Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—Vas a acompañarme entonces.

—¿Adónde?

—A casa de Frédéric.

—No es posible; ¿con qué motivo?

Para hablarle; no podía esperar; quería verle enseguida.

—Pero ¿piensas en eso? ¡Presentarte así en su casa a medianoche! Además, ahora duerme.

—Le despertaré.

—Eso no me parece conveniente tratándose de una señorita.

—Yo no soy una señorita; soy su mujer; le amo. Vamos, ponte el chal.

Catherine, en pie en el borde de la cama, reflexionaba, y acabó por decir:

—No, no quiero.

—Bueno, quédate; yo me voy.

Louise se deslizó como una culebra por la escalera. Catherine se lanzó detrás y se reunió con ella en la acera. Sus observaciones fueron inútiles, y la siguió acabando de vestirse. El camino le pareció muy largo, quejándose de sus piernas ya viejas.

—Después de todo, yo no tengo que ver con lo que te arrastra.

Luego se estremeció y dijo:

—Pobre corazón; no hay para ti más que tu Catherine, ¿ves?

De cuando en cuando volvían los escrúpulos.

—¡Ah, bonita cosa me obligas a hacer! Si tu padre se despertara. ¡Señor Dios! ¡Con tal que no ocurra una desgracia!

Delante del teatro de variedades, las detuvo una patrulla de guardias nacionales. Louise dijo inmediatamente que iba con su criada a buscar un médico, y las dejaron pasar.

En la esquina de la Madeleine encontraron una segunda patrulla, y Louise dio la misma explicación, contestándole uno de los ciudadanos:

—¿Es para una enfermedad de nueve meses, gatita mía?

—¡Gougibaud! —gritó el capitán—. Nada de desvergüenzas en las filas. Señoras, adelante.

A pesar de la amonestación, los rasgos de ingenio continuaron:

—Gran placer.

—Mis respetos al doctor.

—Cuidado con el lobo.

—Les gusta la broma —observó en voz alta Catherine—. ¡Juventud!

Por fin llegaron a casa de Frédéric. Louise tiró de la campanilla con fuerza muchas veces; la puerta se entreabrió y el conserje contestó a su pregunta: «No».

—¡Si debe de estar acostado!

—Le digo a usted que no. Hace más de tres meses que no se acuesta en su casa.

Y el ventanillo de la garita cayó de golpe como una guillotina. Pero permanecían en la oscuridad, bajo la bóveda, cuando una voz furiosa les gritó:

—¡Salgan ustedes!

La puerta se abrió de nuevo, y salieron.

Louise tuvo necesidad de sentarse en una piedra, y lloró con la cabeza entre las manos, copiosamente, con todo su corazón. Amanecía; pasaban algunas carretas.

Catherine la condujo, sosteniéndola, besándola, diciéndole toda clase de cosas bondadosas sacadas de su experiencia. No debía tomarse tanta pena por los enamorados. Si aquel faltaba, otros encontraría.

III

Cuando se hubo calmado el entusiasmo de Rosanette por los guardias volvió a ser encantadora como nunca, y Frédéric tomó la costumbre, insensiblemente, de vivir en casa de ella.

Lo mejor del día era la mañana en su terraza. En bata de batista, y los pies desnudos en sus pantuflas, iba y venía alrededor de Frédéric, limpiaba la jaula de sus canarios, mudaba el agua a sus peces rojos y jardineaba con una paleta en la caja llena de tierra, en la que crecía una enredadera de capuchinas que adornaba la pared. Luego, apoyados los codos en su balcón, miraban juntos los coches, los transeúntes, y se calentaban al sol, y formaban proyectos para la noche. Se ausentaba él durante dos horas lo más; enseguida se iban a un teatro cualquiera, a los proscenios, y Rosanette, con un gran ramo de flores en la mano, escuchaba la orquesta, mientras Frédéric, pegado a su oído, le contaba cosas joviales o galantes. Otras veces tomaban una calesa que los llevaba al bosque de Boulogne, y se paseaban por él tarde, hasta la medianoche. Por fin se volvían por el Arco del Triunfo y la gran avenida, respirando el aire, con las estrellas sobre sus cabezas, viendo al fondo de la perspectiva todos los faroles de gas alineados como doble cordón de perlas luminosas.

Frédéric la esperaba siempre cuando tenían que salir; tardaba mucho en arreglar debajo del mentón las dos cintas de su capota, y se sonreía a sí misma delante de su armario de espejo.

Después cogía su brazo y le obligaba a mirarse al lado de ella.

—¡Qué bien estamos así los dos juntos! ¡Amor mío, te comería!

Él era ahora su casa, su propiedad. De este pensamiento se veía en su rostro un rayo perpetuo, y, al mismo tiempo, parecía más lánguida en sus maneras, más redondeada de formas; sin poder decir en qué, la encontraba él cambiada, sin embargo.

Un día le contó como noticia muy importante que el señor Arnoux acababa de montar un almacén de ropa blanca a una antigua obrera de su fábrica; allí acudía todas las noches; «gastaba mucho»; la semana pasada, sin ir más lejos, le había regalado un mobiliario de palisandro.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Frédéric.

—Estoy segura.

Delphine, cumpliendo órdenes suyas, había tomado informe. Mucho debía de querer a Arnoux, para ocuparse de él con tal interés. Pero se contentó con responder:

—¿Qué te importa todo eso?

Rosanette se mostró sorprendida de aquella pregunta.

—El canalla me debe dinero. ¿No es abominable verle manteniendo mendigas?

Y con expresión de odio triunfante, añadió:

—¡Pero se burla de él lindamente! Ella cuenta con otros tres individuos. ¡Tanto mejor! Y que le coma hasta el último céntimo; me alegraré.

Arnoux, en efecto, se dejaba explotar por la bordelesa, con la indulgencia de los amores serviles.

Su fábrica no marchaba ya; el conjunto de sus negocios era deplorable; tanto, que para ponerlos de nuevo a flote, pensó primero en establecer un café cantante, donde solo se cantarían obras patrióticas, si el ministro le concedía una subvención; aquel establecimiento se convertiría a la vez en foco de propaganda y en manantial de beneficios. Pero la dirección del poder había cambiado y era ya cosa imposible.

Ahora soñaba con una gran sombrerería militar. Le faltaban los fondos para empezar.

No era más feliz en su interior doméstico. La señora se mostraba menos dulce con él y a veces hasta ruda. Marthe se ponía siempre de parte de su padre, con lo que el desacuerdo aumentaba, y la casa se hacía intolerable. Con frecuencia salía de ella desde por la mañana, pasaba el día en largos paseos; para aturdirse, luego comía en un restaurante del campo, abandonándose a sus reflexiones.

La prolongada ausencia de Frédéric perturbaba sus costumbres, por lo que se le presentó una tarde, suplicándole que fuera a verle como en otro tiempo, y obtuvo su promesa.

Frédéric no se atrevía a volver a casa de la señora Arnoux; le parecía haberle hecho traición; pero aquella conducta era muy cobarde. Faltaban excusas. Sería preciso acabar por ir, y una noche se puso en marcha.

Como llovía, acababa de entrar en el pasaje Jouffroy cuando, a la luz de los escaparates, un hombrecillo gordo, de gorra, se les reunió. A Frédéric no le costó trabajo reconocer a Compain, aquel orador cuya proposición había causado tantas risas en el club. Se apoyaba en un individuo disfrazado con un gorro colorado de zuavo, con el labio superior muy caído, la tez amarilla como una naranja, con las mandíbulas cubiertas de una ancha perilla, y que le contemplaba con ojos abiertos humedecidos de admiración.

Compain, indudablemente, estaba orgulloso de él, puesto que dijo:

—Le presento a usted a este valiente, que es amigo mío, zapatero y un patriota. ¿Tomamos algo?

Frédéric le dio las gracias, y entonces empezó a tronar inmediatamente contra la proposición Rateau, una maniobra de los aristócratas. Para concluir con ellos, era preciso volver al 93. Después se informó de Regimbart y de algunos otros, tan famosos como Masselin, Sanson, Lecornu, Maréchal y un tal Deslauriers, comprometido en el negocio recientemente en Troyes.

Todo aquello era nuevo para Frédéric. Compain no sabía más; y le dejó, diciendo:

—Hasta la vista, ¿no es verdad?, porque usted es uno de ellos…

—¿De qué?

—De la cabeza de vaca.

—¿Qué cabeza de vaca?

—¡Ah, burlón! —contestó Compain, dándole un golpecito en el vientre.

Y los dos terroristas se metieron en un café.

Diez minutos después, Frédéric ya no pensaba en Deslauriers. Se encontraba en la acera de la calle Paradis, delante de una casa; y miraba al piso segundo, detrás de las cortinas, la luz de una lámpara.

Por fin subió la escalera.

—¿Está Arnoux?

La doncella contestó:

—No; pero pase usted, sin embargo.

Y abriendo bruscamente la puerta, dijo:

—Señora, es el señor Moreau.

Se levantó ella más pálida que su gargantilla. Temblaba.

—¿Qué me proporciona el honor de una visita tan imprevista?

—Nada. El placer de volver a ver antiguos amigos. —Y sentándose, agregó—: ¿Cómo está ese bueno de Arnoux?

—Perfectamente. Ha salido.

—Sí; ya comprendo. Siempre sus antiguas costumbres de las noches: un poco de distracción.

—¿Por qué no? Después de un día de cálculos, la cabeza tiene necesidad de descanso.

Hasta elogió a su marido, como trabajador. Aquel elogio irritó a Frédéric, y señalando sobre sus rodillas un pedazo de paño negro, con trencillas azules, preguntó:

—¿Qué está usted haciendo?

—Un corpiño que arreglo para mi hija.

—A propósito; no la veo por aquí. ¿Dónde está?

—En un internado —contestó la señora Arnoux.

Y las lágrimas acudieron a sus ojos; procuraba contenerlas moviendo sus agujas rápidamente. Él había cogido, para disimular, un número de L’Illustration de sobre la mesa, cerca de ella.

 

—Estas caricaturas de Cham son muy graciosas, ¿no es verdad?

—Sí.

Enseguida ambos callaron.

Una ráfaga movió de repente los cristales.

—¡Qué tiempo! —dijo Frédéric.

—En efecto, es muy amable de parte de usted haber venido con esta lluvia horrible.

—A mí nada me importa. No soy de aquellos a quienes impide, sin duda, acudir a sus citas.

—¿Qué citas? —preguntó ella, cándidamente.

—¿No se acuerda usted?

Y le colocó suavemente la mano sobre el brazo.

—Le aseguro a usted que me hizo sufrir mucho.

—Tenía miedo por mi hijo.

Y le contó la enfermedad del pequeño Eugène, y todas las angustias de aquella tarde.

—Gracias, gracias. Ya no dudo, y la amo a usted como siempre.

—¡Ah! Eso no es verdad.

—¿Por qué?

Ella le miró fríamente.

—Se olvida usted de la otra. La que paseaba usted por las carreras. La mujer cuyo retrato tiene usted. Su amante.

—Pues bien, sí —exclamó Frédéric—; no niego nada. Soy un miserable. Escúcheme usted. —Si la había conquistado, era por desesperación, como un suicidio. Por lo demás, la había hecho muy desgraciada, vengándose en ella de su propia vergüenza—. ¡Qué suplicio! ¿No lo comprende usted?

La señora Arnoux volvió su hermoso rostro, reteniéndole él la mano; y cerrando los ojos, absortos en una embriaguez que era como mecerse en una dulzura infinita, después permanecieron contemplándose cara a cara, el uno junto al otro.

—¿Es que podía usted creer que no la amaba ya?

Ella contestó en voz baja, llena de caricias:

—No; a despecho de todo, sentía en el fondo de mi corazón que eso era imposible y que llegaría un día en que se desvanecería el obstáculo entre nosotros dos.

—Y yo también, y experimentaba hasta morir necesidad de volver a verla a usted.

—Una vez —repuso ella— en el Palacio Real pasé al lado de usted.

—¿De veras?

Y él le manifestó la dicha que había tenido encontrándola en casa de los Dambreuse.

—Pero ¡cómo la detestaba a usted por la noche, al salir de allí!

—¡Pobre muchacho!

—¡Es tan triste mi vida!

—¿Y la mía? Si no hubiera más que las penas, las inquietudes, las humillaciones, todo lo que sufro como esposa y como madre, puesto que hemos de morir, no me quejaría; lo horrible es mi soledad, sin nadie…

—¡Pero yo estoy aquí; yo!

—¡Oh, sí!

Un sollozo de ternura la había levantado. Sus brazos se abrieron, y se estrecharon de pie en un prolongado beso.

Se oyó crujir el piso. Una mujer estaba junto a ellos: Rosanette. La señora Arnoux la había reconocido. Sus ojos, desmesuradamente abiertos, la examinaban, enteramente llenos de sorpresa y de indignación. Por fin, Rosanette dijo:

—Vengo a hablar de negocios al señor Arnoux.

—No está aquí; ya lo ve usted.

—Es verdad —contestó Rosanette—; su criada tenía razón; perdone.

Y volviéndose a Frédéric, añadió:

—¿Tú aquí?

Aquel tuteo delante de ella ruborizó a la señora Arnoux como un bofetón en plena cara.

—No está aquí, le repito a usted.

Entonces la mariscala, que miraba a uno y otro lado, dijo tranquilamente:

—¿Vamos? Tengo un coche abajo.

Él hacía como que no oía.

—Vamos, ven.

—¡Ah! Sí, es una buena ocasión; vaya usted; vaya usted —dijo la señora Arnoux.

Salieron. Ella se inclinó por la barandilla para verlos aún, y una risa aguda, desgarradora, cayó sobre ellos desde lo alto de la escalera. Frédéric empujó a Rosanette dentro del coche, se puso enfrente de ella, y durante todo el camino no pronunció palabra.

La infamia, cuya salpicadura le ultrajaba, estaba causada por él mismo. Experimentaba a la vez la vergüenza de una humillación abrumadora y el pesar de su felicidad. Cuando al fin iba a recogerla, se había hecho irrevocablemente imposible. Y por culpa de aquella muchacha, de aquella perdida. Hubiera querido estrangularla; se ahogaba. Cuando entraron en su casa, tiró el sombrero sobre un mueble y se arrancó su corbata.

—Acabas de hacer una cosa indecente; confiésalo.

Ella se puso arrogantemente delante de él.

—¿Y bien? ¿Qué más? ¿En qué está mal?

—¡Cómo! ¿Me espías?

—¿Es culpa mía? ¿Por qué vas a divertirte a casa de las mujeres honradas?

—No te importa. ¡No quiero que las insultes!

—¿En qué la he insultado yo?

Él no tuvo qué contestar, y con acento aún más rencoroso, dijo:

—Pues la otra vez, en el Campo de Marte…

—¡Ya me fastidias con tus viejas!

—¡Miserable! —Y levantó el puño.

—No me mates. Estoy encinta.

Frédéric retrocedió.

—¡Mientes!

—Mírame. —Cogió una luz, enseñándole su cara—: ¿Lo ves?

Pequeñas manchas amarillas manchaban su piel, que estaba singularmente hinchada. Frédéric no negó la evidencia. Fue a abrir una ventana, dio algunos pasos a lo largo y a lo ancho, y se dejó caer en una butaca.

Aquel acontecimiento era una calamidad que, en primer lugar, suspendía su ruptura, y después destruía todos sus proyectos. La idea de ser padre, además, le parecía grotesca, inadmisible. Pero ¿por qué? Si en vez de la mariscala… Y su ensimismamiento se hizo tan profundo que tuvo una especie de alucinación. Veía allí, sobre la alfombra, delante de la chimenea, una niña. Se parecía a la señora Arnoux, y a él mismo un poco: pelinegra y blanca, con los ojos negros, grandes cejas, y con una cinta rosa en sus cabellos rizados. (¡Oh, cómo la habría amado!). Creía oír su voz: «¡Papá, papá!».

Rosanette, que acababa de desnudarse, se acercó a él, vio una lágrima en sus párpados, y le besó gravemente en la frente. Él se levantó, diciendo:

—¡No, nadie hará daño a la criatura!

Entonces ella parloteó mucho. Sería un niño, seguramente. Se llamaría Frédéric. Era preciso empezar su canastilla. Y viéndola tan feliz, sintió piedad de ella. Como en aquel momento no sentía cólera alguna, quiso saber la razón del acto de antes.

Era que la Vatnaz le había enviado aquel mismo día un pagaré, protestado hacía ya mucho tiempo, y había corrido a casa de Arnoux para tener dinero.

—Yo te lo hubiera dado —dijo Frédéric.

—Más sencillo era tomar allí lo que me pertenece y devolver a la otra sus mil francos.

—¿Es eso, al menos, todo lo que tú le debes?

Ella contestó:

—Ciertamente.

Al día siguiente, a las nueve de la noche (hora indicada por el portero), fue a casa de la Vatnaz.

Tropezó en la antesala con los muebles amontonados; pero un ruido de voz y de música le guiaba. Abrió una puerta y cayó en medio de una selecta reunión. En pie, delante del piano, que tocaba una señorita de gafas, Delmar, serio como un pontífice, declamaba un poema humanitario sobre la prostitución; y su cavernosa voz rodaba, acompañada por los acordes golpeados. Una fila de mujeres ocupaba la pared, en general vestidas de colores oscuros, sin cuellos de camisa ni puños. Cinco o seis hombres, todos pensadores, acá y allá, en sillas. En una butaca, un antiguo fabulista, una ruina; y el acre olor de una lámpara se mezclaba con el aroma del chocolate que llenaba los bolos sobre la mesa de juego.

La señorita Vatnaz, con una banda oriental alrededor de los riñones, se hallaba en un rincón de la chimenea; Dussardier, al otro, enfrente; parecía un tanto cohibido por su posición; además, aquel centro artístico le intimidaba.

¿Había concluido la Vatnaz con Delmar? Quizá no. Sin embargo, se mostraba celosa del excelente dependiente. Frédéric reclamó de ella un momento de conversación, y ella le hizo seña a Dussardier de pasar con ellos a su cuarto. Cuando los mil francos estuvieron alineados, pidió ella los intereses.

—Eso no merece la pena —dijo Dussardier.

—Cállate tú.

Aquella debilidad de un hombre tan valiente agradó a Frédéric como en justificación de la suya. Se llevó el pagaré, y no volvió jamás a hablar del escándalo de casa de la señora Arnoux. Pero desde entonces todos los defectos de la mariscala se le presentaban.

Tenía un mal gusto irremediable, una incomprensible pereza, una ignorancia de salvaje, hasta consideraba como muy célebre al doctor Desrogis, mostrándose orgullosa de recibirle, y a su esposa, porque eran «personas casadas». Se la echaba de maestra, con aire pedantesco, sobre las cosas de la vida con la señorita Irma, pobre criaturita dotada de una voz también menudita, que tenía por protector a un señor muy aceptable, exempleado de aduanas, y fuerte en los juegos de cartas, a quien Rosanette llamaba «mi gran lulú». Frédéric no podía sufrir tampoco la repetición de palabras necias, tales como militares de insulsas muletillas, y se obstinaba, además, en quitar el polvo por las mañanas a sus cacharros con un par de guantes blancos viejos. Pero lo que más le exasperaba era sus maneras con la criada, cuyo salario estaba incesantemente atrasado, y que hasta le prestaba dinero. Los días que arreglaban sus cuentas se insultaban como dos pescaderas, y luego se reconciliaban, abrazándose. Su intimidad se hacía triste; así que fue un consuelo para él cuando empezaron de nuevo las reuniones de la señora Dambreuse.

Aquella le divertía, al menos. Sabía las intrigas del mundo, los cambios de embajadores, el personal de las costureras; y si se le escapaban lugares comunes, era bajo una fórmula totalmente convenida, de tal modo que su frase podía pasar por una deferencia o por una ironía. Era preciso verla entre veinte personas que hablaban sin olvidarse de ninguna, consiguiendo las respuestas que quería, evitando las peligrosas. Cosas muy sencillas, contadas por ella, parecían confidencias; la menor de sus sonrisas hacía soñar; su encanto, por fin, como el exquisito perfume que llevaba ordinariamente, era indefinible y complejo. Frédéric sentía cada vez que se veía a su lado el placer de una novedad; y, sin embargo, siempre la encontraba con su misma serenidad, parecida al cristal de las aguas límpidas. Pero ¿por qué sus maneras con la sobrina acusaban tanta frialdad? En ocasiones hasta le lanzaba miradas singulares.

Desde que se habló de casamiento, había objetado al señor Dambreuse con la salud de «la querida niña», y se la llevó inmediatamente a los baños de Balaruc. A su regreso surgieron nuevos pretextos: el joven carecía de posición, aquel gran amor no parecía serlo, nada se arriesgaba con esperar. Martinon contestó que aguardaría. Su conducta fue sublime; predicó a Frédéric; hizo más: le indicó los medios de agradar a la señora Dambreuse, hasta dejando entrever que conocía, por la sobrina, los sentimientos de la tía.

En cuanto al señor Dambreuse, lejos de mostrarse celoso, rodeó de consideraciones a su joven amigo, le consultaba sobre diferentes cosas, hasta se inquietaba de su porvenir tanto, que un día que se hablaba del tío Roque le dijo al oído con aire astuto:

—Ha hecho usted bien.

Y Cécile, miss John, los criados, el portero, ni uno solo que no fuera agradable en aquella casa. A ella venía todas las noches, abandonando a Rosanette. Ante su futura maternidad le parecía más seria: hasta un poco triste, como si la atormentaran inquietudes. A todas las preguntas contestaba:

—Te equivocas; estoy bien.

Eran cinco los pagarés que había suscrito en otro tiempo; y no atreviéndose a decírselo a Frédéric, después del pago del primero, había vuelto a casa de Arnoux, quien le prometió, por escrito, la tercera parte de sus beneficios en el alumbrado por gas de los pueblos del Languedoc (una empresa maravillosa), recomendándole que no utilizara aquella carta antes de la junta de los accionistas; junta que se aplazaba de semana en semana.

Sin embargo, la mariscala tenía necesidad de dinero, y se habría muerto antes de pedírselo a Frédéric; no lo quería de él, porque esto hubiera perjudicado a su amor. Él subvenía con desahogo los gastos de la casa; pero un carruaje alquilado, y unos y otros sacrificios indispensables desde que frecuentaba la casa de los Dambreuse le impedían hacer más por su amante. Dos o tres veces que había venido a horas desacostumbradas creyó ver espaldas masculinas escapar por las puertas, y Rosanette salía a menudo sin querer decir adónde iba. Frédéric no intentó ahondar en las cosas; uno de aquellos días tomaría su partido definitivo. Soñaba con otra vida, que sería más divertida y más noble. Semejante ideal le hacía indulgente con el hotel Dambreuse.

 

Era aquella una sucursal íntima de la calle Poitiers. Allí encontró de nuevo al gran señor A… al ilustre B… al profundo C… al elocuente Z… al inmenso V… a los viejos tenores del centro izquierda, a los paladines de la derecha, a los burgraves del justo medio, a los eternos buenos hombres de la comedia. Estupefacto se quedaba con su execrable lenguaje, sus pequeñeces, sus rencores, su mala fe; todos aquellos que habían votado la Constitución se esforzaban en destruirla, y se agitaban mucho, lanzaban manifiestos, folletos, biografías; la de Fumichon, por Hussonnet, fue una obra maestra. Nonancourt se ocupaba de la propaganda en los campos; el señor Grémonville trabajaba el clero; Martinon reunía jóvenes burgueses. Cada cual, según sus medios, se empleaba; hasta el mismo Cisy. Pensando ahora en las cosas serias, todo el día hacía encargos en coche para el partido.

El señor Dambreuse, como un barómetro, expresaba constantemente la última variación. No se hablaba de Lamartine sin que citara esta frase de un hombre del pueblo: «¡Basta de lira!». Cavaignac no era ya, a sus ojos, sino un traidor. El presidente, a quien había admirado durante tres meses, comenzaba a caer en su estimación (no encontrándole «con la energía necesaria»), y como necesitaba siempre un salvador, su reconocimiento, desde el asunto del conservatorio, pertenecía a Changarnier: «A Dios gracias, Changarnier… Esperemos que Changarnier… No hay nada que temer mientras Changarnier…».

Sobre todos los demás exaltaban a Thiers, por su libro contra el socialismo, en el que se mostraba tan pensador como escritor. Se reían enormemente de Pierre Leroux, que citaba en la Cámara pasajes de los filósofos. Se decían gracias acerca de la fila falansteriana. Iban a aplaudir la Feria de las Ideas, y comparaban a los autores con Aristófanes. Frédéric acudió con los demás.

La verbosidad política y la buena mesa adormecían su moralidad. Por medianos que le parecieran aquellos personajes, estaba orgulloso de conocerlos, y deseaba interiormente la consideración burguesa. Una amante como la señora Dambreuse le lanzaría.

Y se puso a hacer cuanto era preciso.

Salía a su encuentro en el paseo, no dejaba de ir a saludarla en su palco del teatro y, sabiendo las horas en que iba a la iglesia, se colocaba detrás de una columna en actitud melancólica. Para indicaciones de curiosidades, noticias de un concierto, préstamo de libros o revistas, cambiaban billetitos continuamente. Además de su visita de la noche, a veces le hacía otra por la tarde; y sentía una gradación de alegría pasando sucesivamente por la puerta principal, por el patio, por la antesala, por los dos salones; llegaba, por fin, a su gabinete, discreto como una tumba, templado como una alcoba, donde era difícil sortear el mullido de los muebles, tantos eran los objetos aquí y allá colocados: telas, pantallas, copas y platos de laca, de concha, de marfil, de malaquita, lujosas bagatelas, renovadas con frecuencia. Las había sencillas: tres piedras de Étretat para prensapapeles; una gorra de Frisonne colgada de un biombo chino; todas aquellas cosas se armonizaban, sin embargo; y hasta admiraba la nobleza del conjunto, cosa que quizá consistiera en la altura del techo, la opulencia de las cortinas y los largos volantes de seda que flotaban en los dorados palos de los taburetes.

Casi siempre estaba ella en un pequeño confidente cerca de la jardinera que guarnecía el hueco de la ventana. Sentado al borde de un gran puf con ruedas, le dirigía él los más justos cumplidos, y ella le miraba con la cabeza algo de lado y sonriente.

Leía él páginas de poesía, poniendo allí toda su alma, para conmoverla y hacerse admirar; le detenía ella por una observación denigrante o una advertencia práctica, y su conversación recaía sin cesar en la eterna cuestión del amor. Se preguntaban lo que lo engendraba, si las mujeres lo sentían mejor que los hombres, y cuáles eran sobre esto las diferencias. Frédéric procuraba emitir su opinión, evitando a la vez la grosería y la insulsez. Aquello se convertía en una especie de lucha agradable en algunos momentos; en otros, aburrida.

No sentía Frédéric a su lado aquel encanto de todo su ser que le arrastraba hacia la señora Arnoux ni el alegre desorden en que al principio le puso Rosanette. Pero la deseaba como una cosa normal y difícil, porque era noble, porque era rica, porque era devota; figurándose que tenía delicadeza de sentimiento, rara como sus encajes, con amuletos sobre la piel y pudores en la depravación.

Utilizó su antiguo amor; le contó, como inspirado por ella, todo lo que la señora Arnoux le había hecho sentir en otro tiempo, sus languideces, sus sueños. Ella recibía aquello como si estuviera acostumbrada a esas cosas, y, sin rechazarle formalmente, a nada cedía, y no llegaba a seducirla más que Martinon. Para concluir con el enamorado de su sobrina, le acusó de mirar al dinero, y hasta rogó a su marido que hiciera la prueba. El señor Dambreuse declaró al joven, en consecuencia, que siendo huérfana Cécile, de padres pobres, no tenía «ninguna esperanza», ni dote.

Martinon, no creyendo que aquello fuese verdad, o demasiado adelantado para desdecirse, o por una de esas terquedades de idiota, que son actos de genio, contestó que su patrimonio, quince mil francos de renta, les bastaría. Aquel desinterés imprevisto conmovió al banquero, que le prometió fianza para una plaza de recaudador que se obligaba a conseguirle; y en el mes de mayo de 1850, Martinon se casó con Cécile. No hubo baile. Los jóvenes salieron aquella misma noche para Italia. Frédéric vino al día siguiente a visitar a la señora Dambreuse, que le pareció más pálida que de costumbre y le contradijo agriamente en dos o tres asuntos insignificantes. Por lo demás, todos los hombres eran egoístas.

Los había, sin embargo, abnegados, aunque solo fuera él.

—¡Ah, bah! Como los demás.

Sus párpados estaban rojos, lloraba. Después, esforzándose por sonreír, añadió:

—Perdone usted; no tengo razón. Es una idea triste que se me ha ocurrido.

Frédéric no comprendía nada de aquello.

«No importa; es menos fuerte de lo que yo creía», pensó.

Llamó ella para tomar un vaso de agua, bebió un sorbo, lo devolvió y se lamentó de que le servían horriblemente. Para distraerla, se ofreció como criado, juzgándose capaz de presentar los platos, limpiar los muebles, anunciar a la gente y de ser, en fin, un ayuda de cámara, o, mejor, un cazador, aunque la moda hubiera pasado. Desearía ir detrás de un coche con un sombrero de plumas de gallo.

—¡Y cómo le seguiría a usted a pie, majestuosamente, llevando en brazos un perrito!

—Es usted alegre —dijo la señora Dambreuse.

¿No es una locura, repuso él, considerarlo todo por el lado serio? Había bastantes miserias sin necesidad de forjárselas. Nada merecía la pena de un dolor. La señora Dambreuse levantó las cejas, a modo de vaga aprobación.

Aquella paridad de sentimientos estimuló a Frédéric a mayor atrevimiento. Sus desengaños de otras veces le servían ahora de clarividencia. Siguió:

—Nuestros abuelos vivían mejor. ¿Por qué no obedecer el impulso que nos mueve?

El amor, después de todo, no era en sí mismo una cosa tan importante.

—Pero eso que usted dice es inmoral.

Había vuelto a colocarse en el confidente; él se sentó al borde, junto a los pies.

—¿No ve usted que miento? Porque para agradar a las mujeres es preciso manifestar una insulsez de bufón o furores de tragedia. Se burlan de nosotros cuando se les dice que se las ama sencillamente. Yo encuentro esas hipérboles que las divierten una profanación del verdadero amor; tanto, que no se sabe ya cómo expresarlo delante de las que… tienen… mucho ingenio.

Le consideraba ella con las pestañas entreabiertas; bajaba él la voz, inclinándose hacia su rostro.

—Sí, me da usted miedo. ¿La ofendo a usted, quizá…? Perdón… Yo no quería decir todo esto. No es culpa mía. ¡Es usted tan linda!

La señora Dambreuse cerró los ojos, y se sorprendió él con la facilidad de su victoria. Los grandes árboles del jardín, que se movían suavemente, se detuvieron. Algunas nubes fijas rayaban el sol con líneas rojas, y hubo como una suspensión universal de las cosas. Entonces, noches semejantes, con parecidos silencios, se presentaban a su espíritu confusamente. ¿Dónde era eso?