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100 Clásicos de la Literatura

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—D. Quijote, sí, es él mismo—dijo el inglés—. D. Quijote degenerado y nacido de cruzamientos, pero que algo conserva de la generosa sangre del padre, como el mulo lleva en sí un poco de la dignidad y nobleza del caballo.

—¡Cómo! ¿Llama usted mulo a un hombre como yo?-exclamó Congosto requiriendo coléricamente la espada.

—No, caballero insigne; decía que el quijotismo español de hoy se parece al antiguo, como se parece el mulo al caballo. Por lo demás acepto el reto de usted y nos batiremos a la jineta, a pie, con sable, espada, lanza, honda, ballesta, arcabuz, o como usted quiera. Pronto partiré de Cádiz, quizás mañana mismo. Disponga usted de mí cuando guste.

—¿De verás se marcha usted?—dijo Amaranta saliendo de su atonía.

—Sí, señora, estoy decidido... Vendré a despedirme de usted... Conque Sr. D. Pedro...

—Lo dicho, dicho. Enviaré mi padrino.

—Lo dicho, dicho. Enviaré el mío.

D. Pedro salió mirándonos con altanera soberbia, que nos hizo sonreír a todos menos a doña Flora, la que reprendió al inglés su deseo de sujetar a nuevas pruebas la quebrantada osamenta del héroe del Condado. Después la condesa, que no participaba de nuestro humor festivo por la escena cómica que había seguido a la trágica, cual ordinariamente ocurre en el mundo, llevome aparte, y con aflicción me dijo:

—Temo haberme dejado arrastrar demasiado lejos por la ira que me produjo la presencia de aquella mujer. Le dije cosas demasiado duras, y cada palabra me pesa sobre la conciencia. Exasperada por lo que le dije, tomará venganza de mí, y si acude a la ley, no creo que la ley me sea favorable. Yo no tomé precaución alguna cuando se verificó el reconocimiento de Inés.

—Venceremos esas y otras dificultades, señora.

—Yo transigiría con ella y con mi tía, con tal que me dejaran a Inés. Creo que cediendo a doña María parte de mis derechos mayorazguiles, sería fácil aplacar esa furia. La de Leiva no es ni con mucho tan inconquistable.

—¿Quiere usted que lo proponga a la señora doña María?... Nada se pierde... No sé si me recibirá; pero intentaré hablarla. Me favorece el que no sospecha nada de mí en el suceso de anoche.

—Es una buena idea. Sí... tampoco sería malo que yo me mostrase arrepentida de las atrocidades que le dije... no... ¡Oh, qué confusión, Dios mío! No sé qué hacer...

—Cualquiera de esos actos me parece aceptable.

—¿Te parece que debo ir allá?

—Hoy no es conveniente. Se reanudaría al punto la reyerta, porque aquel volcán en erupción estará echando fuego, humo y lava por algún tiempo. Será prudente que yo me anticipe e indique a doña María esa idea de transacción que usted le propone, con tal que no la priven de su hija.

—Sí, hazlo tú primero. Yo me arriesgaré a tratar con mi tía, que es el jefe de la familia, pero antes conviene tantear a la de Rumblar, a ver qué tal se presenta.

—Ante todo debo indicar prudentemente a doña María que usted reconoce haber estado algo dura en la entrevista.

—Sí... lo encomiendo a tu habilidad, y me quedo tranquila... Si te recibe mal, no te importe. Con tal que te deje hablar, aguanta desprecios y desaires.

Hago mención de este diálogo que tuvimos la condesa y yo, para que comprenda el lector la razón de la extraña visita que hice a doña María un día después de aquel de tanto ruido en que ocurrió lo que acabo de contar.

XXIX

En efecto, traslademe a hora que me pareció oportuna a casa de doña María, recelando no ser recibido, pero con el firme propósito de no salir de allí sin intentar por todos los medios ver y hablar a la orgullosa dama. Encontré a D. Diego, quien, contra mi creencia, recibiome muy bien y me dijo:

—Ya sabrás los escándalos de esta casa. Lord Gray es un canalla. Cuando yo dormía en casa de Poenco, fue allá y me sacó las llaves del bolsillo... No podía haber sido otro. ¿Le viste tú entrar?

—Sr. D. Diego, quiero ver a la señora condesa para hablarle de un asunto que a esta familia, lo mismo que a la de Leiva, importa mucho. ¿Tendrá la señora la bondad de recibirme?

Madre e hijo conferenciaron a solas un rato allá dentro, y por fin la señora se dignó ordenar que me llevaran a su presencia. Estaba la de Rumblar en la sala acompañada de sus dos hijas. La madre tenía en el altanero semblante la huella de la gran pesadumbre y borrasca del día anterior, y la penosa impresión se traslucía en una especie de repentino envejecimiento. De las dos muchachas, Presentación revelaba al verme cierta alegría infantil, que ni aun la proximidad de su madre podía domar, y Asunción una tristeza, una decadencia, una languidez taciturna y sombría, señal propia de los muy místicos o muy apasionados.

La señora de Rumblar, después de ordenar a Presentación que se alejase, me recibió con un exordio severísimo, y luego añadió:

—No debía ocuparme de nada que se refiera a aquella casa donde ayer por mi desgracia estuve; pero la cortesía me obliga a oírle a usted, nada más que a oírle por breve tiempo.

—Señora—dije—yo me marcharé pronto. Recuerdo que usted me rogó que no volviese más a su casa. Hoy me trae un deber, un deseo vehemente de restablecer la paz y armonía entre personas de una misma familia, y...

—¿Y a usted quién le mete en tales asuntos?

—Señora, aunque extraño a la casa, me ha afectado tan profundamente el agravio recibido por esta augusta familia, a quien respeto y admiro (aunque mis enemigos calumniadores hayan hecho creer a usted lo contrario) que me sentí vivamente inclinado a terciar de parte de usted. Señora doña María, vengo a decir a usted que la condesa se muestra hoy arrepentida de las duras palabras...

—¿Arrepentimientos?... Yo no lo creo, caballero. Suplico a usted que no me hable de esa señora. Si es eso lo que usted quería decirme... La justicia está ya encargada de esto y de devolver a Inés al jefe de la familia.

Asunción alzó la vista y miró a su madre. Parecía deseosa de hablarle, pero con tanto miedo como deseo. Al fin, cobrando valor, se expresó de este modo con voz quejosa y tristísima, que producía en mí extraña sensación.

—Señora madre, ¿me permite usted que hable una palabra?

—Hija mía, ¿qué vas a decir? Tú no entiendes de esto.

—Señora madre, déjeme usted decirle una cosa que pienso.

—Está delante una persona extraña y no puedo negártelo. Habla.

—Pues yo pienso, señora, que Inés es inocente.

—He aquí, Sr. D. Gabriel, lo que es la limpieza de corazón. Esta tierna y piadosa criatura, a quien una celestial ignorancia de las maldades de la tierra eleva sobre el vulgo de los mortales, es incapaz de comprender que haya ruines pasiones en la sociedad. Hija mía, bendita sea tu ignorancia.

—Inés es inocente, lo repito—afirmó Asunción—. Lord Gray no puede haberla sacado de esta casa, porque lord Gray no la quiere.

—No la quiere porque no te lo ha dicho... ¿Qué sabes tú de eso, hija mía? ¿Tienes acaso idea de los ardides, de la perfidia, de los disimulos y malignas artes que usa la seducción?

—Inés es inocente—repitió cruzando las manos—. Algún otro motivo la habrá impulsado a abandonarnos, pero no el amor de lord Gray. No, lord Gray no la ama. ¿Cree usted en los Evangelios? Pues tan verdad como los Evangelios es esto que estoy diciendo.

—En otra ocasión me enfadaría—dijo la madre—al ver la exageración de tu benevolencia. Hoy mi espíritu está quebrantado: anhelo la tranquilidad y te perdono.

—¿No me deja usted decir otra cosita que me falta?

—Acaba de una vez.

—Yo quiero ver a Inés.

—¡Verla!-exclamó con enfado doña María—. Mis hijas no estiman sin duda su dignidad.

—Señora, yo quiero verla y hablarla—prosiguió Asunción con suplicante acento—. Si hay en ella pecado, estoy segura de que me lo confesará. Si no le hay, como creo, tendré la dicha de descubrir la verdadera causa de su fuga, y reconciliarla con la familia.

—No pienses en eso. Que cada cual se entienda con su conciencia. Si tú a fuerza de devoción y reconcentración, y gracias también al rigor de mi prudente autoridad has logrado elevar tu alma a cierto grado de beatitud, concedido a pocos, no te achiques empeñándote en disculpar a los demás. La perfecta virtud anda muy escasa por el mundo. Si en algunas honestas moradas, inaccesibles a las profanidades de hoy, se conserva encerrada como el más precioso tesoro, no debe contaminarse con el roce de la desenvoltura. En infausta hora vino Inés a mi casa. Renuncia a verla y a hablar con ella, mientras esté fuera de aquí. Tu sublimada virtud debe quedar satisfecha con perdonarla.

—No, yo quiero verla, yo quiero ir allá—exclamó la joven derramando de súbito un torrente de lágrimas—. Yo quiero verla. Inés es una buena alma. Estamos engañados. Ella no puede haber cometido ninguna mala acción. Señora, lord Gray no la ama ni puede amarla. Quien lo dijese es un infame que merece arder en el infierno por toda la eternidad, traspasada la lengua con un hierro candente.

—Asunción, sosiégate—dijo la madre con menos severidad, al notar que la infeliz muchacha padecía una febril excitación, semejante a los primeros síntomas de una enfermedad grave—. ¿A qué tanto empeño? Siempre eres lo mismo... Tus manos arden... los ojos se te quieren saltar de la cara; estás lívida... Hija, tu piedad exaltada de algún tiempo a esta parte te hace mucho daño, y es preciso no olvidar la salud del cuerpo. Tus largos insomnios cavilando en las cosas santas, tus meditaciones sin fin, la viva pasión que te consume por lo religioso, te han marchitado en pocos días.

Y luego, dirigiéndose a mí, añadió:

—Yo no quisiera que se extremara tanto en sus devociones; pero no se la puede contener. Su alma es muy vehemente, y una vez que logré dirigirla al santo fin que me proponía, hase inflamado en una piedad estupenda. Es un fuego abrasador su espíritu, no un vano soplo, y la creo capaz de grandes cosas en la esfera de la vida mística que tan celosamente ha abrazado.

 

—Por Dios y todos los santos, ruego a usted, señora, que me permita ver a Inés. Es mi amiga, mi hermana. Yo tengo orgullo en su virtud, yo me siento ofendida y lastimada por la mala opinión que hoy se tiene de ella en esta casa. Quiero hacer una buena obra y volverle su honor. ¿Por qué ha de intervenir en esto la justicia, si yo confío en que la traeré a casa? La justicia es el escándalo... Yo quiero ver a Inés, y conseguiré de ella con una palabra más que toda la curia con una montaña de papeles. Señora madre, esto que digo es inspiración de Dios, me salen estas palabras del fondo del alma, siento dentro de mí un blando susurro, como si la voz de un ángel me las dictara. No se oponga usted a esta divina voluntad, pues voluntad divina es en este momento la mía.

La señora de Rumblar reflexionó, miró al techo, después a mí, luego a su hija, y al fin exhalando un hondo suspiro, dijo:

—La dignidad y entereza tienen su límite, y la razón no puede a veces resistir a las súplicas del sentimiento y la piedad reunidos. Asunción, puedes ir a ver a Inés. Te llevará D. Paco.

La muchacha corrió ligera a vestirse.

—Pues como indiqué a usted, señora condesa...—dije, reanudando mi interrumpida conferencia diplomática.

—Haga usted cuenta de que no ha indicado nada, caballero. Todo es inútil. Si el objeto de su visita es traerme recados o proposiciones de la condesa, puede usted retirarse.

—La señora condesa se apresura a conceder a usted...

—No quiero que me conceda nada. El jefe de la familia es la señora marquesa de Leiva, y a estas horas ha tomado todas las providencias necesarias para que todo vuelva a su lugar. Nada me corresponde hacer.

—¡La señora condesa está tan arrepentida de aquellas palabras!

—Que Dios la perdone... Mi responsabilidad está a cubierto... ¿Pero a qué estos artificios, Sr. de Araceli? ¿Cree usted que no le comprendo?

—Señora, no hay artificio en lo que digo.

—Vamos, que a mí no se me engaña fácilmente. ¿Me faltará entendimiento para comprender que todos esos supuestos recados de la condesa, son pretexto que usted toma para entrar aquí y ver a mi hija Presentación, de quien está tan enamorado?

—Señora, la verdad, no había pensado...

—Un ardid amoroso... en efecto, no es ningún crimen. Pero ha de saber usted que he destinado a mi hija al celibato. Ella no quiere casarse... Además, aunque de mis repetidos informes resulta que no es usted mala persona, no basta... porque, veamos, ¿quién es usted?... ¿de dónde ha salido usted?

—Creo que del vientre de mi madre.

—Bueno será, pues, que renuncie a sus locas esperanzas.

—Señora, usted padece una equivocación.

—Yo sé lo que digo. Ruego a usted que se retire.

—Pero... si me permitiera usted que acabara de exponerle...

—Ruego a usted que se retire—repitió con grave acento.

Me retiré, pues, y en el corredor, una puerta se entreabrió para dejarme ver el lindo rostro de Presentación y una blanca manecita que me saludaba.

XXX

Poco después entraba en casa de doña Flora. Después de enterar a la condesa del resultado de mi visita, dije a Inés:

—Asunción vendrá aquí. Ahora salía con D. Paco.

Un momento después, Asunción entró y las dos amigas se abrazaban llorando. Salimos del gabinete Amaranta y yo, dejándolas solas para que hablaran a su gusto; pero la condesa apostándose tras de la puerta, me dijo con malicioso acento:

—Yo me quedo aquí para oírlo todo. Será curioso lo que hablen. Ya sabes que en palacio he realizado grandes cosas escuchando detrás de las cortinas.

—No es ningún negocio de Estado lo que van a tratar. Yo me voy.

—Quédate, necio, y oye... Por no querer oír rompimos las amistades en el Escorial... Considera que han de hablar algo de ti...

Verdad es que si la delicadeza me ordenaba cerrar los oídos, la curiosidad me impulsaba a abrirlos. Venció la curiosidad, mejor dicho, venció la pícara Amaranta, que no podía dejar de ser cortesana. Las muchachas hablaban en alto y lo oímos todo, y aun veíamos algo.

—No quería mamá que te viera, Inés—exclamó Asunción—. ¡Qué raro acontecimiento! Yo me despedí creyendo no verte más... y ahora yo estoy en casa y tú fuera. Hipócrita, tan preparado lo tenías, y no me habías dicho nada.

—Te equivocas—repuso Inés—yo no he salido como tú... Pero no quiero acusarte ahora, puesto que arrepentida de tu gran falta, volviste a casa de tu madre. ¿Has conocido tu error, has abierto los ojos comprendiendo el abismo de perdición en que ibas a caer, en que quizás has caído ya?

—No sé lo que me pasa—exclamó Asunción apretando las manos de su amiga—. Estoy horrorizada de lo que hice. Me volví loca, se me encendieron en la imaginación unas llamas que no me dejaban vivir, y conociendo el mal me era imposible evitarlo. Lord Gray ha tiempo que quería sacarme de la casa; yo me resistía; mas al fin tanto pensé en ello, tanto discurrí sobre aquel gran pecado a que él me quería inducir, que se me clavó dentro de la cabeza la idea de cometerle, y sin saber cómo lo cometí. ¿Por qué no te echaste en mis brazos para impedirme salir? Ahora vengo a que me fortalezcas. Yo no puedo vivir lejos de ti; y si desde mucho antes no caí en el lazo, lo debo a tu buena amistad. ¿Nos separaremos ahora? Entonces voy a ser muy desgraciada, querida mía. Vuelve a casa, por Dios, y yo te juro que lucharé con todas las fuerzas de mi alma para olvidar a lord Gray, como tú deseas.

—Yo no podré lograr ahora lo que antes no logré—repuso Inés—. Asunción, entra en el convento mañana mismo. Cuando traspases la puerta de la santa casa, deja fuera todos los pensamientos de este mundo, pide a Dios que te libre de la gran enfermedad que padece tu alma, procura formarte de nuevo y ser otra mujer diferente de la que hoy eres.

—¡Ay!-exclamó la otra con dolor, arrodillándose delante de su amiga—. Todo eso lo he intentado; pero cuanto más he querido no pensar en él, más he pensado. ¿De qué me vale rezar, si no puedo representarme imagen ninguna de Dios ni de santo que sea distinta de la suya?... ¡Ay, Inés! Tú sabes muy bien la vida que llevamos en casa de mi madre; tú sabes muy bien la espantosa soledad, tristeza y fastidio de nuestra vida. Tú sabes muy bien que allí quiere una rezar y no puede, quiere una trabajar y no puede, quiere una ser buena y no puede. Obligadas por el rigor de mi madre, trabajan las manos, pero no el entendimiento; reza la boca, pero no el alma; se ciegan y abaten los ojos, pero no el espíritu... Las mil prohibiciones que por todas partes nos entorpecen, despiertan en nuestro pecho ardientes curiosidades. Ya sabes que todo lo queremos saber, todo lo averiguamos y de todo hacemos un objeto de afanes e inquietudes. Como sabemos disimular, vivimos en realidad con dos vidas, una para mamá y otra para nosotras mismas; una vida, acá para una sola, y que tiene sus pesares y sus delicias... Como nos apartan del mundo, nosotras nos hacemos un mundito a nuestro modo, y echando fuego, mucho fuego al horno de la imaginación, allí forjamos todo lo que nos hace falta. Ya lo ves, amiga. ¿Tengo yo la culpa? Si no lo podemos remediar, si se nos ha metido dentro un demonio, un demonio grandísimo, Inés, al cual no es posible echar fuera.

—Tú y tu hermana seréis muy desgraciadas.

—Sí; desde que éramos chiquitas, mamá nos asignó a cada una el puesto que habíamos de tener en la sociedad: yo monja, mi hermana nada. A mí me educaron para el claustro; a mi hermana la criaron para no ser nada. Nuestro entendimiento, nuestra voluntad, no podía apartarse ni tanto así del camino que se les había trazado; a mí el camino del monjío, a Presentación el camino de no ser nada. ¡Ay, qué niñez tan triste! No nos atrevíamos a decir, ni a desear, ni siquiera a pensar cosa alguna que antes no estuviera previsto e indicado por mamá. No respirábamos en su presencia, y nos infundían tanto, tanto pavor sus mandatos y reprimendas, que nos era imposible vivir. ¡Ay, para poder vivir nos fue preciso engañarla, y la engañamos!... Dios, o no sé quien, nos inspiraba un día y otro mil ingeniosidades, y se desarrolló en las dos un talento superior para el engaño. Yo me esforzaba, sin embargo, en tener devoción, y pedía a Dios que me diera fuerzas para no mentir y que me hiciera santa; yo se lo pedía todas las noches cuando me quedaba sola y podía rezar con el corazón. Delante de mamá no rezaba sino con los labios... Pues bien; en cierta época de mi vida llegué a conseguir lo que a Dios pedía; llegué a aficionarme a las cosas santas; llegué a sentir un entusiasmo, una exaltación religiosa semejante a la que ahora siento por muy distinto objeto. Me consideraba feliz y pedía a la Virgen que conservara en mí tan agradable estado. Entonces me perfeccioné por algún tiempo, se acabaron los disimulos y tuve la gran satisfacción de hablar repetidas veces con mi madre sin decir cosa alguna que no saliese de mi corazón. Raudales de verdad, de fe, de amor apacible y místico a los santos y santas brotaban de él. Yo dije: «¡Qué fortuna he tenido en que me destinaran al claustro!». Mis insomnios eran dulces y placenteros, y mi imaginación era como un celaje poblado de angelitos. Cerraba los ojos y veía a Dios... sí, a Dios, no te rías; a Dios mismo, con su barba blanca y su capa... pues, como le pintan...

—Todo eso duró hasta que viste a lord Gray con su pelo rubio y su capa negra... pues, como es—dijo Inés.

—Me lo has quitado de la boca—prosiguió Asunción, siempre de rodillas y con los brazos apoyados en los de su amiga—. Lord Gray fue a casa; yo le miré y dije para mí que se parecía a un San Miguel que está pintado en mi devocionario. Le dijeron que yo era muy piadosa y él hizo demostraciones de gran admiración. Después, en las noches sucesivas, empezó a contar las maravillosas aventuras de sus viajes, y yo le oía con más religiosidad que si fuera el primer predicador del mundo narrando las hermosuras del cielo. En aquellas noches yo no veía alrededor de mí más que tigres del África, cataratas de América, pirámides de Egipto y lagunas de Venecia. Estaba encantada y bendecía a Dios por haber creado tantas cosas bellas, incluso a lord Gray.

»¡Oh! Lord Gray no se apartaba de mi imaginación. Al sentir sus pasos me era difícil disimular la alegría; si tardaba me ponía triste; si hablaba con vosotras, y no conmigo, me moría de rabia... Le decían siempre que yo era muy piadosa; ya recordarás que él me alababa mucho por esto. Mamá nos permitía a las tres que habláramos con él. Con el pretexto de la piedad, me decía mil cosas sobre asuntos de religión delante de vosotras. Una noche que pudo hablarme a solas me dijo que me amaba... Yo sentí un sacudimiento; me pareció que el mundo se había abierto en dos pedazos debajo de nosotras. Le miré y él clavaba los ojos en mí. Estaba fascinada y no acertaba a contestarle... Todas las noches hablaba, como sabes, de cosas santas; con dificultad me decía algunas palabras a solas; me preguntó durante tres noches seguidas si le amaba, y a la tercera noche le contesté que sí... Tú sabes muy bien cómo nos entendíamos. Lord Gray me dijo: «Yo hablaré con Inés cerca de ti. Pon atención a lo que le diga y haz cuenta de que te lo digo a ti. Habla tú con tu hermano y procura contestarme con palabras dirigidas a él...».

»Teníamos además mil señales. Tú eras tan buena que te conformaste con tu papel. Ojalá no hubieras sido tan condescendiente. Cuando lord Gray me arrojaba cartas por la ventana y tú te apropiabas la culpa para librarme de las crueles reprensiones, lejos de detenerme en la pendiente me hacías precipitar más por ella. Nada conoció ni ha conocido mamá; ¡ojalá lo conociera, aunque me hubiese matado!... ¿Te acuerdas del día en que fui con ella al convento del Carmen, convidadas por fray Pedro Advíncula para ver desde una tribuna la función de la Virgen? ¡Ay! Después de la función, un lego nos llevó a ver la sala de capítulo. No sé cómo, ni por qué causa me encontré separada de los demás en una celdita sombría. Tuve miedo... de repente se me presentó lord Gray, quien me estrechó en sus brazos repitiéndome con ardientes palabras que me quería mucho. Fue un segundo y nada más, pero en aquel segundo lord Gray me dijo que me era forzoso partir con él, porque si no moriría de desesperación...

—Nada de eso me habías dicho.

—Te tenía miedo. Verás lo demás. Me reuní al instante con mi madre y con el lego. Aquella súplica, o más bien que súplica mandato de huir con él, se me clavó en el pensamiento como una espina. No dormía, no vivía, no pensaba más que en aquello. Me parecía un delito horroroso: echaba de mí esta idea y cuando me encontraba sin ella salía volando a buscarla, porque sin ella no podía vivir... No creas que aborrecí la devoción, al contrario. La meditación era mi delicia y meditando era feliz... ¡Ay! Lord Gray en todas partes; lord Gray en los altares de la iglesia, en el de mi casa; lord Gray en el breve espacio de calle y de mundo que se nos permitía ver desde nuestro cuarto; lord Gray en mis rezos, en mi libro de oraciones, en la oscuridad, en la luz, en el bullicio y en el silencio. Las campanas tocando a misa me hablaban de él. La noche se llenaba toda con él. ¡Oh, Inés de mi corazón! ¡Cuán desgraciada soy! ¡Tener esta enfermedad en el espíritu y no poderla desechar, tener esta fragua de pensamientos en el cerebro y no poder echarle agua para que se apague...!

 

Breve rato permanecieron las dos amigas en silencio y después Asunción prosiguió de este modo:

—Nos comunicábamos al fin por un medio que tú no conociste ni llegaste a sospechar. Parece imposible que por tanto tiempo pueda guardarse secreto tan peligroso sin que por nadie sea descubierto. Yo le había dicho que si por indiscreción o vanidad suya alguna persona, cualquiera que fuese, llegaba a conocer nuestro secreto, le aborrecería... Después del día en que hablé con él en las Cortes, cuando se empeñó en que le habíamos de seguir a bordo de no sé qué barco, y al fin nos envió a casa con fray Pedro Advíncula; después de aquel día, digo, no le había vuelto a ver... Mi madre sospechaba de ti y le había prohibido entrar en casa. ¿Recuerdas aquella anciana pordiosera que iba a casa a vender rosarios? Pues ella me traía sus recados y le llevaba los míos. Yo le escribía poniendo ciertos signos con lápiz en una hoja arrancada de la Guía de Pecadores o del Tratado de la tribulación; de modo que el gran fray Luis de Granada y el padre Rivadeneyra han sido nuestras estafetas.

»Él me decía cosas hermosísimas y apasionadas que más me arrebataban y confundían. Me pintaba su infelicidad lejos de mí y las grandes dichas que Dios nos tenía reservadas. Por algún tiempo dudé. Yo creo que viéndole, hablándole, o distrayendo con el trato de diversas gentes mi espíritu, se habría aplacado la efervescencia, el bullicio, la borrasca que yo sentía dentro de mí; pero ¡ay!, el largo encierro, la soledad, la idea de sepultarme para siempre en el claustro me perdieron... Inés, figúrate que el corazón se destroza y se oprime, que con la opresión de la naturaleza toda, alma y cuerpo estallan; figúrate que se siente por dentro una iluminación, una inquietud no comparable a las demás inquietudes, porque es la sed del espíritu que quiere saciarse, una quemazón que crece por grados, un mareo que desfigura todo cuando nos rodea, un impulso, un frenesí, una necesidad, porque necesidad es la de romper el cerco de hierro que nos estrecha; figúrate esto, y me comprenderás y me disculparás...

»Yo decía: «Sí, Dios mío, me marcharé con él, me marcharé». Momentos de alegría loca sucedían a otros de tristeza más negra que el purgatorio. Glorias e infiernos se sucedían rápidamente unos tras otros dentro de mi pecho. Dudaba, deseaba y temía, hasta que un día dije: «Sé que me condenaré, pero no me importa condenarme...», y después me ponía a llorar pensando en la deshonra de mi familia. Por último, pudo más mi amor que todas las consideraciones y me decidí. Lord Gray por unos moldes de cera que le envié, falsificó las llaves de la casa, le escribí fijando hora, fue... salí... Pero ¡ay!, al verme fuera de casa, parece que se me cayó el cielo encima con todas sus estrellas... lord Gray me llevó a una casa que está muy cerca de la nuestra, en la calle de la Novena... No era aquella su vivienda. Salió una señora de edad a recibirnos. Yo me sentí acongojada y aturdida, empecé a llorar y pedí ardientemente a lord Gray que me llevase otra vez a mi casa.

»Quiso consolarme; el sentimiento del honor se encendió en mí con inusitada fuerza, y la vergüenza me inflamaba el alma como momentos antes la pasión. Deseé la muerte y busqué un arma para extinguir mi vida; lord Gray fingió enojarse o se enojó realmente. Díjome algunas palabras duras. Prometí amarle con más vivo cariño si me volvía a mi casa. Viendo que no accedía a mis súplicas, grité, acudió la señora anciana, diciendo que la vecindad se había alarmado y que nos fuéramos a otra parte. Irritose lord Gray y amenazó a aquella señora con ahorcarla. Después pareció conformarse con mi deseo, y dándome mil quejas llevome sin dilación a mi casa. Por el camino me aseguró que partiría pronto para Inglaterra y que le concediera otra entrevista fuera de casa. Yo se lo prometí, porque al paso que me aterraba la idea de mi deshonor, me hacía muchísimo daño su determinación de partir para Inglaterra... ¡Ay, Inés qué noche! Entré en casa llena de miedo. Me parecía ver a mi madre esperándome en la escalera con una espada de fuego... subí temblando... Tardé más de una hora en volver a mi cuarto, porque no andaba, sino que me arrastraba lentamente para no hacer ruido. Al fin, llegando a la alcoba, corrí a tu cama para confesártelo todo y no estabas allí. Figúrate cuál sería mi confusión.

—Yo desperté—dijo la otra—. Creí sentir pasos dentro de la casa. Te vi salir, y por un instante el temor no me permitió hacer ningún movimiento ni tomar resolución alguna. Quise después correr tras de ti; yo sabía que tenía poder bastante para destruir tu alucinación, y fiaba en el cariño que nos profesábamos, en lo que me debes, en la deuda que tienes conmigo por haberte librado de las sospechas de tu madre. La idea de tu deshonor me volvía loca... Salí en busca tuya. Lo demás no necesitas saberlo. Yo no soy esclava de la autoridad de doña María como lo eres tú; aquella casa no es la mía; mi casa es esta. Asunción, querida amiga y hermana mía, nos separamos hoy quizás para siempre.

—No te separes de mí—exclamó Asunción abrazando a su amiga y besándola con ardiente cariño—. Si te separas, no sé qué será de mí. Recuerda lo que hice anoche... Inés, no me dejes. Vuelve a mi casa, y prometo no hacer cosa alguna sin tu permiso, esclavizando mi pensamiento al tuyo, y lograré adquirir una parte al menos de la santa serenidad que te distingue. He venido sólo a rogarte que vuelvas a mi casa. Prométeme que volverás.

—Por distintos caminos nos lleva Dios a ti y a mí, Asunción. Por de pronto no admitas cartas, ni avisos, ni recados de lord Gray. Levántate a la altura de tu dignidad, abraza con resignación la vida del claustro, y dentro de algún tiempo te verás libre de ese gran peso.

—No, no puedo. La vida del claustro me aterra. ¿Sabes por qué? Porque tengo la seguridad de que en el convento he de amarle más, mucho más. Lo sé por experiencia, sí: la soledad, el mucho rezar, las penitencias, las meditaciones, las vueltas y revueltas y dolorosos giros del pensamiento, más y más avivan en mí la pasión que me quema. Lo sé muy bien, lo veo, lo toco. Yo he amado a lord Gray porque en mis solitarias devociones se ha apoderado de mi espíritu como el demonio tentador... No, no iré al claustro, porque sé que lo tendré siempre delante, mezclado con aquella dulce poesía del coro y el altar. ¡Ay, amiga mía! ¿Creerás esto que te digo? ¿Creerás esta profanación horrible? Pues sí, es verdad. En la iglesia ha tomado cuerpo esta insensata inclinación. Tal efecto hace en mi espíritu turbado todo lo que se refiere a devociones y piedades, que siempre que escucho el son de un órgano, tiemblo de emoción; las campanas de la iglesia hacen palpitar mi pecho con ardiente viveza; la oscuridad de los templos me marea, y Jesucristo crucificado no puede serme amable si no me lo presento con el mismo rostro que veo en todas partes... Esto espanta, ¿no es verdad? Pero no puedo remediarlo. Yo creo que esto es una enfermedad. ¿Tendré yo un mal incurable? Ojalá me muera mañana de él. Así descansaría...