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100 Clásicos de la Literatura

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—¿Está ahí la señora?

—Adelante.

La señora Arnoux tenía el codo sobre el escritorio, y movía una pluma entre los dedos, tranquilamente, cuando el tenedor de libros alzó el portier.

Frédéric se levantó.

—Señora, tengo el honor de saludarla. El servicio estará pronto, ¿no es verdad? ¿Puedo contar con ello?

Ella nada respondió; pero aquella muda complicidad inflamó su rostro de todos los rubores del adulterio.

Al día siguiente volvió a casa de ella, y fue recibido. Con el fin de perseguir sus ventajas, inmediatamente, sin preámbulo, Frédéric empezó por justificarse del encuentro en el Campo de Marte. Solo la casualidad le había hecho tropezar con aquella mujer. Admitiendo que fuese linda (cosa que no era cierta), ¿cómo podía detenerse en ella su pensamiento, ni aun por un minuto, puesto que amaba a otra?

—Lo sabe usted bien; se lo he dicho a usted.

La señora Arnoux bajó la cabeza.

—Siento que me lo haya usted dicho.

—¿Por qué?

—Las más elementales conveniencias exigen ahora que yo no vuelva a verle.

Protestó él de la inocencia de su amor. El pasado respondía del porvenir: se había prometido no perturbar su existencia, no aturdirla con sus lamentaciones.

—Pero ayer mi corazón se desbordaba —dijo Frédéric.

—No debemos pensar más en aquel momento, amigo mío.

—Sin embargo, ¿qué mal habría en que dos pobres seres confundieran su tristeza? —Y después—: Porque usted tampoco es feliz. ¡Oh, yo la conozco a usted! No tiene usted a nadie que comprenda la necesidad de afecto, de sacrificio que usted siente. ¡Yo haré todo lo que usted quiera! ¡No la ofenderé… se lo juro!

Y se dejó caer de rodillas, a su pesar, aplanado por un peso interior demasiado grave.

—Levántese usted —dijo ella—. Le quiero.

Y le declaró que si no obedecía, no la volvería a ver nunca.

—¡Ah, le desafío a usted! —repuso Frédéric—. ¿Qué es lo que tengo que hacer yo en el mundo? Los demás se esfuerzan por la riqueza, la celebridad, el poder. Yo no tengo estado; usted es mi ocupación exclusiva; toda mi fortuna, el objeto, el centro de mi existencia, de mis pensamientos. ¡Yo no puedo vivir sin usted, como no podría vivir sin el aire del cielo! ¿Es que no siente usted la aspiración de mi alma subir hasta la de usted, y que deben confundirse, y que muero por realizarlo?

La señora Arnoux se puso a temblar violentamente.

—Váyase usted, se lo ruego.

La expresión perturbada de su semblante le detuvo. Después adelantó un paso, pero ella se hizo atrás, y juntando las dos manos dijo:

—¡Déjeme usted, en nombre del cielo, por gracia!

Y Frédéric la amaba de tal modo, que salió.

Muy pronto se encolerizó consigo mismo, se reconoció un imbécil, y veinticuatro horas después volvió. La señora no estaba. Permaneció sobre la mesa, aturdido de furor e indignación. Arnoux se presentó y le dijo que su mujer, aquella misma mañana, se había marchado para instalarse en una casita de campo que alquilaban en Auteuil, porque ya no poseían la de Saint-Cloud.

—Esta es una más de sus humoradas. En fin, puesto que eso le agrada, y a mí también, ¡tanto mejor! ¿Cenaremos juntos esta noche?

Frédéric alegó un negocio urgente, y enseguida corrió a Auteuil.

La señora Arnoux dejó escapar un grito de alegría. Entonces todo su rencor desapareció.

Frédéric no habló de su amor. Para inspirarle mayor confianza, hasta exageró su reserva, y cuando preguntó si podría volver, ella contestó: «Sin duda», ofreciendo su mano, que casi al punto retiró.

Él, desde entonces, menudeó sus visitas. Prometía al cochero gruesas propinas. Pero, con frecuencia, la lentitud del caballo le impacientaba, y se bajaba, y, sin aliento, subía en un ómnibus. ¡Cómo desdeñaba las caras de las gentes sentadas enfrente de él, y que no iban a casa de ella!

Reconocía desde lejos su casa, en una enorme madreselva que cubría por un solo lado las tejas. Se trataba de una especie de chalet suizo, pintado de rojo, con un balcón exterior. Había en el jardín tres viejos castaños, y en el centro, sobre una elevación, un quitasol de paja sostenido por el tronco de un árbol. Bajo la pizarra de los muros, una gruesa parra mal sujeta colgaba por algunos lados, como un cable destrozado. La campanilla de la verja, un poco fuerte, prolongaba su repique, y había que esperar siempre mucho tiempo hasta que venían. Cada vez que esto pasaba sentía una angustia, un temor indeterminado.

Después oía crujir en la arena las pantuflas de la criada; o bien el mismo Arnoux se presentaba. Un día llegó hasta detrás de ella, que agachada sobre el césped buscaba violetas.

El carácter de su hija la había obligado a meterla en un convento. Su chiquillo pasaba las tardes en una escuela. Arnoux celebraba largos almuerzos en el Palacio Real con Regimbart y el amigo Compain. Ningún fastidioso podía sorprenderlos.

Estaba decidido a que no debían pertenecerse.

Aquella convivencia, que les garantizaba del peligro, facilitaba sus expansiones.

Ella le contó su existencia de otro tiempo, en Chartres, casa de su madre; su devoción hacia los doce años; después, su furor por la música, cuando cantaba hasta la noche, en su cuartito, desde donde se veían las murallas. Él le contó sus melancolías en el colegio, o cómo en su cielo poético resplandecía un rostro de mujer, de tal suerte que al verla por primera vez, la había reconocido.

Aquellos discursos no abrazaban, generalmente, sino los años de su trato. Él le recordaba detalles insignificantes, el color de su traje en tal época; qué persona se había presentado tal día; lo que ella había dicho en cierta ocasión, y ella contestaba por completo maravillada:

—Sí, lo recuerdo.

Sus gustos, sus juicios eran los mismos. A menudo el que escuchaba al otro exclamaba:

—¡Yo también!

Después venían las quejas interminables contra la providencia:

—¿Por qué el cielo no lo ha querido? ¡Si nos hubiéramos encontrado…!

—¡Ah, si yo hubiera sido más joven! —suspiraba ella.

—No, yo un poco más viejo.

Y se imaginaba una vida exclusivamente fecunda para llenar las más vastas soledades, abundante en todas las alegrías, desafiando todas las miserias, en que las horas hubieran desaparecido en una continuada expansión de sí mismo, y que habría producido algo de resplandeciente y elevado como la palpitación de las estrellas.

Casi siempre estaban al aire libre, en lo alto de la escalera. Las cimas de los árboles, amarillentos por el otoño, se alzaban ante ellos, desigualmente, hasta el borde del pálido cielo; o bien iban al extremo de la avenida, a un pabellón que tenía por único mueble un canapé de lienzo gris. Puntos negros manchaban el espejo; las paredes exhalaban olor a húmedo, y allí permanecían hablando de sí mismos, de los demás, de no importaba qué, encantados. Algunas veces, los rayos del sol, atravesando la celosía, pendían desde el techo hasta las piedras, como las cuerdas de una lira; brumas de polvo revoloteaban entre aquellas barras luminosas. Ella se entretenía en apartarlas con su mano; Frédéric se la cogía suavemente y contemplaba el enlace de sus venas, los poros de su piel, la forma de sus dedos, cada uno de los cuales era para él, más que una cosa, casi una persona.

Le daba ella sus guantes; la semana siguiente, su pañuelo. Le llamaba «Frédéric»; él la llamaba «Marie», adorando aquel nombre, expresamente hecho, decía, para ser suspirado en éxtasis, y que parecía contener nubes de incienso, de capas de rosas.

Llegaron a fijar de antemano el día de sus visitas, y saliendo como por casualidad, iba a buscarle al camino.

Ella no hacía nada para excitar su amor, perdida en esa indolencia que caracteriza las grandes dichas. Durante toda la estación llevó un traje de estar por casa, de seda oscura, adornado con terciopelo del mismo color; vestido ancho, que convenía a la suavidad de sus actitudes y de su fisonomía seria. Por otra parte, empezaba el mes de agosto, el mes de las mujeres, época a la vez de reflexión y ternura, en que la madurez que empieza colorea la mirada de una llama más profunda, cuando la fuerza del corazón se mezcla con la experiencia de la vida y, al fin de su desarrollo, el ser completo se desborda de riquezas en la armonía de su belleza. Jamás había tenido mayor dulzura, mayor indulgencia. Segura de no desfallecer, se abandonaba a un sentimiento que le parecía un derecho conquistado por sus penas. ¡Aquello era, además, tan bueno y tan nuevo! ¡Qué abismo entre la grosería de Arnoux y las adoraciones de Frédéric!

Él temblaba ante la idea de perder por una palabra todo lo que creía haber ganado, diciéndose que puede llegar una ocasión, pero que no se corrige jamás una necedad. Quería que ella se diera, y no tomarla. La seguridad de su amor le deleitaba como un precedente de la posesión, y después el encanto de su persona le turbaba más el corazón que los sentidos. Era aquella una beatitud indefinida, una tal embriaguez, que hasta se olvidaba de la posibilidad de una dicha absoluta. Lejos de ella le devoraban furiosas angustias.

Muy pronto hubo en sus diálogos grandes intervalos de silencio. A veces, una especie de pudor sexual les hacía ruborizarse uno ante otro. Todas las precauciones para ocultar su amor lo denunciaban; cuanto mayor se hacía, más reservadas eran sus maneras. Con el ejercicio de tal mentira se exasperó su sensibilidad. Gozaban deliciosamente del perfume de las hojas húmedas, sufrían viento del este; sentían irritaciones sin causa, presentimientos fúnebres; un ruido de pasos, el crujido de una madera, les ocasionaba espantos, como si hubiesen sido culpables; se veían lanzados a un abismo; una atmósfera tormentosa los envolvía, y cuando se le escapaban a Frédéric lamentaciones, se acusaba a sí misma.

 

—Sí, hago mal. ¡Parezco una coqueta! No venga usted más.

Entonces repetía él los propios juramentos, que escuchaba ella siempre con placer.

Su regreso a París y las complicaciones del día del año nuevo suspendieron un tanto sus entrevistas. Cuando volvió mostraba en sus maneras algo de más atrevido. Salía ella a cada paso para dar órdenes, y recibía, a pesar de sus ruegos, a cuantos venían a verla. Se entregaban entonces a conversaciones sobre Léotade, Guizot, el Papa, la insurrección de Palermo y el banquete del duodécimo distrito, que inspiraban inquietudes. Frédéric se desahogaba declamando contra el poder; porque deseaba, como Deslauriers, un trastorno universal: tal era por entonces su acritud. La señora Arnoux, por su parte, se ponía sombría.

Su marido, prodigando las extravagancias, mantenía una obrera de la manufactura, a la que llamaban la bordelesa. La señora Arnoux se lo contó ella misma a Frédéric. Él quería sacar de allí un argumento, «puesto que la traicionaban».

—¡Oh, no me preocupa eso nada! —dijo ella.

Aquella declaración le pareció afirmar completamente su intimidad. ¿Desconfiaba de Arnoux?

—No; ahora no.

Y le contó que una noche los dejó solos, y volvió a escuchar detrás de la puerta, y como ambos hablaban de cosas indiferentes, desde aquel tiempo vivía en completa seguridad.

—Y con razón —dijo amargamente Frédéric.

—Indudablemente.

Mejor hubiera hecho no arriesgando semejante frase.

Un día no estaba ella en casa a la hora en que él acostumbraba ir, y lo consideró como una traición.

Se enfadó, después de ver las flores que tenía siempre colocadas en un vaso de agua.

—¿Dónde quiere usted que estén?

—Ahí no. Por lo demás, ahí están menos fríamente que en su corazón.

Algún tiempo más tarde le reprochó por haber asistido la víspera a los Italianos sin avisarle. Otros la habían visto, admirado, amado quizá; deteniéndose Frédéric en aquellas sospechas, únicamente para atormentarla con sus quejas; porque empezaba a aborrecerla, y lo menos que le correspondía era una parte de sus sufrimientos.

Una tarde, hacia mediados de febrero, la sorprendió muy conmovida. Eugène se quejaba de la garganta. El doctor había dicho, sin embargo, que aquello no era nada: un fuerte constipado, la gripe. Frédéric se admiró del trastorno del niño. No obstante, tranquilizó a su madre, citando el ejemplo de muchos chiquillos de su edad que acababan de pasar semejantes afecciones, y se curaron muy pronto.

—¿De veras?

—Sí, seguro.

—¡Oh, qué bueno es usted! —Y le cogió la mano; él la estrechó en la suya.

—Déjela usted.

—¿Qué importa si es al que consuela a quien usted la ofrece…? Me cree usted en todas estas cosas, y duda usted de mí… cuando le hablo de mi amor.

—No dudo, pobre amigo mío.

—¿Por qué esa desconfianza, como si fuera yo un miserable, capaz de abusar…?

—¡Oh, no…!

—Si yo tuviera siquiera una prueba…

—¿Qué prueba?

—La que se concede al primero que llegase; la que a mí mismo me habéis concedido.

Y le recordó que una vez habían salido juntos, en un crepúsculo de invierno, en tiempo nublado. Todo aquello estaba ahora ya muy lejos. ¿Quién le impedía mostrarse de su brazo delante de todo el mundo, sin temor por su parte ni segunda intención por la suya, no habiendo nadie a su alrededor para importunarlos?

—Sea —dijo ella, con una valentía que dejó estupefacto a Frédéric.

Pero repuso vivamente:

—¿Quiere usted que la espere en la esquina de la calle Tronchet y de la calle Ferme?

—Dios mío, amigo mío —balbució la señora Arnoux.

Sin darle tiempo para reflexionar, añadió él:

—El martes próximo, ¿eh?

—¿El martes?

—Sí; entre dos y tres.

—Allí estaré.

Y volvió su rostro, en un movimiento de bochorno. Frédéric puso los labios en su nuca.

—¡Oh, eso no está bien hecho! —dijo ella—. No haga usted que me arrepienta.

Se separó él temiendo la movilidad ordinaria de las mujeres. Después, en el umbral, murmuró suavemente, como cosa enteramente convenida:

—Hasta el martes.

Bajó ella los ojos de manera discreta y resignada.

Frédéric tenía un plan. Esperaba que, merced a la lluvia o el sol, podría hacerla detenerse en un portal, entraría en la casa. Lo difícil era encontrar una excusa.

Empezó sus investigaciones, y hacia el centro de la calle Tronchet leyó de lejos un anuncio que decía: «Habitaciones amuebladas».

El mozo, comprendiendo su intención, le enseñó inmediatamente, en el entresuelo, una sala y un gabinete con dos salidas. Frédéric lo tomó por un mes y pagó por adelantado.

Después se fue a tres tiendas, para comprar la más rara perfumería; adquirió un trozo de guipure de imitación para sustituir el hermoso cubrepiés de algodón encarnado, y escogió un par de pantuflas de raso azul; solo el temor de parecer grosero le moderó en sus compras; volvió con ellas, y con mayor devoción que los que levantan altares, cambió los muebles de sitio, arregló él mismo las cortinas, puso leña en la chimenea, violetas sobre la cómoda, y hubiera deseado alfombrar de oro el cuarto: «Mañana es —se decía—. Sí, mañana, no sueño». Y sentía palpitar fuertemente su corazón ante el delirio de su esperanza; luego, cuando todo estuvo a punto, se metió la llave en el bolsillo, como si la dicha, que allí vagaba, hubiera podido escaparse.

Una carta de su madre le aguardaba en su casa:

«¿Por qué tan larga ausencia? Tu conducta empieza a parecer ridícula. Comprendo que, en cierta medida, vacilaras al principio ante esta unión; ¡sin embargo, reflexiona!».

Y precisaba las cosas; cuarenta y cinco mil libras de renta. Además, «se hablaba de esto». Y el señor Roque esperaba una respuesta definitiva.

En cuanto a la joven, su posición era verdaderamente difícil: «Te ama mucho».

Frédéric arrojó la carta sin acabar de leerla, y abrió otra de Deslauriers. «Mi antiguo amigo: La pera está madura. Según tus promesas, contamos contigo. Nos reunimos mañana al amanecer en la plaza del Panteón. Entra por el café Soufflot. Es preciso que te hable antes de la manifestación».

«¡Oh! Conozco bien sus manifestaciones. Mil gracias; tengo una cita más agradable».

Al día siguiente, desde las once, Frédéric salió. Quería dar la última ojeada a los preparativos. Después, ¿quién sabe?, podría ella anticiparse por una circunstancia cualquiera. Al desembocar en la calle de Tronchet oyó detrás de la Madeleine un gran clamoreo, avanzó y vio al fondo de la plaza, a la izquierda, gentes de blusa y de la clase media.

En efecto, por un manifiesto publicado en los periódicos, estaban convocados en aquel sitio todos los suscriptores al banquete reformista. El ministerio, casi inmediatamente, había dictado un bando prohibiéndolo. La víspera la oposición parlamentaria había renunciado a verificarlo; pero los patriotas, que ignoraban aquella resolución de los jefes, habían acudido a la cita, seguidos de gran número de curiosos. Una diputación de las escuelas había ido antes a casa de Odilon Barrot. En aquel momento se hallaban en el Ministerio de Asuntos Exteriores; y no se sabía si el banquete tendría lugar, si el gobierno ejecutaría su amenaza, si se presentarían los guardias nacionales. Se aborrecía a los diputados como al poder. La muchedumbre aumentaba más y más, cuando de repente vibró en los aires el canto de La Marsellesa.

Era la columna de los estudiantes que llegaba. Marchaban al paso, en dos filas, con irritado aspecto, desnudas las manos y gritando todos por intervalos:

—¡Viva la reforma! ¡Abajo Guizot!

Los amigos de Frédéric seguramente estaban allí. Iban a verle y a arrastrarle. Se refugió vivamente en la calle Arcade.

Cuando los estudiantes dieron dos vueltas por la Madeleine, bajaron hacia la plaza de la Concorde, que estaba llena de gente, y la muchedumbre amontonada; parecía, desde lejos, un campo oscilante de piedras negras.

En aquel momento soldados de línea se ordenaron en batalla, a la izquierda de la iglesia.

Los grupos, sin embargo, se detenían. Para acabar, agentes de policía, de paisano, prendían a los más levantiscos y los llevaban a la prevención, brutalmente. Frédéric, a pesar de su indignación, permaneció mudo; hubieran podido prenderle como a los demás y habría faltado a la entrevista con la señora Arnoux.

Poco tiempo después aparecieron los cascos de los municipales, y golpearon a su alrededor con el sable de plano. Un caballero se cayó; corrieron a auxiliarle, y en cuanto el caballero estuvo en la silla, todos huyeron.

Entonces se hizo un gran silencio. La fría lluvia, que había mojado el asfalto, ya no caía. Se alejaban las nubes, blandamente heridas por el viento del oeste.

Frédéric se puso a recorrer la calle Tronchet, mirando hacia adelante y hacia atrás.

Las dos sonaron, por fin.

«¡Ah! Ahora es —se dijo—. Sale de su casa. Se acerca». Y un minuto después: «Ya tenía tiempo de haber venido». Hasta las tres procuró calmarse. «No; aún no tarda. Un poco de paciencia».

Y, para entretenerse, examinaba las pocas tiendas que se veían: un librero, un sillero, un almacén de objetos de lujo. Pronto conoció los nombres de las obras, todos los arneses, todas las telas. Los comerciantes, a fuerza de verle pasar y repasar continuamente, se admiraron, primero; después, asustados, cerraron sus escaparates.

Indudablemente, había tenido un impedimento, y sufría por él también. Pero ¡qué alegría en el acto! Porque iba a venir, eso era cierto. «Me lo ha prometido». Sin embargo, una angustia intolerable le sobrecogía.

Por un movimiento absurdo, entró en el hotel, como si hubiera podido encontrarse allí. En aquel mismo instante llegaría quizá a la calle; y escapó hacia ella. ¿Nadie? Y volvió a recorrer la acera.

Se fijaba en las hendiduras de las baldosas, en la boca de los canales, en los candelabros, en los números de encima de las puertas. Los más pequeños objetos se convertían en compañeros suyos, o más bien en espectadores irónicos; y las fachadas regulares de las casas le parecían inexorables… Sentía frío en los pies, y como si se viera agobiado. La repercusión de sus pasos le golpeaba el cerebro.

Cuando vio que eran las cuatro en su reloj experimentó un vértigo, un espanto. Intentó repetir versos, calcular cualquier cosa, inventar una historia. Imposible; la imagen de la señora Arnoux le dominaba. Tenía ganas de correr a su encuentro. Pero ¿qué camino tomaría para no cruzarse?

Llamó a un mozo de esquina, le puso en la mano cinco francos y le encargó que fuera a la calle Paradis, en casa de Jacques Arnoux, para averiguar del portero «si estaba la señora». Después se plantó en la esquina de la calle Ferme y la calle Tronchet, de manera que las pudiese ver simultáneamente. Al fondo de la perspectiva, en el bulevar, se deslizaban confusas masas. A veces distinguía el penacho de un dragón, un sombrero de mujer, y alargaba sus pupilas para reconocerla. Un chiquillo desharrapado que enseñaba una marmota en una caja le pidió limosna, sonriendo.

El hombre del chaleco de terciopelo volvió. «El portero no la había visto salir». ¿Quién la retenía? Si estuviese enferma, se lo hubiera dicho. ¿Era una visita? Nada más fácil que no recibirla. Se golpeó la frente.

«¡Ah, pero qué bestia soy! Es la agitación popular». Aquella explicación natural le consoló. Luego, de repente: «Pero su barrio está tranquilo». Y una duda abominable le asaltó: «¿Si no viniera? ¿Si su promesa no fuera más que una palabra para alejarme? No, no». Lo que la retenía, sin duda, era una casualidad extraordinaria, uno de esos acontecimientos que destruyen todas las previsiones. En ese caso habría escrito. Y envió al mozo del hotel a su domicilio, calle Rumsford, para saber si había carta.

No habían llevado ninguna. Aquella carencia de noticias le tranquilizó.

Del número de piezas de moneda que cogía al azar en la mano, de la fisonomía de los transeúntes, del color de los caballos, formaba presagios, y cuando el augurio era contrario, se esforzaba por no creer en él. En sus accesos de furor contra la señora Arnoux la injuriaba a media voz. Luego sentía debilidades, casi desvanecimientos, y de repente movimientos de esperanza. Iba a llegar; estaba allí, detrás de él; se volvía, y nada. Una vez vio a treinta pasos, aproximadamente a una mujer de la misma estatura, con el mismo traje. Se acercó a ella, pero no era. Las cinco dieron, las cinco y media, las seis. Encendían el gas. La señora Arnoux no había venido.

 

Había ella soñado la noche anterior que estaba en la acera de la calle Tronchet hacía mucho tiempo. Allí esperaba algo indeterminado, considerable, sin embargo, y sin saber por qué, temía ser vista. Pero un maldito perrillo, encarnizado contra ella, mordía el bajo de su vestido, volviéndose contra ella obstinadamente y ladrando cada vez más fuerte. La señora Arnoux se despertó. El ladrido del perro continuaba; alargó el oído: aquello salía del cuarto de su hijo, al cual se precipitó descalza. Era el niño mismo, que tosía. Le abrasaban las manos, la cara roja y la voz singularmente ronca. La dificultad de su respiración aumentaba de minuto en minuto. Ella permaneció hasta el día inclinada sobre la cama, observándole.

A las ocho, el tambor de la guardia nacional vino a avisar al señor Arnoux de que le aguardaban sus camaradas. Se vistió precipitadamente y se marchó, prometiendo pasar inmediatamente por casa de un médico, el señor Colot. A las diez no había venido el señor Colot, y la señora Arnoux envió a su doncella. El doctor estaba de viaje, en el campo, y el joven que le reemplazaba andaba visitando.

Eugène tenía su cabeza de medio lado, sobre la almohada, frunciendo continuamente sus cejas, dilatando la nariz; su pobre figurita se volvía más descolorida que sus sábanas; y de su laringe se escapaba un silbido producido por cada inspiración, cada vez más corta, seca y como metálica. Su tos se parecía al ruido de esas bárbaras mecánicas que hacen ladrar a los perros de cartón.

La señora Arnoux se sobrecogió de espanto; se arrojó a las campanillas, pidiendo socorro y gritando:

—¡Un médico, un médico!

Diez minutos después llegó un señor viejo, de corbata blanca y patillas grises, bien cortadas. Hizo muchas preguntas acerca de las costumbres, la edad y la temperatura del enfermito; luego examinó su garganta, aplicó la cabeza a la espalda y escribió una receta. El aire tranquilo de aquel buen hombre era odioso.

Olía a bálsamo. Ella hubiera querido pegarle. Dijo que volvería al oscurecer.

Muy pronto comenzaron de nuevo las toses violentas; a veces, el niño se levantaba de repente. Movimientos convulsivos le sacudían los músculos del pecho, y en sus aspiraciones su vientre se ahuecaba como si estuviera sofocado por haber corrido. Luego volvía a caer con la cabeza hacia atrás y la boca enteramente abierta. Con infinitas precauciones, procuraba la señora Arnoux hacerle tragar el contenido de los frascos: el jarabe de ipecacuana, una poción quermatizada; pero el niño rechazaba la cuchara; gimiendo con voz débil, parecía que soplaba las palabras.

De cuando en cuando releía ella la receta; la asustaban las observaciones del formulario; quizá se haya equivocado el farmacéutico. Le desesperaba su impotencia. El discípulo del señor Colot llegó.

Era un joven de modestos ademanes, nuevo en el oficio, y que no ocultó su impresión. Al principio permaneció indeciso, por temor de comprometerse, y al fin prescribió la aplicación de trozos de hielo. Se tardó mucho tiempo en encontrarlos y la vejiga que contenía los pedazos se rompió. Fue preciso mudar la camisa. Todo aquel desarreglo provocó un nuevo acceso, más terrible.

El niño se puso a arrancarse los lienzos de su cuello, como si hubiera querido retirar el obstáculo que le ahogaba, y arañaba la pared, cogía las cortinas de su cama, buscando un punto de apoyo para respirar. Su cara estaba entonces azulada, y todo su cuerpo, bañado en un sudor frío, parecía irse adelgazando. Sus ojos huraños se fijaban en su madre con terror; le echó los brazos al cuello, se colgó de él de una manera desesperada, y rechazando sus sollozos, balbucía ella palabras tiernas:

—¡Sí, amor mío, ángel mío, mi tesoro!

Luego sobrevenían momentos de calma.

Fue a buscar juguetes, un polichinela, una colección de estampas, y los extendió sobre la cama para distraerle. Hasta intentó cantar. Empezó una canción, que en otro tiempo le decía al mecerle, fajándole en aquella misma sillita de tapicería. Pero él se estremeció con todo su cuerpo, como una ola a un golpe de viento; los globos de sus ojos se saltaban; creyó ella que se iba a morir, y se volvió para no verle.

Un instante después tuvo fuerzas para mirarle: todavía vivía. Las horas se sucedían, pesadas, tristes, interminables, desesperantes, y no contaba sus minutos sino por la progresión de aquella agonía. Las sacudidas de su pecho le arrojaban hacia delante como para destrozarle; por fin vomitó algo extraño, que parecía un tubo de pergamino. ¿Qué era aquello? Ella se imaginó que había lanzado un pedazo de sus entrañas; pero respiraba amplia y regularmente. Aquella apariencia de bienestar la asustó más que el resto; permanecía como petrificada, con los brazos colgando, los ojos fijos, cuando vino el señor Colot. El niño, en su opinión, estaba salvado.

Al principio no lo comprendió y se hizo repetir la frase. ¿No era aquello uno de esos consuelos propios de los médicos? El doctor se marchó con aire tranquilo. Entonces llegó para ella el momento de que las cuerdas que apretaban su corazón se desataran.

—¡Salvado! ¿Es posible?

De repente, la idea de Frédéric se le apareció de una manera neta, inexorable. Era un aviso de la providencia. Pero el Señor, en su misericordia, no había querido castigarla por completo. ¡Qué expiación más tarde si perseveraba en aquel amor! Indudablemente, insultarían a su hijo por su causa, y la señora Arnoux le veía joven, herido en un encuentro, llevado en una camilla, moribundo. De un salto se precipitó sobre la sillita; y con todas sus fuerzas, elevando su alma a las alturas, ofreció a Dios, como holocausto, el sacrificio de su primera pasión, de su única flaqueza.

Frédéric había vuelto a su casa y permanecía en su butaca, sin tener ni siquiera fuerza para maldecirla. Una especie de sueño le sobrecogió, y a través de aquel estado oía caer la lluvia, creyendo siempre que seguía allí, en la acera.

Al día siguiente, por una última cobardía, envió un mensajero a casa de la señora Arnoux.

Sea que el saboyano no hiciera la comisión, o que ella tuviera demasiadas cosas que decir para explicarse con una palabra, le llevaron la misma respuesta. La insolencia era demasiado fuerte. Una cólera orgullosa le dominó, y se sorprendió de no tener ni siquiera un deseo, y como hoja que arrebata el huracán, desapareció su amor. Sintió un gran consuelo, una estoica alegría; después, una necesidad de acciones violentas, y salió por las calles sin rumbo fijo.

Los hombres del barrio pasaban, armados de fusil, con sables viejos, llevando algunos gorros encarnados, y cantando La Marsellesa y Los girondinos. De cuando en cuando, un guardia nacional se apresuraba para reunirse a su alcaldía. A lo lejos sonaban los tambores; se batían en la puerta de Saint-Martin; en el aire se sentía algo alegre y belicoso. Frédéric seguía andando. La agitación de la gran ciudad le ponía contento.

En las alturas de Frascati divisó las ventanas de la mariscala; una idea loca se le ocurrió, una reacción de juventud, y atravesó el bulevar.

Cerraban la puerta cochera, y Delphine, la doncella, mientras escribía encima, con carbón, «Armas dadas», le dijo vivamente:

—Ah, ¡en buena situación se encuentra la señora! Ha despedido esta mañana a su groom, que la insultaba. Cree que van a robar por todas partes; se muere de miedo, tanto más cuanto el señor se ha marchado.

—¿Qué señor?

—El príncipe.

Frédéric entró en el tocador y la mariscala se presentó en enaguas, con el cabello suelto, espantada.

—¡Ah, gracias, vienes a salvarme; ya es la segunda vez, y nunca exiges recompensa!

—Mil perdones —dijo Frédéric, cogiéndole la cintura con ambas manos.