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100 Clásicos de la Literatura

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Las doce serían, cuando una gran turba de chicos desembocando por las calles de Pedro Conde y de la Manzana, anunció que algo muy extraordinario y divertido se aproximaba; y con efecto, tras el infantil escuadrón, que de mil diversos modos y con variedad de chillidos manifestaba su regocijo, vierais allí aparecer una falange de cien a caballo vestidos todos con el mismo traje amarillo y rojo que yo había visto en las secas carnes del gran D. Pedro. Este venía delante con faja de capitán general sobre el arlequinado traje, y tan estirado, satisfecho y orgulloso, que no se cambiara por Godofredo de Bouillón entrando triunfante en Jerusalén.

Ni él ni los demás llevaban corazas, pero sí cruces en el pecho; y en cuanto a armas, cuál llevaba sable, cuál espadín de etiqueta. Como diversión de Carnestolendas, aquello podía tolerarse; pero como Cruzada del obispado de Cádiz para acabar con los franceses, era de lo más grotesco que en los anales de la historia se puede en ningún tiempo encontrar.

La multitud les victoreaba, por la sencilla razón de que se divertía; ellos, con los aplausos, se creían no menos dignos de admiración que las huestes de César o Aníbal; y por fortuna nuestra, desde el Puerto de Santa María, donde estaban los franceses, no podía verse ni con telescopio semejante fiesta, que si la vieran, de buena gana habrían hecho más ruido las risas que los cañones.

Llegaron a la Aduana, pidió permiso el que los mandaba para entrar a saludar a la Regencia, se lo negamos, creyendo que los de la Junta no habrían perdido el juicio; insistió D. Pedro, golpeando el suelo con el sable y profiriendo amenazas y bravatas; entramos a notificar a los señores qué clase de estantiguas querían colarse en el palacio del gobierno, y este al fin consintió en ser felicitado por los caballeros a la antigua, temiendo despopularizarse si no lo hacía. ¡Debilidad propia de autoridades españolas!

Entró, pues, Congosto, seguido de cinco de los suyos, escogidos entre los más granados, atravesó el salón de corte, y al encarar con los de la Regencia hizo una profunda cortesía, irguiose después, paseó su orgullosa vista de un confín a otro de la sala, metió la mano en el bolsillo de los gregüescos y con gran sorpresa de todos los que le veíamos, sacó unos anteojos de gruesa armadura, que se caló sobre la martilluda nariz. Tal facha y vestido con anteojos era de lo más ridículo que puede imaginarse. Los de la Regencia fluctuaban entre el enojo y la risa, y los extraños que presenciaban aquello, no disimulaban su contento por disfrutar de escena tan chusca.

Luego que se ensartó los espejuelos y los acomodó bien, enganchados en las orejas y apoyados en la nariz, metió la otra mano en el otro bolsillo y saco un papel, ¡pero qué papel! Lo menos tenía una vara. Todos creímos que sería un discurso; pero no, señores, eran unos versos. Entonces, para hablar al Rey o al público o a las autoridades, privaban los malos versos sobre la mala prosa. Desdobló, pues, el luengo papel, tosió limpiando el gaznate, se atusó los largos bigotes, y con voz cavernosa y retumbante dio principio a la lectura de una sarta de endecasílabos cojos, mancos y lisiados, tan rematadamente malos como obra que eran del mismo personaje que los leía. Siento no poder dar a mis amigos una muestra de aquella literatura, porque ni se imprimieron ni puedo recordarlos; pero si no la forma, tengo presente el sentido, que se reducía a encomiar la necesidad de que todo el mundo se vistiera a la antigua, único modo de resucitar el ya muerto y enterrado heroísmo de los antiguos tiempos.

Durante la lectura había sacado D. Pedro la espada, y todas las frases fuertes las acompañaba de tajos, mandobles y cuchilladas en el aire, volteando el arma por encima de su cabeza, lo cual remató el grotesco papel que estaba haciendo. Luego que acabara de leer los malhadados versos, guardó el cartapacio, descolgó de la nariz los anteojos, y envainando la espada, hizo otra profunda reverencia y salió del salón seguido de los suyos.

¡Señores, que es verdad lo que digo! Me ofenden esas muestras de incredulidad de los que me escuchan. Ábrase la historia, no las que andan en manos de todos, sino otras algo íntimas, y que testigos presenciales dictaron. Pues qué, ¿se ha olvidado ya la condición sainetesca y un tanto arlequinada de nuestros partidos políticos en el período de su incubación? Verdad purísima, santa verdad es lo que he referido, aunque parece inverosímil, y aún me callo otras cositas por no ofender el decoro nacional.

Después, la graciosa procesión recorrió las calles de Cádiz con grande alegría de todo el pueblo, que se regocijaba con tal motivo extraordinariamente, sin decidirse por eso a vestir a la antigua... ¡Tan grande era su buen sentido! Los balcones y miradores se poblaban de damas, y en la calle la multitud seguía a los cruzados. Sobre todo los chicos tuvieron un día felicísimo. No faltó más para que aquello se pareciese a la entrada de D. Quijote en Barcelona, sino que los muchachos aplicaran a ciertas partes del caballo que montaba don Pedro las célebres aliagas, y aun creo que algo de esto aconteció al fin del triunfal paseo y cuando se volvían a la Isla.

Después del acontecimiento referido, ciertos sucesos tristísimos determinan un paréntesis no corto en esta parte de la historia de mi vida que voy refiriendo. El 1º de Junio sentíame enfermo y caí con la fiebre amarilla, cual otros tantos que en aquella temporada fueron víctimas del terrible tifus, con menos suerte que un servidor de ustedes, el cual escapó de las garras de la muerte, después de verse en estado tal que vislumbraba los horizontes del otro mundo.

Mi mal (ya me había atacado en la niñez con distinto carácter) no fue muy largo. Yo estaba en la Isla. Asistiéronme mis amigos cariñosamente; visitábame lord Gray todos los días, y Amaranta y doña Flora hicieron largas guardias y vigilias en la cabecera de mi lecho. Cuando me vieron fuera de peligro las dos lloraban de alegría.

Durante la convalecencia, D. Diego fue a visitarme, y me dijo:

—Mañana mismo vendrás a mi casa. Mis hermanas y mi novia me preguntan por ti todos los días. ¡Qué susto se han llevado!

—Iré mañana—le respondí.

Pero yo estaba muy lejos de esperar la orden militar e inapelable que por algún tiempo me desterrara de mi ciudad querida. Es el caso que D. Mariano Renovales, aquel soldado atrevido que tan heroicas hazañas realizó en Zaragoza, fue destinado a mandar una expedición que debía salir de Cádiz para desembarcar en el Norte. Renovales era un hombre muy bravo; pero con esta bravura salvaje de nuestros grandes hombres de guerra: valor desnudo de conocimientos militares y de todos los demás talentos que enaltecen al buen general. Había publicado el guerrillero una proclama extravagantísima, en cuya cabeza se veía un grabado representando a Pepe Botellas cayéndose de borracho y con un jarro de vino en la mano, y el estilo del tal documento correspondía a lo innoble y ridículo de la estampa. Sin embargo, por esto mismo le elogiaron mucho y le dieron un mando. ¡Achaques de España! Estos majaderos suelen hacer fortuna.

Pues señor, como decía, diose a Renovales un pequeño cuerpo de ejército, y en este cuerpo de ejército me incluyeron a mí, obligándome, casi enfermo todavía, a seguir al loco guerrillero en su más loca expedición. Obedecí y embarqueme con él, despidiéndome de mis amigos. ¡Oh, qué aventura tan penosa, tan desairada, tan funesta, tan estéril! Fiad empresas delicadas a hombres ignorantes y populacheros que no tienen más cualidad que un valor ciego y frenético.

No quiero contar los repetidos desastres de la expedición. Sufrimos tempestades, aguantamos todo género de desdichas, y para colmo de desgracia, lejos de hacer cosa alguna de provecho, parte de las tropas desembarcadas en Asturias cayeron en poder de los franceses. Gracias dimos a Dios los pocos que después de tres meses y medio de angustiosas penas, pudimos regresar a Cádiz, avergonzados por el infausto éxito de la aventura. Yo comparé a mis compañeros de entonces con los individuos de la Cruzada en la falta de sentido común.

Regresamos a Cádiz. Algunos fueron a recibirnos con júbilo creyendo que volvíamos cubiertos de gloria, y en breves palabras contamos lo ocurrido. La gente entusiasta y patriotera no quería creer que el valiente Renovales fuese un majadero. Por desgracia, de esta clase de héroes hemos tenido muchos.

Luego que descansamos un poco, después de poner el pie en tierra, fuimos a presentarnos a las autoridades de la Isla. Era el 24 de Setiembre.

VIII

Una gran novedad, una hermosa fiesta había aquel día en la Isla. Banderolas y gallardetes adornaban casas particulares y edificios públicos, y endomingada la gente, de gala los marinos y la tropa, de gala la Naturaleza a causa de la hermosura de la mañana y esplendente claridad del sol, todo respiraba alegría. Por el camino de Cádiz a la Isla no cesaba el paso de diversa gente, en coche y a pie; y en la plaza de San Juan de Dios los caleseros gritaban, llamando viajeros:-¡A las Cortes, a las Cortes!

Parecía aquello preliminar de función de toros. Las clases todas de la sociedad concurrían a la fiesta, y los antiguos baúles de la casa del rico y del pobre habíanse quedado casi vacíos. Vestía el poderoso comerciante su mejor paño, la dama elegante su mejor seda, y los muchachos artesanos, lo mismo que los hombres del pueblo, ataviados con sus pintorescos trajes salpicaban de vivos colores la masa de la multitud. Movíanse en el aire los abanicos, reflejando en mil rápidos matices la luz del sol, y los millones de lentejuelas irradiaban sus esplendores sobre el negro terciopelo. En los rostros había tanta alegría, que la muchedumbre toda era una sonrisa, y no hacía falta que unos a otros se preguntasen a dónde iban, porque un zumbido perenne decía sin cesar:-¡A las Cortes, a las Cortes!

 

Las calesas partían a cada instante. Los pobres iban a pie, con sus meriendas a la espalda y la guitarra pendiente del hombro. Los chicos de las plazuelas, de la Caleta y la Viña, no querían que la ceremonia estuviese privada del honor de su asistencia, y arreglándose sus andrajos, emprendían con sus palitos al hombro el camino de la Isla, dándose aire de un ejército en marcha, y entre sus chillidos y bufidos y algazara se distinguía claramente el grito general:-¡A las Cortes, a las Cortes!

Tronaban los cañones de los navíos fondeados en la bahía; y entre el blanco humo las mil banderas semejaban fantásticas bandadas de pájaros de colores arremolinándose en torno a los mástiles. Los militares y marinos en tierra ostentaban plumachos en sus sombreros, cintas y veneras en sus pechos, orgullo y júbilo en los semblantes. Abrazábanse paisanos y militares congratulándose de aquel día, que todos creían el primero de nuestro bienestar. Los hombres graves, los escritores y periodistas, rebosaban satisfacción, dando y admitiendo plácemes por la aparición de aquella gran aurora, de aquella luz nueva, de aquella felicidad desconocida que todos nombraban con el grito placentero de:-¡Las Cortes, las Cortes!

En la taberna del Sr. Poenco no se pensaba más que en libaciones en honor del gran suceso. Los majos, contrabandistas, matones, chulos, picadores, carniceros y chalanes, habían diferido sus querellas para que la majestad de tan gran día no se turbara con ataques a la paz, a la concordia y buena armonía entre los ciudadanos. Los mendigos abandonaron sus puestos corriendo hacia la Cortadura que se inundó de mancos, cojos y lisiados, ganosos de recoger abundante cosecha de limosnas entre la mucha gente, y enseñando sus llagas, no pedían en nombre de Dios y la caridad, sino de aquella otra deidad nueva y santa y sublime, diciendo:-¡Por las Cortes, por las Cortes!

Nobleza, pueblo, comercio, milicia, hombres, mujeres, talento, riqueza, juventud, hermosura, todo, con contadas excepciones, concurrió al gran acto, los más por entusiasmo verdadero, algunos por curiosidad, otros porque habían oído hablar de las Cortes y querían saber lo que eran. La general alegría me recordó la entrada de Fernando VII en Madrid en Abril de 1808, después de los sucesos de Aranjuez.

Cuando llegué a la Isla, las calles estaban intransitables por la mucha gente. En una de ellas la multitud se agolpaba para ver una procesión. En los miradores apenas cabían los ramilletes de señoras; clamaban a voz en grito las campanas y gritaba el pueblo, y se estrujaban hombres y mujeres contra las paredes, y los chiquillos trepaban por las rejas, y los soldados formados en dos filas pugnaban por dejar el paso franco a la comitiva. Todo el mundo quería ver, y no era posible que vieran todos.

Aquella procesión no era una procesión de santas imágenes, ni de reyes ni de príncipes, cosa en verdad muy vista en España para que así llamara la atención: era el sencillo desfile de un centenar de hombres vestidos de negro, jóvenes unos, otros viejos, algunos sacerdotes, seglares los más. Precedíales el clero con el infante de Borbón de pontifical y los individuos de la Regencia, y les seguía gran concurso de generales, cortesanos antaño de la corona y hoy del pueblo, altos empleados, consejeros de Castilla, próceres y gentileshombres, muchos de los cuales ignoraban qué era aquello.

La procesión venía de la iglesia mayor donde se había dicho solemne misa y cantado un Te Deum. El pueblo no cesaba de gritar ¡Viva la nación!, como pudiera gritar ¡viva el rey!, y un coro que se había colocado en cierto entarimado detrás de una esquina entonó el himno, muy laudable sin duda, pero muy malo como poesía y música; que decía:

Del tiempo borrascoso

que España está sufriendo

va el horizonte viendo

alguna claridad.

La aurora son las Cortes

que con sabios vocales

remediarán los males

dándonos libertad.

El músico había sido tan inhábil al componer el discurso musical, y tan poco conocía el arte de las cadencias, que los cantantes se veían obligados a repetir cuatro veces que con sabios, que con sabios, etc. Pero esto no quita su mérito a la inocente y espontánea alegría popular.

Cuando pasó la comitiva encontré a Andrés Marijuán, el cual me dijo:

—Me han magullado un brazo dentro de la iglesia. ¡Qué gentío! Pero me propuse ver todo y lo vi. Lindísimo ha estado.

—¿Pero ya empezaron los discursos?

—Hombre no. Dijo una misa muy larga el cardenal narigudo, y luego los regentes tomaron juramento a los procuradores, diciéndoles:-¿Juráis conservar la religión católica? ¿Juráis conservar la integridad de la nación española? ¿Juráis conservar en el trono a nuestro amado rey D. Fernando? ¿Juráis desempeñar fielmente este cargo?, a lo cual ellos iban contestando que sí, que sí y que sí. Después echaron un golpe de órgano y canto llano y se acabó. Gabriel, a ver si podemos entrar en el salón de sesiones.

Yo no creí prudente intentarlo; pero fui hacia allá, codeando a diestro y siniestro, cuando al llegar junto al teatro, ante cuyas puertas se agolpaban masas de gente y no pocos coches, sentí que vivamente me llamaban, diciendo:—Gabriel, Araceli, Gabriel, señor D. Gabriel, Sr. de Araceli.

Miré a todos lados, y entre el gentío vi dos abanicos que me hacían señas y dos caras que me sonreían. Eran las de Amaranta y doña Flora. Al punto me uní a ellas, y después que me saludaron y felicitaron cariñosamente por mi feliz llegada, Amaranta dijo:

—Ven con nosotras, tenemos papeletas para entrar en la galería reservada.

Subimos todos, y por la escalera pregunté a la condesa si algún acontecimiento había modificado la situación de nuestros asuntos, durante mi ausencia, a lo que me contestó:

—Todo sigue lo mismo. La única novedad es que mi tía padece ahora un reumatismo que la tiene baldada. Doña María la domina completamente y es quien manda en la casa y quien dispone todo... No he podido ni una vez sola ver a Inés, ni ellas salen a la calle, ni es posible escribirle. Yo esperaba con ansia tu llegada, porque D. Diego prometió llevarte allá. Cuando vayas espero grandes resultados de tu celosa tercería. A lord Gray no hay quien le saque una palabra; pero los indicios de lo que te dije aumentan. Por la criada sabemos que doña María está con una oreja alta y otra baja, y que el mismo D. Diego, con ser tan estúpido, lo ha descubierto y rabia de celos. Mañana mismo es preciso que vayas allá, aunque yo dudo mucho que la de Rumblar quiera recibirte.

No hablamos más del asunto porque el Congreso Nacional ocupó toda nuestra atención. Estábamos en el palco de un teatro; a nuestro lado en localidades iguales veíamos a multitud de señoras y caballeros, a los embajadores y otros personajes. Abajo en lo que llamamos patio, los diputados ocupaban sus asientos en dos alas de bancos: en el escenario había un trono, ocupado por un obispo y cuatro señores más y delante los secretarios del despacho. Poco habían unos y otros calentado los asientos, cuando los de la Regencia se levantaron y se fueron como diciendo: «Ahí queda eso».

—Esta pobre gente—me dijo Amaranta—no sabe lo que trae entre manos. Mírales cómo están desconcertados y aturdidos sin saber qué hacer.

—Se ha marchado el venerable obispo de Orense—dijo doña Flora—. Por ahí se susurra que no le hacen maldita gracia las dichosas Cortes.

—Por lo que oigo, están eligiendo quien las presida—dije—. Hay aquí un traer y llevar de papeletas que es señal de votación.

—Buenas cosas vamos a ver hoy aquí—añadió Amaranta con el regocijo que da la esperanza de una diversión.

—Yo lo que quiero es que prediquen pronto—añadió doña Flora—. Prontito, señores. Veo que hay muchos clérigos, lo cual es prueba de que no faltarán picos de oro.

—Pero estos clérigos filósofos son torpes de lengua—afirmó Amaranta—. Aquí hablarán más los seglares, y será tal el barullo, que veremos escenas tan graciosas como las de un concejo de pueblo con fuero. Amiga, preparémonos a reír.

—Ya parece que tienen presidente. Oigamos lo que lee aquel caballerito que está en el escenario y que parece un mal actor que no sabe el papel.

—Está conmovido por la majestad del acto—repuso Amaranta—. Me parece que estos señores darían algo ahora porque les mandasen a sus casas. Verdaderamente las fachas no son malas.

—Desde aquí veo al vizconde de Matarrosa—indicó doña Flora—. Es aquel mozalbete rubio. Le he visto en casa de Morlá, y es chico despejado... Como que sabe inglés.

—Ese angelito debiera estar mamando, y le van a dispensar la edad para que sea diputado—repuso la condesa—. Como que no tiene más años que tú, Gabriel. Vaya unos legisladores que nos hemos echado. Aquí tenemos Solones de veinte abriles.

—Querida condesa—dijo la otra—desde aquí veo todas las narices y toda la boca de D. Juan Nicasio Gallego. Está abajo entre los diputados.

—Sí, allí está. De un bocado se tragará Cortes y Regencia. Es el hombre de mejores ocurrencias que he visto en mi vida, y de seguro ha venido aquí a reírse de sus compañeros de procuraduría. ¿No es aquel que está a su lado D. Antonio Capmany? ¡Miren qué facha! No se puede estar quieto un instante y baila como una ardilla.

—Ese que se sienta en este momento es Mejía.

—También veo la cara seráfica de Agustinito Argüelles. Dicen que este predica muy bien. ¿Ve usted a Borrull? Cuentan que este no quiere Cortes. Pero empiece de una vez la función ¡qué pesados son!

—Aquí como no se paga la entrada, no hay derecho a impacientarse.

—Ya está dispuesta la presidencia. ¿Tocarán un pito para empezar?

—Yo tengo una curiosidad por oír lo que digan...

—Y yo.

—Será un disputar graciosísimo—dijo Amaranta—porque cada cual pedirá esto y lo otro y lo de más allá.

—Conque salga uno diciendo: «Yo quiero tal cosa», y otro responda: «Pues no me da la gana», se animará esta desabrida reunión.

—¡Cuándo las habrán visto más gordas! Será gracioso oír a los clérigos gritar: «Fuera los filósofos», y a los seglares: «Fuera los curas». Veo con sorpresa que el presidente no tiene látigo.

—Es que guardarán las formas, amiga mía.

—¿En dónde han aprendido ellos a guardar formas?

—Silencio, que va a hablar un diputado.

—¿Qué dirá? Nadie lo entiende.

—Se vuelve a sentar.

—En el escenario hay uno que lee.

—Se levantarán algunos de sus asientos.

—Ya. Acaban de decir que quedan enterados.

—Nosotros también. Tanto ruido para nada.

—Silencio, señores, que vamos a oír un discurso.

—¡Un discurso! Oigamos. ¡Qué ruido en los palcos!

Si no calla el público, el presidente mandará bajar el telón.

—¿Es aquel clérigo que está allí enfrente quien va a hablar?

—Se ha levantado, se arregla el solideo, echa atrás la capa. ¿Le conoce usted?

—Yo no.

—Ni yo. Oigamos qué dice.

—Dice que sería prudente adoptar una serie de proposiciones que tiene escritas en un papelito.

—Bueno: léanos usted ese papelito, señor cura.

—Parece que hablará primero.

—¿Pero quién es?

—Parece un santo varón.

En los palcos inmediatos corría de boca en boca un nombre que llegó hasta el nuestro. El orador era D. Diego Muñoz Torrero.

Señores oyentes o lectores, estas orejas mías oyeron el primer discurso que se pronunció en asambleas españolas en el siglo XIX. Aún retumba en mi entendimiento aquel preludio, aquella voz inicial de nuestras glorias parlamentarias, emitida por un clérigo sencillo y apacible, de ánimo sereno, talento claro, continente humilde y simpático. Si al principio los murmullos de arriba y abajo no permitían oír claramente su voz, poco a poco fueron acallándose los ruidos y siguió claro y solemne el discurso. Las palabras se destacaban sobre un silencio religioso, fijándose de tal modo en la mente que parecían esculpirse. La atención era profunda, y jamás voz alguna fue oída con más respeto.

—¿Sabe usted, amiga mía—dijo en un momento de descanso doña Flora—que este cleriguito no lo hace mal?

—Muy bien. Si todos hablaran así, esto no sería malo. Aún no me he enterado bien de lo que propone.

—Pues a mí me parece todo lo que ha dicho muy puesto en razón. Ya sigue. Atendamos.

El discurso no fue largo, pero sí sentencioso, elocuente y erudito. En un cuarto de hora Muñoz Torrero había lanzado a la faz de la nación el programa del nuevo gobierno, y la esencia de las nuevas ideas. Cuando la última palabra expiró en sus labios, y se sentó recibiendo las felicitaciones y los aplausos de las tribunas, el siglo décimo octavo había concluido.

 

El reloj de la historia señaló con campanada, no por todos oída, su última hora, y realizose en España uno de los principales dobleces del tiempo.

IX

—Atención, que van a leer el papelito.

D. Manuel Luxán leyó.

—¿Se ha enterado usted, amiga doña Flora?

—¿Acaso soy sorda? Ha dicho que en las Cortes reside la Soberanía de la Nación.

—Y que reconocen, proclaman y juran por rey a Fernando VII...

—Que quedan separadas las tres potestades... no sé qué terminachos ha dicho.

—Que la Regencia que representa al Rey o sea poder ejecutivo preste juramento.

—Que todos deben mirar por el bien del Estado. Eso es lo mejor, y con decirlo, sobraba lo demás.

—Ahora se levanta gran tumulto entre ellos, amiga mía.

—Van a disputar sobre eso. Pues no levantará mal cisco el cleriguito. ¿Cómo se llama?...

—D. Diego Muñoz Torrero.

—Parece que vuelve a hablar.

En efecto, Muñoz Torrero pronunció un segundo discurso en apoyo de sus proposiciones.

—Ahora me ha gustado más, mucho más, señora condesa—dijo la de Cisniega—. A este hombre le haría yo obispo. ¿No es justo y razonable lo que ha dicho?

—Sí, que las Cortes mandan y el rey obedece.

—De modo, que según la Soberanía de la Nación, el gobierno del reino está dentro de este teatro.

—Ahora le toca a Argüelles, amiga mía. Lo que me gusta es que todos dicen que están de acuerdo. ¿Para cuándo dejan el disputar?

—Al principio todo es mieles. Repare usted que estamos en el primer acto.

—Ahora habla Argüelles.

—¡Oh, qué bien! ¿Ha conocido usted muchos predicadores que se expresen con esa elegancia, esa soltura, esa majestad, ese elevado tono, el cual nos sorprende y embelesa de tal modo que no podemos apartar la atención del orador, encantándose igualmente con su presencia y voz, la vista y el oído?

—¡Cosa incomparable es esta!—expresó con entusiasmo doña Flora—. Diga usted lo que quiera, han hecho muy bien en traer a España esta novedad. Así todas las picardías que cometan en el gobierno se harán públicas, y el número de los tunantes tendrá que ser menor.

—Sospecho que esto va a ser más brillante que útil—repuso la condesa—. Oradores creo que no faltarán. Hoy todos han hablado bien; ¿pero acaso es tan fácil la obra como la palabra?

Y de este modo iban comentando los discursos que sucedieron al de Muñoz Torrero, los cuales alargaban tanto la sesión, que bien pronto se hizo de noche y el teatro fue encendido. No por la tardanza se cansaron las dos damas, quienes, como el resto de la concurrencia, permanecieron en sus asientos hasta entrada la noche, gozando de un espectáculo que hoy a pocos cautiva por ser muy común, pero que entonces se presentaba a la imaginación con los mayores atractivos. Los discursos de aquel día memorable dejaron indeleble impresión en el ánimo de cuantos los escucharon. ¿Quién podría olvidarlos? Aún hoy, después que he visto pasar por la tribuna tantos y tan admirables hombres, me parece que los de aquel día fueron los más elocuentes, los más sublimes, los más severos, los más superiores entre todos los que han fatigado con sus palabras la atención de la madre España. ¡Qué claridad la de aquel día! ¡Qué oscuridades después, dentro y fuera de aquel mismo recinto, unas veces teatro, otras iglesia, otras sala, pues la soberanía de la nación tardó mucho en tener casa propia! Hermoso fue tu primer día, ¡oh, siglo! Procura que sea lo mismo el último.

Ya avanzada la noche, corrió un rumor por las tribunas. Los regentes iban a jurar, obligados a ello por las Cortes. Era aquello el primer golpe de orgullo de la recién nacida soberanía, anhelosa de que se le hincaran delante los que se conceptuaban reflejo del mismo Rey. En los palcos unos decían: «Los regentes no juran»: y otros: «Vaya si jurarán».

—Yo creo que unos jurarán y otros no—dijo Amaranta—. Ellos han intentado tener de su parte el pueblo y la tropa; pero no han encontrado simpatías en ninguna parte. Los que tengan un poco de valor, mandarán a las Cortes a paseo. Los débiles se arrastrarán en ese escenario, donde me parece que resuena todavía la voz del gracioso Querol y de la Carambilla, y besarán el escabel donde se sienta ese vejete verde, que es, si no me engaño, don Ramón Lázaro de Dou.

—¡Que juren! Con eso no habrá conflictos. Parece que hay tumulto abajo.

—Y también arriba, en el paraíso. El pueblo cree que está viendo representar el sainete de Castillo La casa de vecindad, y quiere tomar parte en la función. ¿No es verdad, Araceli?

—Sí señora. Ese nuevo actor que se mete donde no le llaman, dará disgustos a las Cortes.

—El pueblo quiere que juren—dijo Flora.

—Y querrá también que se les ponga una soga al cuello y se les cuelgue de las bambalinas.

—Y fuera también hay marejadita.

—Me parece que esos que han entrado en el escenario son los regentes.

—Los mismos. ¿No ve usted a Castaños, al viejo Saavedra?

—Detrás vienen Escaño y Lardizábal.

—¡Cómo!—exclamó la condesa con asombro—. ¿También jura Lardizábal? Ese es el más orgulloso enemigo de las Cortes, y andaba por ahí diciendo a todo el mundo que él se guardaría las Cortes en el bolsillo.

—Pues parece que jura.

—Ya no hay vergüenza en España... Pero no veo al obispo de Orense.

—El obispo de Orense no jura—murmuraron las tribunas en rumoroso coro.

Y en efecto, el obispo de Orense no juró. Hiciéronlo humildemente los otros cuatro, con mala gana sin duda. La opinión pública en general estaba muy pronunciada contra ellos. Levantose la sesión, y salimos todos, oyendo a nuestro paso las opiniones del público sobre el suceso que había puesto fin al solemne día. Casi todos decían:

—¡Ese testarudo vejete no ha querido jurar! Pero el juramento con sangre entra.

—Que lo cuelguen. No acatar el decreto que se llamará de 24 de Setiembre, es dar a entender que las Cortes son cosa de broma.

—Yo me quitaba de cuentos, y al que no bajara la cabeza, le mandaría prender, y después...

—Si esos señores no quieren más que gobierno absoluto...

En cambio otros, los menos por cierto, se expresaban así:

—¡Magnífico ejemplo de dignidad ha dado el obispo a sus compañeros! Humillar el poder real ante cuatro charlatanes...

—Veremos quién puede más—decían unos.

—Veremos quién más puede—respondían los otros.

Los dos bandos que habían nacido años antes y crecían lentamente, aunque todavía débiles, torpes y sin brío, iban sacudiendo los andadores, soltaban el pecho y la papilla y se llevaban las manos a la boca, sintiendo que les nacían los dientes.

X

Despedime de Amaranta y su amiga, prometiendo visitarlas al día siguiente, como en efecto lo hice. En un café de Cádiz juntóseme D. Diego, quien al punto renovó sus promesas de llevarme a la casa materna, en lo cual le di tanta prisa, que fijamos para el próximo día la visita. También hice una a lord Gray, al cual hallé sin variación alguna, y como le dijese que yo pensaba ir a casa de doña María, se sorprendió, asegurándome después que él iba todas las noches.

Cuando llegó el anochecer del día indicado, fuimos Rumblar y yo, previa repetición de las advertencias que el caso requería.

—Ten mucho cuidado—me dijo—de fingirte mojigato, si no quieres que te echen a la calle. Mis hermanas, a quien dije que estabas aquí, desean que vayas; pero no te la eches de galante con ellas. Mucho cuidado con aludir a mis salidas de noche, porque lo hago a escondidas de mi señora mamá. A los señores que veas allí, trátales cual si fueran lumbreras de la patria y prodigios de talento y virtudes. En fin, confío en tu buen sentido.