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100 Clásicos de la Literatura

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Frédéric pensar en contestar: «No te inquietes; yo pagaré». Pero la señora podía mentir. La experiencia le había instruido, y se limitó sencillamente a consolarla.

Los temores de Rosanette no eran vanos; fue preciso entregar los muebles y dejar la bonita habitación de la calle Drouot. Tomó otra en el bulevar Poissonnière, piso cuarto. Las curiosidades de su antiguo tocador fueron suficientes para dar a las tres piezas un tipo coquetón. Tuvo estores chinos, una marquesita en la terraza; en el salón, un tapiz de lance, todavía nuevo enteramente, con plufs de seda rosa. Frédéric había contribuido ampliamente a aquellas adquisiciones; experimentaba la alegría de un recién casado que posee, por fin, una casa suya, una mujer suya; y agradándole aquello mucho, venía a dormir allí casi todas las noches.

Una mañana, al salir de la antesala, advirtió en la escalera, hacia el piso tercero, el chacó de un guardia nacional que subía. ¿Adónde iba? Frédéric le esperó. El hombre seguía subiendo con la cabeza un poco baja; levantó los ojos: era el señor Arnoux. La situación aparecía clara; se ruborizaron al mismo tiempo, igualmente contrariados.

Arnoux encontró primero el medio de salir de él.

—¿Está mejor? ¿No es verdad? —Como si Rosanette estuviera enferma y él fuera a buscar noticias.

Frédéric se aprovechó de aquel expediente.

—Sí, desde luego; su criada me lo ha dicho, al menos —dando a entender que no le habían recibido.

Después permanecieron frente a frente, ambos irresolutos y observándose, pensando cada cual quién no se iría. Arnoux, una vez más, resolvió la cuestión.

—¡Ah! Ya volveré más tarde. ¿Dónde quiere usted ir? Le acompaño a usted.

Y cuando estuvieron en la calle se puso a hablar con la naturalidad de costumbre. Indudablemente, o no tenía el carácter celoso, o era demasiado bonachón para enfadarse.

Por otra parte, la patria le preocupaba. Al presente no abandonaba el uniforme.

El 19 de marzo había defendido las oficinas de La Prensa. Cuando se aclamó la Cámara, se señaló por su valor, y fue de los del banquete ofrecido a la guardia nacional de Amiens.

Hussonnet, siempre de servicio con él, se aprovechaba más que nadie de su cantimplora y de sus cigarros; pero irreverente por naturaleza, se complacía en contradecirle, denigrando el estilo poco correcto de los decretos, las conferencias del Luxemburgo, las vesubianas, las tirolesas, todo, hasta el carro de la agricultura, arrastrado por caballos en vez de por bueyes y escoltado por jóvenes feas. Arnoux, por el contrario, defendía el poder, y soñaba con la pasión de los partidos. Sin embargo, sus negocios tomaban mal aspecto, inquietándole medianamente.

Las relaciones de Frédéric y la mariscala no le habían entristecido, porque aquel descubrimiento le autorizó (en su conciencia) a suprimir la pensión que había vuelto a asignarle desde la marcha del príncipe, alegando la dificultad de las circunstancias, gimiendo mucho, y Rosanette fue generosa. Entonces, Arnoux se consideró como el amante del corazón, cosa que le elevaba en su propia estima, rejuveneciéndole. No dudando que Frédéric pagaría a la mariscala, se imaginaba «dar una buena broma», llegando hasta a ocultarse y dejarle el campo libre cuando se encontraban.

Esta comunidad hería a Frédéric; y las cortesías de su rival le parecían una burla de mal género, demasiado prolongada. Pero enfadándose se hubiera quitado toda la probabilidad de volver a la otra, siendo, además, el único medio de oír hablar de ella. El comerciante de porcelanas, según costumbre, o quizá por malicia, la recordaba gustosamente en su conversación, y hasta le preguntaba por qué no iba ya a verla.

Frédéric, habiendo agotado todos los pretextos, aseguró que había estado en casa de la señora muchas veces inútilmente. Arnoux quedó convencido de ello, porque frecuentemente se extasiaba delante de ella acerca de la ausencia de su amigo, y ella respondía siempre que no estaba cuando venía a visitarla; de suerte que aquellas dos mentiras en vez de contrariarse se corroboraban.

La dulzura del joven y la alegría de tenerle por juguete hacían que Arnoux le quisiera más. Llevaba su familiaridad hasta los últimos límites, no por desdén, sino por confianza. Un día le escribió que un negocio urgente le llamaba a provincias por veinticuatro horas y le rogaba hiciera la guardia por él. Frédéric no se atrevió a rehusar y se presentó en el puesto del Carrousel.

Tuvo que sufrir la compañía de los guardias nacionales, y salvo un purificador, hombre chistoso que bebía de una manera exorbitante, todos le parecieron más brutos que sus cartucheras. La conversación capital fue acerca de la sustitución de las correas por el cinturón. Otros trinaban contra los talleres nacionales. Decían: «¿Adónde vamos?». El que había recibido el apóstrofe contestaba abriendo los ojos, como al borde de un abismo: «Esto no puede durar; es preciso concluir».

Y repitiéndose los mismos discursos hasta la noche, Frédéric se aburrió mortalmente.

Grande fue su sorpresa cuando a las once vio aparecer a Arnoux, quien seguidamente dijo que corría a liberarle, habiendo ya concluido su negocio. Este negocio no había existido; era una invención para pasar veinticuatro horas solo con Rosanette. Pero el excelente Arnoux se había aprovechado demasiado, de tal suerte que en su lasitud le entró remordimiento. Vino a dar las gracias a Frédéric y le invitó a cenar.

—Mil gracias; no tengo hambre; solo deseo mi cama.

—Razón de más para desayunarnos juntos pronto. ¡Qué blando es usted! ¡Esta no es hora de ir a casa: es demasiado tarde; sería peligroso!

Frédéric cedió una vez más. Arnoux, a quien no esperaban, fue bien acogido por sus hermanos de armas, principalmente por el purificador.

Todos le amaban; y él era tan buen muchacho, que echó de menos la presencia de Hussonnet. Pero tenía necesidad de dormir un minuto nada más.

—Póngase usted cerca de mí —dijo a Frédéric, extendiéndose sobre su cama de campaña, sin quitarse el correaje.

Por temor de una alerta, en contra del reglamento, conservó el fusil; después balbució algunas frases: «Querida mía», «ángel mío», y no tardó en dormirse.

Los que hablaban se callaron, y poco a poco se hizo un gran silencio en el puesto. Frédéric, atormentado por las pulgas, miraba a su alrededor. La pared, pintada de amarillo, tenía a mitad de altura una plancha donde los sacos formaban una serie de pequeñas jorobas, mientras, debajo, los fusiles de color plomo estaban alineados unos junto a otros. Se oían ronquidos producidos por los guardias nacionales, cuyos vientres se dibujaban de una manera confusa en la sombra.

Una botella vacía y algunos platos ocupaban la estufa. Tres sillas de paja rodeaban la mesa, en la que se veía un juego de cartas. De un tambor, en el centro del banco, colgaban las correas.

El aire caliente entraba por la puerta y hacía que el quinqué diese humo. Arnoux dormía con los brazos abiertos, y como su fusil estaba colocado con la culata hacia abajo, un poco oblicuamente, la boca del cañón le llegaba a la axila.

Frédéric, que lo notó, se asustó.

«Pero no; no hay cuidado ni qué temer. Sin embargo, si muriese…».

Y seguidamente se desarrollaron infinitos cuadros.

Se vio con ella de noche, en una silla de posta; después, a la orilla de un río en una tarde de verano, y al reflejo de una lámpara, en su casa.

Hasta se detenía en cálculos de menaje, en disposiciones domésticas, contemplando, palpando ya su dicha; y para realizarla bastaría solamente que el gatillo del fusil se levantara. Podía tocarlo con la punta del pie; el tiro saldría; sería una casualidad y nada más.

Frédéric se extendió sobre aquella idea como un dramaturgo que compone. De repente le pareció que no estaba distante de resolverse su acción y que iba, por su parte, a contribuir como era su deseo; le sobrecogió un gran miedo.

En medio de aquella angustia experimentaba un placer, penetrando más y más en él, sintiendo con horror que desaparecían sus escrúpulos; en el furor de su sueño se borraba el resto del mundo y no tenía conciencia de sí mismo sino por una intolerable opresión del pecho.

—¿Tomamos un vino blanco? —dijo el purificador, que se despertaba.

Arnoux se echó al suelo y, tomadas las copas, quiso hacer la centinela de Frédéric.

Después se lo llevó a almorzar a la calle Chartres, casa de Parly; y como necesitaba reponerse, pidió dos platos de carne, una langosta, una tortilla al ron, una ensalada, etcétera, todo regado con sauterne de 1819, sin contar con el champán para los postres y los licores.

Frédéric no le contrarió. Se hallaba cohibido, como si el otro hubiera podido descubrir en su cara las huellas de su pensamiento.

Con ambos codos sobre el borde de la mesa, y muy inclinado, Arnoux, fatigándole con su mirada, le confiaba sus sueños.

Tenía deseos de tomar en arrendamiento todos los terraplenes de la línea del Norte para sembrar en ellos patatas, o bien organizar en los bulevares una cabalgata monstruo, en que figuraran las «celebridades de la época». Alquilaría todas las ventanas, que a razón de tres francos, término medio, produciría un bonito provecho. En resumen: soñaba con un gran golpe de fortuna por un acaparamiento. Sin embargo, era moral, condenaba los excesos, el desarreglo; hablaba de su «pobre padre», y todas las noches, decía, hacía su examen de conciencia, antes de ofrecer su alma a Dios.

—Un poco de curaçao, ¿eh?

—Como usted guste.

En cuanto a la República, las cosas se arreglarían; en fin, que se encontraba el hombre más feliz de la tierra; y olvidándose, elogió las cualidades de Rosanette, y hasta la comparó a su mujer. Era otra cosa, claro. No pueden imaginarse más bonitas piernas.

 

—¡A la salud de usted!

Frédéric bebió. Por complacencia, lo había hecho con algún exceso; además, le molestaba la luz del sol; y cuando subieron juntos la calle Vivienne se tocaban fraternalmente las hombreras de ambos.

Cuando entró en su casa, Frédéric durmió hasta las siete; enseguida se fue a casa de la mariscala. Había salido con alguien; quizá con Arnoux. No sabiendo qué hacer, continuó su paseo por el bulevar, pero no pudo pasar de la puerta Saint-Martin, tanta era la gente.

La miseria abandonaba a sí mismos a un considerable número de obreros; y venían todas las noches a pasar revista, sin duda, y esperar la señal. A pesar de la ley contra los grupos, aquellos clubes de la desesperación aumentaban de una manera terrible; y muchos burgueses se reunían allí cotidianamente por bravata, por moda.

De repente, Frédéric vio a tres pasos de distancia al señor Dambreuse con Martinon; volvió la cabeza porque guardaba rencor al señor Dambreuse, que se había hecho nombrar representante; pero el capitalista le detuvo.

—Una palabra, querido señor. Debo darle a usted explicaciones.

—No las pido.

—Por favor, escúcheme usted.

Él no había tenido culpa ninguna. Le habían rogado, obligado en cierto modo. Martinon, seguidamente, apoyó sus palabras: los de Nogent le habían enviado una diputación.

—Además, he creído hallarme en libertad, desde el momento…

Una avalancha de gente contra la acera hizo al señor Dambreuse separarse. Un minuto después volvió, diciendo a Martinon:

—Este es un verdadero servicio. No tendrá usted que arrepentirse.

Los tres se pegaron a una tienda para hablar más a gusto.

De cuando en cuando se gritaba: «¡Viva Napoleón!», «¡Viva Barbès!», «¡Abajo Marie!». La inmensa muchedumbre hablaba muy alto; y todas aquellas voces, que las casas repercutían, hacían un ruido semejante al de las olas de un puerto.

En determinados momentos se callaban; entonces se oía La Marsellesa. Bajo las puertas cocheras, algunos hombres de maneras misteriosas ofrecían bastones con estoque. A veces, dos individuos pasaban uno delante de otro, se guiñaban un ojo y se alejaban rápidamente. Grupos de majaderos ocupaban las aceras; una muchedumbre compacta se agitaba en el empedrado. Bandas enteras de agentes de policía salían de las callejuelas y desaparecían apenas se dejaban ver. Banderitas de paño rojo acá y allá llameaban; los cocheros, de lo alto de su asiento, gesticulaban y se volvían. Aquello era un movimiento, un espectáculo de los más singulares.

—Cómo hubiera divertido todo esto —dijo Martinon— a la señorita Cécile.

—Mi mujer, ya lo sabe usted, no gusta de que mi sobrina venga con nosotros —contestó, sonriendo, el señor Dambreuse.

No se le hubiera reconocido. Desde hacía tres meses gritaba «¡Viva la República!», y hasta había votado el destierro de los Orléans. Pero las concesiones debían concluir; y se mostraba furioso, hasta el punto que llevaba un mazo en el bolsillo.

También Martinon tenía uno. No siendo ya inamovible la magistratura, se había retirado de los estrados, y sobrepasaba en violencia al señor Dambreuse.

El banquero aborrecía especialmente a Lamartine (por haber apoyado a Ledru-Rollin), y, además, a Pierre Leroux, Proudhon, Considérant, Lamennais, a todos los cerebros calientes, a todos los socialistas.

—Porque, en fin, ¿qué quieren? Se ha suprimido el impuesto sobre la carne y el apremio contra la persona; ahora se estudia el proyecto de un banco hipotecario; el otro día era un banco nacional; y a todo esto, cinco millones de presupuesto para los obreros. Pero, felizmente, ello se acaba gracias al señor Falloux. Buen viaje, que se marchen.

En efecto, no sabiendo cómo alimentar a los ciento treinta mil hombres de los talleres nacionales, el ministro de Trabajos Públicos, aquel mismo día, había firmado un decreto, invitando a todos los ciudadanos de dieciocho a veinte años a entrar en el servicio como soldados, o a salir para las provincias para trabajar la tierra.

Aquella alternativa los indignó, persuadidos de que se quería destruir la República. La existencia lejos de la capital los afligía como un destierro; se veían moribundos por las fiebres en regiones feroces. Para muchos, además, acostumbrados a los trabajos delicados, la agricultura les parecía un envilecimiento; era una añagaza, en fin, una irrisión, la negación formal de todas las promesas. Si resistían, emplearían la fuerza; no dudaban de esto y se disponían a prevenirla.

Hacia las nueve, los grupos formados en la Bastilla y en el Châtelet refluyeron al bulevar.

De la puerta Saint-Denis a la puerta Saint-Martin, constituía aquello una enorme ebullición, una sola masa de azul oscuro, casi negro. Los hombres que se entreveían tenían todos las pupilas ardientes, la tez pálida, fisonomías enflaquecidas por el hambre, exaltados por la injusticia. Sin embargo, las nubes se amontonaban; el cielo tormentoso calentaba la electricidad de la muchedumbre, que se arremolinaba sobre sí misma, indecisa, con amplio impulso de oleaje, y se sentía en sus profundidades una fuerza incalculable y como la energía de un elemento.

Después, todos se pusieron a gritar: «¡Faroles! ¡Faroles!». Muchas ventanas no se iluminaban, y arrojaron piedras contra sus cristales.

El señor Dambreuse juzgó prudente retirarse. Los dos jóvenes le acompañaron.

Preveía él grandes desastres. El pueblo podía, una vez más, asaltar la Cámara; y a este propósito, contó cómo habría muerto el 15 de mayo a no ser por el sacrificio de un guardia nacional.

—¡Pero se me olvidaba! Era un amigo de usted, el fabricante de porcelanas: Jacques Arnoux.

Las gentes del motín le ahogaban; aquel bravo ciudadano le había cogido en sus brazos y depositado lejos.

Así, desde entonces, había formado una especie de lazo entre ellos.

—Será preciso comer juntos uno de estos días, y puesto que usted le ve con frecuencia, asegúrele que le quiero mucho. Es un hombre excelente, calumniado, según mi opinión, y tiene talento el pícaro. Le saludo a usted nuevamente. Buenas noches.

Cuando Frédéric dejó al señor Dambreuse, volvió a casa de la mariscala, y con aire sombrío le dijo que debía optar entre Arnoux y él.

Le respondió con dulzura que no entendía nada de «semejantes gruñidos»: no amaba a Arnoux y no tenía que ver con él. Frédéric estaba sediento de abandonar París. No rechazó ella aquella fantasía y salieron al día siguiente para Fontainebleau.

El hotel donde se alojaron se distinguía de los demás por un salto de agua instalado en medio de su patio. Las puertas de sus habitaciones daban a un corredor, como en los monasterios. La que les facilitaron era grande, bien amueblada, tapizada de indiana y silenciosa, por falta de viajeros. A lo largo de las casas paseaban vecinos desocupados; cuando cayó la luz del día, por debajo de sus ventanas jugaron a la barra los chiquillos de la calle; y aquella quietud, sucediéndose al tumulto de París, les causaba sorpresa y tranquilidad.

Por la mañana temprano fueron a visitar el castillo. Como entraron por la verja, vieron su fachada entera, con los cinco pabellones de tejados puntiagudos y su escalera de herradura desplegándose al fondo del patio, que cortan a izquierda y a derecha dos cuerpos de edificio más bajos. Los líquenes del piso se mezclan a lo lejos con el tono jaspeado de las baldosas, y el conjunto del palacio, enmohecido de color, como una vieja armadura, tenía algo de realmente impasible, una especie de grandeza militar y triste.

Por fin, un criado se presentó con un manojo de llaves. Les enseñó, primero, las habitaciones de las reinas, el oratorio del Papa, la galería de Francisco I, la mesita de caoba en que el emperador firmó su abdicación, y en una de las piezas que dividían la antigua galería de los Ciervos, el sitio en que Cristina hizo asesinar a Monaldeschi. Rosanette escuchó aquella historia atentamente, y después, volviéndose a Frédéric, dijo:

—Sería, sin duda, por celos; ten cuidado.

Enseguida atravesaron la sala del consejo, la sala de guardias, el salón del trono, el de Luis XIII. Las altas ventanas, sin cortinas, derramaban una luz blanca; el polvo cubría ligeramente los puños de las fallebas, las patas de cobre de las consolas; fundas de telas gruesas tapaban todos los sillones; se veían encima de las puertas cacerías del tiempo de Luis XV, y en algunos sitios, tapicerías que representaban a los dioses del Olimpo, Psyche o las batallas de Alejandro.

Cuando Rosanette pasaba delante de los espejos, se detenía un minuto para alisarse el cabello.

Después del patio de la torrecilla y la capilla de Saint-Saturnin, llegaron a la sala de fiestas.

Quedaron asombrados por el esplendor del techo, dividido en compartimientos octogonales, adornado de oro y plata, más cincelado que una alhaja, y por la abundancia de las pinturas que cubren las paredes desde la gigantesca chimenea, donde las armas de Francia están rodeadas por carcaj y media luna, hasta la tribuna para los músicos, construida al otro extremo, en toda la amplitud de la sala. Las diez ventanas, en arcadas, estaban abiertas enteramente; el sol hacía brillar las pinturas; el cielo azul hacía que se confundiera indefinidamente el azul ultramar de las cimbras; y del fondo de los bosques, cuyas vaporosas cimas llenaban el horizonte, parecía venir un eco de los aullidos lanzados por las trompas de marfil, y de las danzas mitológicas que reunían bajo el follaje a princesas y señores, convertidos en ninfas y silvanos; época de ciencia ingenua, de pasiones violentas y arte suntuoso, cuando el ideal era arrastrar al mundo hacia un sueño de las Hespérides, y las amantes de los reyes se confundían con los astros. La más bella entre las famosas se había hecho pintar, a la derecha, en figura de Diana cazadora, y hasta de Diana infernal, sin duda, para demostrar su poderío hasta más allá de la tumba. Todos aquellos símbolos confirmaban su gloria; y algo quedaba allí de ella, una voz indistinta, un rayo que se prolonga.

Frédéric sintió una concupiscencia retrospectiva inexplicable. Para distraer sus deseos, se puso a considerar tiernamente a Rosanette, preguntándole si no hubiera querido ser aquella mujer.

—¿Qué mujer?

—Diana de Poitiers. —Y añadió—: Diana de Poitiers, amante de Enrique II.

Ella dijo sencillamente: «¡Ah!», y eso fue todo.

Su mutismo probaba claramente que nada sabía, no comprendía, y Frédéric, por complacencia, le preguntó:

—¿Te aburres, quizá?

—No, no; al contrario.

Y con el mentón levantado, paseando alrededor una mirada de las más vagas, Rosanette dejó caer esta frase:

—Esto trae recuerdos.

Se veía, no obstante, en su cara un esfuerzo, una intención de respeto; y como aquel aire serio la ponía más linda, Frédéric la perdonó.