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100 Clásicos de la Literatura

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A la noticia de su herida corrió a casa de Dussardier con la intención de recuperarlo. Luego, no habiendo descubierto nada, a pesar de las pesquisas más exquisitas, sintió respeto y pronto amor por aquel muchacho tan leal, tan dulce, tan heroico y tan fuerte. Semejante fortuna a su edad era inesperada, y se arrojó a ella con apetito de ogro. Por ella abandonó la literatura, el socialismo, «las doctrinas consoladoras y las utopías generosas», el curso que daba sobre la desubalternización de la mujer, todo, hasta al mismo Delmar; y, por fin, ofreció a Dussardier que se unieran en matrimonio.

Por más que fuera su amante, no estaba él enamorado de ella; además, no había olvidado su robo; también era demasiado rica, así que rehusó casarse. Entonces, ella le dijo, llorando, los sueños que había formado: poner entre los dos un almacén de confección.

Poseía ella los primeros fondos indispensables, que aumentarían en cuatro mil francos en la próxima semana, y contó sus prevenciones contra la mariscala.

Dussardier lo sintió por consideración a su amigo. Recordaba la petaca ofrecida en el cuerpo de guardia, las noches del muelle Napoleón, tantas agradables conversaciones, los libros prestados, las mil complacencias de Frédéric; así que rogó a la Vatnaz que desistiera.

Ella se burló de su candidez, manifestando contra Rosanette una execración incomprensible, hasta no ambicionar la fortuna sino para aplastarla más adelante con su coraza.

Aquellos abismos de negrura asustaron a Dussardier, y cuando supo positivamente el día de la venta, salió. Al día siguiente, por la mañana, se presentó en casa de Frédéric con actitud embarazosa.

—Tengo que darle a usted una satisfacción.

—¿Por qué?

—Debe usted de tenerme por ingrato, a mí, por ella es… —balbucía—. ¡Oh!, no la veré más, no seré su cómplice. —Y como el otro le miraba, muy sorprendido—: ¿No van, dentro de tres días, a vender los muebles de su amante de usted?

—¿Quién os lo ha dicho?

—Ella misma, la Vatnaz; pero temo ofenderle a usted.

—Imposible, querido amigo.

—¡Ah, es verdad! ¡Es usted tan bueno!

Y le alargó con mano discreta una carterita de badana con cuatro mil francos, que eran todas sus economías.

—¿Cómo? ¡Ah!, no, no…

—Ya sabía yo que se ofendería usted —replicó Dussardier con una lágrima en los ojos.

Frédéric estrechó su mano, y el excelente muchacho repuso con voz doliente:

—Acéptelos usted; deme ese gusto. ¿No ha concluido todo, además? Yo había creído, cuando llegó la Revolución, que seríamos felices. ¿Se acuerda usted qué hermoso era aquello? ¡Qué bien se respiraba! Pero estamos peor que nunca. —Y fijando la vista en el suelo, añadió—: Ahora matan nuestra República, como han matado la otra, ¡la romana, y la pobre Venecia, la pobre Polonia, la pobre Hungría! ¡Qué abominación! Primero han destruido los árboles de la libertad; después, restringido el derecho de sufragio, cuando los clubes; restablecido la censura y entregado a los curas la enseñanza, en espera de la Inquisición. ¿Por qué no? Los conservadores nos hacen desear a los cosacos. Se condena a los periódicos cuando hablan contra la pena de muerte; París está repleto de bayonetas, dieciséis provincias en estado de sitio, y una vez más ha sido rechazada la amnistía. —Le cogió la frente con ambas manos, y separando luego los brazos como en un gran dolor, le dijo—: ¡Si se intentara, sin embargo! ¡Si estuvieran de buena fe, podríamos entendernos! Pero no; los obreros no valen más que los burgueses, sépalo usted. En Elbeuf, recientemente, han reclamado su socorro en un incendio. Los miserables tratan a Barbès de aristócrata. Para que se burlen del pueblo, quieren nombrar presidente a Nadaud, un albañil; ¿le parece a usted? Y no hay medio, no tiene cura, todo el mundo está contra nosotros. Yo no he hecho mal jamás, y, sin embargo, tengo como un peso sobre el estómago; me volveré loco si esto continúa. Me dan ganas de hacerme matar. Le digo a usted que no necesito mi dinero; ya me lo devolverá usted, pardiez; se lo presto a usted.

Frédéric, a quien apretaba la necesidad, acabó por tomar sus cuatro mil francos. Así que, por parte de la Vatnaz, ya no había inquietudes.

Pero Rosanette perdió al poco tiempo su proceso contra Arnoux y, por terquedad, quiso apelar. Deslauriers se extenuaba en hacerla comprender que la promesa de Arnoux no constituía ni una donación, ni una cesión regular; ella ni siquiera escuchaba, hallando la ley injusta, porque ella era una mujer, y los hombres se sostenían unos a otros. Por fin siguió sus consejos.

Se violentaba Deslauriers tan poco en aquella casa, que muchas veces llevó a Sénécal a cenar. Estas libertades desagradaban a Frédéric, que le adelantaba dinero y hasta le hacía vestir por su sastre, y el abogado daba sus levitas viejas al socialista, cuyos medios de existencia eran desconocidos.

Hubiera querido, con todo, servir a Rosanette. Un día que ella le enseñaba doce acciones de la compañía del caolín (aquella empresa que había hecho condenar a Arnoux por treinta mil francos), le dijo:

—¡Pero esto es mal negocio para él; soberbio!

Tenía derecho para citarle por el reembolso de sus créditos; probaría primeramente que venía obligado a pagar todo el pasivo de la compañía, puesto que había declarado como deudas colectivas deudas personales; que había distraído, en fin, muchos efectos de la sociedad.

—Todo esto le hace culpable de bancarrota fraudulenta, artículos quinientos ochenta y seis y quinientos ochenta y siete del Código de comercio, y le encerraremos; esté usted segura, monina mía.

Rosanette se arrojó a su cuello. La recomendó al día siguiente a su antiguo principal, no pudiendo ocuparse por sí mismo del proceso, porque necesitaba ir a Nogent. Sénécal le escribiría en caso de urgencia.

Sus negociaciones para la compra de un estudio eran un pretexto. Pasaba el tiempo en casa del señor Roque, donde había empezado no solo por elogiar a su amigo, sino por imitar sus maneras y lenguaje en cuanto era posible, cosa que le había valido la confianza de Louise, mientras ganaba la de su padre desencadenándose contra Ledru-Rollin.

Si Frédéric no volvía era porque frecuentaba el gran mundo; y poco a poco Deslauriers les contó que amaba a cierta persona, que tenía un hijo y que mantenía una criatura. La desesperación de Louise fue inmensa; la indignación de la señora Moreau, no menos fuerte. Veía a su hijo hundido en el fondo de un abismo vago, se sentía herida en su religión de las conveniencias, y experimentaba por ello una especie de deshonor formal; pero de repente cambió su fisonomía. A las preguntas que le hacían respecto a Frédéric, contestaba con aire malicioso:

—Va bien, muy bien.

Sabía de su matrimonio con la señora Dambreuse. Se había fijado la época, y hasta pensaba él cómo hacerle tragar la cosa a Rosanette.

Hacia mediados de otoño ganó ella su proceso relativo a las acciones de caolín. Frédéric lo supo encontrando a Sénécal en su puerta, que salía de la audiencia.

Había reconocido a Arnoux cómplice de todos los fraudes, y el expasante tenía tal aire de alegría por ello, que Frédéric le impidió ir más lejos, asegurándole que él se encargaría de su comisión cerca de Rosanette. Entró en su casa con la cara irritada.

—¡Ya estarás contenta!

Pero ella, sin fijarse en aquellas palabras, le dijo:

—¡Mira! —Y le enseñó a su hijo, acostado en una cuna cerca del fuego.

Le había encontrado tan malo por la mañana en casa de su nodriza, que le trajo a París.

Todos sus miembros habían enflaquecido extraordinariamente, y sus labios se hallaban cubiertos de puntos blancos, que formaban en el interior de su boca como cuajarones de leche.

—¿Qué ha dicho el médico?

—¡Ah! El médico pretende que el viaje ha aumentado su… no sé ya, un nombre en itis… en fin, que tiene una úlcera, una llaga, un cáncer. ¿Conoces tú eso?

Frédéric titubeó en contestar: «Ciertamente», añadiendo que aquello no era nada.

Pero a la noche se asustó con el aspecto débil del niño y el progreso de las manchas blanquecinas, parecidas a la putrefacción, como si la vida, abandonando ya aquel pobre cuerpecito, no hubiera dejado sino una materia en la que brotara la vegetación. Sus manos estaban frías; no podía ya beber ahora; y la nodriza, otra que el portero había ido a buscar a la ventura en una agencia, repetía:

—Parece muy decaído, muy decaído.

Rosanette estuvo levantada toda la noche.

Por la mañana se encontró con Frédéric.

—Ven a ver. No responde.

En efecto, estaba muerto. Ella lo cogió, lo sacudió, apretándolo, llamándole por los nombres más dulces, cubriéndolo de besos y de sollozos; daba vueltas extraviada, se arrancaba el pelo, lanzaba gritos y se dejó caer en el borde del diván, donde permaneció con la boca abierta, y una oleada de lágrimas caía de sus ojos fijos. Luego le sobrecogió un embotamiento y todo quedó tranquilo en la habitación. Los muebles andaban tirados; dos o tres toallas andaban también por los suelos; dieron las seis; se apagó la lamparilla.

Frédéric, mirando todo aquello, creía casi soñar. Su corazón se apretaba de angustia. Le parecía que aquella muerte no era más que un principio, y que detrás de ella había una desdicha más grande próxima.

De repente, Rosanette dijo con voz firme:

—Le conservaremos, ¿no es verdad?

Deseaba hacerle embalsamar. Muchas razones se oponían a este propósito. La principal, según Frédéric, era que la cosa no podía practicarse con niños tan pequeños; valía más un retrato, idea que ella aceptó. Se escribieron dos letras a Pellerin, y Delphine corrió a llevarlas.

 

Pellerin llegó enseguida, queriendo borrar con aquel celo todo recuerdo de su conducta. Primero dijo:

—¡Pobre angelito! ¡Ah, Dios mío, qué desgracia!

Pero poco a poco, dominándole el artista, declaró que no podía hacerse nada con aquellos ojos borrados, aquella faz lívida, que era una naturaleza verdaderamente muerta, que se necesitaría mucho talento, y murmuraba:

—No es fácil, no es fácil.

—Con tal que sea parecido… —objetó Rosanette.

—Me río yo del parecido. ¡Abajo el realismo! El espíritu es lo que se pinta. Déjenme ustedes. Voy a tratar de figurarme lo que esto debía ser.

Y se puso a cavilar con la frente en la mano izquierda, el codo en la derecha; luego dijo de repente:

—¡Ah! Una idea: ¡un pastel! Con medias tintas en color, pasadas casi a flor, puede obtenerse un hermoso modelado, en los bordes solamente.

Y envió a la doncella por su caja; después, con una silla a los pies y otra cerca, empezó a trazar grandes rasgos, tan tranquilo como si hubiera trabajado en el modelado. Elogiaba los san Juanitos, de Correggio; la infanta Rosa, de Velázquez; las carnes lechosas de Reynolds; la distinción de Lawrence, y, sobre todo, el niño de largo cabello que está en las rodillas de lady Glower.

—Y por otra parte, ¿no puede darse nada más encantador que esos escorzos? El tipo de lo sublime, Rafael lo ha aprobado con sus madonnas, es quizá una madre con su hijo.

Rosannete, que se ahogaba, salió, y Pellerin dijo al punto:

—¿Sabe usted lo que pasa con Arnoux?

—No; ¿por qué?

—Así debía acabar; eso es aparte.

—Pero ¿de qué se trata?

—Quizá a estas horas se halle… Perdone usted.

El artista se levantó para subir la cabeza del pequeño cadáver.

—¿Decía usted? —repuso Frédéric.

Y Pellerin, entornando los ojos para tomar mejor sus medidas, contestó:

—Decía que nuestro amigo Arnoux quizá se halle a estas horas preso. —Y después, con aire satisfecho—: Mire usted un poco. ¿Es esto?

—Sí, muy bien. ¿Pero Arnoux?

Pellerin dejó su lápiz.

—Por lo que he podido comprender, se encuentra perseguido por cierto Mignot, íntimo de Regimbart; buena cabeza este, ¿eh? ¡Qué idiota! Figúrese usted que un día…

—No se trata de Regimbart.

—Es verdad. Pues bien: Arnoux debía reunir, para ayer por la noche, doce mil francos; si no, estaba perdido.

—Puede que haya en eso exageración —dijo Frédéric.

—De ninguna manera; me parece el asunto grave, muy grave.

Rosanette volvió en aquel momento con los párpados enrojecidos, ardientes como placas de pintura; se acercó al dibujo y miró. Pellerin hizo un gesto que significaba que se callaba por ella; pero Frédéric, sin hacer caso, añadió:

—Sin embargo, yo no puedo creer…

—Le repito que le encontré ayer —dijo el artista— a las siete de la noche, calle Jacob. Hasta tenía su pasaporte, por precaución, y hablaba de embarcarse para el Havre con toda su gente.

—¡Cómo! ¿Con su mujer?

—Sin duda; es demasiado buen padre de familia para vivir enteramente solo.

—¿Y está usted seguro de eso…?

—¡Caramba! ¿Dónde quiere usted que haya encontrado doce mil francos?

Frédéric dio dos o tres vueltas por la habitación, jadeante, mordiéndose los labios, y, por fin, cogió su sombrero.

—¿Adónde vas? —dijo Rosanette.

No respondió y desapareció.

V

Necesitaba doce mil francos, pues de otro modo no volvería a ver más a la señora Arnoux; y hasta el presente le había quedado una esperanza invencible. ¿No componía ella como la sustancia de su corazón, el fondo mismo de su vida? Permaneció durante algunos minutos vacilante en la acera, muriéndose de angustia, feliz, sin embargo, de no estar en casa de la otra.

¿Dónde encontrar dinero? Frédéric sabía, por experiencia, cuán difícil es obtenerlo en el momento, a cualquier precio. Una sola persona podía ayudarle: la señora Dambreuse, que siempre conservaba en su escritorio muchos billetes de banco, y fue a su casa, diciéndole con tono atrevido:

—¿Tienes doce mil francos para prestarme?

—¿Para qué?

Era el secreto de otro; ella quería conocerlo; él no cedió; los dos se obstinaron. Por fin, ella declaró que no daba nada antes de saber el motivo. Frédéric se puso rojo. Uno de sus camaradas había cometido un robo; la suma había de ser restituida hoy mismo.

—¿Cómo se llama? Su nombre; veamos, su nombre.

—Dussardier.

Y se arrojó de rodillas, suplicándole que no dijera nada.

—¿Qué idea tienes de mí? —contestó la señora Dambreuse—. Cualquiera creería que eres tú el culpable. Acaba con esos aires trágicos. Toma; ahí los tienes, y que le aprovechen.

Corrió a casa de Arnoux. El comerciante no estaba en su tienda; pero continuaba viviendo en la calle Paradis, porque poseía dos domicilios.

En la calle Paradis, el portero le juró que Arnoux se hallaba ausente desde la víspera; en cuanto a la señora, no se atrevía a decir; y Frédéric subió la escalera como una flecha y pegó el oído a la cerradura. Por fin abrieron. La señora se había marchado con el señor. La criada ignoraba cuándo volverían; sus salarios estaban pagados y ella también se iba.

De repente oyó el crujir de una puerta.

—Pero ¿hay alguien?

—¡Oh!, no, señor; es el viento.

Entonces se retiró. Una desaparición tan rápida tenía algo de inexplicable. Regimbart, que era el íntimo de Mignot, podría quizá aclararlo. Y Frédéric hizo que le llevaran a su casa, en Montmartre, calle Empereur.

Su casa se hallaba rodeada por un jardincillo, cerrado por una verja, cuya entrada estaba guarnecida de planchas de hierro. Una escalera de tres peldaños en la blanca fachada, y desde la acera se veían las dos piezas del piso bajo: la primera, el salón, con vestidos sobre todos los muebles, y la segunda, el taller, donde trabajaban las oficialas de la señora Regimbart.

Todas vivían persuadidas de que el señor tenía grandes ocupaciones, grandes relaciones; que era un hombre enteramente excepcional. Cuando atravesaba el corredor, con su sombrero de alas abarquilladas, su cara larga y seria y su levita verde, interrumpían su labor. Además, no dejaba él de dirigirles siempre alguna frase de estímulo, alguna galantería en forma de sentencia, y luego, en sus casas, se sentían desgraciadas, porque le miraban como su ideal.

Ninguna, sin embargo, le amaba como la señora Regimbart, personita inteligente, que le mantenía con su oficio.

En cuanto el señor Moreau dijo su nombre, vino enseguida a recibirle, sabiendo por los criados lo que era para la señora Dambreuse. Su marido «volvía al instante», y Frédéric, al seguirla, admiró el aspecto de la casa y la profusión de encerados que allí se veía. Esperó algunos minutos en una especie de escritorio, donde el ciudadano se retiraba para pensar.

Su acogida fue menos áspera que de costumbre. Contó la historia de Arnoux. El exfabricante de porcelanas había enredado a Mignot, un patriota, poseedor de cien acciones de Le Siècle, demostrándole que era preciso, desde el punto de vista democrático, cambiar la gerencia y la redacción del periódico; y con pretexto de hacer triunfar su opinión en la próxima junta de accionistas, le había pedido cincuenta acciones, diciendo que las pasaría a amigos seguros, que apoyarían su voto; Mignot no tendría ninguna responsabilidad, no se incomodaría con nadie; y una vez obtenido el éxito, le proporcionaría una buena plaza en la administración, de cinco o de seis mil francos por lo menos. Las acciones fueron entregadas; pero Arnoux las vendió inmediatamente, y con el dinero se asoció a un comerciante de objetos religiosos. Vinieron las reclamaciones de Mignot, entretenimientos de Arnoux; hasta que el patriota le amenazó con una demanda de estafa si no restituía los títulos o la suma equivalente: cincuenta mil francos. Frédéric se mostró desesperado.

—No es eso todo —dijo el ciudadano—. Mignot, que es un hombre excelente, redujo a la cuarta parte. Nuevas promesas del otro, nuevas farsas, naturalmente. En resumen: anteayer por la mañana, Mignot le ha exigido que en término de veinticuatro horas le devolviera doce mil francos, sin perjuicio del resto.

—Pues yo los tengo —dijo Frédéric.

—¡Bromista!

—Perdone usted; están en mi bolsillo; los traigo.

—¡Qué deprisa va usted, caramba! Pero ya no es tiempo: la demanda se ha presentado y Arnoux se marchó.

—¿Solo?

—No; con su mujer. Los han visto en la estación del Havre.

Frédéric palideció extraordinariamente; la señora Regimbart creyó que iba a perder el conocimiento. Se contuvo y hasta tuvo fuerzas para dirigir dos o tres preguntas sobre la aventura. Regimbart se entristeció con ella, puesto que, en suma, todo aquello perjudicaba a la democracia.

Arnoux había sido siempre desordenado e informal.

—Una verdadera cabeza de chorlito. Quemaba sus fuegos por todos lados. El cotillón le ha perdido. No le compadezco, pero sí a su mujer.

Porque el ciudadano admiraba a las mujeres virtuosas, y guardaba gran estimación a la de Arnoux. «Ha debido de sufrir mucho».

Frédéric le agradeció aquella simpatía, y como si con ella hubiera recibido un favor, le estrechó la mano con efusión.

—¿Has dado todos los pasos necesarios? —le dijo Rosanette cuando volvió.

Contestó que no se había sentido con valor y había andado a la ventura por las calles para aturdirse.

A las ocho pasaron al comedor, pero permanecieron silenciosos el uno frente al otro, lanzando a intervalos un prolongado suspiro, y devolvían el plato. Frédéric bebió aguardiente; se sentía destrozado, aplastado, aniquilado, no teniendo conciencia de nada, sino una fatiga extremada.

Fue ella a buscar el retrato. El rojo, el amarillo, el verde y el añil se mezclaban con manchas violetas, formando una cosa repugnante, casi irrisoria.

Además, el muertecito estaba desconocido entonces. El tono violado de sus labios aumentaba la blancura de su piel; las narices parecían aún más delgadas; los ojos, más hundidos, y su cabeza descansaba sobre una almohada de tafetán azul, entre pétalos de camelias, rosas de otoño y violetas, idea de su doncella, y así le habían arreglado ambas devotamente. Sobre la chimenea, cubierta con una mantilla de encaje, había dos candelabros de plata sobredorada, y entre ellos, ramos de boj benditos; en los rincones, en dos vasos, ardían perfumes; todo aquello constituía, con la cuna, una especie de altar; y Frédéric se acordó de su velada cerca del señor Dambreuse.

Cada cuarto de hora, aproximadamente, Rosanette abría las cortinas para contemplar a su hijo, figurándosele algunos meses más adelante empezando a andar; después, en el patio del colegio, jugando a las barras; luego, a los veinte años, joven; y todas aquellas imágenes que creaba le parecían otros tantos hijos perdidos, multiplicaba su maternidad por el exceso de dolor.

Frédéric, inmóvil, en la otra butaca, pensaba en la señora Arnoux. Iba en el tren, sin duda; con la cara en los cristales del vagón y mirando al campo, que dejaba detrás por el lado de París, o en el puente de su vapor, como la primera vez que la vio; pero este se alejaba definitivamente hacia países de los que ya no volvería.

Después la veía en el cuarto de una fonda, con los baúles en el suelo, el papel de las paredes en jirones, la puerta movida por el viento. ¿Y luego? ¿Qué sería de ella? Institutriz, señora de compañía, doncella quizá; entregada a todos los azares de la miseria. Aquella ignorancia de su suerte le turbaba; hubiera debido oponerse a su huida y partir detrás. ¿No era él su verdadero esposo? Y al pensar que ya no la encontraría jamás, que aquello había concluido definitivamente, que la había perdido irrevocablemente, sentía desgarrarse todo su ser, y se desbordaron sus lágrimas, acumuladas desde la mañana.

Rosanette lo advirtió.

—¿Lloras como yo? ¿Tienes pesar?

—¡Ah, sí, lo tengo…!

Y la estrechó sobre su corazón, sollozando ambos así abrazados.

La señora Dambreuse también lloraba, acostada en su cama boca abajo y con la cabeza entre las manos.

Olympe Regimbart había venido aquella noche a probarle su primer traje de color, le había contado la visita de Frédéric, y hasta que tenía dispuestos doce mil francos con destino al señor Arnoux.

¡Así, aquel dinero, su dinero, era para impedir la marcha de la otra, para conservarse una amante!

 

Primero sintió un acceso de rabia, y resolvió arrojarle como un lacayo. Abundantes lágrimas la calmaron; valía más guardárselo todo, no decir nada.

Frédéric, al día siguiente, trajo los doce mil francos. Ella le rogó que los retuviera si los necesitaba para su amigo, y le preguntó mucho acerca de aquel caballero. ¿Quién le había impulsado a un tal abuso de confianza? Una mujer, indudablemente.

—Las mujeres os arrastran a todos los crímenes.

Aquel tono de sarcasmo descompuso a Frédéric, que experimentó un gran remordimiento por su calumnia. Lo que le tranquilizaba era que la señora Dambreuse no podía conocer la verdad. Ella fue terca, sin embargo, en el asunto; volvió a informarse de su camaradita, y después, de otro: de Deslauriers.

—¿Es hombre seguro e inteligente?

Frédéric le elogió.

—Ruégale que se pase por mi casa una de estas mañanas; desearía consultarle para un negocio.

Había encontrado un rollo de papeles que contenía los pagarés de Arnoux perfectamente protestados y en los cuales aparecía puesta la firma de la señora. Eran aquellos que motivaron la visita de Frédéric en cierta ocasión al señor Dambreuse a la hora del almuerzo, y aunque el capitalista no quiso perseguir el reembolso, hizo que el tribunal de comercio no solo condenara a Arnoux, sino a su mujer, que lo ignoraba, porque su marido no había juzgado conveniente advertírselo.

Aquella era un arma, no tenía duda la señora Dambreuse. Pero su notario quizá le aconsejara la abstención; prefería alguien oscuro, y se acordó de aquel pobre diablo de cara imprudente que le había ofrecido sus servicios.

Frédéric cumplió cándidamente su encargo. El abogado quedó encantado por entrar en relaciones con señora tan principal, y acudió.

Le anunció que la sucesión pertenecía a su sobrina, motivo de más para liquidar aquellos créditos que reembolsaría, deseando confundir a los esposos Martinon con los mejores procedimientos.

Deslauriers comprendió que allí se ocultaba un misterio, y reflexionaba al mirar los pagarés. El nombre de la señora Arnoux, por ella misma trazado, le puso ante su vista toda su persona y el ultraje que de ella recibiera. Puesto que la venganza se presentaba, ¿por qué no ejercerla?

Aconsejó, pues, a la señora Dambreuse que hiciera vender en subasta los créditos desesperados que dependían de la sucesión. Un testaferro los compraría bajo cuerda y ejecutaría los embargos. Él se encargaría de proporcionar aquel hombre.

Hacia fines del mes de noviembre, Frédéric pasaba por la calle de la señora Arnoux, alzó la vista hacia sus ventanas y percibió un anuncio sobre la puerta en que se leía: «Venta de un rico mobiliario, consistente en batería de cocina, ropa de cuerpo y mesa, camisas, encajes, enaguas, pantalones, casimires franceses y de la India, piano de Arard, dos baúles de roble Renacimiento, lunas de Venecia, cacharros de la China y el Japón».

«¡Es su mobiliario!», se dijo Frédéric, y el portero confirmó sus sospechas. En cuanto a la persona que disponía la venta, lo ignoraba; pero el citado Berthelmot daría quizá aclaraciones.

El oficial ministril no quiso al principio decir qué acreedor perseguía la venta, y Frédéric insistió. Era un señor Sénécal, agente de negocios; y Berthelmot llevó su complacencia hasta prestar su periódico Los Pequeños Anuncios.

Frédéric, al llegar a casa de Rosanette, lo tiró abierto sobre la mesa.

—Lee.

—Bien, ¿y qué? —dijo con fisonomía tan plácida, que Frédéric se exasperó.

—Déjate de fingimientos.

—No te comprendo.

—¿Eres tú la que haces vender el mobiliario de la señora Arnoux?

Volvió ella a leer el anuncio.

—¿Dónde está su nombre?

—Es su mobiliario, repito, y lo sabes mejor que yo.

—¿Qué me importa todo eso? —dijo Rosanette, encogiéndose de hombros.

—¿Lo que te importa? Que te vengas, nada más. Este es el resultado de tus persecuciones. ¿No la has ultrajado hasta el punto de ir a su casa? Tú, una nadie. ¡La mujer más santa, más encantadora y la mejor! ¿Por qué te encarnizas en arruinarla?

—Te aseguro que te equivocas.

—Vaya, ¡como si no hubieras puesto delante a Sénécal!

—¡Qué necedad!

Entonces le arrastró el furor:

—Mientes, mientes, miserable. Estás celosa de ella. Posees una condena contra su marido, y Sénécal se ha mezclado ya en tus negocios. Detesta a Arnoux, y vuestros dos odios se entienden. He visto su alegría cuando ganaste tu proceso del caolín. ¿Negarás esto?

—Te doy mi palabra.

—Conozco bien tu palabra.

Y Frédéric le recordó sus amantes por sus nombres, con detalles circunstanciados. Rosanette, enteramente pálida, retrocedía.

—¡Eso te asombra! Tú me creías ciego porque cerraba los ojos. Bastante hay por hoy. Nadie se muere por las traiciones de una mujer de tu especie. Cuando se hacen demasiado monstruosas se separa uno de ellas; sería desagradable el castigarlas.

Ella se retorcía los brazos.

—Dios mío, ¿quién lo ha cambiado?

—Nadie más que tú misma.

—¡Y todo esto por la señora Arnoux…! —exclamó, llorando, Rosanette.

Él contestó fríamente:

—Jamás he amado sino a ella.

A este insulto sus lágrimas se detuvieron.

—Eso prueba tu buen gusto. Una persona de edad madura, la tez color de regaliz, la cintura maciza, ojos grandes como ventanillos de bodega, y, como ellos, vacíos. Puesto que eso te agrada, ve a reunirte con ella.

—Eso es lo que esperaba, gracias.

Rosanette permaneció inmóvil, estupefacta por aquellas maneras extraordinarias. Dejó hasta que la puerta se cerrara; pero después, de un salto, le cogió en la antesala y, rodeándole con sus brazos, le dijo:

—Pero estás loco, estás loco; esto es absurdo. Te amo. —Y suplicaba—: ¡En nombre de nuestro hijito!

—Confiesa que has sido tú la autora del golpe —dijo Frédéric.

Ella defendió aún su inocencia.

—¿No quieres confesar?

—No.

—Pues bien: adiós, y para siempre.

—Escúchame.

Frédéric se volvió.

—Si me conocieras mejor, sabrías que mi resolución es irrevocable.

—¡Oh, tú volverás a mí!

—¡Jamás!

Y hasta hizo crujir la puerta violentamente.

Rosanette escribió a Deslauriers que tenía necesidad de él inmediatamente. Llegó cinco días después, una noche, y cuando le hubo ella contado su ruptura, dijo:

—¿No es más que eso? ¡Gran desgracia!

Creyó ella al principio que podía llevarle a Frédéric; pero estaba todo perdido. Había sabido por su portero su próximo matrimonio con la señora Dambreuse.

Deslauriers le predicó, se mostró hasta singularmente contento, bromista. Y como era demasiado tarde, pidió permiso para pasar la noche en una butaca. A la mañana siguiente volvió a marcharse a Nogent, advirtiéndole que no sabía cuándo se verían de nuevo; de allí a poco tal vez ocurriera un gran cambio en su existencia.

Dos horas después de su ida la villa estaba en revolución. Se decía que Frédéric iba a casarse con la señora Dambreuse. En fin, las tres señoritas Auger, no creyéndolo, se trasladaron a casa de la señora Moreau, quien confirmó la noticia con orgullo. El tío Roque se puso malo al conocerla. Louise se encerró, y hasta corrió el rumor de que estaba loca.

Sin embargo, Frédéric no podía ocultar su tristeza. La señora Dambreuse, para distraerle, redobló sus atenciones. Todas las tardes le paseaba en su carruaje, y una vez que pasaban por la plaza de la Bourse, tuvo la idea de entrar en la tienda de los peritos tasadores, por entretenerse.

Era el 1 de diciembre, el mismo día en que debía verificarse lo concerniente a la señora Arnoux. Recordó él la fecha y manifestó su repugnancia, declarando el sitio intolerable, en razón a la muchedumbre y al ruido; ella deseaba dar un vistazo solamente. El cupé se detuvo, y fue preciso seguirla.

Se veían en el patio lavabos sin palanganas; trozos de butacas, cestas viejas, tiestos de porcelana, botellas vacías, colchones, y algunos hombres de blusa o con levitas sucias, enteramente grises de polvo, de figura innoble, varios de entre ellos con sacos de lienzo a la espalda, hablaban en distintos grupos o se llamaban tumultuosamente.