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100 Clásicos de la Literatura

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Frédéric objetó los inconvenientes de ir más allá.

—¡Ah, bah!

Y subieron la escalera.

En la primera sala, a la derecha, algunos caballeros, con un catálogo en la mano, examinaban los cuadros; en otra se vendía una colección de armas chinas; la señora Dambreuse quiso bajar. Miraba los números de encima de las puertas, y le llevó hasta el extremo del corredor, hacia una pieza llena de gente.

Inmediatamente reconoció él los dos armarios del Arte Industrial, su mesa de labor, todos sus muebles.

Encajados en el fondo, por hileras, según tamaño, formaban un gran declive desde el suelo hasta las ventanas; y a los demás lados de la habitación, los tapices y las cortinas colgaban derechas a lo largo de las paredes; debajo había una especie de gradería ocupada por algunos pobres viejos que dormitaban. A la izquierda estaba un escritorio, donde el comisario, de corbata blanca, blandía suavemente un martillo; un joven escribía a su lado, y más bajo que ellos, un robusto mozo, en pie, mitad comisionista, mitad comerciante de contraseñas, pregonaba los muebles que se vendían. Tres mozos los ponían sobre una mesa, que rodeaban, sentados en fila, prenderos y revendedores. La gente circulaba por detrás de ellos.

Cuando Frédéric entró, las enaguas, los fichus, los pañuelos y hasta las camisas habían pasado de mano en mano y vuelto a pasar; a veces se tiraban desde lejos, y cosas blancas atravesaban por el aire repentinamente. Luego se vendían sus vestidos; después, uno de sus sombreros, cuya pluma rota colgaba; después, sus pieles, tres pares de botines; y la distribución de aquellas reliquias, en que confusamente hallaba las formas de sus miembros, le parecía una atrocidad, como si estuviera viendo cuervos destrozando su cadáver. La atmósfera de la sala, enteramente cargada de alientos, le asfixiaba. La señora Dambreuse le ofreció su frasco; se divertía mucho, según decía.

Se exhibieron los muebles del cuarto de dormir.

El señor Berthelmot anunciaba un precio; el pregonero, enseguida, lo repetía más fuerte; y los tres comisarios esperaban tranquilamente el golpe del martillo para llevarse el objeto a una pieza contigua. Así desaparecieron, unos tras otros, el gran tapiz azul sembrado de camelias que sus menudos pies hollaban cuando venía a recibirle; la pequeña mecedora de tapicería en que se sentaba él cuando estaban solos; las dos pantallas de la chimenea, cuyo marfil se había hecho más suave al contacto de sus manos; una bola de terciopelo, erizada de alfileres. Se iban con aquellas cosas parte de su corazón, y la monotonía de las voces mismas, de los mismos gestos, le cansaba, ocasionándole un aturdimiento fúnebre, una desolación verdadera.

Un crujido de seda se oyó a su lado; Rosanette le tocaba. Había tenido noticias de aquella venta por Frédéric mismo. Pasado su dolor, formó la idea de sacar provecho de allí; venía, pues, a verlo, con un chaleco de raso blanco, con botones de perla, vestido de volantes, muy ceñidos los guantes, con aire de vencedora. Él palideció de cólera; ella miró a la mujer a quien acompañaba.

La señora Dambreuse la reconoció, y durante unos minutos se contemplaron de arriba abajo, escrupulosamente, para descubrir la falta, la tara; envidiando una quizá la juventud de la otra, y esta, despechada por el extremado buen tono, la sencillez aristocrática de su rival. Por fin, la señora Dambreuse volvió la cabeza con sonrisa de insolencia inexplicable.

El pregonero había abierto un piano, ¡su piano! En pie como estaba, hizo un acorde con la mano derecha y anunció el instrumento por mil doscientos francos, después bajó a mil, a ochocientos, a setecientos.

La señora Dambreuse, con alocado tono, se burlaba de las cosas. Colocaron luego delante de los prenderos un cofrecillo con medallones, con cantoneras y cerraduras de plata, el mismo que había él visto en la primera cena de la calle Choiseul, que después estuvo en casa de Rosanette, y volvió a poder de la señora Arnoux. Muchas veces, durante sus excursiones, se fijaban en él sus ojos; se hallaba unido a sus más queridos recuerdos, y su alma se deshacía de ternura, cuando, de repente, dijo la señora Dambreuse:

—Mira, voy a comprarlo.

—Pues no es muy curioso —contestó Frédéric.

Ella lo encontraba, por el contrario, muy lindo, y el pregonero elogiaba la delicadeza.

—Una alhaja del Renacimiento; ochocientos francos, señores; casi todo de plata. Con un poco de blanco de España brillará mucho.

Y como ella entrara a donde estaba la gente, dijo Frédéric:

—¡Qué idea más singular!

—¿Te molesta?

—No; pero ¿qué puede hacerse con ese bibelot?

—¡Quién sabe! Quizá meter en él cartas amorosas. —Y miró de manera que hacía más clara la alusión.

—Razón de más para no despojar de sus secretos a los muertos.

—No la creía yo tan muerta. —Y añadió, distintamente—: Ochocientos ochenta francos.

—Lo que haces no está bien hecho —murmuró Frédéric. Ella se reía—. Pero, querida amiga, es el primer favor que te pido.

—¿Sabes que no serás un marido muy agradable?

Alguien acababa de subir la puja; ella levantó la mano:

—Novecientos francos.

—Novecientos francos —repetía Berthelmot.

—Novecientos diez… quince… veinte… treinta… —gritaba el pregonero, recorriendo la concurrencia con la vista, tras un movimiento brusco de cabeza.

—Pruébame que mi mujer es razonable —dijo Frédéric. Y la arrastró suavemente hacia la puerta.

El comisario seguía:

—Vamos, vamos, señores; novecientos treinta. ¿Hay comprador por novecientos treinta?

La señora Dambreuse, que había llegado al umbral, se detuvo, y en voz alta dijo:

—Mil francos.

En el público se sintió como un estremecimiento, y el silencio sobrevino.

—¡Mil francos, señores, mil francos! ¿Nadie dice nada? ¿Nadie? ¡Mil francos! Adjudicado.

El martillo de marfil bajó. Ella dio su tarjeta y le enviaron el cofrecillo, metiéndolo en su manguito. Frédéric sintió que un gran frío le atravesaba el corazón.

La señora Dambreuse no había dejado su brazo, y no se atrevió a mirarle de frente hasta la calle, donde esperaba su coche. Se metió en él como un ladrón que huye, y cuando se sentó se volvió a Frédéric, que tenía su sombrero en la mano.

—¿No sube usted?

—No, señora.

Y saludándola fríamente, cerró la portezuela y dio la señal de arrancar al cochero.

Al principio experimentó un sentimiento de alegría y de independencia reconquistada; de orgullo por haber vengado a la señora Arnoux, sacrificándole una fortuna. Después se admiró de su acto, y un cansancio sumo le aburrió.

A la mañana siguiente su criado le contó las novedades. Se había decretado el estado de sitio, la Asamblea disuelta, y una parte de los representantes del pueblo, de maceros. Los asuntos públicos le dejaban indiferente; tan preocupado estaba con los suyos.

Escribió a algunos proveedores para dar contraorden en muchos encargos relativos a su matrimonio, que al presente se le presentaba como innoble especulación; aborrecía a la señora Dambreuse porque había estado a punto de cometer, por su causa, una bajeza. Olvidaba a la mariscala, ni siquiera se inquietaba por la señora Arnoux, no pensando más que en sí mismo, perdido en las ruinas de sus sueños, enfermo, lleno de dolor y de desaliento, y su odio al ficticio medio en que había sufrido tanto; anheló la frescura de la hierba, el reposo de la provincia, una vida soñolienta pasada a la sombra del techo natal con corazones inocentes. El miércoles por la noche salió, por fin.

Grupos numerosos ocupaban el bulevar. De cuando en cuando una patrulla los disolvía; pero detrás de ella volvían a formarse. Hablaban libremente, se vociferaban contra la tropa gracias e injurias, y nada más.

—¡Cómo! ¿Es que la gente no se bate? —dijo Frédéric a un obrero.

El hombre de blusa contestó:

—No somos tan brutos para hacernos matar por los burgueses. Que ellos se arreglen.

Y un caballero gruñó, sonriendo a través al arrabalero:

—¡Canallas de socialistas! ¡Si pudieran exterminarse esta vez!

Frédéric no comprendió nada de tanto rencor y tanta tontería. Su disgusto por París aumentó; y a los dos días se marchó a Nogent en el primer tren.

Pronto desaparecieron las casas, se ensanchó el campo. Solo en su coche, con los pies en el asiento, rumiaba los acontecimientos de los últimos días, todo su pasado, trayéndole el recuerdo de Louise.

«¡Esa me amaba, esa! He hecho mal en no aprovechar esa dicha. ¡Bah! No pensemos más en ella». Pero cinco minutos después añadía: «¿Quién sabe, sin embargo…? Más tarde, ¿por qué no?».

Su sueño, como sus ojos, se perdía en vagos horizontes: «Era inocente, una aldeana, casi una salvaje. Pero ¡tan buena!».

A medida que adelantaba hacia Nogent, se aproximaba a ella. Cuando atravesó las praderas de Sourdun, la imaginó bajo los álamos, como en otro tiempo, cortando juncos a orillas del agua; llegaron, y bajó. Se apoyó de codos para volver a ver la isla y el jardín en que se habían paseado un día de sol; y el aturdimiento del viaje y del aire libre, la debilidad de sus recientes emociones, le causaban una especie de exaltación, y se dijo: «Quizá haya salido. ¡Si fuera a su encuentro!».

Las campanas de Saint-Laurent sonaban; y en la plaza, delante de la iglesia, había grupos de pobres y una calesa, la única del pueblo (la que servía para las bodas). De repente, bajo el pórtico, en una oleada de burgueses de corbata blanca, aparecieron dos recién casados.

Creyó en una alucinación; pero no; era ella, Louise, cubierta con velo blanco, desde sus cabellos rojos hasta los talones; y él era Deslauriers, con casaca azul bordada de plata, traje de gobernador. ¿Por qué no?

 

Frédéric se ocultó en el ángulo de una casa para dejar pasar el cortejo. Avergonzado, vencido, aplastado, se volvió al ferrocarril y entró de nuevo en París.

El cochero de alquiler le aseguró que se habían levantado barricadas desde el Château-d’Eau hasta el Gimnasio, y tomó por el barrio de Saint-Martin. En la esquina de la calle Provence, Frédéric echó pie a tierra para ir a los bulevares.

Eran las cinco y caía una menuda lluvia; los burgueses ocupaban la acera del lado de la Ópera; las casas de enfrente estaban cerradas; nadie en las ventanas. Por toda la anchura del bulevar galopaban los dragones, inclinados sobre sus caballos y el sable desenvainado, viéndose a la luz de los faroles de gas las crines de sus cascos y sus grandes capas blancas, retorcidas y movidas por el viento en sus espaldas. La muchedumbre los contemplaba en la bruma, muda, aterrada.

Entre las cargas de caballería surgían escuadras de policías para obligar a la gente a que se marchara por las calles.

Sobre las escaleras de Tortoni, un hombre, Dussardier, notable desde lejos por su alta estatura, permanecía quieto como una cariátide. Uno de los agentes que iba a la cabeza, con un tricornio sobre los ojos, le amenazó con su sable. El otro, entonces, adelantando un paso, se puso a gritar:

—¡Viva la República!

Cayó de espaldas y con los brazos en cruz. Un aullido de horror escapó de entre la muchedumbre; la gente se abrió en círculo a su alrededor con la vista y Frédéric, atónito, reconoció a Sénécal.

VI

Viajó.

Conoció la melancolía de los transportes, el frío despertar bajo una tienda, el aturdimiento de los paisajes y de las ruinas, la amargura de las simpatías interrumpidas.

Volvió.

Frecuentó la sociedad, tuvo otros amores nuevos. Pero el recuerdo continuado del primero se los hacía insípidos, y, además, la vehemencia del deseo, la flor misma de la sensación estaba perdida. Sus ambiciones intelectuales habían disminuido, igualmente. Pasaron algunos años, y soportaba la ociosidad de su inteligencia y la miseria de su corazón.

Hacia fines de marzo de 1867, a la caída de la noche, estando solo en su gabinete, entró una mujer.

—¡La señora Arnoux!

—¡Frédéric!

Le cogió ella de las manos, le atrajo dulcemente hacia la ventana y, sin dejar de mirarle, repetía:

—¡Es él, sí; es él!

En la penumbra del crepúsculo no percibía él más que sus ojos bajo el velillo de encaje negro que cubría su rostro.

Cuando hubo depositado en el borde de la chimenea una carterita de terciopelo granate, se sentó. Permanecieron ambos sin poder hablar, sonriéndose el uno al otro. Por fin, él le dirigió multitud de preguntas sobre ella y sobre su marido.

Vivían en el fondo de Bretaña, económicamente, para pagar sus deudas. Arnoux, casi siempre enfermo, parecía ya un viejo. Su hija se casó en Burdeos, y su hijo se hallaba de guarnición en Mostaganem. Luego levantó ella la cabeza, y dijo:

—Pero le veo a usted, y soy dichosa.

Él no dejó de decirle que a la noticia de su catástrofe había acudido a su casa.

—Lo sabía.

—¿Cómo?

Le había visto en el patio, y se ocultó.

—¿Por qué?

Entonces, con voz emocionada y con largos intervalos entre sus palabras, dijo:

—Tenía miedo. Sí… miedo de usted, de mí.

Aquella revelación le produjo como una sensación de voluptuosidad. Su corazón palpitaba fuertemente. Ella añadió:

—Perdóneme usted si no he venido antes. —Y señalando la carterita granate cubierta de palmas de oro—: La he bordado para usted expresamente. Contiene aquella suma a que debían responder los terrenos de Belleville.

Frédéric le agradeció el recuerdo, sintiendo que se hubiera molestado.

—No, no he venido por eso. Deseaba esta visita. Después me volveré… allá.

Y le habló del sitio que habitaba. Era una casa baja, de un solo piso, con un jardín lleno de enormes bojes y una doble avenida de castaños, que cubrían hasta la cima de una colina, desde donde se veía el mar.

—Voy a sentarme allí, en un banco, que he llamado el banco de Frédéric.

Después se puso a mirar los muebles, los bibelots, los cuadros, ávidamente, para conservarlo todo en su memoria. El retrato de la mariscala estaba medio tapado por una cortina. Pero los dorados y los blancos que se destacaban en las tinieblas le llamaron la atención.

—Me parece que conozco a esa mujer.

—Imposible —dijo Frédéric—. Es una pintura italiana antigua.

Confesó ella que deseaba dar una vuelta por las calles, de su brazo, y salieron.

Las luces de las tiendas iluminaban, por intervalos, su pálido perfil; las sombras los envolvían nuevamente; y en medio de los carruajes, de la gente y del ruido, iban sin distraerse de ellos mismos, sin oír nada, como los que van juntos por el campo, sobre un lecho de hojas muertas.

Volvieron a contarse sus días pasados, las comidas de tiempos del Arte Industrial, las manías de Arnoux, su manera de estirar las puntas del cuello postizo, de aplastar el cosmético en los bigotes, otras cosas más íntimas y más profundas. ¡Qué encanto sintió él la primera vez oyéndola cantar! ¡Qué bella estaba el día de su santo, en Saint-Cloud! Le recordó el jardincito de Auteuil, las noches del teatro, un encuentro en el bulevar, antiguos criados, su negra.

Se admiraba ella de su memoria. Sin embargo, le dijo:

—Algunas veces, las palabras de usted llegan hasta mí como eco lejano, como el sonido de una campana arrastrada por el viento; y me parece que está usted allí cuando leo pasajes de amor en los libros.

—Todo lo que en ellos se censura como exagerado me lo ha hecho usted sentir —dijo Frédéric—. Comprendo los Werther que no gustan de los dulces de Charlotte.

—¡Pobre amigo querido! —Y empezó, añadiendo, después de un prolongado silencio—: No importa; nos hemos amado mucho.

—¡Sin pertenecernos, sin embargo!

—Quizá valga eso más —contestó ella.

—No, no. ¡Qué felices hubiéramos sido!

—¡Oh, ya lo creo, con un amor como el de usted!

Y debía de ser muy grande para durar después de tan larga separación. Frédéric le preguntó cómo lo había descubierto.

—Fue una noche que me besó usted la muñeca entre el guante y la manga. Y me dije: «Pero me ama… me ama». Tenía miedo de asegurarme, sin embargo. ¡La reserva de usted era tan encantadora, que gozaba con ella como homenaje involuntario y constante!

De nada se quejaba él; sus sufrimientos de otro tiempo quedaban pagados.

Cuando entraron en casa, la señora Arnoux se quitó el sombrero. La lámpara colocada sobre una consola alumbró sus cabellos blancos. Aquello fue un golpe en medio del pecho. Para ocultarle aquella decepción se echó en el suelo a sus pies, y cogiendo sus manos se puso a decirle palabras tiernas.

—La persona de usted, sus menores movimientos me parecían tener en el mundo una importancia sobrehumana. Mi corazón saltaba como polvo a los pasos de usted. Me producía usted el efecto de un rayo de luna en noche de estío, cuando todo es perfume, dulces sombras, blancuras, infinito; y las delicias de la carne y del alma se hallaban contenidas para mí en su nombre, que repetía, procurando besarlo con mis labios. No imaginaba un más allá. Era la señora Arnoux en persona, con sus dos hijos, tierna, seria, linda hasta deslumbrar, ¡y tan buena! Esa imagen borraba las demás; ni siquiera pensaba en ella, puesto que yo tenía en el fondo la música de la voz y el esplendor de los ojos de usted.

Aceptaba ella como encanto aquellas adoraciones para la mujer que ya no era ella. Frédéric, embriagándose con sus palabras, llegaba a creer lo que decía. La señora Arnoux, con la espalda vuelta a la luz, se inclinaba hacia él, que sentía sobre su frente la caricia de su aliento, y a través de sus vestidos el indeciso contacto de todo su cuerpo.

Sus manos se estrecharon; la punta de su bata se veía un poco por debajo del traje, y le dijo casi desfallecida:

—La vista del pie me perturba.

Un movimiento pudoroso la hizo levantarse. Después, inmóvil, y con la singular entonación de los sonámbulos, añadió:

—¡A mi edad! ¡Él! ¡Frédéric…! Ninguna mujer ha sido jamás amada como yo. No, no, ¿para qué sirve ser joven? Me burlo de eso, las desprecio a todas esas que vienen aquí.

—¡Oh! Aquí no viene nadie —contestó, complaciente.

Su rostro se dilató, y quiso saber si se casaría. Juró que no.

—¿De veras? ¿Por qué?

—Por usted —dijo Frédéric, estrechándola en sus brazos.

En ellos permaneció, con el cuerpo hacia atrás, la boca entreabierta, los ojos alzados. De repente le rechazó con un aire de desesperación; y como él le suplicara que correspondiera, le dijo, bajando la voz:

—Hubiera querido hacerle a usted feliz.

Frédéric sospechó que la señora Arnoux había venido para ofrecerse, y se sintió sobrecogido por un afán más fuerte que nunca, furioso, rabioso. Sin embargo experimentaba algo inexplicable, una repulsión y como el horror de un incesto. Otro temor le detuvo: el de un disgusto futuro. Además, ¡qué obstáculo sería aquello! Y a la vez, por prudencia y para no degradar su ideal, dio media vuelta y se puso a liar un cigarrillo. Le contemplaba ella maravillada.

—¡Qué delicado es usted! ¡No hay otro como usted, no hay otro!

Dieron las once.

—¡Ya! —dijo—. En un cuarto de hora, me iré.

Volvió a sentarse; pero observaba el reloj ella, y él continuamente paseando y fumando. Ambos no encontraban ya nada que decirse. Hay un momento en las separaciones en el que la persona amada no está con nosotros ya.

Por fin, la aguja pasó veinticinco minutos y cogió su sombrero por las cintas lentamente.

—Adiós, amigo mío, querido amigo. Ya no volveré a verle a usted. Era esta mi última visita de mujer. Mi alma no le abandonará. Que todas las bendiciones del cielo se vayan con usted. —Y le besó en la frente, como una madre. Pero pareció que buscaba algo y le pidió unas tijeras. Deshizo su peinado, todos sus cabellos blancos cayeron y se cortó de raíz, brutalmente, un gran mechón—: Consérvelos usted; adiós.

Cuando salió, Frédéric abrió la ventana; la señora Arnoux, en la acera, llamó a un coche que pasaba, subió y desapareció, y eso fue todo.

VII

A principios de aquel invierno, Frédéric y Deslauriers hablaban en el rincón del fuego, reconciliados, una vez más, por el fatalismo de su naturaleza, que los obligaba a reunirse siempre y a amarse.

El uno explicaba sucintamente su ruptura con la señora Dambreuse, que había vuelto a casarse con un inglés. El otro, sin decir cómo fue su matrimonio con la señorita Roque, contaba que su mujer, un hermoso día, se había escapado con un cantante. Para lavarse un poco de aquel ridículo se había comprometido en su gobierno por exceso de celo gubernamental y le habían destituido. Después fue jefe de colonización en Argelia, secretario de un bajá, gerente de un periódico, corredor de anuncios, para concluir empleado de lo contencioso en una compañía industrial.

En cuanto a Frédéric, habiéndose comido las dos terceras partes de su fortuna, vivía modestamente.

Después se informaron mutuamente de sus amigos.

Martinon era, ahora, senador.

Hussonnet ocupaba un alto cargo, donde tenía a su disposición todos los teatros y toda la prensa.

Cisy, metido en la religión y padre de ocho hijos, vivía en el castillo de sus abuelos.

Pellerin, después de haber caído en el fourierismo, la homeopatía, las mesas giratorias, el arte gótico y la pintura humanitaria, se hizo fotógrafo, y sobre todas las paredes de París se le veía representado de frac negro, con un cuerpo minúsculo y una cabeza gorda.

—¿Y tu íntimo Sénécal? —preguntó Frédéric.

—Desapareció; no sé. ¿Y tu gran pasión, la señora Arnoux?

—Debe de estar en Roma con su hijo, teniente de cazadores.

—¿Y su marido?

—Murió el año pasado.

—Anda —dijo el abogado. Y después, dándose un golpe en la frente, añadió—: A propósito, el otro día, en una tienda, me encontré a aquella buena mariscala, llevando de la mano a un muchachito que ha adoptado. Es viuda de un tal Oudry, y muy gorda. ¡Qué decadencia! ¡Ella, que antes tenía una cintura tan delgada…!

Deslauriers no ocultó que se aprovechó de su desesperación para asegurarse de ese detalle por sí mismo. «Como tú, además, me lo habías permitido…». Aquella confesión era una compensación al silencio que guardaba respecto de su tentativa cerca de la señora Arnoux, que Frédéric le hubiera perdonado, puesto que no la logró.

 

Aunque un poco mortificado con el descubrimiento, hizo como que se reía; y la idea de la mariscala le recordó a la Vatnaz. Deslauriers no la había visto jamás, ni a otras muchas que iban a casa de Arnoux; pero se acordaba perfectamente de Regimbart.

—¿Vive aún?

—Apenas. Todas las noches, regularmente, desde la calle Grammont hasta la calle Montmartre, se arrastra por delante de los cafés, debilitado, doblado, vacío: un espectro.

—¿Y Compain?

Frédéric lanzó una exclamación de alegría y rogó al exdelegado del gobierno provisional que le explicara el misterio de la cabeza de vaca.

—Es una gran importación inglesa. Para parodiar la ceremonia que los realistas celebran el treinta de enero, los independientes realizan un banquete anual, en que se comen cabezas de vaca y en que se bebe vino tinto en cráneos de vaca, brindando por el exterminio de los Estuardos. Después de thermidor, los terroristas organizaron una cofradía enteramente semejante, lo que prueba que la tontería es fecunda.

—Me pareces muy tranquilo en la cosa política.

—Efecto de la edad —dijo el abogado.

Y resumían su vida, que ambos habían disipado: el que soñó con el amor y el que soñó con el poder. ¿Cuál era la causa?

—Quizá sea la falta de línea recta —expuso Frédéric.

—Para ti, quizá. Yo, por el contrario, he pecado por exceso de rectitud, sin tener en cuenta mil cosas secundarias, más fuertes que todo. Yo he tenido demasiada lógica; tú, demasiado sentimiento.

Y acusaron a la casualidad, a las circunstancias, a la época en que nacieron.

Frédéric añadió:

—No era esto lo que pensábamos en Sens, cuando tú, en aquel tiempo, querías hacer una historia crítica de la filosofía, y yo, una gran novela estilo Edad Media sobre Nogent, cuyo asunto encontré en Froissart: «De cómo los señores Brokars de Fenestranges y el obispo de Troyes asaltaron al señor Eustache d’Ambreicourt», ¿te acuerdas?

Y al exhumar su juventud, a cada frase se decían: «¿Te acuerdas?».

Volvían a representarse el patio del colegio, la capilla, el locutorio, la sala de armas al pie de la escalera, figuras de peones y discípulos: uno, llamado Angelmarre, de Versalles, que se cortaba trabillas de las botas viejas; el señor Mirbal y sus patillas rojas; los dos profesores de dibujo lineal y del gran dibujo, Varaud y Suriret, siempre disputando, y el polaco, el compatriota de Copérnico, con su sistema planetario de cartón, astrónomo ambulante, cuya sesión se había pagado con una comida en el refectorio; después, una terrible francachela en paseo; las primeras pipas que fumaron; los premios; las vacaciones. En las de 1837 estuvieron en casa de la turca.

Llamaban así a una mujer cuyo verdadero nombre era Zoraïde Turc; y muchas personas la creían una musulmana, una turca, cosa que aumentaba la poesía de su establecimiento, situado a orillas del agua, detrás de la muralla; hasta en pleno estío había sombra alrededor de su casa, que se conocía por una vasija de peces rojos junto a un tiesto de reseda sobre una ventana. Señoritas de camisola blanca, con pómulos enharinados y largos pendientes, golpeaban los cristales cuando por allí se paseaba, y a la noche, en el umbral de la puerta, cantaban bajito con ronca voz.

Aquel sitio de perdición proyectaba en todo el distrito un escándalo fantástico, designándolo por medio de perífrasis: «El sitio que usted sabe, una cierta calle, debajo de los puentes». Las labradoras del contorno lo temían por sus criadas, porque la cocinera del señor subgobernador había sido sorprendida allí, y estaba claro: la secreta obsesión de los adolescentes…

Pues bien: un domingo, durante las vísperas, Frédéric y Deslauriers, que se habían dado cita y rizado previamente, cogieron flores en el jardín de la señora Moreau, salieron a los campos, y después de un gran rodeo por las viñas, volvieron por la Pêcherie y se deslizaron en casa de la turca.

Frédéric presentó su ramo como un enamorado a su novia; pero el calor que hacía, la aprensión de lo desconocido, una especie de remordimiento y hasta el placer de ver de una sola ojeada tantas mujeres a su disposición, le conmovieron de tal modo, que se puso muy pálido, y permaneció quieto y sin decir nada. Todas reían, contentas por su confusión; creyendo que se burlaban de él, escapó, y como Frédéric tenía el dinero, Deslauriers se vio obligado a seguirle. Se los vio salir y aquello se convirtió en una anécdota memorable, no olvidada en tres años. Se la contaron muchas veces, contemplando cada uno los recuerdos del otro, y cuando acabaron:

—Esa fue nuestra mejor aventura —dijo Frédéric.

—Sí, quizá sea nuestra mejor aventura —repuso Deslauriers.