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100 Clásicos de la Literatura

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Como primera providencia, se hizo con unos bloques pequeños de piedra, puesto que le era imposible conseguir metal, y, suspendiendo temporalmente los estudios, se dedicó a copiar a ratos perdidos las cabezas y los capiteles de su iglesia parroquial.

Había un modesto cantero en Alfredston, y tan pronto como encontró quien le sustituyera en el pequeño negocio de su tía, fue a ofrecer sus servicios a este hombre por un jornal insignificante. Aquí tuvo Jude la oportunidad de aprender al menos los rudimentos del arte de tallar la piedra. Algún tiempo después se presentó a un arquitecto de iglesias del mismo lugar, y bajo su dirección se convirtió en un hábil restaurador, trabajando en las partes ruinosas de varias iglesias de los pueblos de los alrededores.

Aunque no olvidaba que este aprendizaje era solo una base donde apoyarse mientras preparaba aquella obra más grande para la cual creía sentirse llamado, sin embargo encontraba esta ocupación interesante en sí misma. Se había buscado alojamiento en aquel pueblo para la semana, y regresaba a Marygreen todos los sábados por la tarde. Y así llegó a cumplir los diecinueve años, y los dejó atrás.

I. 6.

En esta época memorable de su vida, volvía un sábado de Alfredston a Marygreen a eso de las tres de la tarde. Hacía un tiempo hermoso, cálido y agradable de verano, y caminaba con las herramientas al hombro metidas en el capacho, y los cinceles pequeños tintineaban levemente al chocar contra los grandes. Era el final de la semana; había terminado pronto el trabajo y salía del pueblo dando un rodeo por un camino que no solía frecuentar, porque había prometido pasar por el molino cercano a Cresscombe para hacerle un encargo a su tía.

Se sentía exultante de optimismo. Le parecía vislumbrar ya el medio de vivir cómodamente en Christminster en cuanto transcurriera un año o dos, y se imaginaba a sí mismo llamando a la puerta de una de aquellas fortalezas del saber con las que tanto había soñado. Naturalmente, podía irse allá ahora mismo si quería, de una manera u otra, pero prefería entrar en la ciudad con algo más de seguridad de la que tenía ahora en cuanto a sus posibilidades. Una cálida satisfacción consigo mismo le invadía cuando consideraba lo que había hecho hasta ahora. De vez en cuando, mientras caminaba, iba captando de reojo fragmentos del paisaje de uno y otro lado. Pero apenas los veía; su gesto era una repetición maquinal de lo que acostumbraba hacer cuando no estaba tan ocupado, y lo único que verdaderamente le preocupaba era la estimación que iba haciendo mentalmente de sus progresos hasta ahora.

«He logrado alcanzar el nivel del estudiante medio para leer a los clásicos antiguos corrientes; a los latinos en particular».

Era verdad; Jude tenía tal facilidad para esa lengua que podía distraerse en sus paseos solitarios imaginando sin esfuerzo conversaciones en latín.

«He leído dos libros de La Ilíada, y además conozco bastante bien algunos pasajes como el discurso de Fénix del libro noveno, el combate entre Héctor y Ayax del decimocuarto, la aparición de Aquiles desarmado y la descripción de su armadura celestial del decimoctavo y las ceremonias funerales del vigésimo tercero. He traducido también algo de Hesíodo, un trocito de Tucídides y buena parte del Nuevo Testamento griego… De todos modos, preferiría que solo hubiera un dialecto.

»He estudiado algo de matemáticas (incluidos los seis primeros libros de Euclides, más el octavo y el duodécimo) y de álgebra, hasta las ecuaciones simples.

»Sé algo de la Patrística y de la Historia romana e inglesa.

»Esto no es más que el principio. Pero aquí no adelantaré mucho más por lo difícil que resulta hacerse con los libros. Por eso debo concentrar primero todas mis energías en instalarme en Christminster. Una vez allí, progresaré tanto con la ayuda con que voy a poder contar, que todo lo que sé ahora me va a parecer pura ignorancia. Tengo que ahorrar dinero, y lo haré; uno de esos colegios me abrirá las puertas… y acogerá al que ahora despreciaría, aunque tenga yo que esperar veinte años para esa acogida.

»¡No pararé hasta ser doctor en teología!».

Y siguió soñando, y pensó que podría llegar a obispo observando una vida pura, esforzada, prudente y cristiana. ¡Y qué ejemplo daría! Si sus ingresos fueran de 5.000 libras al año, buscaría la forma de repartir 4.500 entre los demás y con el resto aún tendría él para vivir regaladamente. Bueno, pensándolo bien, llegar a obispo era absurdo. Pondría el límite en archidiácono. Quizá podía uno ser tan bueno, tan instruido y tan hombre de provecho en su función de archidiácono como en la de obispo. No obstante, volvió a pensar en ser obispo.

«De momento, tan pronto como me encuentre instalado en Christminster, me pondré a estudiar los libros que no he podido encontrar aquí: Tito Livio, Tácito, Herodoto, Esquilo, Sófocles, Aristófanes…».

—¡Eh, eh! ¡Oye! —llamaron alegremente unas voces desde el otro lado del seto; pero él ni siquiera se enteró. Sus pensamientos seguían por el mismo derrotero:

«… Eurípides, Platón, Aristóteles, Lucrecio, Epícteto, Séneca, Antonino. Luego tendré que dominar otras materias: La Patrística entera, el venerable veda y toda la historia de la Iglesia; un poco de hebreo… porque solo conozco las letras…».

—¡Eh, oye!

«… Pero estudiaré mucho. Tengo capacidad para ello a Dios gracias, y eso es lo que cuenta… Sí, Christminster será mi alma mater, y yo seré su hijo amado, en quien ella pondrá toda su complacencia».

Sumido profundamente en estas consideraciones sobre el futuro, Jude había ido aflojando la marcha hasta detenerse del todo, y ahora miraba el suelo como si estuviera allí mismo su futuro, proyectado por una linterna mágica. De pronto, algo vino a estamparse sonoramente contra su oreja, y se percató de que le habían lanzado una cosa blanda y fría que luego había caído a sus pies.

Se agachó y vio lo que era: un trozo de carne; la parte característica del cerdo castrado que los campesinos emplean para engrasarse las botas porque no sirve para otra cosa. Los cerdos abundaban por aquellos alrededores, pues en ciertas regiones del norte de Wessex los criaban y cebaban en grandes cantidades.

Al otro lado del seto corría un riachuelo, y de allí provenían, ahora se daba cuenta por primera vez, los gritos y las risas que se habían mezclado a sus pensamientos. Subió al terraplén y se asomó por encima del seto. En la otra orilla del riachuelo se alzaba una casita con su huerto y una piara de cerdos; frente a ella, junto al arroyo, había tres muchachas arrodilladas, rodeadas de cubos y barreños llenos de despojos de cerdo que ellas lavaban en el agua corriente. Uno o dos pares de ojos miraron con picardía hacia arriba, y al percatarse de que por fin habían atraído su atención, y que las estaba mirando, se dispusieron a dejarse examinar con un gesto de modestia, mientras reanudaban afanosas la tarea de enjuagar.

—¡Muchas gracias! —dijo Jude con severidad.

—¡Yo no he sido, que conste! —afirmó una muchacha dirigiéndose a una compañera, como si no se hubiera enterado de la presencia del joven.

—Ni yo —contestó la segunda.

—¡Oh, Anny, mira que tienes valor! —dijo la tercera.

—¡De tirar yo algo, no habría sido eso!

—¡Bah, a mí ese me tiene sin cuidado!

Se echaron a reír, y prosiguieron su trabajo sin levantar la vista, mientras seguían acusándose unas a otras.

Jude adoptó un aire de sarcasmo ante sus comentarios, mientras se limpiaba.

—Tú no has sido… ¡qué va! —dijo a la de más arriba de la corriente.

Era una graciosa muchacha de ojos oscuros a la que se dirigía; no era hermosa, aunque podía pasar por tal a cierta distancia, pese a la aspereza de su piel y de su carácter. Tenía un busto redondo y prominente, labios llenos, dientes perfectos y el sano color de un huevo de gallina de la Cochinchina. Era una hembra sólida y completa: ni más ni menos; y Jude estaba casi seguro de que había sido ella la que le había sacado de sus meditaciones sobre las Letras, haciendo que se fijara en lo que a ellas les bullía en la cabeza.

—Tú qué sabes —dijo ella con energía.

—Sea lo que sea, desperdicia lo ajeno.

—Bah, eso no es nada.

—Pero queréis hablar conmigo, ¿no?

—Sí, si no te importa.

—¿Cruzo yo, o vienes tú hacia ese puente de ahí arriba?

Puede que ella vislumbrara la oportunidad; como quiera que sea, los ojos de la muchacha se quedaron fijos en los suyos cuando dijo eso, y mostraron un destello fugaz de entendimiento, un mensaje de muda atracción in posse, entre ella y él, que por lo que se refería a Jude Fawley, no tenía la menor premeditación. Ella vio que la había distinguido de las otras, como se suele distinguir a una mujer en estos casos, no con el propósito deliberado de hacer amistad, sino obedeciendo a una orden enteramente ajena, tal como la reciben inconscientemente los hombres desdichados, cuando lo último que se les ocurriría es ocuparse de las mujeres.

Ella se puso en pie de un salto y dijo:

—Trae eso que ha caído ahí.

Jude comprendió ahora que el hecho de haberle llamado no tenía nada que ver con los intereses de su padre. Dejó en el suelo su capacho de herramientas, recogió la piltrafa; se abrió paso con el bastón y saltó el seto. Caminaron paralelamente cada uno por una orilla del riachuelo hacia el puentecito. Cuando ya estaban cerca, la muchacha, sin que Jude se percatara de ello, succionó la parte interior de sus propias mejillas con un hábil movimiento, lo que originó en la superficie suave y rotunda de su cara unos hoyuelos perfectos que podía mantener el tiempo que estuviera sonriendo. Muchas chicas intentaban hacerse esos hoyuelos en las mejillas, pero eran pocas las que lo lograban con tanta perfección.

 

Se encontraron en el centro de la pasarela. Jude le devolvió el proyectil, esperando que le explicara por qué le había detenido en su camino disparándole aquello, en vez de llamarle por las buenas.

Pero ella se puso a mirar de reojo hacia el otro lado y comenzó a balancear el cuerpo adelante y atrás, apoyada en la barandilla del puente; finalmente, movida por una curiosidad erótica, volvió los ojos hacia él para examinarle.

—No irás a creer que yo soy capaz de tirarte cosas, ¿verdad?

—Claro que no.

—Estamos haciendo esto para mi padre, y como es natural él no quiere que se desperdicie nada. Eso sirve para engrasar el cuero. —Señaló con la barbilla el trozo que había quedado sobre la hierba.

—¿Por qué me lo habrán tirado las otras? —preguntó Jude aceptando cortésmente su explicación, aunque dudaba mucho que fuera cierta.

—Porque no tienen vergüenza. No vayas a decir por ahí que he sido yo, ¿eh?

—¿Por qué iba a hacerlo? No sé cómo te llamas.

—Es verdad. ¿Quieres saberlo?

—Sí.

—Arabella Donn. Vivo aquí.

—Si pasara a menudo por este camino, seguro que ya lo sabría. Pero normalmente voy más directo por la carretera general.

—Mi padre cría cochinos, y esas muchachas me están ayudando a lavar tripas para el embutido y cosas así.

Hablaron un poco más, y otro poco más, allí de pie, mirándose el uno al otro recostados sobre la barandilla del puente. La muda llamada de la mujer al hombre, que emanaba con claridad de toda la persona de Arabella, retuvo a Jude en contra de su intención, casi en contra de su voluntad, y de un modo enteramente nuevo para su experiencia. No sería exagerado decir que hasta ese momento Jude no había mirado nunca a una mujer como tal, sino que había tomado vagamente el sexo opuesto como algo totalmente ajeno a su vida y a sus proyectos. De sus ojos, pasó a contemplar su boca, y su pecho, y sus brazos desnudos, redondos, mojados, ligeramente enrojecidos por el frío del agua, y firmes como el mármol.

—¡Qué chica más guapa eres! —murmuró, aunque no habría hecho falta palabras para expresar la atracción que experimentaba hacia ella.

—¡Ah, pues tenías que verme los domingos! —dijo ella con picardía.

—¿Crees que podría? —preguntó él.

—Eso tú sabrás. Por ahora no sale nadie conmigo, aunque puede que cambie la cosa para dentro de una semana o dos.

Habló sin sonreír, y los hoyuelos desaparecieron.

Jude se sintió llevado por un impulso extraño, sin poderlo evitar.

—¿Me dejarías?

—Bueno.

Arabella se las había arreglado para hacerse nuevamente un hoyuelo volviendo la cara un momento y repitiendo la extraña succión de sus mejillas, en tanto Jude seguía sin tener de ella más que una impresión general.

—¿Entonces, el domingo que viene —aventuró él—, o sea mañana?

—Sí.

—¿Vengo a buscarte?

—Sí.

El rostro de ella se iluminó con un ligero rubor de triunfo, le envolvió con una mirada casi de ternura al despedirse; y regresando por el borde del riachuelo, se reunió con sus compañeras.

Jude Fawley se echó al hombro el capacho de herramientas y reanudó su solitario camino, henchido de un ardor ante el cual se sentía perplejo. Acababa de aspirar el soplo ligero de una atmósfera que flotaba en torno a él allá por donde iba, aunque había estado siempre aislado de ella como por una campana de cristal. Los propósitos de estudiar y aprender, que con tanta precisión se había fijado solo unos minutos antes, se estaban viniendo abajo sin saber cómo.

«Bueno, no es más que un poco de distracción», se dijo, con la vaga impresión de que la chica que le había atraído tenía las maneras vulgares y la cabeza algo hueca; esto le obligó a confesarse a sí mismo que la única razón para ir a buscarla era su propio deseo de divertirse. Notaba en ella, además, algo que se oponía diametralmente a esa parte de sí mismo que se relacionaba con los estudios literarios y con los sueños grandiosos de Christminster. Ninguna vestal habría elegido ese proyectil como pretexto para abordarle. Esto lo vio con los ojos de la inteligencia en un instante fugaz, como podría ver un cartel en una pared iluminada por un faro, momentos antes de apagarse y quedar envuelto nuevamente por la oscuridad. Luego, esta transitoria clarividencia se disipó, y Jude perdió la noción real de las cosas ante el goce de un placer nuevo e impetuoso, el de haber encontrado un nuevo cauce de interés emocional insospechado hasta ahora, aun cuando siempre lo había tenido muy cerca. Y este placer enardecedor del otro sexo iba a encontrarlo el próximo domingo.

Entretanto, la muchacha se había reunido con sus compañeras y había reanudado en silencio los golpes y chapuzones de despojos en el agua transparente.

—¿Qué, ya está en el bote? —preguntó lacónicamente la que se llamaba Anny.

—No sé. ¡Ahora pienso que le tenía que haber tirado otra cosa! —se lamentó Arabella.

—¡Pues sí! Ese es un donnadie, aunque a ti no te lo parezca. Antes andaba con el viejo carromato del pan de Drusilla Fawley haciendo el reparto por las afueras de Marygreen, hasta que se metió a aprendiz en Alfredston. Desde entonces va muy tieso y lee mucho. Dicen que quiere ser estudiante.

—Me tiene sin cuidado lo que sea o lo que deje de ser, hija mía; ¡así que no te preocupes!

—¡Vamos! ¡No nos vengas con historias! ¿Entonces para qué te has puesto a hablar con él, si no te interesa? De todas maneras ese es infeliz como un crío. Me he dado cuenta mientras coqueteabas con él en el puente; te miraba como si no hubiera visto a una mujer en su vida. En fin, el muchacho será de la mujer que se lo proponga, si ella lo sabe hacer bien.

I. 7.

Al día siguiente, Jude Fawley meditaba en su habitación abuhardillada mientras contemplaba los libros de la mesa y la mancha negra que se había formado en el techo con el humo de su lámpara durante los meses pasados.

Era la tarde del domingo, veinticuatro horas después de haber conocido a Arabella Donn. Durante toda la semana había estado pensando en reservarse esta tarde para una tarea especial: releer el Nuevo Testamento en su texto griego. Tenía otro con mejor tipo de letra que el viejo, el cual seguía la edición de Griesbach con correcciones de numerosos eruditos y comentarios adicionales al margen. Estaba orgulloso de este nuevo libro que había adquirido nada menos que escribiendo a la misma editorial londinense que lo publicaba, cosa que jamás había hecho hasta entonces.

Había disfrutado de antemano pensando en esta tarde dedicada a la lectura, bajo el techo pacífico de la casa de su tía abuela, como antes, en donde ahora dormía solo dos noches por semana. Pero el día antes había tenido lugar un gran acontecimiento, había sufrido un gran impacto en la suave y silenciosa corriente de su vida, y sintió lo mismo que debe de sentir una serpiente al mudar su vieja piel y no comprender el brillo y la sensibilidad de la nueva.

Definitivamente, no iría a buscarla. Se sentó, abrió el libro, y con los codos clavados en la mesa y las manos en las sienes, empezó por el principio:

H KAINH ΔIAθHKH

¿No había prometido pasar a recogerla? ¡Claro que sí! Ella le estaría esperando encerrada en su casa, y desperdiciaría la tarde entera por su culpa. Pero además, aparte de su promesa de ir a buscarla, había en ella un no sé qué que le atraía sobremanera. No podía faltar a su promesa. Aunque solo contaba con los domingos y las noches de entresemana para leer, bien podía permitirse un día de expansión; sobre todo teniendo en cuenta que los demás se permitían tantos. Después, probablemente no volvería a verla. En efecto, dados los proyectos que tenía, era prácticamente imposible.

En suma, era como si un brazo de extraordinaria fuerza le agarrara materialmente y tirara de él: era algo que no tenía nada que ver con los impulsos y las inclinaciones que le habían movido hasta el presente. Esta fuerza parecía tener muy poco en cuenta su inteligencia y su voluntad, se saltaba sus objetivos pretendidamente elevados, y le arrastraba como un maestro de escuela furioso arrastra a un escolar cogiéndole por el cuello de la camisa, empujándole a abrazar a una mujer por la que no sentía el menor respeto y cuya vida no tenía nada en común con la suya propia, salvo el lugar donde vivían.

Arrumbó el KAINH ΔIAθHKH, y el predestinado Jude se levantó de un salto y salió disparado de la habitación. Previendo esta eventualidad se había vestido ya con sus mejores ropas. En tres minutos salió de casa y bajó por el sendero que cruzaba el ancho valle sembrado de maíz, hacia la solitaria casa de Arabella situada en la hondonada del otro lado de la cuesta.

Mientras caminaba consultó su reloj. Podía estar de regreso en dos horas, y aún tendría tiempo de sobra para leer después de merendar.

Dejó atrás los abetos raquíticos y el caserón donde el camino se juntaba con la carretera, apretó el paso y dobló a la izquierda bajando la cuesta que descendía a poniente de la Casa Marrón. Llegó al arroyo que arrancaba al pie mismo de la elevación arcillosa, y a partir de aquí siguió el curso de la corriente hasta que llegó a la casa. Un olor a pocilga emanaba de la parte trasera, junto con los gruñidos de quienes lo provocaban. Cruzó el huerto y llamó a la puerta con el puño de su bastón.

Alguien le había visto por la ventana, porque una voz de hombre dijo en el interior:

—¡Arabella! ¡Aquí está el joven que viene a cortejarte! ¡Apura, niña!

Jude hizo una mueca al oír aquello. Cortejar, en el sentido práctico que evidentemente encerraban las palabras de aquel hombre, era lo último que se le había ocurrido a él. Iba a pasear con ella; tal vez le daría un beso; pero eso de «cortejarla» resultaba, en verdad, algo frío y deliberado que contrastaba excesivamente con sus intenciones. Se abrió la puerta y entró justo en el momento en que bajaba Arabella vestida con deslumbrantes atavíos.

—Siéntese, señor como-se-llame —dijo su padre, hombre enérgico, de negras patillas, en el mismo tono que Jude le había oído desde el exterior.

—Yo preferiría salir inmediatamente, ¿tú no? —susurró ella a Jude.

—Sí —dijo él—. Daremos un paseo hasta la Casa Marrón, y luego volveremos; dentro de media hora podemos estar aquí.

Arabella estaba tan bonita en medio de aquella suciedad que la rodeaba, que se alegró de haber venido, disipándose todos los recelos que hasta ese momento le habían atormentado.

Subieron primeramente hasta lo alto de la gran loma, y durante el ascenso tuvo que darle la mano unas cuantas veces para ayudarla. Después torcieron a la izquierda, a lo largo de la cresta, hasta el camino; y luego siguieron por él hasta donde se cruzaba con la carretera junto a la Casa Marrón, escenario en otro tiempo de sus fervientes anhelos por contemplar Christminster. Pero ahora lo había echado en olvido. Habló con Arabella de las trivialidades más corrientes del lugar con más ardor del que habría puesto en discutir todas las filosofías con todos los profesores de su hasta entonces adorada Universidad, y pasó por el sitio donde se arrodillara ante Diana y Febo sin acordarse de tales personajes mitológicos, ni ocurrírsele que el sol pudiera ser otra cosa que una utilísima lámpara que servía para iluminar el rostro de Arabella. Una indescriptible ligereza de pies le impulsaba a continuar; y Jude, el estudiante incipiente, el futuro doctor, profesor, obispo o lo que fuera, se sintió honrado y glorificado por la condescendencia que su hermosa aldeana tuvo al acceder a salir con él con sus perifollos domingueros.

Llegaron al granero de la Casa Marrón, lugar donde había pensado él dar la vuelta. Al contemplar el inmenso paisaje que se extendía hacia el norte, descubrieron con sorpresa una densa humareda que se elevaba en las proximidades de una aldea, a una distancia de unos tres kilómetros.

—¡Un incendio! —dijo Arabella—. ¡Corramos a verlo! ¡No está lejos!

La ternura que había nacido en el pecho de Jude le había anulado la voluntad para negarse ahora a esta sugerencia… sugerencia que por otra parte le gustaba, ya que le proporcionaba un pretexto para estar más tiempo con ella. Bajaron la cuesta del cerro casi al trote; pero al llegar al terreno llano del fondo, y después de andar kilómetro y pico, vieron que el fuego estaba mucho más lejos de lo que les había parecido al principio.

Sin embargo, como estaban ya de camino, continuaron; pero hasta las cinco no llegaron al lugar. En total resultó que estaba a unos nueve kilómetros de Marygreen y a unos cuatro de la casa de Arabella. Entretanto, el siniestro había sido dominado, y después de un breve reconocimiento de las lúgubres ruinas, volvieron sobre sus pasos pasando por el pueblo de Alfredston.

 

Arabella dijo que le gustaría tomar un té y entraron en una taberna de ínfima categoría. Al no pedir cerveza, tuvieron que aguardar largo rato. La criada reconoció a Jude y fue a contarle a la patrona su asombro al ver lo bajo que de repente había caído él, el estudiante «que se daba tantos humos», hasta el punto de salir en compañía de Arabella. Esta se figuró lo que estaban hablando, y se echó a reír al sorprender la seria y tierna mirada de su enamorado, con esa risa baja y triunfal de la mujer despreocupada que ve que se ha salido con la suya.

Se sentaron y se pusieron a mirar a su alrededor, entreteniéndose en contemplar un cuadro de Sansón y Dalila que colgaba de la pared, las manchas circulares de cerveza que había sobre la mesa y las escupideras del suelo llenas de serrín. Aquel ambiente ejercía sobre Jude ese efecto deprimente que pocos lugares pueden producir como una taberna en una tarde de domingo, cuando los rayos del sol poniente entran ya sesgados, y no hay un solo cliente, y el desdichado viajero se encuentra con que no tiene otro sitio donde refugiarse.

Empezaba a oscurecer. La verdad es que ya no podían esperar más por el té, dijeron.

—Entonces, ¿qué hacemos? —dijo Jude—. Son cuatro kilómetros de camino hasta tu casa.

—Podemos tomar cerveza —dijo Arabella.

—¡Cerveza, claro! No se me había ocurrido. Aunque confieso que eso de venir a una taberna a beber cerveza un domingo por la tarde me resulta raro.

—Pero no hemos venido a eso.

—No; es cierto. —Jude tenía ya ganas de encontrarse lejos de aquella atmósfera desagradable; pero pidió cerveza, y se la sirvieron en seguida.

Arabella la probó.

—¡Puaf! —exclamó.

Jude la probó.

—¿Qué le pasa? —preguntó—. La verdad es que yo no entiendo mucho de cerveza. Me gusta bastante, pero no conviene para el estudio; por eso prefiero el café. Pero esta parece buena.

—Está adulterada… ¡No quiero ni probarla! —Y citó tres o cuatro ingredientes que había notado en la bebida, además del lúpulo y la malta, ante el asombro de Jude.

—¡Cuánto sabes! —dijo él de buen humor.

No obstante, cogió ella otra vez su vaso de cerveza y se lo bebió antes de emprender el camino. Acababa de oscurecer y, tan pronto como pasaron las luces del pueblo, caminaron más juntos, hasta rozarse. Ella se preguntaba por qué no la cogía por la cintura, pero no la cogió; solamente se atrevió a decirle lo que él consideraba un gran atrevimiento:

—Agárrate de mi brazo.

Se cogió, pegándose a él hasta el hombro. Jude sintió el calor de su cuerpo contra el suyo, se pasó el bastón al otro brazo y cogió con su mano derecha la derecha de ella.

—Ahora vamos bien juntos; ¿no, cariño? —observó él.

—Sí —dijo ella, y añadió para sí misma: ¡Es un tímido! «¡Qué atrevido me he vuelto!», iba pensando él.

Así prosiguieron el camino, hasta que llegaron al pie de la altiplanicie, y vieron el blanco camino que ascendía ante ellos bajo el resplandor de la luna. Desde allí, el único camino para llegar a casa de Arabella era subir la pendiente y sumergirse después en el valle de la derecha. No hacía mucho que habían empezado a subir la cuesta, cuando por poco chocan con dos hombres a quienes no habían visto.

—Enamorados… A esos te los encuentras fuera de casa en todas las épocas del año, haga el tiempo que haga… Enamorados y perros vagabundos, nada más —dijo uno de los hombres, cuando desaparecían cuesta abajo.

Arabella rio ligeramente.

—¿Somos enamorados? —preguntó Jude.

—Tú sabrás.

—Pero ¿tú qué opinas?

Por toda respuesta, ella apoyó la cabeza sobre su hombro. Jude comprendió la indirecta, y rodeándola por la cintura, la atrajo hacia sí y la besó.

No caminaron ya cogidos del brazo, sino enlazados como ella quería. Después de todo, no tenía importancia en esta oscuridad, se dijo Jude. Al llegar a la mitad de la cuesta de la extensa loma, se detuvieron como si se hubieran puesto de acuerdo, y él la volvió a besar. Y llegaron arriba del todo y la besó otra vez.

—Puedes seguir con el brazo ahí, si quieres —dijo ella con dulzura.

Él lo dejó, pensando cuán confiada era.

De este modo, siguieron caminando despacio hacia la casa. Él había salido de su habitación a las tres y media con idea de sentarse otra vez ante el Nuevo Testamento alrededor de las cinco y media. Eran las nueve cuando, después de otro abrazo, se dispuso a dejarla en la puerta de la casa paterna.

Ella le pidió que entrara aunque no fuera más que un minuto, puesto que de otro modo haría raro; parecería como si hubiese estado sola por ahí, por esos caminos oscuros. Accedió él y entró tras ella. No hizo más que abrirse la puerta, cuando vio que además de sus padres había varios vecinos sentados en reunión. Todos hablaron en tono de felicitación, y le tomaron por novio formal de Arabella.

No pertenecían al círculo en el que él se desenvolvía, así que se sintió desplazado y cohibido. No era esto lo que había pretendido; lo único que había querido era pasar una agradable tarde de paseo con Arabella. No permaneció allí más tiempo que el necesario para hablar un momento con la madrastra de ella, mujer simple y tranquila, sin voluntad ni carácter; y luego de dar a todos las buenas noches, se sumergió por el sendero que remontaba el valle con una sensación de alivio.

Pero esta sensación fue solamente momentánea: el influjo de Arabella se impuso en seguida en su espíritu. Caminaba como sintiéndose distinto al Jude del día anterior. ¿Qué representaban los libros para él? ¿Qué le importaban sus proyectos, a los que tan estrictamente se había plegado hasta ahora, hasta el extremo de no malgastar un solo minuto, día tras día? «¡Malgastar!». Eso es algo cuyo sentido depende de tu propio punto de vista: ahora empezaba a vivir por primera vez, no a malgastar su vida. Era preferible amar a una mujer que graduarse o hacerse sacerdote; ¡sí, era incluso mejor que llegar a ser papa!

Cuando llegó a casa, su tía se había acostado, y parecía que sobre la superficie de todas las cosas de su alrededor estaba escrito un sentimiento reprobatorio por su falta de aplicación. Subió la escalera sin luz, y la oscuridad de su habitación le acogió con una pregunta descorazonadora. Allí estaba el libro abierto, tal como lo había dejado, y las letras mayúsculas del título le miraban con insistente reproche, a la luz gris de las estrellas, como los ojos abiertos de un muerto:

H KAINH ΔIAθHKH

Jude tenía que salir temprano a la mañana siguiente para pasar la semana en Alfredston, donde normalmente vivía de pensión; y con un sentimiento de futilidad, echó en su capacho, sobre las herramientas y demás cosas necesarias, el libro que se había traído y había quedado sin leer.

Guardó su aventura sentimental como un secreto casi hasta para sí mismo. Arabella, por el contrario, la contó a todas sus amigas y conocidas.

Caminando bajo las primeras claridades de la madrugada por la carretera que había recorrido unas horas antes en la oscuridad de la noche al lado de su amada, llegó al pie del cerro y moderó la marcha hasta detenerse. Estaba en el lugar donde le había dado el primer beso. El sol acababa de salir, así que seguramente no había pasado nadie por allí desde entonces. Jude miró al suelo y suspiró. Se fijó con más atención, y pudo descubrir en la tierra húmeda las huellas de sus pies, de cuando estuvieron abrazados los dos. Ahora ella no estaba allí, y los «bordados de la imaginación sobre el cañamazo de la naturaleza» le dibujaron su pasada presencia de tal modo que le abrían un vacío en el corazón que no podía llenar con nada. Había un sauce desmochado cerca del lugar y este sauce era distinto de todos los demás sauces del mundo. Su más ferviente deseo habría sido la absoluta supresión de los seis días que debían transcurrir antes de que pudiera verla de nuevo como le había prometido, aunque solo le quedara una semana de vida.