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100 Clásicos de la Literatura

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—No quiero farsas, ni falsos testimonios, ni tengo para qué ver a doña María... Adiós.

—Hombre cruel, detente. Mi madre sale.

En efecto, en el corredor atrapome la señora condesa, la cual después de mostrarse sorprendida y no muy agradablemente con mi presencia, me saludó, obligándome a pasar a la sala.

—¿Estabas aquí?-preguntó a su hijo.

—Sí, señora: Gabriel y yo estábamos en mi cuarto leyendo unos libros de aritmética, y él me enseñaba a encontrar la quinta parte por un medio nuevo; y como ayer cuando estuvimos viendo dar vueltas a la noria, yo aposté a que no podía ser tal cosa, vino hoy a demostrármelo.

—¿Conque estuvieron ustedes ayer tarde en la noria?

—Sí, señora; dando vueltas a la noria... quiero decir, viendo.

—Es un entretenimiento inofensivo...

—Sí, señora... e instructivo.

—Propio de jóvenes de cabeza sentada—dijo doña María—. Sin embargo, he oído que a la noria va mucha gente de mal vivir.

—No señora, de ninguna manera. Canónigos, militares de coronel para arriba, señoras mayores, frailes...

—Mi hijo es algo distraído, y por eso temo... Pronto será libre y dueño de sus acciones, porque en los asuntos de un hombre casado, sobre todo si está en cierta posición, no deben entrometerse las madres.

—Exactamente. ¿Y cuándo se casa D. Diego?

—Ya no hay día seguro—respondió doña María, con firmeza.

—Y en verdad, Sr. D. Diego—dije yo volviéndome hacia mi amigo—que se lleva usted la más hermosa muchacha que hay en todo Cádiz.

—Lo que es eso...—dijo la condesa con afectación—mi hijo puede estar satisfecho de la suerte que le ha cabido en su elección, mejor dicho, en nuestra elección, pues nosotras lo hemos arreglado todo. Para que nada falte a esa muchacha, tiene hasta aquellas sutiles cualidades de ingenio y amabilidad que la harán uno de los más bellos adornos de la corte, cuando la haya. Y no se diga que a una joven mayorazga, destinada a casarse con otro mayorazgo, se la debe sujetar y comprimir para que ni hable, ni trate con personas de mundo. Eso no; eso sería ridículo, y nada hay más contrario a la alteza y sonoridad de ciertas familias que verlas representadas en la corte por una damisela encogida, vergonzosa, que se asusta de la gente y no sabe decir más que buenas tardes y buenas noches.

—Pues maldita la gracia que me hace—dijo D. Diego con desabrimiento—ver a mi novia muy amartelada con lord Gray en este salón.

Doña María se puso encendida.

—Este joven—dije yo—no eleva su entendimiento hasta los altos principios de la educación castiza. ¿Pues acaso su mujer va a ser monja? A las que van a ser monjas o solteras, bueno que se las enseñe a no levantar los ojos del suelo; pero a las que van a casarse y a ser grandes señoras... Pero hombre, ¿está usted loco? Mi amigo es un necio, un caviloso, señora. ¿Apostamos a que por estas y otras imaginaciones ridículas va a dar en la flor de decir que no se casa?

—¡Cómo!-exclamó la dama—. Mi hijo no será capaz de tal simpleza.

—Sí, señora, sí seré capaz—dijo D. Diego sin poder contener el ímpetu de sus celos.

—¡Diego, hijo mío!

—Sí, señora, lo que dice Gabriel es verdad, no quiero casarme, al menos hasta ver...

—No puede darse necedad mayor—dije—. Porque lord Gray haya conseguido con su buena apostura, sus finos modales, su talento...

—Mi hijo no me dará tan gran pesadumbre.

La condesa, por hallarse en presencia de un extraño, no soltó la ira que a borbotones quería escapársele del pecho, al ver en su hijo la obstinada genialidad, que amenazaba echar por tierra todos sus proyectos; mas conociendo yo que aquel volcán necesitaba cumplido desahogo por el cráter de la boca y quizás por el de las manos, juzgué prudente retirarme.

—¿Se marcha usted?-me dijo—. Ya, una persona discreta no puede soportar las bachillerías y antojos de este inconsiderado niño.

—Señora—repuse—D. Diego es un niño obediente y hará lo que su madre le mande. Beso a usted los pies.

Quiso D. Diego salir conmigo; pero la condesa le detuvo, diciendo con enojo:

—Caballerito, tenemos que hablar.

Yo anhelaba respirar fuera de aquella casa.

XIV

Al encontrarme en la calle miré a las rejas y las vi cerradas. Atormentado por el recuerdo de lo que había visto y oído, revolviendo en mi cabeza pensamientos de venganza, proyectos de barbarie, y no sé qué ideas impías y locas, dije para mí:

—Ya no me queda duda. Mataré a ese maldito inglés.

En las mil alternativas y vicisitudes de mi vida, bajé, subí, caí y levanteme; creí tocar con mis manos fatigadas el fondo de aquel mar de la borrascosa desventura, donde transcurrió mi niñez, y fuerzas ignoradas me sacaron de nuevo a la superficie; luché y padecí, deseé la muerte y amé la vida; grandes vaivenes y sacudidas experimenté; pero cuando subía, y bajaba, y luchaba, y vivía, y moría, jamás dejé de percibir aquella luz, encendida ante la desgracia, lejana estrella a quien consideraba como expresión de lo divino y sobrenatural que hay en la existencia. Pero ya la luz se había apagado, y volviendo los ojos en derredor, yo no veía sino espantosas oscuridades. Lo que yo creía perfecto ya no lo era; lo que yo juzgué mío, tampoco era mío, y pensando en esto no cesaba de exclamar:

—Mataré a ese condenado lord Gray. Ahora comprendo la satisfacción de matar a un hombre.

Turbado por los celos, mi corazón, que hasta entonces había como florecido, despidiendo un sentimiento apacible y contemplativo cual el de la religión, ardía ahora con apasionado centelleo, y lo que había amado, por extraordinaria contradicción más digno de ser amado le parecía. Sentía ansia de destrucción, y mi amor propio, mi orgullo herido clamaban al cielo, haciendo a toda la creación solidaria de mi agravio. Yo creía que el universo entero estaba ofendido, y que cielo y tierra respiraban anhelo de venganza. Crucé varias calles, repitiendo:

—Mataré a ese inglés, le mataré.

Al volver una esquina creí distinguirle y apresuré el paso. Sí, era él. Dios me lo ponía delante; le vi de espaldas y corrí; mas cuando estaba junto a él y antes que me viera, pensé que no era prudente precipitar un hecho que debía tener justificación completa. Procurando serenarme, dije para mí:

—Tengo la seguridad de sorprenderle dentro de la casa. Entretanto, esperemos.

Le toqué en el hombro, y él, al volverse, me miró impasible, sin mostrar ni alegría ni desagrado.

—Lord Gray—le dije—ha tiempo que estoy esperando la última lección de esgrima.

—Hoy no tengo humor para lecciones.

—La necesitaré pronto.

—¿Va usted a batirse? ¡Qué felicidad! ¡Hoy tengo yo un humor!... Deseo atravesar a cualquiera.

—Yo también, lord Gray.

—Amigo mío, proporcióneme usted un hombre con quien romperme el alma.

—¿Tiene usted spleen?

—Horroroso.

—Y yo. Los españoles también solemos padecer esa enfermedad.

—Es muy raro. En buena ocasión me ha salido usted hoy al encuentro.

—¿Por qué?

—Porque tenía una mala tentación. Estaba en lo más negro de la negrura del spleen, y pasó por mí la idea de pegarme un tiro o de arrojarme de cabeza al mar.

—Todo por un amor desgraciado. Cuénteme usted eso y le daré buenos consejos.

—No me hacen falta. Yo me entiendo solo.

—Yo conozco a la mujer que le trae a usted a tan lastimoso estado.

—Usted no conoce nada. Dejemos esa cuestión y no hablemos más de ella.

Aquella vez, como otras muchas, lord Gray esquivaba tratar el asunto.

—¿Con que quiere usted que le dé una lección?-me dijo después.

—Sí; pero tal, que con ella aprenda de una vez todo lo que encierra el noble arte de la esgrima; porque, milord, tengo que matar a uno.

—Es cosa fácil. Le matará usted.

—¿Vamos a casa de milord?

—No; vamos al ventorrillo de Poenco. Beberemos un poco. ¿Y cuándo va usted a matar a ese hombre?

—Cuando tenga la certeza de su alevosía. Hasta hoy tengo indicios que casi son datos evidentes; de los cuales resultan sospechas que casi son la misma certidumbre. Pero necesito más, porque mi alma, crédula hasta lo sumo, forja sutilezas y escrúpulos. La pícara quiere prolongar su felicidad.

Él calló y yo también. Silenciosamente llegamos a Puerta de Tierra.

Había en casa del señor Poenco gran remesa de majas y gente del bronce, y las coplas picantes, con el guitarreo y las palmadas, formaban estrepitosa música dentro y fuera de la casa.

—Entremos—me dijo lord Gray—. Esta graciosa canalla y sus costumbres me cautivan. Poenco, llévanos al cuarto de dentro.

—Aquí viene lo güeno—exclamó Poenco—. Desapartarse todo el mundo. Abran calle; calle, señores... espejen, que pasa su majestad miloro.

—Muchachos, ¡viva miloro y las cortes de la Isla!-gritó el tío Lombrijón levantándose de su asiento y saludándonos, sombrero en mano, con aquel garbo majestuoso que es tan propio de gente andaluza—. Y en celebración del santo del día, que es la santísima libertad de la imprenta, señó Poenco, suelte usted la espita y que corra un mar de manzanilla. Todo lo que beba miloro y la compaña lo pago yo, que aquí está un caballero pa otro caballero.

El tío Lombrijón era un viejo robusto y poderoso, de voz bronca y gestos gallardos y caballerescos. Era traficante en vinos y gozaba opinión de hombre rico, así como de gran galanteador y mujeriego, a pesar de la madurez de sus años.

Lord Gray le dio las gracias, pero sin imitarle ni en el tono ni en los movimientos, diferenciándose en esto de la mayor parte de los ingleses que visitan las Andalucías, los cuales tienen empeño en hablar y vestir como la gente del país.

 

—Oigasté, tío Lombrijón—dijo otro a quien llamaban Vejarruco, y que era joven y curtidor en el Puerto—. A mí no me falta ningún hombre nacío.

—¿Por qué lo dices, camaraíya y en qué te he faltado?—dijo Lombrijón.

—Bien lo sabes, camaraíya—repuso Vejarruco—. En que asina que vi venir a miloro y la compañía, dije al señor Poenco: «Lo que beba miloro y la compañía, corre de mi cuenta; que aquí hay un caballero pa otro caballero».

—¡Zorongo!-exclamó Lombrijón—. Pero di, Vejarruco, ¿eso es conmigo?

—¡Cachirulo!, contigo es.

—Estira más esa estampa, que no te veo bien.

—Alarga el jocico pa que te tome el molde de él.

—¡Carambita! ¿Usté no sabe que cuando me pica un mosquito le desmondongo al momento?

—¡Sonsoniche! ¿Usté no sabe que cuando le pego un pezco a un hombre tiene que pedir prestaos dientes y muelas para comer?

—Basta ya, que se me van regolviendo los sentidos garrofales—dijo Lombrijón—. Señores, empiecen a cantar el requieternam por ese probesito Vejarruco.

—Alentaíto está el viejo.

—Pues allá va la lezna.

Lombrijón se llevó la mano al cinturón en ademán de sacar la navaja, y todos los presentes, principalmente las mujeres, empezaron a gritar.

—Señores, no temblar—indicó Vejarruco.

—No se batirán—me dijo lord Gray—. Todos los días hacen lo mismo y después no hay nada.

—No he traído el escarbador de dientes—dijo Lombrijón, encontrándose sin armas.

—Pues ni yo tampoco—añadió Vejarruco.

—Camaraíya, por eso no ha de quedar. Usté está amarillo. Señores, cuando eché mano al cinturón me relucieron las uñas, y pensó que era jierro.

—¡Zorongo! Camará, usté ha escondido la lezna para que no haya compromiso.

—Tú te la habrás metío en el garguero.

—Yo no la traigo, por humaniá—repuso Vejarruco—porque como tengo esta mano tan pesá, se necesita mucha prudencia pa no matar caa momento.

—Vaya, déjenlo para después—dijo Poenco—y a beber.

—Lo que hace por mí, no tengo prisa... Si Vejarruco se quiere confesar antes que le endiñe...

—Lo que es por mí... cuando Lombrijón quiera el pasaporte para la secula culorum, se lo daré.

—Pelillos a la mar—dijo Poenco—; y pos que los dos han de morir, mueran amigos.

—No hay por qué ofenderse, comparito. ¿Usté se ha ofendío?-preguntó Lombrijón a su antagonista.

—¡Cachirulo! Yo no, ¿y usté?

—Tampoco.

—Pues vengan esos cinco mandamientos.

—Allá van, y vivan las Cortes y viva miloro.

—Para cortar la cuestión—dijo lord Gray—yo pagaré a todo el mundo. Poenco, sírvenos.

Las majas que allí había obsequiaron a lord Gray con sonrisas y dichos graciosos; pero el inglés no tenía humor de bromas.

—¿Ha venido María de las Nieves?-preguntó a una.

—Pesaíto está con María de las Nieves. ¿Nosotras somos aljofifas?

—Si miloro va esta noche a mi casa—dijo en voz baja otra, que era, si no me engaño, Pepa Higadillos—verá lo bueno. Mi marío ha ido a comprar burros, y me divierto pa matar la soleá.

—A donde irá miloro esta noche es a mi casa—indicó otra que era ya matrona—. A mi casa va toda la sal del mundo, y si miloro quiere poner un par de pesetas a un caballo, no tengo comeniente... Mi casa es muy principal...

Lord Gray se apartó con hastío de aquella gente, y entramos en un cuarto, donde el tabernero recibía tan sólo a cierta clase de personas, y la mesa junto a la cual nos sentamos viose al punto cubierta del rico tributo de aquellas viñas costaneras, que no tuvieron ni tienen igual en el mundo.

XV

—Hoy voy a beber mucho—me dijo el inglés—. Si Dios no hubiese hecho a Jerez, ¡cuán imperfecta sería su obra! ¿En qué día lo hizo? Yo creo que debió de ser en el sétimo, antes del descanso, pues ¿cómo había de descansar tranquilo si antes no rematara su obra?

—Así debió de ser.

—No; me parece que fue en el célebre día, cuando dijo: «Hágase la luz»; porque esto es luz, amigo mío, y quien dice la luz, dice el entendimiento.

—Señó miloro—dijo Poenco acercándose a mi amigo para hablarle con oficioso sigilo—; María de las Nieves está ya loquita por vucencia. Se hizo todo, y ya tiene su pañolón, sus zarcillos y su basquiña. Si no hay nada que resista a ese jociquito rubio; y como vucencia siga aquí, nos vamos a quedar sin donceyas.

—Poenco—dijo lord Gray—déjame en paz con tus doncellas, y lárgate de aquí, si no quieres que te rompa una botella en la cara.

—Pues najencia, me voy. No se enfade mi niño. Yo soy hombre discreto. Pero sabe vucencia que ofrecí dos duros a la tía Higadillos que llevó el pañolón... cétera; cétera.

Lord Gray sacó dos duros y los tiró al suelo sin mirar al tabernero, quien tomándolos, tuvo a bien dejarnos solos.

—Amigo—me dijo el inglés—ya no me queda nada por ver en las negras profundidades del vicio. Todo lo que se ve allá abajo es repugnante. Lo único que vale algo es este vivífico licor, que no engaña jamás, como proceda de buenas cepas. Su generoso fuego, encendiendo llamas de inteligencia en nuestra mente, nos sutiliza, elevándonos sobre la vulgar superficie en que vivimos.

Lord Gray bebía con arte y elegancia, idealizando el vicio como Anacreonte. Yo bebía también, inducido por él, y por primera vez en la vida, sentía aquel afán de adormecimiento, de olvido, de modificación en las ideas, que impulsa en sus incontinencias a los buenos bebedores ingleses.

Resonó un cañonazo en el fondo de la bahía.

—Los franceses arrecian el bombardeo—dije asomándome al ventanillo.

—Y al son de esta música los clérigos y los abogados de las Cortes se ocupan en demoler a España para levantar otra nueva. Están borrachos.

—Me parece que los borrachos son otros, milord.

—Quieren que haya igualdad. Muy bien. Lombrijón y Vejarruco serán ministros.

—Si viene la igualdad y se acaba la religión, ¿quién le impedirá a usted casarse con una española?—dije regresando junto a la mesa.

—Yo quiero que me lo impidan.

—¿Para qué?

—Para arrancarla de las garras que la sujetan; para romper las barreras que la religión y la nacionalidad ponen entre ella y yo; para reírme en las barbas de doce obispos y de cien nobles finchados, y derribar a puntapiés ocho conventos, y hacer burla de la gloriosa historia de diez y siete siglos, y restablecer el estado primitivo.

Decía esto en plena efervescencia, y no pude menos de reírme de él.

—Hermoso país es España—continuó—. Esa canalla de las Cortes lo va a echar a perder. Huí de Inglaterra para que mis paisanos no me rompieran los oídos con sus chillidos en el Parlamento, con sus pregones del precio del algodón y de la harina, y aquí encontré las mayores delicias, porque no hay fábricas, ni fabricantes panzudos, sino graciosos majos; ni polizontes estirados, sino chusquísimos ladrones y contrabandistas; porque no había boxeadores, sino toreros; porque no hay generales de academia, sino guerrilleros; porque no hay fondas, sino conventos llenos de poesía; y en vez de lores secos y amojamados por la etiqueta, estos nobles que van a las tabernas a emborracharse con las majas; y en vez de filósofos pedantes, frailes pacíficos que no hacen nada; y en vez de amarga cerveza, vino que es fuego y luz, y sobrenatural espíritu...

»¡Oh, amigo! Yo debí nacer en España. Si yo hubiese nacido bajo este sol, habría sido guerrillero hoy y mendigo mañana, y fraile al amanecer y torero por la tarde, y majo y sacristán de conventos de monjas, abate y petimetre contrabandista y salteador de caminos... España es el país de la naturaleza desnuda, de las pasiones exageradas, de los sentimientos enérgicos, del bien y el mal sueltos y libres, de los privilegios que traen las luchas, de la guerra continua, del nunca descansar... Amo todas esas fortalezas que ha ido levantando la historia, para tener yo el placer de escalarlas; amo los caracteres tenaces y testarudos para contrariarlos; amo los peligros para acometerlos; amo lo imposible para reírme de la lógica, facilitándolo; amo todo lo que es inaccesible y abrupto en el orden moral, para vencerlo; amo las tempestades todas para lanzarme en ellas, impelido por la curiosidad de ver si salgo sano y salvo de sus mortíferos remolinos; gusto de que me digan «de aquí no pasarás», para contestar «pasaré».

Yo sentía inusitado ardor en mi cabeza, y la sangre se me inflamaba dentro de las venas. Oyendo a lord Gray, sentime inclinado a abatir su estupendo orgullo, y con altanería le dije:

—Pues no, no pasará usted.

—¡Pues pasaré!-me contestó.

—Yo amo lo recto, lo justo, lo verdadero, y detesto los locos absurdos y las intenciones soberbias. Allí donde veo un orgulloso, le humillo; allí donde veo un ladrón, le mato; allí donde veo un intruso, le arrojo fuera.

—Amigo—me dijo el inglés—me parece que a usted se le van los humos de la manzanilla a la cabeza. Yo le digo como Lombrijón a Vejarruco: «Camaraíta, ¿eso que ha dicho es conmigo?».

—Con usted.

—¿No somos amigos?

—No: no somos ni podemos ser amigos—exclamé con la exaltación de la embriaguez—. ¡Lord Gray, le odio a usted!

—Otro traguito—dijo el inglés con socarronería—. Hoy está usted bravo. Antes de beber, habló de matar a un hombre.

—Sí, sí... Y ese hombre es usted.

—¿Por qué he de morir, amigo?

—Porque quiero, lord Gray; ahora mismo. Elija usted sitio y armas.

—¿Armas? Un vaso de Pero Jiménez.

Me levanté fuera de mí, y así una silla con resolución hostil; pero lord Gray permaneció tan impasible, tan indiferente a mi cólera, y al mismo tiempo tan sereno y risueño, que sentime sin bríos para descargarle el golpe.

—Despacio. Nos batiremos luego—dijo rompiendo a reír con expansiva jovialidad—. Ahora voy a declarar la causa de ese repentino enfado y anhelo de matarme. ¡Pobrecito de mí!

—¿Cuál es?

—Cuestión de faldas. Una supuesta rivalidad, Sr. D. Gabriel.

—Dígalo usted todo de una vez—exclamé sintiendo que se redoblaba mi coraje.

—Usted está celoso y ofendido, porque supone que le he quitado su dama.

No le contesté.

—Pues no hay nada de eso, amigo mío.-añadió—. Respire usted tranquilo las auras del amor. Me parece haberle oído decir a Poenco que usted anda a caza de esa Mariquilla, que no de las Nieves, sino de los Fuegos debería llamarse. A usted le han dicho que yo... pues, diré como Poenco... «cétera, cétera». Amigo mío, cierto es que me gustaba esa muchacha; pero basta que un camaraíya haya puesto los ojos en ella para que yo no intente seguir adelante. Esto se llama generosidad; no es el primer caso que se encuentra en mi vida. En celebración de paz, acabemos esta botella.

Al frenesí que antes había yo sentido sucedió un entorpecimiento y oscuridad tal de mis facultades intelectuales, que no supe qué responder a lord Gray, ni realmente le respondí nada.

—Pero, amigo mío—prosiguió él, menos afectado que yo por la bebida—hemos sabido que a Mariquilla de las Nieves la corteja... ¡cortejar!, hermosa palabra que no tiene igual en ningún idioma... pues decía que la corteja un guapo de Jerez que se me figura es más afortunado que nosotros. Sin duda a ese es a quien usted quiere matar.

—¡A ese, a ese!—dije sintiendo que se me despejaban un tanto los aposentos altos.

—Cuente usted conmigo. Currito Báez, que así se llama el jerezano, es un necio presumido y matasiete, que con todo el mundo arma camorra. Deseo tener cuestión con él. Le provocaremos.

—¡Le provocaremos, sí, señor; le provocaremos!

—Le mataremos delante de toda la gente del bronce, para que vean cómo sucumbe un tonto a manos de un caballero... Pero no sabía que estuviera usted enamorado. ¿Desde cuándo?

—Desde hace mucho, mucho tiempo—respondí viendo cómo daba vueltas la habitación delante de mis ojos—. Éramos niños; ella y yo estábamos abandonados y solos en el mundo. La desgracia nos impelió a compadecernos, y compadeciéndonos, sin saber cómo, nos amamos. Padecimos juntos grandes desventuras, y fiando en Dios y en nuestro amor vencimos inmensos peligros. Llegué a considerarla como indisolublemente unida a mí por superior destino, y mi corazón fortalecido por una fe sin límites, no padeció en mucho tiempo los martirios de celos, desconfianzas, temores ni amorosos sobresaltos.

—Hombre: eso es extraordinario. ¡Y todo por María de las Nieves!...

 

—Pero todo se acabó, amigo mío. El mundo se me ha caído encima. ¿No lo ve usted, no lo ve usted caer a pedazos sobre mi cabeza? ¿No ve usted estas montañas que me machacan los sesos? Mi cerebro hecho trizas salta en piltrafas mil y salpicando se esparce por las paredes... aquí... allí... más allá. ¿No lo ve usted?

—Ya lo veo...-repuso lord Gray, rematando una botella.

—El mundo se me cayó encima. Se apagó el sol... ¿No lo ve usted, hombre; no advierte las horribles tinieblas que nos rodean? Todo se oscureció, cielo y tierra, y el sol y la luna cayeron, como ascuas de un cigarro... Ella y yo nos separamos: leguas y más leguas, días y días y más días se pusieron entre nosotros; yo alargaba los brazos ansiando tocarla con mis manos; pero mis manos no tocaban sino el vacío. Ella subió y yo me quedé donde estaba. Yo miraba y no veía nada... estaba escondida: ¿dónde?, dirá usted... dentro de mi cerebro. Yo me metía las manos en la cabeza y escarbaba allí dentro; pero no la podía coger. Era una burbuja, una partícula, un átomo bullicioso y movible que me atormentaba en sueños y despierto. Quise olvidarla y no pude. De noche cruzaba los brazos y decía: «aquí la tengo; nadie me la quitará...». Cuando me dijeron que me había olvidado, no lo quería creer. Salí a la calle y todo el mundo se reía de mí. ¡Espantosa noche! Escupí al cielo y lo dejé negro... Me metí la mano en el pecho, saqué el corazón, lo estrujé como una naranja y se lo arrojé a los perros.

—¡Qué inmenso e ideal amor!-exclamó lord Gray—. Y todo eso por Mariquilla de las Nieves... Beba usted esa copa.

—Supe que amaba a otro—añadí sintiendo que mi cerebro despedía una lumbre vagorosa y desparramada, llama de alcohol que trazaba mil figuras en el espacio con sus lenguas azules—. Amaba a otro. Una noche se me apareció. Iba de brazo con su nuevo amante. Pasaron por delante de mí y no me miraron. Yo me levanté y tomando la espada, herí en el vacío, y en el vacío surgió un manantial de sangre. La vi que se llegaba hacia mí pidiéndome perdón. La manga de su vestido tocó mi rostro, y me quemó. ¿Ve usted la quemadura, la ve usted?

—Sí, la veo, la veo. ¡Y todo por María de las Nieves!... Hombre es gracioso. A ver a qué sabe este Montilla.

—Yo quiero matar a ese hombre, o que él me mate a mí.

—No, a él, a él. ¡Pobre Currito Báez!

—Le mataré, le mataré, sí—exclamaba yo con furor, poniendo mi puño cerrado en el pecho de lord Gray—. ¿No siente usted cómo baila el mundo bajo nuestros pies? El mar entra por esa ventana. Ahoguémonos juntos y todo se concluirá.

—¿Ahogarme? No—dijo el inglés—. Yo también amo.

A pesar de mi lastimoso estado intelectual presté atención vivísima a sus palabras.

—Yo también amo—prosiguió—. Mi amor es secreto, misterioso y oculto, como las perlas, que además de estar dentro de una concha están en el fondo del mar. No tengo celos de nadie, porque su corazón es todo mío. No tengo celos más que de la publicidad; odio de muerte a todo el que descubra y propale mi secreto. Antes me arrancaré la lengua que pronunciar su nombre delante de otra persona. Su nombre, su casa, su familia, todo es misterioso. Yo me deslizo en la oscuridad, en oscuridad profunda que no proyecte sobra alguna, y abro mis brazos para recibirla, y los oscuros cuerpos se confunden en el negro espacio. Bullen átomos de luz, como estos que ahora nos rodean, y en las puntas de nuestros cabellos palpita con galvánica fuerza, embriagadora sensibilidad. ¿No percibe usted estas ondas que vienen del cielo, no siente usted cómo se abre la tierra y despide cien mil vidas nuevas, creadas en esta corola donde estamos, y en cuyos bordes nos movemos a impulso de la suave y embalsamada brisa?

—¡Sí, lo veo, lo veo!-respondí llevando el vaso a mis labios.

—Amigo mío, Dios hizo perfectamente al amasar este barro del mundo. Habría sido lástima que no lo hiciera. La materia vivificada por el amor es sin duda lo mejor que existe después del espíritu. Yo adoro el universo lleno de luz, pintado con lindos colores, sombreado por amorosas opacidades que cubren el discreto amor; yo adoro la naturaleza que todo lo hizo hermoso, y detesto a los hombres corruptores del elemento donde habitan, como ensucian los sapos la laguna. Mi alma se arroja fuera de este lodazal y busca los aires puros; huye de las infectas madrigueras de la civilización, abiertas en fango pestilente y se baña en los rayos de oro que cruzan los espacios.

»Olvidaba decir a usted que para hacer más encantadora mi aventura, la historia, es decir, diez y siete siglos de guerras, de tratados de privilegios, de tiranía, de fanatismo religioso, se oponen a que sea mía. Necesito demoler las torres del orgullo, abatir los alcázares del fanatismo, burlarme de la fatuidad de cien familias que cifran su orgullo en descender de un rey asesino, D. Enrique II, y de una reina liviana, doña Urraca de Castilla; apalear cien frailes, azotar cien dueñas, profanar la casa llena de pintarreados blasones, y hasta el mismo templo lleno de sepulcros, si la refugian en él.

—¿La va usted a robar, milord?-pregunté en un instante de rápida lucidez.

—Sí; la robaré y me la llevaré a Malta, donde tengo un palacio. He pedido un barco a Inglaterra.

Sentí súbito estremecimiento, como si mi conturbada naturaleza hiciera un esfuerzo colosal para recobrar su perdido aliento.

—Lord Gray—dije—somos amigos. Soy discreto. Yo le ayudaré a usted en esa empresa, que no será fácil por desgracia.

—No lo será... veremos—repuso exaltado después de beber con ardiente anhelo—. Yo le ayudaré a usted a matar a Currito Báez.

—Sí, le mataré; así tuviera mil vidas. Pero permítame usted que le pague su auxilio, ofreciéndole el mío para robar a esa mujer, y burlarnos de diez y siete siglos de guerras, de tratados, de privilegios, de fanatismo, de religión, de tiranía.

—Bien, amigo Gabriel; venga esa mano. ¡Viva lo imposible! El placer de acometerlo es el único placer real.

—Yo quisiera estar en los secretos de usted, milord.

—Lo estará usted.

—Yo mataré a mi hombre.

—Y pronto. Venga esa mano.

—Ahí va.

—Ahora bajemos—dijo lord Gray en el apogeo de su delirio.

—¿A dónde?

—Al mundo.

—El mundo se ha hecho pedazos, no existe—dije yo.

—Lo compondremos. Una vez se me rompió en mil pedazos un vaso etrusco que compré en Nápoles. Yo recogí los trozos uno a uno y los pegué perfectamente... ¡Oh, amada mía! ¿Dónde estás que no te veo? Este perfume de flores, esta música me anuncian que no estás lejos. Sr. de Araceli, ¿no la oye usted?

—Sí, una música encantadora—respondí, y era verdad que creí oírla.

—Ella viene envuelta en la nube que la rodea. ¿No advierte usted la deslumbradora claridad que entra en la pieza?

—Sí, la veo.

—Mi amada viene, Sr. de Araceli; ya entra; aquí está.

Miré a la puerta y la vi; era ella misma, rodeada de una luz dorada y pálida como la manzanilla y el Jerez que habíamos bebido. Quise levantarme; pero mi cuerpo se hizo de plomo, mi cabeza pesó más que una montaña y cayó entre mis brazos sobre la mesa, perdiendo de súbito toda noción de existencia.

XVI

Al recobrarla lenta y oscura, la voz del señor Poenco fue el accidente que me dio a conocer que había mundo. Lord Gray había desaparecido. Reconocime y me encontré estúpido; pero la vergüenza, motivada por el recuerdo de mi envilecimiento, vino más tarde. ¡Y qué vergüenza aquella, señores! Mucho tiempo tardé en perdonarme.

Pero echemos un velo, como dicen los historiadores, sobre el infausto suceso de mi embriaguez, y sigamos el cuento.

Desde tal día, el servicio en la Cortadura y en Matagorda me entretuvo algún tiempo, y no me fueron posibles aquellas visitas, ya tristísimas, ya alegres, que hacía a Cádiz; pero al fin, como el asedio no era penoso, disfruté de algún vagar, y un día púseme en camino de la calle Ancha, con intento de resolver allí qué dirección tomar.

En tiempos normales era la calle Ancha el sitio donde se reunía la caterva de mentirosos, desocupados, noveleros y toda la gente curiosa, alegre y holgazana. Allí iban también de paseo a la hora de medio día en invierno y por las tardes en verano las damas a la moda y los petimetres, abates y enamorados, ocurriendo con estos mil lances y escenas de que nos ha dejado retrato muy vivo D. Juan del Castillo en sus sainetes urbanos, no menos graciosos y verdaderos que los populares y consagrados a la majeza.