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100 Clásicos de la Literatura

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—Ya parecerán. D. Paco ha ido a buscarlas y dará con ellas... Ahora está hablando otro, y dice que aquel no tiene razón. ¿Cómo entendemos esto?

Otro orador usó de la palabra, pero por poco tiempo.

—Parece que ahora tratan de otro asunto—dijo la muchacha, observando siempre—. Y allí se ha levantado uno que saca un papel y lo lee.

—Se me figura que ese es D. Joaquín Lorenzo Villanueva, el diputado por Valencia.

—Es clérigo. Parece que lee un papel impreso.

—Es sin duda un periódico de los que ponen como chupa de dómine a las Cortes. Aquí acostumbran leer las picardías que los papeles públicos dicen de los diputados, y las contestaciones que estos se sirven dirigirles.

En efecto: Villanueva, furioso porque El Conciso se reía de sus proyectos de ley, lo denunciaba al Congreso Nacional, y luego nos regalaba la contestación. Era esta una de las anomalías y rarezas de aquella nuestra primera Asamblea, bastante inocente para detenerse en disputar con los periódicos, dictando luego severas penas que contradecían la libertad de la imprenta.

—Parece que va a haber tumulto—me dijo Presentación—. ¡Cielos divinos! Se levanta a hablar otro predicador... Pero si es Ostolaza... ¿no le ve usted?, el mismo Ostolaza. ¿No ve usted su cara redonda y encarnada?... Si su voz parece una matraca... y ¡qué gestos, qué miradas!...

Ostolaza empezó a hablar, y con su discurso las risas y burlas, arriba y abajo, sin que el presidente pudiera acallarlas, ni el orador hacerse oír con claridad. Volviose a las tribunas y con el gesto desenfadado las despreció, y crecieron tumultos y voces, sobre todo en nuestro balcón, donde varios individuos de sombrero gacho y marsellés no podían convencerse de que estaban en lugar muy distinto de la plaza de toros.

—Dice que nos desprecia—exclamó Presentación en voz muy baja—. Se ha puesto rojo como un tomate. Amenaza a las tribunas porque nos reímos de su facha. Sí, Sr. Ostolaza, nos reímos de usted... Miren el mamarracho, espantajo. ¿Por qué no le retiran las licencias? Si es un predicador de aldea... Insulta a los demás. ¿Usted qué sabe, so bruto? ¿Porque en casa le oímos con la boca abierta cuando nos sermonea, cree que le van a tolerar aquí?...

Un individuo de las tribunas gritó:

—¡Afuera el apaga-candelas!

Y el barullo y vocerío tomaron proporciones tales que los porteros nos amenazaron con echarnos a todos a la calle.

—Sr. de Araceli—me dijo Presentación, encendida y agitada por el entusiasmo—tendría un grandísimo placer... ¿en qué creerá usted? Me regocijaría muchísimo... ¿de qué pensará usted? De que ahora se levantara de su asiento el señor presidente y le diera dos palos a Ostolaza.

—Aquí no es costumbre que el presidente apalee a los diputados.

—¿No?-exclamó con extrañeza—. Pues debiera hacerlo. Me estaría riendo hasta mañana: dos palos, sí señor, o mejor cuatro. Los merece. Aborrezco a ese hombre con todo mi corazón. Él es quien aconseja a mamá que no nos deje salir, ni hablar, ni reír, ni pestañear. Asunción dice que es un zopenco. ¿No cree usted lo mismo?

—¡Que le den morcilla!-gritó una voz becerril en el fondo de la galería.

—Comparito—dijo otra voz dirigiéndose al orador—¿todo ese enfao es verdá o conversasión?

—Señores—exclamó volviéndose a todos lados, un diarista almibarado, peli-crecido y amarillento—estos escándalos no son propios de un pueblo culto. Aquí se viene a oír y no a gritar.

—Camaraíta—preguntole con sorna un viejo chusco que allí cerca había—eso que osté ha dicho ¿es jabla o rebuzno?

—Sóplenme ese ojo—gritó otro.

—Señores, que el presidente nos va a echar a la calle y perderemos lo mejor de la sesión.

—Señora doña Presentacioncita—dije yo a la muchacha—bueno será que nos marchemos. La tribuna se alborota y no es prudente seguir aquí. Además los extraviados no parecen y debemos buscarlos fuera.

—Esperemos aún... En suma, Sr. D. Gabriel—me dijo con encantadora inocencia—¿todos esos hombres para qué están aquí, para qué hablan, para qué gritan?

Le contesté lo que me parecía y no me entendió.

—Ostolaza sigue hablando. Sus brazos parecen aspas de molino... Todos se ríen de él. Veo que las Cortes, como los teatros, tienen su gracioso.

—Así es en efecto.

—Y el gracioso es Ostolaza... Pues me parece que junto a él está el Sr. Teneyro... ¡Qué par! Si querrá también hablar... Dígame usted otra cosa, ¿quién es ese señor Preopinante de quien todos hablan tan mal?

—El Preopinante es el que ha hablado antes.

—Dígame usted. Y cuando tengamos rey, ¿Su Majestad vendrá también a predicar aquí?

—No lo creo.

—¿Y en qué consiste eso que dicen de que con Cortes hay libertad?

—Es una cosa difícil de explicar en pocas palabras.

—Pues yo lo entiendo de este modo... Pongo por caso... las Cortes dirán: ordeno y mando, que todos los españoles salgan a paseo por las tardes, y vayan una vez al mes al teatro, y se asomen al balcón después de haber hecho sus obligaciones... Prohíbo que las familias recen más de un rosario completo al día... Prohíbo que se case a nadie contra su voluntad y que se descase a quien quiere hacerlo... Todo el mundo puede estar alegre siempre que no ofenda al decoro...

—Las Cortes harán eso y mucho más.

—¡Oh, Sr. Araceli, yo estoy muy alegre!

—¿Por qué?

—No sé por qué. Siento deseos de reír a carcajadas. Siempre que salgo de casa, y voy a alguna parte donde puedo estar con alguna libertad, me parece que el alma quiere salírseme del cuerpo y volar bailando y saltando por el mundo; me embriaga la atmósfera y la luz me embelesa. Todo cuanto veo me parece hermoso, cuanto oigo elocuente (menos lo de Ostolaza), todos los hombres justos y buenos, todas las mujeres guapas, y me parece que las casas, la calle, el cielo, las Cortes con su presidente y su preopinante me saludan sonriendo. ¡Oh, qué bien estoy aquí! Inés y Asunción no parecen, D. Paco tampoco. Cuanto más tarde vengan mejor. Otra cosa..., ¿por qué no ha seguido usted yendo a casa por las noches? Nosotras nos hemos reído de usted.

—¿De mí?-pregunté con turbación.

—Sí, porque se la echaba usted de devoto para agradar a mamá. ¡Qué bien hacía usted su papel! Lo mismo, lo mismito hacemos nosotras.

Me asombré de la frescura con que la infeliz niña decía claramente que engañaba a su mamá.

—Vaya usted a casa. A nosotras no nos dejaban hablar con usted, pero nos entretuvimos mirándole.

—¡Mirándome!

—Sí, sí; a todo el que va a casa le examinamos y le medimos las facciones línea por línea. Después, cuando nos quedamos solas, decimos cómo tiene el pelo, los ojos, la boca, los dientes, las orejas, y disputamos sobre cuál de las tres se acuerda mejor.

—Bonita ocupación.

—Las tres estamos siempre juntas. La señora marquesa de Leiva está muy enferma, y como mamá dice que quiere tener a Inés bajo su vigilancia, ha mandado que viva en casa. Las tres dormimos en una misma alcoba y charlamos bajito por las noches. ¡Ah! ¿Sabe usted lo que me ha dicho Inés? Que usted está enamorado.

—¡Qué bromazo! Tal cosa no es verdad.

—Sí, nos lo dijo, y aunque no me lo dijera... Eso se conoce.

—¿Lo conoce usted?

—Al instante. En cuanto veo a una persona.

—¿Dónde ha aprendido usted eso? ¿Lee usted novelas?

—Jamás. No las leo; pero las invento.

—Eso es peor.

—Todas las noches saco de mi cabeza una distinta.

—Las novelas inventadas son peores que las leídas, señora doña Presentacioncita.

—Vuelva usted a casa por las noches.

—Volveré. Lord Gray las entretiene a ustedes bastante.

—Lord Gray no va tampoco—dijo con pena.

—¿Y si supiera doña María que usted ha venido aquí?

—Creo que nos mataría. Pero no lo sabrá. Inventaremos algo muy gordo. Diremos que venimos del Carmen, donde fray Pedro Advíncula nos entretuvo contándonos vidas de santos. Otras veces le hemos dicho esto, y luego fray Pedro Advíncula no nos ha desmentido. Es un santo varón y yo le quiero mucho. Tiene las manos blancas y finas, los ojos dulces, la voz suave, el habla graciosa; sabe tocar el ole en un organito muy mono, y cuando no está mamá delante, habla de cosas mundanas con tanta gracia como decencia.

—¿Y fray Pedro Advíncula, va a casa de usted?

—Sí... es amigo de lord Gray. Es el que hace la preparación espiritual de Inés para el matrimonio, y de Asunción para el monjío... Se me figura (y esto es reservado) que él llevó la papeleta de la tribuna.

—Y a usted ¿no la prepara para algo?

—A mí—contestó la muchacha con profundo desconsuelo—a mí, para nada.

Yo estaba absorto, pasmado y lelo, contemplando la seductora ignorancia, la infantil malicia, la franqueza sin freno de aquella alma, a quien la falta de toda educación mundana presentaba en la desnudez de su inocencia. Como era linda de rostro, y había tal viveza en su hablar espontáneo y armonioso, me encantaba verla y oírla, y como vulgarmente se dice con respecto a los niños, me la hubiera comido. No hallo otra frase mejor para expresar la admiración que aquel raudal de gracia y travesura, de sentimiento y de dulce ingenuidad me producía. Nombré antes a los niños, y aquí repito, aunque Presentacioncita había dejado de serlo, a mí me hacía el efecto de uno de esos chiquillos sentenciosos, que con sus verdades como puños nos causan asombro y risa. Verdad es que la de Rumblar, aun haciéndome reír, me causaba al mismo tiempo tristeza.

XIX

De pronto miré a la tribuna de señoras, que estaba al lado de la Epístola, en lo que podemos llamar el proscenio de la iglesia, y creí distinguir a las dos muchachas.

 

—¡Allí están, allí están!...—dije a mi acompañante.

—Sí, y en la tribuna inmediata, que es la de los diplomáticos, está lord Gray. ¿No le ve usted?... Está con la cabeza entre las manos, pensativo y meditabundo.

—No habla con ellas, ni puede hablar, porque una tabla les separa. Acaban de entrar en este momento.

Llegó a la sazón D. Paco, rojo como un pimiento, y abriéndose paso por entre la apiñada muchedumbre de galerios (así llamaban a los devotos de aquella religión, y así les nombraron después en son de remoquete en el tiempo de las persecuciones), acercósenos y nos dijo:

—¡Gracias a Dios que han parecido!... Lord Gray las llevó engañadas al campanario de la iglesia... después adentro... después a la calle... ¿Hase visto infamia semejante?... ¡Estoy bramando de furor!... ¿Qué habrán hecho, señor de Araceli, qué habrán hecho?... La señora doña Inesita estaba más pálida que una muerta, y la señora doña Asuncioncita más roja que una amapola... Vámonos, niña, vámonos de aquí.

—Sí, vámonos—repetí yo.

—Yo no me muevo de aquí, Paquito. Esto me gusta mucho. Ya han acabado de leer periódicos y papeles y vuelven los discursos... ¿Quién habla?

—Es el Sr. de Argüelles. ¡Buen pájaro está! ¡Pues bonitas cosas está oyendo la niña!—dijo D. Paco en voz más alta que la que a la respetabilidad del sitio correspondía—. Tratar de abolir las jurisdicciones, los señoríos, los fueros, el tormento y el derecho de poner la horca a la entrada del pueblo, y de nombrar jueces; quieren quitar las prestaciones y demás sabias prácticas en que consiste la grandeza de estos reinos.

—Pues que lo supriman todo—dijo Presentación con enfado—. De aquí no me muevo hasta que lo supriman todo.

—La niña no sabe lo que habla—exclamó D. Paco, suscitando los murmullos de los circunstantes con lo destemplado de su voz—. Ahora la señora doña María no podrá nombrar el alcalde de Peña-Horadada, ni cobrará tanto de fanega en el molino de Herrumblar, ni las doce gallinas de Baeza, ni podrá prohibir la pesca en el arroyo, ni los asnos de casa podrán meterse en las heredades del vecino a comerse lo que se les antoje.

—Señó abate—gritó una voz, mientras una mano pesaba con formidable empuje sobre los hombros del preceptor—; siéntese y calle.

—Caballero—dijo otro—¿se podría saber quién es usted?

—Soy D. Francisco Xavier de Jindama—repuso con timidez y urbanidad el viejo.

—Lo digo porque en cuanto le vi a usted y le oí, diome olor a lechucería.

—Quiere decir que es usted de la hermandad de los bobos—añadió una moza que frontera a D. Paco estaba—. Con su voz de matraca no nos deja oír los escursos.

—Haya paz, señores—exclamó un tercero—y silencio. Aquí no se viene a lamentarse de que los asnos no puedan entrar en la heredad ajena.

—El asno será él.

—¡Orden y conveniencia!-gritó el portero—. Si no, en nombre de Su Majestad les echo a todos a la calle.

—Aquí no hay ninguna Majestad—dijo D. Paco.

—La Majestad son las Cortes, señor esparaván—afirmó con enfado un galerio.

—Es de los que vienen a aplaudir cuando rebuzna Ostolaza—dijo otro señalando a don Paco.

Viendo que la cuestión se agriaba, empeñeme en romper por medio del gentío, y esto causó nueva confusión y reconvenciones. Al mismo tiempo entre los diputados sonó rumor de disgusto por lo que pasaba en la tribuna, habló el presidente imponiendo silencio a los galerios, y acallados estos un tanto, el diputado Teneyro tomó la palabra. Como si la primera pronunciada por el buen cura de Algeciras fuera señal convenida, desatose una tempestad de risas y demostraciones, y cuanto más el orador alzaba la voz, más la ahogaban entre su murmullo los de arriba.

Repetir el sinnúmero de dichos, agudezas y apodos que salieron como avalancha de la tribuna pública, fuera imposible. Jamás actor aborrecido o antipático recibió tan atroz silba en corrales de Madrid. Lo extraño es que siempre pasaba lo mismo. Ya se sabía: hablar Teneyro y alborotarse el pueblo soberano, eran una misma cosa. ¡Y qué ceceo el suyo, qué ademanes tan graciosos, qué ira olímpica para apostrofar a las tribunas, qué lastimoso gesto, qué cruzar de brazos, qué arrugada cara, qué singular donaire para decir disparates, ya abogando por la Inquisición, ya por una soberanía popular a la moda, representada por una especie de concilio de párrocos y guerrilleros! Vamos, francamente, era cosa de morir de risa.

El presidente sabía que sesión en la cual Teneyro hablase, era sesión perdida, por no ser posible contener a las tribunas; trabábanse disputas inevitables entre ciertos procuradores y el público, y el escándalo obligaba a despejar los altos de la iglesia.

Esto ocurrió en aquel día, cuando el Cicerón de Algeciras, volviéndose hacia arriba con ademanes descompuestos y lengua balbuciente, gritó:

—Ya sabemos que esa es gente pagada.

Al oír esto, los denuestos, los improperios que lanzó el pueblo llenaron el ámbito de la iglesia en términos que aquello parecía una jaula de locos. Agitábanse los diputados, echándose unos a otros la culpa del alboroto; nos apostrofaban también desde abajo llamándonos canalla soez, y los porteros dieron principio a la expulsión. Aquí de los apuros. Presentación y yo queríamos salir sin poder lograrlo, por tener delante una muralla de carne humana que resistía la orden del presidente. Algunos se echaron fuera; mas no por eso se acalló el tumulto, y lo peor fue que aparecieron de súbito dos o tres personas que tomaron el partido del orador silbado contra el silbante pueblo.

—¡Que ustedes son unos servilones, mata candelas!

—¡Que ustedes son unos afrancesados!

—Que ustedes son...-imagínese el lector lo peor que haya oído en plazas, presenciado en tabernas y aprendido en garitos.

Y no paró aquí el desastre, sino que don Paco, viendo que alguien tomaba a pechos la defensa del pobre Teneyro, arriesgose, como leal amigo y contertulio, a ponerse de su parte.

—Envidia, no es más que envidia y rabia por las verdades como puños que dice—exclamó.

En mal hora lo dijera. Vimos desaparecer su enjuta figura entre una masa uniforme de brazos y manos. Presentación gritó con angustia:

—¡Que matan al pobre D. Paco!

Salió el infeliz, o lo sacaron, es decir, allá se fue todo junto, víctima y verdugos, por la puerta afuera. Con esto se despejó un tanto la tribuna y pudimos salir de los últimos tras la oleada de gente que mal de su grado abandonaba la sesión. Quisimos auxiliar al maestro, pero no nos era posible por hallarse distante; y aunque el infeliz no recibió golpe de arma alguna, las herramientas de puños y codos le hacían mucho daño. Al fin, acosado por todos, huyó, corriendo velozmente por la escalera abajo, dando no pocos tumbos y costaladas.

Nuestra gran contrariedad consistía en que nos separaba de él una masa enorme de gente que nunca acababa de salir; así es que, cuando llegamos abajo, en vano mirábamos a todos lados. D. Paco no estaba. Hacíamos preguntas a todos, pero nadie nos daba razón satisfactoria. Quién decía; «le han llevado adentro»; quién «le han llevado afuera».

—¡Qué situación, qué compromiso!-decía la muchacha—. ¿Pero dónde está el pobre don Paco? Ahora tendré que ir a casa sola o con usted.

En la calle había también apiñado gentío, entre el cual vi a uno de esos individuos que se aparecen como llovidos en toda escena de agitación popular, dispuestos a echar el peso, no de su autoridad, sino de sus garrotes, en la balanza de las contiendas políticas. ¡Desgraciado Teneyro, desgraciado Ostolaza! ¡Qué ovación les esperaba!

La hermandad de la porra no es tan antigua como el mundo, no; pero entradilla en años es.

—Busquemos, busquemos a ese infeliz—me decía mi linda pareja—. De modo que tengo que ir sola a casa... ¿Y qué voy a decir?... Y mi hermana e Inés ¿dónde están?... ¡Oh, señor de Araceli, más vale que se abra la tierra y me trague!

Al fin nos dio razón del desgraciado preceptor un soldado, diciéndonos:

—Se lo llevaron entre cuatro.

—¿Pero a dónde, no se sabe a dónde?

El soldado, encogiéndose de hombros, fijó su vista en la puerta de San Felipe, por donde salían bastantes diputados. Felizmente y gracias a la intervención de D. Juan María Villavicencio, los que se disponían a obsequiar a Teneyro y Ostolaza no pasaron a vías de hecho; mas con la agudeza de sus silbidos y el mugir de sus insultos fueron dando música a ambos personajes por largo trecho de la calle.

Fue aquel lance uno de los muchos que afearon la primera época constitucional; pero no llegó a ser tan escandaloso como el ocurrido poco después con motivo del famoso incidente Lardizábal, y que puso en gran peligro la vida de D. José Pablo Valiente, diputado absolutista, el cual hubiera sido despedazado por el pueblo si Villavicencio no le librara heroicamente de las garras de aquel, embarcándole al instante.

—¡Virgen Santísima!-repetía Presentación—. ¡Y esas niñas no parecen!... Vámonos al punto de aquí. Allí sale el Sr. Ostolaza... Me va a conocer.

Marchamos por la calle de San José para tomar la del Jardinillo: pero no nos fue posible esquivar las miradas y la persecución del Sr. Ostolaza, que llamándonos desde lejos nos obligó a detenernos.

—Señora mía—dijo el taimado clérigo—eso está muy bien... En la calle con un mozalbete... Por fuerza ha muerto la señora condesa.

—Por Dios y la Virgen—exclamó la muchacha llorando—. Sr. de Ostolaza... no diga usted nada a mamá... Yo le explicaré a usted... Salimos a paseo y como nos perdiéramos, pues... No diga usted nada a mamá. ¡Ay! Sr. de Ostolaza; usted es un buen sujeto y tendrá lástima de mí.

—En efecto; siento lástima de la señorita.

—Quiero decir... Lléveme usted a casa... Amigo—añadió esforzándose en aparecer jovial—oí su discurso y me pareció muy bonito. ¡Qué bien habla usted, qué bien!... Da gusto...

—Basta de lisonjas—dijo el clérigo; y luego mirándome añadió—: y usted, señor militar-teólogo, ¿de qué arterías se ha valido para sacar de su casa a esta señorita?

—Yo no he sacado de su casa a esta señorita—repuse—; la acompaño porque la he encontrado sola.

—A causa del gentío nos perdimos D. Paco y yo... quiero decir: se perdieron ellas.

—Comprendido, comprendido.

—¿Sabe usted, señor oficial-teólogo—me dijo con aviesa mirada—que antes de poner esto en conocimiento de doña María voy a dar parte a la justicia?

—¿Sabe usted—respondí—señor clerigón-entrometido, que si no se me quita de delante ahora mismo, le enseñaré a ser comedido y a no meterse en camisa de once varas?

—Comprendido, comprendido—repuso poniéndose como de almagre su abominable rostro, y echándome de lleno su insolente mirada—. Sigan los pimpollitos su camino. Adiós...

Marchose a toda prisa y cuando le perdimos de vista, Presentación me dijo dando un suspiro.

—Nos llamó pimpollitos y cree que somos novios, y que nos hemos escapado... Ahora ¿qué diré a mamá cuando me vea entrar con usted? Necesito inventar algo muy ingenioso y bien urdido.

—Lo mejor es decir la verdad clara y desnuda. Esto ofenderá menos a la señora que las invenciones con que usted pretenda engañarla.

—¡La verdad!... ¿está usted loco? Yo no digo la verdad aunque me maten... Corramos... ¿Habrán llegado ya las otras dos? ¡Jesús divino! Si ellas dicen una mentira distinta de la mía...

—Por eso lo mejor es decir la verdad.

—Eso ni pensarlo. Mamá nos mataría... A ver qué le parece a usted mi proyecto. Yo entraré llorando, llorando mucho.

—Malo...

—Pues me desmayaré, diciendo que usted es un traidor que quiso robarme.

—Peor. Diga usted que se perdieron, que encontraron a lord Gray...

—No nombraré al inglés; eso jamás.

—¿Por qué?

—Porque ahora, nombrar en casa a lord Gray y nombrar al demonio es lo mismo.

—Yo sé la causa, lord Gray es amado por una de ustedes.

—¡Oh, qué cosas dice usted!-exclamó muy turbada—. Nosotras...

—Usted.

—No; ni mi hermana tampoco.

—Sé que la señora Inesita está loca por él.

—¡Oh! Sí... ¡loca... loca!... Dios mío ya llegamos... Estoy medio muerta.

Al entrar en la calle y acercarnos a la casa, alcé la vista y detrás del vidrio de uno de los miradores, distinguí un bulto siniestro, después dos ojos terribles separados por el curvo filo de una nariz aguileña, después un rayo de indignación que partía de aquellos ojos. Presentación vio también la fatídica imagen y estuvo a punto de desmayarse en mis brazos.

 

—Mi mamá nos ha visto—dijo—. Sr. de Araceli. Escápese usted, sálvese usted, pues todavía es tiempo.

—Subamos, y diciendo la verdad nos salvaremos los dos.

XX

En el corredor Presentación cayó de rodillas ante su madre que al encuentro nos salía, y exclamó con ahogada voz:

—Señora madre ¡perdón!, yo no he hecho nada.

—¡Qué horas son estas de venir a casa!... ¿Y D. Paco, y las otras dos niñas?...

—Señora madre...-continuó con aturdimiento la muchacha—íbamos por la muralla... cayó una bomba, que partió en dos pedazos a D. Paco... no, no fue tanto... pero corrimos, nos separamos, nos perdimos, yo me desmayé...

—¿Cómo es eso?—dijo la madre con furor—. Si el Sr. de Ostolaza que acaba de llegar, dice que te vio en la tribuna de las Cortes...

—Eso es... me desmayé... me llevaron a las Cortes... Después mataron a D. Paco...

—Esto debe de ser obra de alguna infame maquinación—exclamó la condesa llevándonos a la sala—. ¡Señores... ya no hay nada seguro... no pueden las personas decentes salir a la calle!

En la sala estaban Ostolaza, D. Pedro del Congosto y un joven como de treinta y cuatro años y de buena presencia, a quien yo no conocía. Mirome el primero con penetrante encono, el segundo con altanero desdén y el tercero con curiosidad.

—Señora—dije a la condesa—usted se ha exaltado sin razón, interpretando mal un hecho que en sí no tiene malicia alguna.

Y le conté lo ocurrido, disfrazando de un modo discreto los accidentes que pudieran ser desfavorables a las pobres niñas.

—Caballero—me contestó con acrimonia—dispénseme usted, pero no puedo darle crédito. Yo me entenderé después con estas inconsideradas y locas niñas; y en tanto no puedo menos de creer que usted y lord Gray han urdido un abominable complot para turbar la paz de mi casa. Señores, ¿no hablo con razón? Estamos en una sociedad donde se hallan indefensos y desamparados el honor de las familias y el decoro de las personas mayores. ¡No se puede vivir! Me quejaré al gobierno, a la Regencia... ¡pero a qué, si todo esto proviene de las altas regiones, donde no se alberga más que alevosía, desvergüenza, escándalo y despreocupación!

Los tres personajes, que cual tres estatuas exornaban con simétrica colocación el testero de la sala, movieron sus venerables cabezas con ademán afirmativo, y alguno de ellos golpeó con la maciza mano el brazo del sillón.

—Señor de Araceli, siento decir a usted que ya reconozco la lamentable equivocación en que incurrí respecto al carácter de usted.

—Señora, usted puede juzgarme como guste, pero en el suceso de hoy, no ha habido malicia por mi parte.

—Yo me vuelvo loca—repuso la señora—. Por todas partes asechanzas, celadas, inicuos planes. No hay defensa posible; son inútiles las precauciones; de nada sirve el aislamiento; de nada sirve el apartarse de ese corruptor bullicio. En nuestro secreto asilo viene a buscarnos la traidora maldad que todo lo invade y hasta en lo más recóndito penetra.

Los tres personajes dieron nuevas señales de su unánime asentimiento.

—Basta de farsas—dijo Ostolaza—. La señora doña María no necesita que usted se disculpe ante ella, porque le conoce. ¿Cómo va de teología?

—Con la poca que sé—repuse—cualquier sacristán podía pronunciar en las Cortes discursos dignos de ser oídos.

—El señor es de los que van todos los días a alborotar a la tribuna. Es un oficio con el cual viven muchos.

—¡Qué aberración! ¿Y desde tal sitio y desde tales tribunas se piensa gobernar el reino?

—No quiero hacer aquí apologías de mi conducta—repuse con calma—ni las injurias de ese hombre me harán olvidar el hábito que viste y el respeto que debo a la casa en que estoy. Aquí está una persona que, si puede haber formado de mí juicio desfavorable en ciertas cuestiones, conoce muy bien mis antecedentes y mi reputación como hombre honrado. El Sr. D. Pedro del Congosto me oye, y yo apelo a su lealtad, para que doña María sepa si ha admitido en su casa a una persona indigna.

Oyendo esto D. Pedro, que indolentemente se apoyaba en el respaldo del sillón, irguiose, atusó los largos bigotes y gravemente habló de esta manera:

—Señora, señorita y caballeros: puesto que este joven apela a mi lealtad, probada en cien ocasiones, declaro que no una, sino muchísimas veces he oído elogiar su buen comportamiento, su caballerosidad, su valor como militar, con otras distinguidas prendas de paisano que le han creado abundante número de amigos en el ejército y fuera de él.

—¡Pues qué duda tiene!-exclamó Presentación, descuidándose en manifestar sus sentimientos.

—Calla tú, necia—dijo la madre—. Tu cuenta se ajustará después.

—Nunca—continuó el estafermo—ha llegado a mis oídos noticia alguna de este joven que no le sea favorable. Bien quisto de todos, ha hecho su carrera por el mérito, no por la intriga; por el valor, no por la astucia; y como esto es verdad, y yo lo sé, y me consta, y lo afirmo y lo sostengo, y soy hombre que sabe sostener lo que dice, estoy dispuesto a defenderle contra todo agravio que en este terreno se le haga. Señora, señorita y caballeros: como hombre que ama a ese don del cielo, esa inmaculada virgen de la verdad, que es norte de los buenos, he dicho todo lo que puede favorecer a este joven; ahora voy a decir lo que le desfavorece...

Mientras D. Pedro tosía y sacaba el infinito pañuelo encarnado y azul para limpiarse boca y narices, reinó solemne silencio en la sala y todos me miraban con afanosa curiosidad.

—Es, pues, el caso—continuó el cruzado—que este joven, si bajo un aspecto es la misma virtud, bajo otro es un monstruo, señores, un monstruo; el mayor enemigo del sosiego doméstico, el corruptor de las familias, el terror de la pudorosa amistad...

Nueva pausa y asombro de todos. Presentación me miraba con la mitad de su alma en cada ojo.

—Sí; ¿qué otro nombre merece quien posee un arte infernal para romper lazos de muy antiguo trabados entre dos personas, y que resistieran durante veinticinco años a las asechanzas del mundo y a la persecución de los más diestros cortejos?... Permítanme los presentes que no nombre personas. Básteles saber que este joven, poniendo en juego sus malas artes amorosas, embaucó y engañó y arrastró tras sí a quien había sido la misma firmeza, el pudor mismo y la mismísima lealtad, dejando burlada la ideal adoración de un hombre que había sido el dechado de la constancia y delicadeza.

»El desairado llora en silencio su desaire, y el victorioso mozalbete goza sin reparo de las incomparables delicias que puede ofrecer aquel tesoro de hermosura. Pero ¡guay!, que no es bueno confiar en las delicias de un día; ¡guay!, que en la hora menos pensada encontrarán uno y otro criminales amantes delante de sí la aterradora imagen del hombre ofendido, que está dispuesto a vengar su afrenta... Conque díganme si el que tal ha hecho, si el que en la difícil conquista de esa humana fortaleza, jamás antes rendida, ha probado su travesura, ¿qué no hará dirigiéndola contra inexpertas jovenzuelas? Abrirle las puertas de una casa es abrirlas a la liviandad, a la seducción, a la imprudencia. Esto es todo lo que sé acerca del Sr. de Araceli, sin quitar ni poner cosa alguna.

Presentación estaba absorta y doña María aterrada.

—Señora, señorita y caballeros—repuse yo, no disimulando la risa—. Al Sr. D. Pedro del Congosto han informado mal respecto al suceso que últimamente ha contado. Ese portento de hermosura habrá caído en las redes de otra persona, que no en las mías.

—Yo sé lo que me digo—exclamó D. Pedro con atronadora voz—y basta. Denme licencia para retirarme, que avanza la hora y esta tarde he de embarcarme con la expedición que va al Condado de Niebla a operar contra los franceses. La ociosidad me enfada y deseo hacer algo en bien de la patria oprimida. No tenemos gobierno, no tenemos generales; las Cortes entregarán maniatado el reino al pícaro francés... Sr. de Araceli, ¿va usted al Condado?