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100 Clásicos de la Literatura

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Hermano, el recuerdo de aquellas horas es lo único que me hace bien. Incluso este esfuerzo por recordar aquella indescriptible sensación, por expresarla de nuevo, hace que mi espíritu se eleve sobre sí mismo y me lleva a sentir con el doble de intensidad el desasosiego que me produce mi estado actual.

Ante mi alma siento como si se hubiera descorrido una cortina y el escenario de la vida eterna se hubiera transformado ante mí en el abismo de una sepultura abierta por toda la eternidad. ¿Acaso puedes decir que algo existe cuando todo pasa? ¿Cuando todo se desvanece con la velocidad del viento, cuando toda la fuerza de su existencia rara vez perdura, ay, y es arrastrada por la tormenta, sumergida y destrozada contra las rocas? Entonces no hay ningún instante que no te consuma a ti y a los tuyos, ningún momento en el que no seas un destructor, en el que no tengas que serlo; el paseo más inocente le cuesta la vida a miles de pequeños gusanitos, un pisotón derruye la trabajosa construcción de las hormigas y aplasta un pequeño mundo convirtiéndolo en una vil sepultura. ¡Ja! No es la gran miseria del mundo lo que me conmueve, estas inundaciones que arrasan a veces vuestros pueblos, estos terremotos que se tragan vuestras ciudades; a mí me oprime el corazón la fuerza devoradora que está oculta en el conjunto de la naturaleza, que no ha creado nada que no destruya cuanto le rodea y que no sea autodestructivo. ¡Y así, asustado, voy dando tumbos! ¡El cielo y la tierra y sus fuerzas activas a mi alrededor! No veo nada más que a un monstruo que pasará la eternidad devorándolo todo y masticándolo de nuevo.

21 de agosto

En vano estiro mis brazos buscándola por las mañanas, cuando logro apartarme de mis pesadillas; en vano la busco por la noche en mi cama cuando un sueño feliz e inocente me ha engañado haciéndome creer que estaba sentado a su lado en una pradera, sosteniendo su mano y cubriéndola con miles de besos. Ay, cuando aun en el delirio del sueño tanteo mi lecho buscándola y me despierto al hacerlo… un torrente de lágrimas brota de mi angustiado corazón y lloro desconsoladamente previendo un futuro siniestro.

22 de agosto

Es una desgracia, Wilhelm, mis fuerzas activas están destinadas a una desidia inquieta, no puedo estar ocioso y sin embargo tampoco puedo hacer nada. No tengo imaginación, la naturaleza no me provoca sentimiento alguno y los libros me producen náuseas. Cuando nos echamos en falta a nosotros mismos, echamos todo en falta. Te juro que a veces deseo ser un jornalero simplemente para tener por las mañanas, al levantarme, una perspectiva para el día que empieza, una obligación, una esperanza. A menudo envidio a Albert, a quien veo enterrado hasta las orejas en actas, y me engaño pensando que sería feliz en su lugar. Algunas veces he tenido el impulso de escribirte a ti y al ministro para ocupar la plaza de legación que dijiste que me concederían. Yo también lo creo. El ministro me tiene cariño desde antaño y lleva tiempo proponiéndome que me dedique a algún negocio; y durante una hora yo también pienso que es buena idea. Después, cuando reflexiono de nuevo y recuerdo la fábula del caballo que con impaciencia permite que a su libertad le pongan silla y freno, y que lo cabalguen hasta deslomarlo… no sé qué debo hacer… Y, querido amigo, ¿acaso esta ansia de cambiar mi estado no es más que una impaciencia interior e indomable que me persigue por doquier?

28 de agosto

Es cierto: si mi enfermedad pudiera sanar, estas personas lo lograrían. Hoy es mi cumpleaños y esta mañana, muy temprano, he recibido un paquetito de Albert. En cuanto lo abrí me llamó la atención una cinta de color rojo pálido que llevaba Lotte cuando la conocí y que desde entonces le he pedido en varias ocasiones. Eran dos libritos en dozavo, el pequeño Homero de Wetstein, una edición que había pedido a menudo para no tener que cargar con la de Ernesti durante mis paseos. Mira cómo se adelantan a mis deseos, cómo buscan los pequeños presentes que nacen de la amistad y que son mil veces más valiosos que esos cegadores regalos con los que nos rebaja la vanidad del que nos los da. Beso mil veces esa cinta y con cada bocanada de aire aspiro el recuerdo de la ventura con la que me colmaban aquellos pocos días felices e irrecuperables. Wilhelm, así es como lo veo y no me quejo por ello, las flores de la vida no son más que apariencia. ¡Cuántas se marchitan sin dejar ningún rastro tras de sí, qué pocas dan fruto y qué pocos de estos frutos maduran! Y sin embargo hay suficientes; y sin embargo… ¡Ay, hermano! ¿Podemos desatender los frutos maduros, despreciarlos y permitir que se pudran sin haberlos disfrutado?

¡Adiós! El verano es magnífico; a menudo me siento sobre los frutales en el huerto de Lotte con la vara para hacer caer las frutas y cojo las peras de la copa. Ella se queda abajo y las coge al vuelo cuando las dejo caer.

30 de agosto

¡Desdichado! ¿No estás siendo un necio? ¿No te estás engañando a ti mismo? ¿Qué significa esta pasión desenfrenada e infinita? No rezo por otra cosa que no sea ella; en mi fantasía no aparece otra figura que la suya y en todo lo que me rodea sólo veo cosas que me recuerdan a ella. ¡Y esto me proporciona algunas horas felices… hasta que debo alejarme de nuevo! ¡Ay, Wilhelm! ¡A lo que me obliga a menudo mi corazón! Cuando he pasado dos, tres horas sentado a su lado y me he deleitado con su figura, su comportamiento, con la expresividad celestial de sus palabras, y entonces se relajan poco a poco todos mis sentidos, noto cómo se me nubla la vista, apenas oigo, y me siento como si un asesino me apretara la garganta, ya que mi corazón intenta proporcionarle aire a mis atormentados sentidos por medio de salvajes latidos, y sólo consigue aumentar la confusión. Wilhelm, ¡a veces no sé si realmente estoy en el mundo! Y, a veces, cuando la melancolía no me domina y Lotte me permite el miserable consuelo de llorar mi angustia sobre su mano… entonces tengo que irme, tengo que salir y vago sin rumbo por el campo hasta estar muy lejos; ¡entonces escalar una montaña escarpada es toda mi alegría, abrirme camino por un bosque intransitable, por entre los arbustos que me hieren, por entre las espinas que me desgarran! ¡Entonces me siento algo mejor! ¡Algo! Y cuando a veces me quedo tumbado por el camino, acuciado por el cansancio y la sed, a veces hasta bien entrada la noche, cuando veo la luna llena sobre mí allá en lo alto, en la soledad del bosque, y me siento sobre algún tronco retorcido para proporcionarle algún alivio a mis magullados pies, y después me quedo dormido en la somnífera tranquilidad del crepúsculo… ¡Oh, Wilhelm! La soledad de una celda, el hábito y el cilicio serían un auténtico bálsamo y mi alma suspira por ellos. ¡Adiós! No veo otro fin para este suplicio que la tumba.

3 de septiembre

¡Debo irme! Gracias, Wilhelm, por haber fortalecido mi vacilante resolución. Llevaba ya catorce días con la idea de abandonarla. Debo irme. Está otra vez en la ciudad visitando a una amiga. Y Albert… y… ¡Debo irme!

10 de septiembre

¡Qué noche! Wilhelm, ahora soportaré cualquier cosa. ¡No volveré a verla! ¡Lástima no poder volar hasta tu cuello para poder expresarte con miles de lágrimas y muestras de satisfacción las sensaciones que se amontonan en mi corazón, amigo mío! Estoy aquí sentado cogiendo aire, intentando tranquilizarme esperando la mañana y he mandado preparar los caballos para el amanecer.

Ay, ella duerme tranquila y no sospecha que no volverá a verme. Me he liberado, he sido lo suficientemente fuerte como para no confesar mi propósito durante una conversación de dos horas. ¡Y qué conversación, Dios mío!

Albert me había prometido que estaría en el jardín con Lotte justo después de la cena. Yo me encontraba de pie en la terraza bajo los altos castaños y seguía al sol con la mirada mientras se ponía por última vez para mí más allá del delicioso valle, sobre el dulce río. Había estado allí tantas veces con ella observado la magnífica escena, y ahora… Caminé de un lado a otro del paseo que tanto me agradaba; una atracción secreta y empática me había llevado a detenerme allí a menudo antes incluso de conocer a Lotte, y cuánto nos alegramos cuando descubrimos al comienzo de la relación nuestra común inclinación por este pequeño lugar que es realmente uno de los más románticos que el arte ha producido.

Sólo a través de los castaños puedes divisar las amplias vistas. Ay, creo recordar que ya te he descrito a menudo cómo las altas paredes de hayas rodean al fin a uno y cómo un bosquecillo hace que todo sea cada vez más umbrío, hasta que el paseo termina al final en una plazuela en la que flotan todas las tristezas de la soledad. Aún conservo la acogedora sensación que me produjo cuando entré un mediodía; en silencio presentí que este lugar sería escenario de felicidad y dolor.

Llevaba alrededor de media hora entregado a la dulce y melancólica idea de la separación, del reencuentro, cuando los oí subir a la terraza. Corrí hacia ellos, con un estremecimiento tomé su mano y la besé. Acabábamos de ascender cuando la luna apareció detrás de la frondosa loma; hablamos de diversos temas y nos acercamos sin notarlo al oscuro gabinete. Lotte entró y se sentó. Albert se puso a su lado y yo también; sin embargo, mi inquietud no me permitió permanecer sentado mucho tiempo; me levanté, me mantuve de pie ante ellos, paseé arriba y abajo, volví a sentarme; estaba preocupado. Ella llamó nuestra atención sobre el hermoso efecto de la luz de la luna, que al final de las paredes de hayas iluminaba toda la terraza ante nosotros; una magnífica vista que resultaba aún más llamativa porque nos había rodeado una profunda oscuridad. Permanecimos en silencio y tras unos instantes Lotte comenzó a hablar: «Nunca salgo a pasear a la luz de la luna, nunca, sin que me asalte el recuerdo de mis familiares difuntos, sin que me acometa la sensación de la muerte, del futuro. ¡Existiremos en el futuro! —continuó con una voz que revelaba el más excelso sentimiento—, pero, Werther, ¿volveremos a encontrarnos? ¿Nos reconoceremos? ¿Qué es lo que pensáis? ¿Qué opináis?».

 

«Lotte —dije ofreciéndole mi mano, al tiempo que mis ojos se llenaban de lágrimas—, ¡volveremos a vernos! ¡Aquí y allí volveremos a vernos!». No pude seguir hablando… Wilhelm, ¿era necesario que me preguntara esto mientras yo albergaba esta horrible despedida en el corazón?

«¿Sabrán de nosotros nuestros seres queridos que han fallecido? —continuó—, ¿sabrán cuándo nos sentimos bien, sabrán que nos acordamos de ellos con todo nuestro cariño? ¡Oh! La figura de mi madre siempre flota a mi alrededor cuando estoy sentada con sus hijos, con mis hijos, en una noche tranquila, y los veo reunidos a mi alrededor como antes nos reuníamos alrededor de ella. Cuando miro al cielo con una lágrima nostálgica, desearía que pudiera ver desde allí durante un instante cómo he mantenido la palabra que le di en la hora de su muerte: ser una madre para sus hijos. Con cuánto sentimiento exclamo: “Perdóname, queridísima madre, si no puedo ser para ellos todo lo que tú fuiste. ¡Ay! No obstante, hago todo lo que puedo; están vestidos, alimentados, ¡ay!, y lo que es más que todo eso, se sienten cuidados y queridos. Si pudieras ver nuestra armonía, querida santa, con el más profundo agradecimiento alabarías a Dios, a quien rogaste por el bienestar de tus hijos con tus últimas y más amargas lágrimas”».

¡Esto es lo que decía! ¡Oh, Wilhelm, cómo repetir sus palabras! ¡Cómo puede la letra fría y sin vida representar este florecimiento celestial del espíritu! Albert la interrumpió con dulzura: «Te afecta demasiado, querida Lotte. Sé que estas ideas están muy arraigadas en tu alma, pero te ruego…». «¡Oh, Albert! —atajó Lotte—, sé que no has olvidado las tardes en las que nos sentábamos junto a la pequeña mesa redonda cuando papá estaba de viaje y habíamos enviado a la cama a los pequeños. A menudo tenías un buen libro y rara vez leías algo. ¿Acaso el trato con este espíritu extraordinario no valía más que cualquier otra cosa? ¡Esa mujer hermosa, dulce, alegre y siempre activa! Dios sabe de las lágrimas con las que me postraba ante Él en mi cama rogando que me hiciera igual que ella».

«¡Lotte! —exclamé arrojándome ante ella, cogiendo su mano y cubriéndola de miles de lágrimas—, ¡Lotte! ¡La bendición de Dios y el espíritu de tu madre descansan sobre ti!». «Si la hubierais conocido —dijo ella apretándome la mano—, ¡merecía que la conocierais!». Creí desmayarme. Nunca nadie me había dedicado palabras más grandiosas, más enorgullecedoras. Y continuó: «¡Y esta mujer tuvo que irse en la flor de la vida, cuando su hijo más joven no tenía ni seis meses de edad! Su enfermedad no duró mucho; estaba tranquila, resignada, sólo sentía dolor por sus hijos, especialmente por el más pequeño. Cerca del final me dijo que se los subiera y yo los llevé ante ella, a los pequeños, que nada sabían, y a los mayores, que estaban conmocionados. Estaban de pie alrededor de su cama y levantaban sus manos y rezaban por ella, y ella los besó uno tras otro y les pidió que se fueran, y me dijo: “¡Sé su madre!”. ¡Yo le di mi palabra! “Estás prometiendo mucho, hija mía —me advirtió—: el corazón de una madre y los ojos de una madre. A menudo he visto en tus lágrimas de agradecimiento que sabes lo que eso significa. Sé fiel y obediente como una esposa con tus hermanos y con tu padre. Tú le servirás de consuelo”. Me preguntó por él, pero había salido para ocultarnos la insoportable preocupación que sentía, porque estaba destrozado.

»Albert, tú estabas en la habitación. Oyó caminar a alguien y preguntó y quiso que te presentaras, y cuando te vio, me dijo con una mirada cargada de serenidad y consuelo que seríamos felices, que juntos seríamos felices». Albert la abrazó, la besó y dijo: «¡Lo somos! ¡Lo seremos!». El imperturbable Albert estaba totalmente emocionado y yo no sabía cómo reaccionar.

«Werther —comenzó—, ¡y justamente esta mujer tuvo que morir! ¡Dios! A veces pienso en cómo permitimos que nos arrebaten lo más querido de nuestras vidas. Y nadie lo siente con tanta intensidad como los niños, que se quejaron durante mucho tiempo de que los hombres oscuros se hubiesen llevado a su madre».

Se levantó y yo me sentí como si me acabaran de despertar de un sueño, y, conmovido, permanecí sentado sosteniendo su mano. «Vámonos —dijo ella—, ya es hora». Quiso retirar su mano y yo la retuve con más firmeza. «Volveremos a vernos —exclamé—, nos encontraremos, nos reconoceremos bajo cualquier forma. Me voy —proseguí—, me voy voluntariamente; y sin embargo, si dijese que me voy para siempre, no podría mantener mi palabra. ¡Hasta siempre, Lotte! ¡Hasta siempre, Albert! Volveremos a vernos». «Mañana, creo», me respondió ella bromeando. ¡Aquel mañana me dolió! Ay, cuando separó su mano de la mía ella no sabía… Se alejaron por el paseo, yo permanecí de pie, los vi bajo la luz de la luna y me arrojé al suelo y lloré hasta agotarme, y me levanté de un salto y corrí hasta el borde de la terraza, y aún vi allí bajo la sombra del alto tilo su vestido blanco, que despedía una tenue luz tras la puerta del jardín. Estiré mis brazos y desapareció.

SEGUNDO LIBRO

20 de octubre

Llegamos aquí ayer. El embajador se encuentra indispuesto, por lo que guardará reposo algunos días. Si no fuera tan insoportable, todo estaría bien. Percibo, percibo que los hados me tienen destinadas duras pruebas. ¡Pero hay que tener valor! ¡Un espíritu liviano lo soporta todo! ¿Un espíritu liviano? Me ha entrado la risa en cuanto la palabra ha llegado a mi pluma. Ay, un poco de sangre liviana me haría el hombre más feliz de la tierra. ¿Qué significa esto? Otros se pavonean ante mí satisfechos con sus reducidas fuerzas y talentos, ¿y yo tengo que dudar de mis energías, de mis dotes? Dios mío, que me concediste todo esto, ¿por qué no me entregaste sólo la mitad y a cambio me ofreciste confianza en mí mismo y moderación?

¡Paciencia! ¡Paciencia! Todo mejorará, porque, querido amigo, tienes razón. Desde que paso los días con el pueblo y veo lo que hacen y cómo lo hacen, me siento mucho mejor conmigo mismo. Es cierto que, como todos estamos hechos de esta manera, comparamos todo con nosotros mismos y nos comparamos a nosotros con todo, y así la fortuna y la miseria radica en los objetos que nos mantienen unidos, y no hay nada más peligroso que la soledad. Nuestra fantasía, empujada por su naturaleza a elevarse y alimentada por las imágenes fantásticas de la poesía, idea una clasificación de seres en la que nosotros ocupamos el escalón más bajo y todo lo demás nos parece más digno de admiración que nosotros, todos los demás son más perfectos. Y esto sucede con la mayor naturalidad. Sentimos frecuentemente que carecemos de algo y a menudo nos parece que precisamente eso que nos falta le pertenece a otro, así que partimos de la base de que ese otro también tiene todo lo que nosotros poseemos y que disfruta además de cierta felicidad ideal. Y así la imagen del afortunado ya está completa, aunque no es más que algo que hemos creado nosotros mismos.

En cambio, cuando seguimos trabajando con todas nuestras debilidades y fatigas, a menudo sucede que llegamos más lejos con nuestro paso lento y avanzando despacio y en contra del viento que otros con sus velas y remos, y ésta es la auténtica medida de uno mismo: cuando se iguala a otros o incluso los supera.

26 de noviembre de 1771

Por ahora mi situación aquí comienza a ser aceptable. Lo mejor es que estoy bastante ocupado; además está la gran cantidad de gente, figuras nuevas de todo tipo que suponen un variopinto espectáculo para mi alma. He conocido al conde de C***, un hombre a quien cada día admiro más, una cabeza muy bien amueblada y que por lo tanto no es fría, porque su interés abarca los campos más diversos; en el trato con él destaca una gran sensibilidad para la amistad y el amor. Él se interesó por mí cuando le entregué un encargo comercial y notó con las primeras frases que nos entendíamos, que podía hablar conmigo de manera distinta a la que podía hacerlo con otros. No tengo palabras para agradecerle su comportamiento abierto conmigo. No hay en el mundo alegría tan cálida y tan auténtica como el ver que un espíritu excelso se abre ante uno.

24 de diciembre de 1771

El embajador me causa mucho disgusto, como me temía. Es el necio más puntilloso que pueda existir; todo debe ir pasito a pasito y además es prolijo como una solterona; una persona que nunca está satisfecha consigo misma y por tanto es imposible de contentar. Me gusta trabajar rápido y sin preocuparme por el resultado; pero siempre está dispuesto a devolverme un escrito y decirme: «Está bien, pero repáselo, siempre se encuentra una palabra mejor, una partícula más apropiada». Entonces se me llevan los demonios. No puede faltar ni una «y», ni una conjunción, y es un enemigo mortal sobre todo de los hipérbatos que a veces se me escapan; cuando no se armonizan los periodos siguiendo la melodía prescrita, no entiende nada de nada. Es un martirio tratar con una persona así.

La confianza con el conde de C*** es lo único que me sirve de desagravio. Hace poco me dijo con mucha razón lo descontento que estaba con la lentitud y la gravedad de mi embajador. «Esta gente se pone trabas a sí misma y a los demás; no obstante —dice—, es necesario resignarse como un viajero que debe cruzar una montaña; evidentemente, si la montaña no estuviera allí, el camino sería mucho más cómodo y corto, pero ahí está y hay que cruzarla».

Mi superior también percibe la predilección del conde para conmigo y lo irrita, por lo que aprovecha cualquier ocasión para criticarlo; como es natural, yo le llevo la contraria, con lo que empeoro todo. Ayer me puso furioso, ya que también se refirió a mí. Decía que para los negocios mundanos, el conde era muy bueno, tenía mucha ligereza para trabajar y una buena pluma, pero carecía de una erudición bien fundamentada, como todos los literatos. Al decir esto puso un gesto como si quisiera decir: ¿has sentido la puya? Pero no tuvo efecto en mí, desprecio a las personas que piensan así y que se comportan de esa manera. Me opuse a él batiéndome con cierta vehemencia. Dije que el conde era un hombre que había que respetar tanto por su carácter como por sus conocimientos. «Nunca —dije— he conocido a nadie que hubiera logrado ampliar su espíritu, agrandarlo atendiendo a incontables asuntos, y poder aplicar esta actividad a la vida común». Consideré que su cerebro sería incapaz de comprender estos razonamientos, por lo que me despedí para no tener que seguir tragando bilis con algún despropósito más.

Y la culpa es de todos vosotros, los que me habéis convencido para ponerme el yugo y me cantáis las virtudes de la actividad. ¡Actividad! Si el que siembra patatas y cabalga hasta la ciudad para vender su grano no hace más que yo, entonces trabajaré durante diez años en la galera en la que ahora estoy encadenado.

¡Y la resplandeciente miseria, el aburrimiento que se ve aquí entre gente repulsiva! El ansia por ascender de rango, acechando y cuidando de dar un pasito más que los otros; las pasiones más mezquinas y despreciables, sin ningún disimulo. Hay una mujer, por ejemplo, que le habla a cualquiera de su nobleza y de sus tierras en tales términos que cualquier forastero pensará que es una chiflada que se imagina maravillas por tener una sombra de nobleza y unas tierras con algo de fama. Pero es aún más grave: precisamente esta mujer es la hija de un escribano del vecindario. Como puedes ver, soy incapaz de comprender por qué el género humano tiene tan poca cabeza como para hacer el ridículo de forma tan simple.

A diario me doy cada vez más cuenta, querido amigo, de lo necio que resulta valorar a los demás siguiendo los propios criterios. Y como tengo tanto que mejorar en mí mismo y mi corazón es tan impetuoso, prefiero que cada cual siga su camino siempre que me dejen también seguir el mío.

Lo que más gracia me produce son las fastidiosas relaciones burguesas. Yo sé tan bien como cualquier otro lo necesario que es diferenciar entre los distintos estados y las ventajas que me reporta a mí mismo: sin embargo, no debe suponer un obstáculo en un momento en el que puedo disfrutar de una pequeña alegría, de una pizca de felicidad terrenal. Hace poco, durante un paseo, conocí a la señorita de B***, una criatura adorable que conserva mucha naturalidad pese al ambiente almidonado en el que vive. Conversamos y nos gustamos, y cuando nos separamos le pedí permiso para verla en otra ocasión. Me lo concedió con tanta franqueza que apenas pude esperar a que llegara el momento adecuado para ir a su casa. No es de aquí y vive en la casa de su tía. La fisiognomía de la anciana no me gustó. Le dediqué mucha atención, mi conversación estaba dirigida a ella en su mayor parte, y en menos de media hora ya había llegado a una conclusión que la señorita me confirmó después: que la querida tía, a su edad, carecía de todo, de una fortuna adecuada, de formación y de cualquier apoyo que no fuera la sucesión de sus antepasados, de cualquier protección que no fuera su estado, en el que se había atrincherado, y ningún otro disfrute que mirar las cabezas de los ciudadanos desde su balcón. En su juventud debió de ser hermosa y había desperdiciado su vida, torturando al principio a algunos pobres jóvenes con sus caprichos y en los años de madurez sometiéndose a un viejo oficial que a cambio de este precio y un sustento escaso había pasado con ella la edad de bronce hasta su muerte. Ahora se ve sola en la edad de hierro y nadie repararía en ella si su sobrina no fuera tan encantadora.

 

8 de enero de 1772

¿Qué clase de personas son aquellas cuyo espíritu se concentra en las ceremonias; cuyos anhelos y aspiraciones están encaminadas durante años a lograr que su silla vaya ascendiendo de mesa arrastrándola poco a poco? Y no es que no tengan otra ocasión para tratar sus asuntos, no: se trata más bien de amontonar el trabajo precisamente porque las molestias que ocasiona promocionarse los apartan de las cosas importantes. La semana pasada se hicieron negocios durante el viaje en trineo y se echó a perder toda la diversión.

Qué necios que no ven que lo importante no es la posición, y que aquellos que ocupan la primera rara vez desempeñan el papel principal. ¡Cómo algunos ministros gobiernan a algunos reyes y algunos secretarios gobiernan a sus ministros! ¿Y quién es el primero? Me parece que el que puede ver el interior de los demás y cuenta con suficiente fuerza o astucia para utilizar las energías y pasiones de los otros para la consecución de sus propios planes.

20 de enero

Me veo obligado a escribiros aquí, querida Lotte, en el dormitorio del pequeño albergue de campesinos en el que me encuentro huyendo del mal tiempo. Durante el periodo que llevo vagando en el triste nido de D*** entre gentes extrañas, del todo ajenas a mis sentimientos, no he tenido ningún momento, ninguno, en el que mi corazón me hubiera ordenado escribiros; y ahora, en esta cabaña, en esta soledad, en este aislamiento, mientras la nieve y el granizo golpean mi ventanuco, aquí habéis sido mi primer pensamiento. En cuanto entré me asaltó vuestra figura, vuestro recuerdo, ¡oh Lotte, tan sagrado, tan cálido! ¡Cielo santo! Ha sido el primer instante feliz desde hace tiempo.

¡Si me vierais, querida amiga, en este torrente de distracciones! ¡Cómo se arruinan mis sentidos! ¡No encuentro ni un instante en el que mi corazón se sienta lleno, ninguna hora de felicidad! ¡Nada! ¡Nada! Permanezco de pie como si tuviera ante mí un gabinete de curiosidades y veo a los hombrecitos y a los caballitos corretear y me pregunto si no será una ilusión óptica. Yo juego con ellos, o mejor dicho, alguien juega conmigo como si fuera una marioneta, y a veces cojo la mano de madera de mi vecino y retrocedo espantado. Por las tardes me propongo disfrutar de la puesta de sol y soy incapaz de abandonar mi lecho; durante el día tengo la esperanza de gozar de la luz de la luna y permanezco en mi cuarto. No sé realmente por qué me levanto ni por qué duermo.

Me falta la levadura que ponía mi vida en movimiento; el estímulo que me mantenía despierto en medio de la noche ha desaparecido, lo que me sacaba del sueño por las mañanas ya no está.

Sólo he encontrado una criatura femenina aquí, la señorita de B***; ella se os parece, querida Lotte, si es que algo puede compararse con vos. Seguro que diréis: «¡Ay, a este hombre le ha dado ahora por hacer cumplidos!». No os faltaría razón. Desde hace algún tiempo estoy siendo muy zalamero porque no puedo ser de otra manera, resulto muy ingenioso, y las damas dicen que no saben de nadie que sepa soltar piropos con tanta delicadeza como yo (a lo que tendréis que añadir que sepa mentir, porque si no, no es posible, si entendéis qué quiero decir). Quería hablar de la señorita B***. Tiene un espíritu muy rico que ya se vislumbra en sus ojos azules. Su posición social es su mayor carga, ya que no satisface ninguno de los deseos de su corazón. Ansía escapar del tumulto y pasamos horas fantaseando e interpretando escenas campestres de felicidad pura. ¡Ay! ¡Y también pensamos en vos! ¡Cuánto os ensalza, y no porque se vea en la obligación, sino voluntariamente! Le gusta tanto oír cosas sobre vos… Os quiere tanto…

¡Ay, si estuviera sentado a vuestros pies en aquella querida habitacioncita tan familiar, mientras nuestros pequeños bailaban a mi alrededor! Y si os pareciese que hacían demasiado ruido, los reuniría a mi alrededor y los tranquilizaría con alguna historia de miedo.

La puesta de sol es magnífica sobre esta región cubierta de brillante nieve, el viento se ha llevado la tormenta y yo… yo debo encerrarme de nuevo en mi jaula. ¡Adiós! ¿Está Albert con vos? ¿Y cómo…? ¡Que Dios me perdone por esta pregunta!

8 de febrero

Desde hace ocho días tenemos un tiempo espantoso, aunque me está haciendo bien, ya que desde que estoy aquí no ha habido un día hermoso en el cielo que no me haya estropeado alguien o que no me hayan quitado las ganas. Pero cuando llueve de verdad y hay ventisca y hielo y rocío, ¡ah!, entonces pienso que en casa no se puede estar peor que fuera, o al revés, y así me siento bien. Si el sol se levanta por la mañana augurando un día hermoso, nunca puedo evitar exclamar: aquí tenemos de nuevo un regalo del cielo que acabaremos arrebatándonos unos a otros. No hay nada que no nos quiten. ¡Salud, buen nombre, alegría, descanso! Y la mayor parte de las veces por necedad, ignorancia y mezquindad, y, como siempre dicen, lo hacen con la mejor intención. A veces les pediría de rodillas que no se sacaran las entrañas con tanta furia.

17 de febrero

Temo que mi embajador y yo no aguantaremos mucho más juntos. El tipo es del todo insoportable. Su forma de trabajar y hacer negocios es tan ridícula que no puedo evitar contradecirlo y hacer a menudo las cosas a mi manera, siguiendo mis propias ideas, algo que a él nunca le parece bien, como es natural. Por este motivo denunció mi comportamiento en la corte y el ministro me dedicó una reprimenda, suave, sí, pero una reprimenda al fin y al cabo, y ya estaba dispuesto a presentar mi dimisión cuando recibí una carta privada suya, una carta ante la cual me arrodillé y veneré aquella inteligencia alta, noble y sabia. ¡Cómo me reprocha mi excesiva sensibilidad, cómo alaba mis extremadas ideas sobre la eficacia, sobre la influencia en los demás, sobre cómo imponerse en los negocios!; y las considera muestras de ánimo juvenil y bienintencionado; y cómo desea no echarlas a perder, sino suavizarlas y reconducirlas al lugar adecuado, allí donde pueden tener un efecto realmente poderoso. He encontrado fuerzas para los próximos ocho días y me he puesto en paz conmigo mismo. La tranquilidad de espíritu es algo maravilloso, así como la alegría en sí. ¡Querido amigo, ojalá esta joya no fuera tan frágil como bella y valiosa!