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100 Clásicos de la Literatura

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Él se puso de rodillas, cogió su mano y le juró amor eterno. Después, al marcharse, le llamó ella con una seña y le dijo, muy bajo:

—Vuelva usted a cenar; estaremos solos.

Le parecía a Frédéric, mientras iba bajando la escalera, que se había convertido en otro hombre, que la temperatura embalsamada de las calientes estufas le rodeaba, que entraba definitivamente en el mundo superior de los adulterios patricios y de las altas intrigas. Para ocupar en ellos la primera plaza bastaba una mujer como aquella. Ávida, sin duda, de poder y de acción, y casada con un hombre mediano, a quien había servido prodigiosamente, ¿deseaba a alguno fuerte para conducirla? Nada había imposible ahora; se sentía capaz de hacer doscientas leguas a caballo, de trabajar muchas noches seguidas, sin cansarse; su corazón desbordaba de orgullo.

En la acera, delante de él, pasaba un hombre con un viejo paletó y la cabeza baja, y con tal aire de fatiga, que Frédéric se volvió para verle. El otro levantó la cara: era Deslauriers, que vacilaba. Frédéric le abrazó.

—¡Cómo! ¿Eres tú? ¡Ah, pobre amigo!

Y le arrastró a su casa, haciéndole muchas preguntas a la vez.

El excomisario de Ledru-Rollin contó, primero, los tormentos que había sufrido. Como predicaba la fraternidad a los conservadores y el respeto de las leyes a los socialistas, los unos le habían disparado con sus fusiles y los otros le habían traído una cuerda para colgarle. Después de junio le destituyeron brutalmente; se le había metido en un complot, el de las armas cogidas en Troyes. Le soltaron por falta de pruebas. Luego el comité de acción le envió a Londres, donde anduvo a bofetadas con sus hermanos en un banquete. De vuelta a París…

—¿Por qué no has venido a mi casa?

—Tú estabas siempre ausente. Tu suizo tenía actitudes misteriosas; yo no sabía qué pensar; y luego no quería reaparecer como vencido.

Había llamado a las puertas de la democracia, ofreciéndose a servirla con su pluma, con su palabra, con sus actos; por todas partes le habían rechazado; desconfiaban de él, y había vendido su reloj, su biblioteca, su ropa.

—¡Más valdría reventar en los frontones de Belle-Isle, con Sénécal!

Frédéric, que se quitaba entonces la corbata, no pareció muy conmovido al oír aquella noticia.

—¡Ah! ¿Está deportado ese bueno de Sénécal?

Deslauriers replicó, recorriendo las paredes con aire envidioso:

—No todo el mundo tiene tu suerte.

—Perdóname —dijo Frédéric sin fijarse en la alusión—, pero ceno fuera. Van a servirte; pide lo que quieras. Toma hasta mi cama.

Ante una cordialidad tan completa, desapareció la amargura de Deslauriers.

—¿Tu cama? Pero… eso te molestará.

—¿Eh? No. Tengo otras.

—Ya; muy bien —dijo el abogado, riendo—. ¿Dónde cenas, pues?

—En casa de la señora Dambreuse.

—¿Sería esa quizá…?

—Eres demasiado curioso —dijo Frédéric, con una sonrisa que confirmaba la suposición.

Después miró el reloj y se sentó.

—Pues eso es. ¡No hay que desesperar, antiguo defensor del pueblo!

—¡Misericordia! Que otros se ocupen de eso.

El abogado detestaba a los obreros por lo que había sufrido con ellos en su provincia, país de hulla. Cada pozo de extracción había nombrado un gobierno provisional, intimidándole sus órdenes.

—¡Su conducta, además, ha sido encantadora en todas partes: en Lyon, en Lille, en el Havre, en París! Porque, siguiendo el ejemplo de los comerciantes que quisieran excluir los productos del extranjero, aquellos señores piden que se destierre a los trabajadores ingleses, alemanes, belgas y saboyanos. En cuanto a su inteligencia, ¿de qué ha servido, bajo la Restauración, su famosa junta de oficiales? En mil ochocientos treinta entraron en la guardia nacional, sin tener siquiera el buen sentido de dominarla. ¿No han reaparecido desde el día siguiente del cuarenta y ocho los gremios con sus estandartes? Hasta pedían representantes del pueblo suyos, que hubieran hablado solo para ellos. Todo como los diputados de la remolacha, que no se inquietaban más que de la remolacha. Ya tengo bastante pasado con esos cocos, que se prosternan sucesivamente delante del cadalso de Robespierre, las botas del emperador, el paraguas de Luis Felipe, chusma eternamente adicta al que le arroja pan en la boca. Se grita siempre contra la venalidad de Talleyrand y de Mirabeau; pero el mandadero de la esquina vendería la patria por cincuenta céntimos si le prometieran tarifar cada recado en tres francos. ¡Ah, qué falta! ¡Hubiéramos debido poner fuego a los cuatro extremos de Europa!

Frédéric le contestó:

—¡Faltaba la chispa! Erais sencillamente pequeños burgueses, y los mejores de entre vosotros, galopines. En cuanto a los obreros, pueden quejarse; porque si se exceptúa un millón sustraído a la lista civil, y que vosotros les habéis concedido con la más baja adulación, no habéis hecho, por ellos más que frases. La libertad permanece en manos del patrón, y el asalariado, incluso para la justicia misma, sigue siendo inferior a su amo, puesto que su palabra no es creída. Por fin, la República me parece vieja. ¿Quién sabe? Quizá el progreso no sea realizable sino por una aristocracia o por un hombre. La iniciativa viene siempre de lo alto. El pueblo es menor de edad, por más que se diga.

—Tal vez eso sea verdad —dijo Deslauriers.

Según Frédéric, la gran masa de los ciudadanos no aspiraba más que al descanso (había aprovechado lo escuchado en el hotel Dambreuse), y todas las posibilidades estaban con los conservadores. Este partido, sin embargo, carecía de hombres nuevos.

—Si te presentaras, estoy seguro…

No concluyó. Deslauriers comprendió, se pasó las dos manos por la frente, y luego de repente dijo:

—¿Y tú? Nada te lo impide. ¿Por qué no has de ser diputado?

Por consecuencia de la elección doble, había en el Aube una candidatura vacante. El señor Dambreuse, reelegido en la legislatura, pertenecía a otro distrito.

—¿Quieres que me ocupe de eso? —continuó Deslauriers, quien conocía muchos taberneros, maestros, médicos, pasantes de abogados y a sus principales. Y siguió—: Además, se hace creer a los aldeanos todo lo que se quiere.

Frédéric sentía renacer su ambición.

Deslauriers dijo:

—Tú deberías buscarme una plaza en París.

—No creo que sea difícil para el señor Dambreuse.

—Puesto que hablábamos de hullas —dijo el abogado—, ¿qué es de su gran sociedad? Una ocupación de ese género es la que yo necesitaría. Y les sería útil, conservando, por supuesto, mi independencia.

Frédéric prometió llevarle a casa del banquero antes de tres días.

La cena, frente a frente con la señora Dambreuse, fue exquisita. Sonreía ella frente a él, al otro extremo de la mesa, por encima de un cesto de flores, a la luz de la lámpara suspendida; y como la ventana estaba abierta, se veían las estrellas. Hablaron muy poco, desconfiando de sí mismos, sin duda; pero en cuanto los criados volvían la espalda se enviaban un beso con los labios. Contó él su idea de la candidatura, la aprobó ella, comprometiéndose a hacer que el señor Dambreuse la apoyase.

Por la noche, algunos amigos se presentaron para felicitarla y para compadecerla. ¡Debía de sentir tanta pena por no tener ya a su sobrina! Estaba bien, además, que los recién casados viajaran; más tarde sobrevienen las dificultades, los niños. Pero Italia no correspondía a la idea que se tenía formada de ella; mas estaban en la edad de las ilusiones, y luego, que la luna de miel todo lo embellece.

Los dos últimos que se quedaron fueron el señor Grémonville y Frédéric. El diplomático no quería irse. Por fin, a medianoche, se levantó. La señora Dambreuse hizo seña a Frédéric para que se marchara con él, y le agradeció su obediencia con una presión de mano más suave que todo lo demás.

La mariscala lanzó un grito de alegría al volverle a ver. Le esperaba desde las cinco; él se excusó con una gestión indispensable en favor de Deslauriers. Su cara tenía un aire de triunfo, una aureola, que deslumbró a Rosanette.

—Quizá sea por tu frac negro, que te sienta bien; pero jamás te he encontrado tan guapo. ¡Qué guapo eres!

En un arrebato de ternura, se juró interiormente no pertenecer a otros, sucediera lo que sucediese, aun cuando tuviera que perecer de miseria.

Sus bellos ojos, húmedos, chispeaban por tan poderosa pasión, que Frédéric la atrajo sobre sus rodillas, y se dijo: «¡Qué canalla soy!», aplaudiéndose su perversidad.

IV

El señor Dambreuse, cuando Deslauriers se presentó en su casa, pensaba en reavivar su gran negocio de hullas. Pero aquella fusión de todas las compañías en una sola estaba mal vista; la llamaban monopolio, como si no se necesitaran, para tales explotaciones, inmensos capitales.

Deslauriers, que acababa de leer ex profeso la obra de Gobet y los artículos de Chappe en el Diario de Minas, conocía la cuestión perfectamente. Demostró que la ley de 1810 establecía en provecho del concesionario un derecho impermutable. Además, podría darse a la empresa un color democrático; impedir las reuniones hulleras era un atentado contra el derecho mismo de asociación.

El señor Dambreuse le confió notas para redactar una memoria. En cuanto a la manera de pagar su trabajo, tanto mejores cuanto que no eran precisas.

Deslauriers volvió a casa de Frédéric desde allí y le refirió la conferencia. Había visto también a la señora Dambreuse al salir al pie de la escalera.

—Mi enhorabuena por ella, ¡caramba!

Después hablaron de la elección. Había que inventar algo.

Tres días después, Deslauriers trajo una hoja escrita para los periódicos, que era una carta familiar, en que el señor Dambreuse aprobaba la candidatura de su amigo.

 

Sostenida por un conservador y elogiada por un rojo, debía triunfar.

¿Cómo el capitalista firmaba semejante lucubración? El abogado, sin el menor inconveniente, había ido por su propia cuenta a ensañársela a la señora Dambreuse, que, encontrándola muy bien, se encargó de lo demás.

Aquel paso sorprendió a Frédéric; sin embargo, lo aprobó. Luego, como Deslauriers tenía que entenderse con el señor Roque, le contó su posición respecto a Louise.

—Diles cuanto quieras; que mis negocios están turbios; que los arreglaré; que es bastante joven para esperar.

Deslauriers se marchó, y Frédéric se consideró como un hombre muy fuerte. Experimentaba, además, una profunda satisfacción. Su alegría por la conquista de una mujer rica no se hallaba contrariada por oposición alguna; el sentimiento se armonizaba con el medio; su vida, ahora, se componía de dulzuras por todas partes.

La más exquisita, quizá, era contemplar a la señora Dambreuse, entre muchas personas, en su salón. La conveniencia de sus maneras le hacía soñar con otras actitudes; mientras que hablaba con ella en tono de frialdad, recordaba sus balbucientes palabras de amor; todos los respetos hacia su virtud le deleitaban como homenaje que refluía en él, y muchas veces le daba deseo de gritar: «Yo la conozco mejor que vosotros. Es mía».

Su intimidad no tardó en ser cosa convenida, aceptada. La señora Dambreuse, durante todo el invierno, llevó a Frédéric a sociedad.

Llegaba él casi siempre antes que ella; la veía entrar con los brazos desnudos, el abanico en la mano, perlas en los cabellos. Se detenía en el umbral, que la rodeaba como un marco, y manifestaba un ligero movimiento de indecisión, cerrando los párpados, para descubrir si él estaba allí. Le llevaba en su coche; la lluvia azotaba las ventanillas; los transeúntes se agitaban como sombras en el lodo, y, apretados uno contra otro, veían todo aquello, confusamente, con tranquilo desdén. Bajo diferentes pretextos, permanecían aún una hora larga en su cuarto.

Por aburrimiento, principalmente, había cedido la señora Dambreuse. Pero aquella última prueba no debía ser perdida; quería un gran amor, y le colmó de adulaciones y caricias. Le enviaba flores, le bordó una silla, le regaló una petaca, un escritorio, mil cosas de uso diario, para que no hubiera acto suyo independiente de su recuerdo. Estas atenciones le encantaron al principio, y muy pronto le parecieron perfectamente simples.

Alquilaba ella un coche, lo despedía a la entrada de un paraje, salía por el otro lado; luego, deslizándose a lo largo de las paredes con doble velo para ocultar su rostro, llegaba a la calle en que Frédéric, de centinela, la cogía del brazo apresuradamente para llevarla a su casa. Sus dos criados paseaban, el portero hacía encargos; miraba ella a su alrededor, y no había nada que temer; exhalando un suspiro, como de desterrado que vuelve a ver su patria. La suerte los hacía atrevidos. Sus citas se multiplicaron; una noche hasta se presentó de repente en gran toilette de baile. Aquella sorpresa podía ser peligrosa, y le riñó por su imprudencia; además, no le agradó, porque su escote descubría demasiado su flaco pecho.

Y entonces conoció lo que se había ocultado: la desilusión de sus sentidos; no por eso dejaba de fingir grandes ardimientos, pero para sentirlos necesitaba evocar la imagen de Rosanette o de la señora Arnoux.

Aquella atrofia sentimental le dejaba la cabeza completamente libre, y más que nunca ambicionaba una alta posición en el mundo. Puesto que tenía un alzapié semejante, lo mejor que podía hacer era servirse de él.

Hacia mediados de enero, una mañana, Sénécal entró en su gabinete, y ante su exclamación de sorpresa, contestó que era secretario de Deslauriers, y hasta le llevaba una carta que contenía buenas noticias, y le reñía, sin embargo, por su negligencia; era preciso ir por allí. El futuro diputado dijo que se pondría en camino al día siguiente.

Sénécal no expresó opinión sobre aquella candidatura; habló de su persona y de los asuntos del país. Por lamentables que fueran, le alegraban, porque se iba al comunismo. En primer lugar, la administración llevaba las cosas hacia su fin; después, cada día había más cosas regidas por el gobierno. En cuanto a la propiedad, la Constitución del 48, a pesar de sus debilidades, no la había tratado bien; en nombre de la utilidad pública, el Estado podía tomar en lo sucesivo lo que juzgara conveniente. Sénécal se declaró por la autoridad, y Frédéric observó en sus discursos la exageración de sus propias palabras a Deslauriers. El republicano hasta tronó contra la insuficiencia de las masas.

—Robespierre, al defender el derecho del menor número, llevó a Luis XVI ante la Convención Nacional, y salvó al pueblo. El fin legitima los medios. La dictadura es algunas veces indispensable. Viva la tiranía siempre que el tirano haga el bien.

Su discusión duró mucho tiempo, y, al marcharse, Sénécal confesó (quizá era aquel el objeto de su visita) que Deslauriers se impacientaba mucho por el silencio del señor Dambreuse.

Pero el señor Dambreuse estaba enfermo. Frédéric le veía diariamente; en su calidad de íntimo era admitido hasta donde se hallaba.

La destitución del general Changarnier había conmovido extraordinariamente al capitalista.

Aquella misma noche sintió un gran calor en el pecho, con una opresión que no le consentía estar acostado. Algunas sanguijuelas le proporcionaron inmediato alivio. Desapareció la tos seca, se hizo más tranquila la respiración, y ocho días después dijo, bebiendo un caldo:

—¡Ah! Esto va mejor, pero he estado expuesto a hacer el último viaje.

—No sin mí —exclamó la señora Dambreuse, significando con aquella frase que no habría podido sobrevivirle.

En vez de contestarles, les dirigió a ella y a su amante una sonrisa singular, en que a la vez había resignación, indulgencia, ironía y algo como una chispa, una segunda intención casi alegre.

Frédéric quiso ir a Nogent; la señora Dambreuse se opuso, y hacía y deshacía su maleta según las alternativas de la enfermedad.

De improviso, el señor Dambreuse escupió sangre en abundancia. Consultados los «príncipes de la ciencia», no vieron nada nuevo. Sus piernas se hinchaban y aumentaba su debilidad. Había manifestado muchas veces deseos de ver a Cécile, que estaba al otro extremo de Francia, con su marido, nombrado recaudador hacía un mes; hasta ordenó expresamente que la llamaran.

La señora Dambreuse escribió tres cartas y se las enseñó.

Sin fiarse ni siquiera de la religiosa, no le abandonaba un segundo, no se acostaba ya. Las personas que se apuntaban en la lista de la portería se enteraban de ella con admiración, y los transeúntes se mostraban llenos de respeto ante la cantidad de paja que había en la calle, debajo de las ventanas.

El 12 de febrero, a las cinco, se declaró una espantosa hemoptisis; el médico de cabecera avisó del peligro, y corrieron a buscar un sacerdote. Durante la confesión del señor Dambreuse la señora le miraba de lejos curiosamente; después de ella, el joven doctor puso un vejigatorio y esperó.

La luz de la lámpara, semioculta por muebles, alumbraba la habitación desigualmente. Frédéric y la señora Dambreuse, al pie de la cama, observaban al moribundo. En el hueco de una ventana, el sacerdote y el médico hablaban a media voz; la buena hermana, de rodillas, rezaba sus oraciones.

Por fin se oyó el estertor; se enfriaron las manos, empezó a palidecer el rostro. A veces respiraba de repente enormemente; poco a poco, con menor frecuencia, se le escapaban dos o tres palabras confusas; exhaló un débil suspiro, al mismo tiempo que sus ojos se volvían, y la cabeza cayó a un lado de la almohada.

Todos, durante un minuto, permanecieron inmóviles. La señora Dambreuse se aproximó y, sin esfuerzo, con la sencillez del deber, le cerró los ojos. Después abrió los brazos, retorciéndose como en el espasmo de una desesperación contenida, y salió, apoyada en el médico y en la religiosa. Un cuarto de hora después, Frédéric subió a su habitación.

Se sentía en ella el olor indefinible, emanación de cosas delicadas que la llenaban. Encima de la cama se extendía un traje negro, que interrumpía el color rosa del cubrepiés.

La señora Dambreuse se hallaba al lado de la chimenea, en pie. Sin suponerla violento pesar, creía él que estaría algo triste, y le dijo con voz doliente:

—¿Sufres?

—¿Yo? No. Nada.

Al volverse, vio el traje, y lo examinó, diciéndole enseguida que no se molestase.

—Fuma, si quieres. Estás en mi casa.

Y con un gran suspiro, añadió:

—¡Ah! Virgen santa, ¡qué libertad!

Frédéric, admirado de la exclamación, contestó, besándole las manos:

—Con todo, bien libres éramos.

Aquella alusión a la facilidad de sus amores pareció ofender a la señora Dambreuse.

—Tú no sabes los servicios que le he prestado, ni en medio de qué angustias he vivido.

—¿Cómo?

—Pues sí. ¿Era una seguridad tener siempre a mi lado aquella bastarda hija, introducida en la casa a los cinco años de matrimonio, y que sin mí, seguramente, le hubiera empujado a una tontería?

Entonces le explicó sus negocios. Se habían casado bajo el régimen de la separación de bienes. Su patrimonio era de trescientos mil francos. El señor Dambreuse, por su contrato, en caso de supervivencia, le había asegurado quince mil francos de renta con la propiedad del hotel. Pero poco tiempo después hizo testamento por el cual le daba toda su fortuna, que evaluaba en más de tres millones.

Frédéric abrió los ojos desmesuradamente.

—Eso valía la pena, ¿no es verdad? Por lo demás, yo he contribuido a ese resultado. Era, pues, mis bienes lo que defendía. Cécile me hubiera despojado injustamente.

—¿Por qué no ha venido a ver a su padre? —dijo Frédéric.

A aquella pregunta, le miró la señora Dambreuse, y contestó secamente:

—No lo sé; falta de corazón, indudablemente. ¡Oh! La conozco; así que no tendrá de mí un céntimo.

—No molestaba mucho, al menos después de su matrimonio.

—¡Ah, su matrimonio…! —dijo, sonriendo, la señora Dambreuse.

Y se lamentaba de haber tratado demasiado bien a aquella pécora, que era celosa, interesada, hipócrita:

—Todos los defectos de su padre. —Y le denigraba más y más—. Nadie de una falsedad tan profunda; además, cruel, duro como una piedra; un mal hombre, un mal hombre.

Hasta a los más discretos se les escapan faltas. La señora Dambreuse acababa de cometer una con aquel descubrimiento de odio. Frédéric, enfrente de ella, en una mecedora, reflexionaba, escandalizado.

Ella se levantó y se colocó suavemente sobre sus rodillas.

—Solo tú eres bueno; solo a ti te amo.

Mirándole, su corazón se estremeció, y una reacción nerviosa le arrancó lágrimas, murmurando:

—¿Quieres casarte conmigo?

Creyó él al punto no haber comprendido; aquella riqueza le aturdía. Ella repitió más alto:

—¿Quieres casarte conmigo?

Por fin contestó él, sonriendo:

—¿Lo dudas?

Pero el pudor le dominó enseguida, y para dar al difunto una especie de reparación, se ofreció a velarle personalmente; pero como le avergonzaba aquel sentimiento piadoso, añadió en tono ligero:

—Sería, quizá, lo más conveniente.

—Sí, tal vez —dijo ella—, por los criados.

Habían sacado la cama enteramente fuera de la alcoba. La religiosa estaba al pie, y a la cabecera, un sacerdote, y otro, hombre alto y flaco, de aire español y fanático. Sobre la mesa de noche, cubierta con un paño blanco, ardían tres candeleros.

Frédéric cogió una silla y miró al muerto.

Su rostro estaba amarillo como la paja; un poco de espuma sanguinolenta señalaba los extremos de la boca. Tenía un pañuelo atado a la cabeza, una chaqueta de punto y un crucifijo de plata, sobre el pecho, entre sus brazos cruzados.

¡Había concluido aquella existencia llena de agitaciones! ¡Cuántas visitas a las oficinas, cuántos negocios manejados, cuántas memorias oídas! ¡Cuántas charlatanerías, qué de sonrisas, qué de genuflexiones! Porque había aclamado a Napoleón, a los cosacos, a Luis XVIII, al 1830, a los obreros, a todos los regímenes, acariciando el poder con tal amor, que hubiera pagado por venderse.

Pero dejaba la propiedad de la Fortelle, tres manufacturas en Picardie, el bosque de Crancé, en Yonne; una finca cerca de Orléans, valores inmuebles considerables.

 

Frédéric hizo de ese modo la recapitulación de su fortuna. ¡Y todo aquello iba a pertenecerle! Pensó primero en «lo que dirían», en un regalo para su madre, en sus carruajes futuros, en un antiguo cochero de su familia que quería contratar. La librea no sería la misma, naturalmente. Tomaría el gran salón como gabinete de trabajo; nada impediría derribar tres paredes y formar en el piso segundo una galería de cuadros; quizá habría medio de organizar abajo una sala de baños turcos. En cuanto al despacho del señor Dambreuse, parecía desagradable. ¿Para qué podía servir?

El sacerdote que se sonaba, la buena hermana arreglando el fuego, interrumpían brutalmente aquellas fantasías. Pero la realidad las confirmaba; el cadáver estaba siempre allí. Sus párpados se habían vuelto a abrir, y las pupilas, aunque anegadas en viscosas tinieblas, tenían una expresión enigmática, intolerable. Frédéric creía ver en ellas como una especie de juicio sobre él, y casi sentía remordimiento, porque jamás tuvo que quejarse de aquel hombre, que, al contrario… «Vamos, un viejo miserable», y le miraba de más cerca, para fortalecerse, gritándole mentalmente: «Y qué, ¿te he matado yo?».

A todo esto el sacerdote leía su breviario; la religiosa, inmóvil, dormitaba; las llamas de las velas se alargaban.

Durante dos horas se oyó el sordo rodar de las carretas que desfilaban hacia los mercados. Blanquearon los cristales, pasó un coche; después, un grupo de burros que trotaban por la calle, y golpes en los picaportes, gritos de vendedores ambulantes, ruido de trompetas; todo se confundía ya en la gran voz de París que se despertaba.

Frédéric se dedicó a los encargos. Fue primero a la alcaldía para hacer la declaración; después, cuando el médico de los difuntos dio su certificado, volvió a la alcaldía a comunicar el cementerio que escogía la familia, y a entenderse con la agencia funeraria.

El empleado exhibió un dibujo y un programa, indicando el uno las diversas clases de entierros y el otro el completo detalle del decorado. ¿Se quería un carro con galería o un carro con penachos, caballos trenzados, lacayos con plumeros, iniciales o un blasón, lámparas fúnebres, un hombre para llevar los honores, y cuántos coches? Frédéric tiró de largo; la señora Dambreuse deseaba que no se economizara nada.

Después fue a la iglesia. El vicario de los cortejos empezó por censurar la explotación de las pompas fúnebres, así que el oficial para los objetos de honor era verdaderamente inútil; muchos cirios valían más. Se convino en una misa con música. Frédéric firmó lo convenido, con obligación solidaria de pagar todos los gastos.

Se dirigió enseguida al ayuntamiento para comprar el terreno. Una concesión de dos metros de largo por uno de ancho costaba quinientos francos. ¿Era una concesión por cincuenta años o perpetua?

—¡Oh, perpetua! —dijo Frédéric.

Tomaba las cosas por lo serio, se molestaba. En el patio del hotel le esperaba un marmolista para enseñarle cuentas y planos de tumbas griegas, egipcias, árabes, pero el arquitecto de la casa había ya conferenciado con la señora sobre esto; y en la mesa del vestíbulo se hallaban toda clase de prospectos relativos a la limpieza de los colchones, a la desinfección de las habitaciones, a diversos procedimientos de embalsamiento.

Después de su comida volvió a casa del sastre, para el luto de los criados, y tuvo que hacer un último encargo, porque había pedido guantes de castor, y eran guantes de seda los que procedían.

Cuando llegó al día siguiente, a las diez, el gran salón se llenaba de gente, y casi todos decían, hablándose en tono melancólico:

—¡Yo le he visto aún no hace un mes! ¡Dios mío, esta es la suerte de todos!

—Sí; pero procuremos que sea lo más tarde posible.

Entonces se lanzaba una risita de satisfacción, y se entablaban diálogos perfectamente extraños a las circunstancias. Por fin, el maestro de ceremonias, de frac negro, a la francesa, y calzón corto, con capa, con su banda, espadón al costado y tricornio debajo del brazo, articuló, saludando, la frase de costumbre:

—Señores, cuando ustedes gusten. —Y marcharon.

Era día de mercado de flores en la plaza de la Madeleine; hacía un tiempo claro y suave, y la brisa que movía un poco las barracas de lienzo hinchaba, en las orillas, el inmenso paño negro colgado de la puerta principal. El escudo del señor Dambreuse ocupaba un cuadro de terciopelo, y se repetía tres veces. Era de sable, con el lado izquierdo de oro, con puño cerrado, guantelete de plata, con la corona condal y esta divisa: «Por todos los caminos».

Los portadores subieron hasta lo alto de la escalera el pesado ataúd, y entraron.

Las seis capillas, el hemiciclo y las sillas estaban vestidos de negro. El catafalco, debajo del coro, formaba, con sus grandes cirios, un solo foco de luces amarillas. En los dos ángulos ardían, en candelabros, antorchas de alcohol.

Los más importantes tomaron sitio en el santuario; los demás, en la nave, y empezó el oficio. Excepto algunos, la ignorancia religiosa de la mayoría era tan profunda, que el maestro de ceremonias, de cuando en cuando, les hacía seña para que se levantaran, se arrodillaran y volvieran a sentarse. El órgano y los dos contrabajos alternaban con las voces; en los intervalos de silencio se oía el murmullo del sacerdote en el altar; después, la música y los cantos se repetían.

Una luz mate caía de las tres cúpulas; pero la puerta abierta enviaba horizontalmente como un río de claridad blanca, que tocaba en las cabezas descubiertas; y en el aire, a la mitad de la altura de la nave, flotaba una sombra, entrecortada por los reflejos del oro que decoraba la moldura de las pechinas y el follaje de los capiteles.

Frédéric, para distraerse, escuchó el Dies irae; se fijaba en los asistentes; trataba de ver las pinturas, demasiado altas, que representaban la vida de la Magdalena. Felizmente, Pellerin se acercó a él, y empezó seguidamente, a propósito de los frescos, una larga disertación. La campana sonó y salieron de la iglesia.

El carro fúnebre, adornado con paños colgantes y altos plumajes, se encaminó hacia el Père-Lachaise, tirado por cuatro caballos negros, de crines trenzadas, con penachos, y envueltos hasta los cascos en anchas gualdrapas bordadas de plata. Su cochero, con botas a lo escudero, llevaba un sombrero de tres picos, con un largo crespón, caído. Las cintas correspondían a cuatro personajes: un cuestor de la Cámara de Diputados, un miembro del Consejo General del Aube, un delegado de las hullas y Fumichon, como amigo. El coche del difunto y doce más de luto seguían. Los convidados, detrás, llenaban el centro del bulevar.

Para ver todo aquello se paraban los transeúntes; mujeres con sus chiquillos en brazos se subían en sillas, y gentes que tomaban copas en los cafés se asomaban a las ventanas, con un taco de billar en la mano.

El camino era largo, y (como en las comidas de ceremonia, en que se está reservado al principio, y después, expansivo) la actitud general flaqueó muy pronto. No se hablaba más que de la negativa de subsidio dada por la Cámara al presidente.

Piscatory había manifestado demasiado acerbo; Montalembert, «magnífico, como de costumbre», y los señores Chambolle, Pidoux, Creton y la comisión toda quizá hubieran debido seguir la opinión de los señores Quentin-Bauchard y Dufour.

Aquellas conversaciones continuaron en la calle Roquette, sembrada de tiendas, donde no se veía más que cadenas de vidrio de color y rodelas negras cubiertas de dibujos y letras de oro, lo que les daba parecido con grutas de estalactitas y almacenes de porcelanas. Pero delante de la reja del cementerio todo el mundo calló, instantáneamente.

Se elevaban las tumbas en medio de los árboles, columnas destrozadas, pirámides, templos, dólmenes, obeliscos, panteones etruscos con puerta de bronce. Se veían en algunos de ellos especies de gabinetes fúnebres, con sillones rústicos y sillas de tijera. Las telarañas colgaban como guiñapos de las cadenillas de las urnas, y el polvo cubría los lazos de cintas de raso y los crucifijos. Por todas partes, entre las balaustradas, sobre las tumbas, coronas de siemprevivas y candeleros, vasos, flores, discos negros con letras doradas, estatuas de yeso, niños, niñas o angelitos suspendidos en el aire por hilo de alambre; muchos hasta tenían un tejado de cinc sobre la cabeza. Cordones enormes de cristal hilado, negro, blanco y azul descendían de lo alto de los monolitos hasta el pie de las escaleras, con largas roscas como boas.