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100 Clásicos de la Literatura

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El sol, quebrándose encima de todo aquello, lo hacía relucir entre las cruces de madera negra; y el ataúd avanzaba en los caminos principales, que están empedrados, como las calles de la ciudad. De cuando en cuando crujían los ejes. Mujeres, de rodillas, cuyo traje se arrastraba por la hierba, hablaban dulcemente a los muertos.

Blanquecinos vapores salían por entre el verdor de los tejos; eran ofrendas abandonadas, restos que se quemaban.

La fosa del señor Dambreuse estaba próxima a las de Manuel y Benjamin Constant. El terreno bajaba en aquel sitio por pendiente abrupta; al pie se ven cimas de árboles verdes, y, más lejos, chimeneas de bombas de incendio, y, después, toda la gran ciudad.

Frédéric pudo admirar todo el paisaje mientras se pronunciaban los discursos. El primero, en nombre de la Cámara de Diputados; el segundo, en nombre del Consejo General del Aube; el tercero, en nombre de la Sociedad Hullera de Saône-et-Loire; el cuarto, en nombre de la Sociedad de Agricultura Filantrópica. Por fin, ya se iba la gente, cuando un desconocido se puso a leer un sexto discurso, en nombre de la Sociedad de los Anticuarios de Amiens.

Y todos aprovecharon la ocasión para tronar contra el socialismo, del cual había muerto víctima el señor Dambreuse. El espectáculo de la anarquía y su afecto al orden eran lo que abreviaron sus días. Se elogiaron sus luces, su probidad, su generosidad y hasta su mutismo como representante del pueblo, porque si no era orador, poseía, en cambio, aquellas sólidas cualidades, mil veces preferibles, etcétera, con todas las frases que es preciso decir: «Fin prematuro; eterno pesar; la otra patria; adiós, o no, más bien, hasta la vista».

La tierra, mezclada de guijarros, cayó, y ya el mundo no volvería a ocuparse del difunto. Aún se habló de él un poco volviendo del cementerio, y no se reservaba la gente al apreciarle. Hussonnet, que debía dar cuenta del entierro en los periódicos, hasta repitió en broma todos los discursos; porque, en fin, el buen hombre de Dambreuse había sido uno de los potdevinistes más distinguidos del último reinado. Después, los coches del duelo se llevaron a los burgueses a sus negocios, felicitándose de que la ceremonia no había durado demasiado.

Frédéric, cansado, entró en su casa.

Cuando, al día siguiente, se presentó en el hotel Dambreuse, le manifestaron que la señora trabajaba abajo, en el despacho. Las cajas, los cajones estaban abiertos y revueltos; los libros de cuentas, tirados a izquierda y derecha; un rollo de papeles que llevaba el título de «Reintegros desesperados» andaba por el suelo; a punto estuvo de caerse encima, y lo levantó. La señora Dambreuse desaparecía, escondida, en el sillón grande.

—Y bien, ¿dónde está usted, qué hay?

Ella se levantó de un salto.

—¿Lo que hay? Que estoy arruinada, arruinada, ¿entiendes?

Adolphe Langlois, el notario, la llamó a su estudio y le comunicó el testamento de su marido, escrito antes de su matrimonio. Legaba todo a Cécile, y el otro testamento se había perdido. Frédéric se puso muy pálido. Sin duda, habría buscado mal.

—Pero mira —dijo la señora Dambreuse, enseñándole la habitación.

Las dos cajas abiertas a golpes de hacha y mazo estaban rotas, el pupitre fuera de su sitio, registrados los papeles y los legajos; de repente, lanzó un grito agudo, y se precipitó hacia un rincón, en que acababa de percibir una cajita con cerradura de cobre; la abrió, y nada.

—¡Ah, el miserable! Yo, que le he cuidado con tanto desinterés.

Y estalló en sollozos.

—Quizá esté en otra parte —dijo Frédéric.

—No; estaba ahí, en una caja; lo he visto recientemente. Lo ha quemado, con seguridad.

Un día, al principio de su enfermedad, el señor Dambreuse había bajado para echar algunas firmas.

—Y entonces habrá dado el golpe.

Y se dejó caer en una silla, aniquilada. Una madre de duelo no se hubiera lamentado más junto a una cuna vacía que la señora Dambreuse ante las cajas abiertas. Por fin, su dolor, a pesar de la bajeza del motivo, parecía tan profundo, que Frédéric procuró consolarla diciéndole que, después de todo, no se encontraba reducida a la miseria.

—En la miseria, puesto que no puedo ofrecerte una gran fortuna.

No tenía más que treinta mil francos de renta, sin contar con el hotel, que valdría quizá de dieciocho mil a veinte mil.

Aunque aquello fuera la opulencia para Frédéric, no por eso dejaba de experimentar una decepción. Adiós sus sueños y toda la gran vida que había pensado llevar. El honor le obligaba a casarse con la señora Dambreuse; reflexionó un minuto, y dijo después con ternura:

—Siempre te tendré a ti.

Se arrojó ella en sus brazos, y él la estrechó contra su pecho, con un estremecimiento en que había algo de admiración por sí mismo. La señora Dambreuse, cuyas lágrimas ya no corrían, levantó su rostro radiante de dicha y dijo, cogiéndole la mano:

—Nunca he dudado de ti; contigo contaba.

Aquella certidumbre anticipada de lo que consideraba como una hermosa acción desagradó al joven.

Luego le llevó a su cuarto, y formaron proyectos. Frédéric debía pensar ahora en lanzarse, y ella le dio acerca de su candidatura admirables consejos.

El primer punto era saber dos o tres frases de economía política; necesitaba escoger una especialidad, como, por ejemplo, la cría caballar; escribir muchas memorias sobre una cuestión de interés local; tener siempre a disposición administraciones de correos o estancos, hacer multitud de pequeños servicios. El señor Dambreuse se había manifestado en estas cosas un verdadero modelo. Así, una vez en el campo, había hecho pasar su faetón; lleno de amigos, delante del portal de un zapatero, había comprado para sus huéspedes doce pares de calzado, y para él unas botas espantosas, que tuvo el heroísmo de llevar durante quince días. Aquella anécdota les puso alegres; contó ella otras, y con un gran flujo de gracia, de juventud, de ingenio.

Aprobó su idea de un viaje inmediato a Nogent. Su despedida fue tierna, y sobre el umbral murmuró una vez más:

—¿No es verdad que me amas?

—Eternamente —contestó.

Un mensajero le esperaba en su casa con dos cartas a lápiz, anunciándole que Rosanette iba a dar a luz. Había tenido tantas ocupaciones hacía algunos días, que no pensaba ya en eso. Ella había ido a un establecimiento especial, en Chaillot.

Frédéric tomó un coche y partió.

En la esquina de la calle Marbeuf leyó en una muestra con grandes letras: «Casa de salud y partos, de la señora Alessandri, comadrona de primera clase, exalumna de la Maternidad, autora de varias obras», etcétera.

Y en el centro de la calle, sobre la puerta, puertecilla de quita y pon, la muestra repetía (sin la palabra parto): «Casa de salud de la señora Alessandri», con todos sus títulos.

Frédéric dio un aldabonazo.

Una doncella, con facha de doncellita confidente, le introdujo en el salón adornado con una mesa de caoba, sillones de terciopelo granate y un reloj debajo de un fanal.

Casi al punto apareció la señora, morena, alta, de cuarenta años, delgada, de hermosos ojos, de estilo mundano. Manifestó a Frédéric el feliz alumbramiento de la madre, y le hizo subir a su cuarto.

Rosanette se puso a sonreír inefablemente, y como sumergida en las oleadas de amor que le ahogaban, dijo en voz baja:

—Un muchacho; allí, allí —designando cerca de su cama una cuna.

Separó él las cortinas y vio entre las ropas algo, de rojo amarillento, extremadamente arrugado, que olía mal y gemía.

—Bésale.

Él contestó, para ocultar su repugnancia:

—Tengo miedo de hacerle daño.

—No, no.

Entonces besó con el extremo de los labios a su hijo.

—¡Cómo se te parece!

Y con sus brazos débiles, se colgó de su cuello, con una efusión de sentimientos que jamás había él visto.

El recuerdo de la señora Dambreuse acudió, y se reprochó como una monstruosidad traicionar a aquel pobre ser que amaba y sufría con toda la franqueza de su naturaleza. Durante muchos días la acompañó hasta la noche.

Se encontraba ella feliz en aquella casa desierta: hasta los postigos de la fachada permanecían constantemente cerrados; su cuarto, empapelado en Persia claro, daba a un gran jardín; la señora Alessandri, cuyo único defecto era citar como íntimos a los médicos ilustres, la rodeaba de atenciones; sus compañeras, casi todas solteras de provincias, se aburrían mucho, no teniendo quien viniera a verlas; Rosanette se percató de que la envidiaban, y se lo dijo a Frédéric con orgullo. Sin embargo, era preciso hablar bajo; los tabiques eran delgados, y todo el mundo andaba escuchando, a pesar del ruido continuo de los pianos.

Iba, por fin, a marcharse a Nogent, cuando recibió una carta de Deslauriers.

Dos nuevos candidatos se presentaban, uno conservador y otro rojo; un tercero, quienquiera que fuese, no tenía probabilidades. La culpa era de Frédéric, que había dejado pasar el momento oportuno; debía haber venido antes, moverse. «Ni siquiera te han visto en los comicios agrícolas». El abogado le censuraba el haber descuidado los periódicos. «Si tú hubieras seguido en otro tiempo mis consejos; si tuviéramos una hoja pública nuestra…». Insistía sobre esto. Por lo demás, muchas personas que habrían votado a su favor, en consideración al señor Dambreuse, le abandonarían ahora. Deslauriers era de estos. No teniendo nada que esperar del capitalista, dejaba a su protegido.

Frédéric llevó su carta a la señora Dambreuse.

—¿No has estado, pues, en Nogent? —preguntó.

—¿Por qué?

—Es que he visto a Deslauriers hace tres días.

 

Sabiendo la muerte de su marido, vino el abogado a traerle nota sobre las hullas y a ofrecerle sus servicios como hombre de negocios. Aquello pareció extraño a Frédéric. ¿Y qué hacía su amigo allí?

La señora Dambreuse quiso saber acerca del empleo de su tiempo desde su separación.

—He estado enfermo —respondió.

—Deberías, por lo menos, haberme avisado.

—No valía la pena; además, había tenido multitud de arreglos, citas, visitas.

Desde entonces llevó una existencia doble, durmiendo religiosamente en casa de la mariscala y pasando la tarde en casa de la señora Dambreuse, tanto, que apenas le quedaba en el centro del día una hora libre.

El niño estaba en el campo, en Andilly. Iba a verle todas las semanas.

La casa de la nodriza estaba situada en lo alto del pueblo, al fondo de un patinillo sombrío como un pozo, paja por el suelo, gallinas acá y allá, una carreta de legumbres en el cobertizo. Rosanette empezaba a besar frenéticamente a su angelote, y excitada por una especie de delirio iba y venía; intentaba ordeñar la cabra, comía pan bazo, aspiraba el olor del estiércol, quería poner un poco en su pañuelo.

Daban grandes paseos; ella entraba en casa de los jardineros, arrancaba las ramas de lilas que colgaban por fuera de los muros, y gritaba: «¡Arre, borriquillo!» a los asnos que tiraban de los carretones, deteniéndose a contemplar por la reja el interior de los grandes jardines; o bien la nodriza cogía al niño, le ponía a la sombra debajo de un nogal, y las dos mujeres largaban, durante horas enteras, pesadas necedades.

Frédéric, junto a ellas, contemplaba los cuadros de las viñas, en las pendientes del terreno, con la copa de un árbol de trecho en trecho y los polvorientos senderos parecidos a cintas grises; las casas en medio del verde acusaban manchas blancas y rojas; y a veces el humo de una locomotora se alargaba horizontalmente, al pie de las colinas cubiertas de follaje, como una gigantesca pluma de avestruz cuya ligera punta volara al viento. Después posaba sus ojos en su hijo. Se lo figuraba joven; sería su compañero; quizá se convertiría en un tonto, un desgraciado, seguramente. La ilegitimidad de su nacimiento le oprimiría siempre; más le hubiera valido no haber nacido, y Frédéric murmuraba: «¡Pobre niño!», con el corazón lleno de una incomprensible tristeza.

Con frecuencia perdía el último tren. Entonces la señora Dambreuse le reñía por su inexactitud; y él le contaba una historia.

Preciso era inventar otra para Rosanette, que no comprendía en qué empleaba las noches; y cuando enviaba a su casa, nunca estaba. Un día que se encontraba en ella, ambas se presentaron casi a la vez; obligó a marcharse a la mariscala, y escondió a la señora Dambreuse, diciéndole que iba a venir su madre.

Pronto llegaron a divertirle aquellas mentiras; repetía a la una los juramentos que acababa de hacer a la otra, les enviaba ramos semejantes, les escribía al mismo tiempo; luego establecía comparaciones entre ellas; pero siempre había una tercera presente en su pensamiento. La imposibilidad de ternura justificaba sus perfidias, que avivaban el placer con la alternativa; y cuanto más engañaba a cualquiera de las dos, más la amaba, como si sus amores se hubieran reanimado recíprocamente, y por una especie de emulación, hubiera cada una querido hacerle olvidar a la otra.

—Admira mi confianza —le dijo un día la señora Dambreuse, desdoblando un papel en que se le denunciaba que el señor Moreau vivía conyugalmente con una cierta Rose Bron—. ¿Es quizá la señorita de las carreras?

—¡Qué absurdo! —contestó—. Déjame ver.

La carta, escrita con caracteres romanos, no estaba firmada. La señora Dambreuse, al principio, había tolerado aquella amante que ocultaba su adulterio; pero habiendo aumentado su pasión, exigió una ruptura, cosa hacía mucho tiempo realizada, según Frédéric. Cuando hubo terminado sus protestas, replicó ella, entornando los ojos en que brillaba una mirada semejante a la punta de un estoque bajo muselina.

—Bueno, ¿y la otra?

—¿Qué otra?

—La mujer del de las porcelanas.

Se encogió él de hombros desdeñosamente, y ella no insistió.

Pero un mes más tarde, hablando de honor y de lealtad, elogiando él la suya propia (de una manera incidental, por precaución), dijo ella:

—Es verdad; eres honrado; no vas ya por allí.

Frédéric, que pensaba en la mariscala, balbució:

—¿Adónde?

—A casa de la señora Arnoux.

Le suplicó él que le confesara por qué conducto tenía la noticia. Era por su costurera del segundo, la de Regimbart.

¡Así, ella conocía su vida y él nada sabía de la suya!

Sin embargo, había descubierto en su tocador la miniatura de un señor de largos bigotes; ¿era el mismo del que en otro tiempo le habían contado una vaga historia? Pero no existían medios de saber más de aquello. Además, ¿de qué serviría?

Los corazones de las mujeres son como esos mueblecitos de secretos, llenos de cajones embutidos unos en otros; se molesta uno, se rompe las uñas, y en el fondo se encuentra alguna flor seca, restos de polvo o el vacío. Y quizá temiera también llegar a conocer demasiado.

Le obligaba ella a rehusar las invitaciones para sitios adonde no pudiera ir con él, le tenía a su lado, tenía miedo de perderle; y a pesar de aquella unión, cada día mayor, se descubrían repentinamente abismos entre ellos, a propósito de cosas insignificantes: la apreciación sobre una persona, una obra de arte.

Tenía una manera de tocar el piano correcta y dura. Su espiritualismo (la señora Dambreuse creía en la transmigración de las almas a las estrellas) no le impedía llevar su caja admirablemente. Era altanera con sus servidores, sus ojos permanecían siempre secos ante los harapos de los pobres. Un ingénito egoísmo se manifestaba en sus frases de ordinario: «¿Qué me importa eso? ¡Bueno estaría! ¿Tengo, acaso, necesidad?», y mil pequeños actos inanalizables, odiosos. Sería capaz de escuchar detrás de las puertas; debía de mentir a su confesor. Por espíritu de dominación, quiso que Frédéric la acompañase los domingos a la iglesia; obedeció y le llevaba el libro.

La pérdida de su herencia la había cambiado notablemente. Aquellas pruebas de dolor, que se atribuían a la muerte del señor Dambreuse, la hacían interesante y, como en otro tiempo, recibía mucha gente. Desde el fracaso electoral de Frédéric ambicionaba para ellos dos una legación en Alemania; así que la primera cosa que había que hacer era someterse a las ideas reinantes.

Unos querían el Imperio; otros, a los Orléans; otros, al conde de Chambord; pero todos convenían en la urgencia de la descentralización y se proponían muchos medios como estos: cortar a París en una porción de grandes calles para establecer en ella pueblos; trasladar a Versalles la residencia del gobierno; llevar las escuelas de Bourges; suprimir las bibliotecas; confiarlo todo a los generales de división; y se elogiaba el campo, puesto que, naturalmente, el hombre inculto tiene mejor sentido que los demás. Los odios abundaban: odio contra los maestros de escuela y contra los comerciantes de vino; contra las clases de filosofía; contra los cursos de historia; contra las novelas, los chalecos rojos, las barbas largas; contra la independencia, toda manifestación individual, porque era preciso «levantar el principio de autoridad»: que se ejerciera en cualquier nombre, que viniera de cualquier parte, con tal que fuese la fuerza, la autoridad. Los conservadores hablaban ahora como Sénécal. Frédéric no comprendía ya, y encontraba en casa de su examante las mismas cuestaciones por los mismos hombres.

Los salones de las cortesanas (de este tiempo data su importancia) eran terreno neutral, donde los reaccionarios de extremos diferentes se encontraban. Hussonnet, que se consagraba a denigrar las glorias contemporáneas (buena cosa para la restauración del orden), inspiró a Rosanette el deseo de tener sus reuniones como cualquiera otra; él hacía las crónicas. Primero le llevó un hombre serio: Fumichon; después apareció Nonancourt, el señor Grémonville, el señor Larsillois, exgobernador, y Cisy, que por entonces era agrónomo, bretón y, más que nunca, cristiano.

Venían, además, antiguos amantes de la mariscala, como el barón de Comaing, el conde de Jumillac y algunos otros; la libertad de sus maneras ofendía a Frédéric.

A fin de demostrar que era el amo aumentó el nivel de la casa. Tomó entonces un groom, se cambió de alojamiento y compró mobiliario nuevo. Aquellos gastos eran útiles para hacer que pareciera su matrimonio menos desproporcionado con su fortuna. Así, esta disminuía espantosamente; y Rosanette no comprendía nada de aquello.

Burguesa salida de su esfera, adoraba la vida doméstica, un pequeño interior apacible. Sin embargo, estaba contenta con recibir «un día»; decía: «esas mujeres», hablando de sus semejantes: quería ser «una señora de la buena sociedad», se creía de ellas. Rogó a Frédéric que no fumara en el salón; intentó que adelgazara, por buen gusto.

Mentía a su papel, por fin, porque se hacía seria, e incluso antes de acostarse manifestaba siempre alguna melancolía, como se pone un ciprés a la puerta de un cabaret.

Él descubrió la causa de todo aquello: soñaba con casarse; ¡ella también! Frédéric se exasperó. Además, recordaba su aparición en casa de la señora Arnoux, y, por último, le guardaba rencor por habérsele resistido tanto.

No por eso dejaba de averiguar quiénes habían sido sus amantes. Ella los negaba todos. Una especie de celos le agitaban; se irritó por los regalos que había recibido, que recibía; y a medida que el fondo mismo de su persona le mortificaba más, con gusto de los sentidos, áspero y brutal, le arrastraba hacia ella, ilusiones de un minuto que se resolvían en aborrecimiento.

Sus palabras, su voz, su sonrisa, todo acabó por desagradarle; sobre todo, sus miradas: aquel ojo de mujer eternamente límpido e inepto. Tan hastiado se encontraba a veces, que la hubiera visto morir sin conmoverse.

Pero ¿cómo incomodarse? Era de una dulzura desesperante.

Volvió Deslauriers, y explicó su permanencia en Nogent diciendo que trataba de adquirir allí un estudio de abogado. Frédéric se puso contento de verle; ¡al fin era alguien! Y le introdujo en la intimidad de aquella compañía.

El abogado cenaba en casa de ellos de cuando en cuando, y si se producían pequeñas discusiones, se declaraba siempre por Rosanette, hasta tal punto que Frédéric le dijo en una ocasión:

—Y acuéstate con ella, si eso te agrada —tanto deseaba una casualidad que le liberara.

Hacia mediados del mes de junio recibió ella un aviso del abogado Athanase Gautherot, invitándola a pagar cuatro mil francos debidos a la señorita Clémence Vatnaz; si no, vendría a embargarla al día siguiente.

En efecto, de los cuatro pagarés suscritos en otro tiempo, solo uno estaba satisfecho, porque el dinero que desde entonces pudo allegar pasó a otras necesidades.

Corrió a casa de Arnoux; vivía en el barrio de Saint-Germain, y el portero ignoraba la calle. Se trasladó a casa de muchos amigos y no encontró a nadie, volviendo desesperada. No quería decirle nada a Frédéric, temblando porque aquella nueva historia perjudicara a su matrimonio.

Al día siguiente por la mañana, el señor Athanase Gautherot se presentó, acompañado de dos acólitos: el uno, descolorido, de semblante desmirriado, aire devorado por la envidia; el otro, con cuello postizo y trabillas muy estiradas, con un dedal de tafetán negro en el índice; y ambos innoblemente sucios, cuellos grasientos y mangas de levita demasiado cortas.

Su principal, guapo mozo, por el contrario, empezó por disculparse de su penosa misión, mirando de paso la habitación, «llena de lindas cosas, palabra de honor»; y añadió: «Además, de aquellas que no se pueden coger». A un gesto suyo, desaparecieron los dos corchetes.

Entonces se redoblaron sus cumplidos. ¿Podía creerse que una persona tan encantadora no tuviera un amigo serio? Una venta judicial era una verdadera desgracia, de la que jamás se levanta uno. Trató de asustarla, y después, viéndola conmovida, adoptó súbitamente un tono paternal. Él conocía el mundo, había tenido negocios con todas aquellas señoras, y al nombrarlas se puso a examinar los cuadros de las paredes: antiguos del bravo Arnoux, bocetos de Sombaz, acuarelas de Burieu, tres paisajes de Dittmer. Rosanette no sabía, evidentemente, los precios. El señor Gautherot se volvió hacia ella y le dijo:

—Vaya; para demostrarle a usted que soy un buen muchacho, hagamos una cosa: cédame usted esos Dittmer y yo le pago todo. ¿Convenido?

 

En aquel momento, Frédéric, a quien Delphine había instruido en la antesala y que acababa de ver a los dos satélites, entró con el sombrero puesto y un aire brutal. El señor Gautherot recobró su dignidad, y como la puerta había quedado abierta:

—Vamos, señores, escriban ustedes. En la segunda pieza, decíamos: una mesa de roble, con sus dos suplementos; dos aparadores…

Frédéric le detuvo, preguntando si no habría algún medio de impedir el embargo.

—Perfectamente; ¿quién ha pagado los muebles?

—Yo.

—Pues bien: formule usted una reivindicación: esto siempre será ganar tiempo.

El señor Gautherot acabó deprisa sus escritos, y en el proceso verbal citó en relación a la señorita Bron, y se retiró.

Frédéric no le dirigió un solo reproche. Contemplando sobre la alfombra las huellas de barro dejadas por los zapatos de los corchetes, se dijo a sí mismo:

—Va a ser preciso buscar dinero.

—¡Ay, Dios mío, qué bestia soy! —dijo la mariscala.

Buscó en un cajón, cogió una carta y se fue corriendo a la sociedad de alumbrado del Languedoc para obtener la transferencia de sus acciones.

Una hora después volvió. ¡Los títulos habían sido vendidos a otro! El empleado le dijo al examinar el papel, la promesa escrita de Arnoux: «Esta acta no la constituye a usted propietaria de ninguna manera. La compañía no reconoce esto». En resumen: que la había despedido; estaba sofocada; y Frédéric debía ir en aquel mismo instante a casa de Arnoux para aclarar las cosas.

Pero Arnoux creería, quizá, que iba para recobrar indirectamente los quince mil francos de su hipoteca perdida; y luego, aquella reclamación a un hombre que había sido el amante de la que lo era suya ahora, le parecía una vergüenza. Eligiendo un término medio, fue al hotel Dambreuse a preguntar las señas de la señora Regimbart; envió a su casa un mensajero y conoció así el café que frecuentaba entonces el ciudadano.

Era un cafetillo de la plaza de la Bastilla, donde permanecía toda la tarde, en el rincón de la derecha del fondo, no dando más señales de vida que si formara parte del inmueble.

Después de haber pasado sucesivamente por la media taza, el grog, el bistec, el vino caliente y hasta el agua envinada, se había entregado a la cerveza; y de media en media hora se dejaba escapar esta palabra: bock, habiendo reducido su lenguaje a lo indispensable. Frédéric le preguntó si veía alguna vez a Arnoux.

—No.

—Anda, ¿y por qué?

—Un imbécil.

La política quizá los separase, y Frédéric creyó hacer bien informándose de Compain.

—¡Qué bruto! —dijo Regimbart.

—¿Cómo es eso?

—Su cabeza de vaca…

—¡Ah! Dígame usted qué es eso de la cabeza de vaca.

Regimbart sonrió compasivamente.

—Necedades.

Frédéric, después de un silencio prolongado, preguntó:

—¿Conque ha cambiado de domicilio?

—¿Quién?

—Arnoux.

—Sí. Calle Fleurus.

—¿Qué número?

—¿Acaso trato yo a los jesuitas?

—¿Cómo, jesuitas?

El ciudadano contestó, furioso:

—Con el dinero de un patriota que yo le di a conocer, ese cochino se ha establecido como comerciante en rosarios.

—No es posible.

—Vaya usted a verle.

Nada más exacto: Arnoux, debilitado por un ataque, se había inclinado a la religión; además, «siempre había tenido un fondo religioso», y (con la alianza de mercantilismo y de ingenuidad que le era natural) para conseguir su elevación y su fortuna, se dedicó al comercio de objetos religiosos.

Frédéric encontró sin esfuerzo su establecimiento, cuya muestra era: «A las artes góticas. Restauración del culto. Ornamentos de iglesia. Escultura policroma. Incienso de los reyes magos», etcétera.

En los extremos de la vitrina se veían dos estatuas de madera, pintadas de oro, cinabrio y azul; un san Juan Bautista con su piel de borrego y una santa Genoveva con rosa en su delantal y una rueca debajo del brazo; también había grupos de yeso; una hermana de la caridad enseñando a una chiquilla, una madre de rodillas junto a una cuna, tres colegiales delante de la sagrada mesa. El más bonito era una especie de chalé que figuraba en el interior del retablo con la mula, el buey y el Niño Jesús, colocado sobre la paja, verdadera paja. De arriba abajo de los armarios, medallas por docenas, rosarios de toda clase, conchas para agua bendita y los retratos de las glorias eclesiásticas, entre las cuales brillaban monseñor Affre y el Santo Padre, ambos sonriendo.

Arnoux, en su escritorio, dormitando con la cabeza baja, prodigiosamente envejecido, y hasta tenía alrededor de las sienes una corona de granos rosados, y el reflejo de las cruces doradas, brillantes por el sol, se posaba en él.

Frédéric, ante aquella decadencia, se entristeció. Por adhesión a la mariscala, se resignó, sin embargo, y se adelantaba, cuando en el fondo de la tienda apareció la señora Arnoux; entonces giró los talones.

—No le he encontrado —dijo al entrar en su casa.

Y al repetir que iba a escribir a su notario del Havre para tener dinero, Rosanette se enfureció. No se había visto nunca un hombre tan débil, tan blando; mientras ella sufría mil privaciones, los demás se regodeaban.

Frédéric pensó en la pobre señora Arnoux, figurándose en la medianía lastimosa de su interior. Se fue a su escritorio, y como continuara la voz agria de Rosanette, dijo:

—En nombre del cielo, cállate.

—¿Vas a defenderlos, por casualidad?

—Pues bien, sí —exclamó—, porque ¿de dónde procede ese encarnizamiento?

—Y tú, ¿por qué no quieres que paguen? Es por no afligir a tu antigua amiga, confiésalo.

Le dieron ganas de aplastarla con el reloj; las palabras le faltaron y se calló. Rosanette, siguiendo sus paseos por el cuarto, añadió:

—Voy a demandar a tu Arnoux. ¡Oh!, no te necesito. —Y pellizcándose los labios, dijo—: Lo consultaré.

Tres días después, Delphine entró precipitadamente.

—¡Señora, señora! Ahí hay un hombre con un cacharro de cola que me da miedo.

Rosanette fue a la cocina y vio a un ganapán, con la cara picada de viruela, paralítico de un brazo, tres cuartas partes de borracho y tartamudeando. Era el cartelero del señor Gautherot. La oposición al embargo se había desestimado, y llegaba la venta, naturalmente.

Por su molestia de subir la escalera reclamó primeramente una copa; después pidió otro favor, a saber: billetes de teatro, creyendo que la señora era una actriz. Estuvo luego muchos minutos haciendo guiños incomprensibles con los ojos, y por último declaró que, mediante cuarenta céntimos, quitaría el anuncio ya puesto abajo, sobre la puerta. Rosanette había sido designada por su nombre, rigor que demostraba todo el odio de la Vatnaz.

En otro tiempo había sido sensible, y harta de una pena de corazón escribió a Béranger, pidiéndole consejo. Pero se había agriado al peso de las borrascas de la existencia, habiendo, sucesivamente, dado lecciones de piano, presidido una mesa redonda, colaborado en periódicos de moda, subarrendado habitaciones, traficado en encajes en la sociedad de mujeres ligeras, donde sus relaciones le permitieron hacer favores a muchas personas, Arnoux entre otras. Antes trabajó en una casa de comercio.

Allí pagaba a las obreras, y llevaba para cada una de ellas dos libros de contabilidad, de los que conservaba siempre uno. Dussardier, que tenía por complacencia el de una, llamada Hortense Baslin, se presentó un día en la caja en el momento en que la señorita Vatnaz traía la cuenta de aquella muchacha, 1 682 francos, que el cajero pagó. Pero la víspera misma, Dussardier no había inscrito sino 1 082 en el libro de la Baslin. Se lo pidió con un pretexto, y después, queriendo desterrar aquella historia de robo, le dijo que lo había perdido. La obrera repitió cándidamente su mentira a la señorita Vatnaz; esta, para saber a qué atenerse, con aire indiferente, vino a hablar de ello al bravo dependiente, contentándose él con responder: «Lo he quemado», y no hubo más. Ella dejó la casa poco tiempo después, sin creer en la destrucción del libro, y figurándose que Dussardier lo guardaba.