la cual se vio ligado a una mujer hacia la que, con toda seguridad, no sentiría la menor simpatía.

Así pues, la observaba de lejos y se complacía en verla. La conciencia de saberla allí le estimulaba. Pero seguía siendo un ser más o menos ideal, acerca de cuya naturaleza comenzó él a tejer extraños y fantásticos desvaríos.

Unas dos o tres semanas después se afanaba Jude, junto con otros obreros, en descargar de un carruaje un bloque de piedra labrada delante del Colegio Crozier de la calle de Antaño, antes de izarlo al antepecho que estaban reparando. Una vez preparados todos, dijo el capataz:

—¡Va todos a una! ¡Haaa-la!

Y tiraron todos de la cuerda.

De pronto, mientras tiraba, notó Jude que su prima estaba casi pegada a él, aguardando a que quitaran el sillar y dejaran libre el paso. Ella le miró con sus ojos limpios y enigmáticos, en los que —así lo creyó él al menos— la agudeza se combinaba con la ternura, y con ambas el misterio; la expresión que reflejaban, igual que la de sus labios, conservaba aún la animación de la charla que venía sosteniendo con una compañera, y se la comunicó a él sin saberlo. Pero no se fijó en Jude más de lo que se fijó en las motas de polvo que él levantaba en su trabajo y hacía que brillaran al sol.

Le emocionó tanto su proximidad que empezó a temblar, y apartó la cara instintivamente para evitar que le reconociera, aun cuando ella no sabía quién era y seguramente ni habría oído pronunciar jamás su nombre. Jude pudo darse cuenta de que, pese a que en el fondo era una pueblerina, el haber pasado en Londres los últimos años de su niñez y haberse hecho mujer después aquí le había quitado toda tosquedad.

Cuando se fue reanudó el trabajo, y siguió pensando en ella. Se había sentido tan embargado por el encanto de su presencia que ni se había dado cuenta de qué figura tenía. Ahora recordaba vagamente que no era muy alta, que era ágil y delgada y vestía con muy buen gusto. Eso era todo cuanto había visto. Por lo demás, no tenía nada de escultural; sus movimientos eran nerviosos. Una muchacha despierta, graciosa, aunque puede que un pintor no la hubiera considerado guapa o bonita. No obstante, le había impresionado mucho. La veía muy lejos de esa rusticidad en que se desenvolvía él. ¿Cómo podía habérselas arreglado un vástago de su infortunada estirpe, que parecía maldita, para lograr ese grado de refinamiento? Seguramente por el tiempo que estuvo en Londres, pensó.

Desde ese momento, la emoción que se le había ido acumulando en el pecho por efecto de su soledad y la poesía del lugar donde habitaba, comenzó a polarizarse insensiblemente en este ser semi ilusorio; y presentía que, por firme que fuese el propósito de obedecer a su tía, no tardaría en sentirse sin fuerzas para resistir el deseo de darse a conocer a ella.

Se decía a sí mismo que pensaba en ella desde el punto de vista familiar exclusivamente, puesto que existían razones decisivas por las que ni debía ni podía pensar en ella de otro modo.

La primera, que era casado, y estaría muy mal. La segunda, que eran primos. Y no parecía bien que dos primos se enamoraran aunque las circunstancias favorecieran el nacimiento de esta pasión. Y en tercer lugar, que aun siendo libres los dos, en una familia como la suya donde el matrimonio normal tenía tan desastrosas consecuencias, el matrimonio entre dos cónyuges de la misma sangre sería doblemente funesto, y esas desastrosas consecuencias podían acarrear un trágico desenlace.

Por tanto, debía pensar en Sue solo con el interés que tiene uno por un miembro de su propia estirpe, y considerarla como alguien de quien podía enorgullecerse, con quien le daría gusto charlar y saludarse, y poder tomar el té juntos más adelante, invitarla, y mantener con ella unas relaciones familiares y de buena camaradería. De este modo, sería para él una estrella propicia, una fuerza impulsora, una compañera en la fe anglicana y una amiga entrañable.

II. 3.

Pero a pesar de los diversos motivos que le refrenaban, el instinto de Jude le impulsaba a acercarse a ella tímidamente, y al domingo siguiente acudió por la mañana al servicio religioso del Colegio Cardinal con el propósito de verla otra vez, porque había descubierto que era allí donde solía ir.