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100 Clásicos de la Literatura

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—Y hasta parecía usted interesarse mucho por ellos.

Las últimas palabras acabaron por desconcertar a Frédéric. Su turbación, que él pensaba veía todo el mundo, iba a confirmar las sospechas, cuando el señor Dambreuse le dijo, más cerca y en tono grave:

—Supongo que no harán ustedes negocios juntos.

Protestó Frédéric por movimientos multiplicados de cabeza, sin comprender la intención del capitalista, que quería darle un consejo.

Tenía ganas de marcharse. El temor de parecer cobarde le retuvo. Un criado recogía las tazas de té; la señora Dambreuse hablaba con un diplomático de frac azul; dos jóvenes, uniendo sus frentes, se miraban las sortijas; las demás, sentadas en semicírculo en sus butacas, movían suavemente sus blancos rostros, adornados de cabelleras negras o rubias; nadie, en fin, se ocupaba de él. Frédéric dio media vuelta y por una serie de zigzags casi logró alcanzar la puerta, cuando al pasar cerca de una consola vio encima, entre un vaso de china y la madera, un periódico doblado. Tiró un poco de él y leyó: Le Flambard.

¿Quién lo habría llevado? Cisy. Nadie más, seguramente. Pero, después de todo, ¿qué importaba? Iban a creer, ya creían todos en el artículo. ¿Por qué aquel encarnizamiento? Una ironía muda le dominaba. Se sentía perdido como en un desierto. Pero la voz de Martinon se elevó y dijo:

—A propósito de Arnoux, he leído entre los sospechosos de las bombas incendiarias el nombre de uno de sus empleados: Sénécal. ¿Es el nuestro?

—El mismo —contestó Frédéric.

Martinon repetía, gritando mucho:

—¡Cómo! ¡Nuestro Sénécal! ¡Nuestro Sénécal!

Entonces le preguntaron acerca del complot; su plaza de agregado al tribunal debía proporcionarle detalles.

Confesó él que no los tenía. Además, él conocía muy poco al personaje, pues solo le había visto dos o tres veces; en resumen, le tenía por un pícaro. Frédéric indignado, exclamó:

—No, por cierto; es un muchacho muy honrado.

—Sin embargo, caballero —dijo un propietario—, una persona que conspira no es honrada.

La mayoría de los hombres que estaban allí habían servido, por lo menos, a cuatro gobiernos, y hubieran vendido a Francia o al género humano para garantizar su fortuna, evitarse un contratiempo, una dificultad o por simple bajeza únicamente, adoración instintiva de la fuerza. Todos declararon los crímenes políticos inexcusables. Más bien era preciso perdonar los que provenían de la necesidad. Y no faltó poner el eterno ejemplo del padre de familia, robando el eterno pedazo de pan en casa del eterno panadero.

Un empleado hasta añadió:

—Yo, caballero, si supiera que mi hermano conspiraba, le denunciaría.

Frédéric invocó el derecho de resistencia, y recordando algunas frases que le había dicho Deslauriers, citó a Desolmes, Blackstone, la carta de derechos de Inglaterra y el artículo 2 de la Constitución del 91. Y en virtud de este derecho precisamente se había proclamado la caída de Napoleón; se le había reconocido en 1830 y escrito a la cabeza de la carta.

—Además, cuando el soberano falta al contrato, la justicia exige que se le derribe.

—Pero eso es abominable —exclamó la mujer de un gobernador.

Todas las demás se callaban, vagamente espantadas, como si hubiesen oído el ruido de las balas. La señora Dambreuse se balanceaba en su butaca y le escuchaba sonriendo.

Un industrial, antiguo carbonero, procuró demostrarle que los Orléans eran una excelente familia; indudablemente, existían abusos…

—Y bien, ¿entonces?

—Pero no deben decirse, señor mío. Si usted supiera cómo todos esos gritos de la opinión perjudican los negocios…

—¡Yo me río de los negocios! —replicó Frédéric.

La podredumbre de aquellos viejos le exasperaba, y arrastrado por la valentía que se ampara algunas veces de los más tímidos, atacó a los financieros, a los diputados, al gobierno, al rey; tomó la defensa de los árabes y dijo muchas tonterías. Algunos le animaban irónicamente: «Siga usted, continúe», mientras que otros murmuraban: «¡Demonio, qué exaltación!». Por fin, juzgó conveniente retirarse, y al marcharse, el señor Dambreuse le manifestó, aludiendo a la plaza de secretario:

—Nada hay aún decidido. Pero despáchese usted.

Y la señora Dambreuse:

—Hasta muy pronto, ¿verdad?

Frédéric juzgó la despedida de ambos como una última burla. Se hallaba resuelto a no volver por aquella casa, a no mantener relaciones con todas aquellas gentes. Creía haberlos herido, ignorando qué gran fondo de indiferencia posee el mundo. Aquellas mujeres, sobre todo, le indignaban. Ni una siquiera le había sostenido la mirada. Las detestaba por no haberlas conmovido. En cuanto a la señora Dambreuse, encontraba él en ella algo a la vez lánguido y seco que impedía definirla con una fórmula. ¿Tenía un amante? ¿Qué amante? ¿Era el diplomático u otro? ¿Quizá Martinon? ¡Imposible! Sin embargo, sentía contra él una especie de envidia, y hacia ella una malevolencia inexplicable.

Dussardier fue aquella noche, como de costumbre, y le aguardaba. Frédéric tenía hinchado el corazón, lo desahogó, y sus lamentos, aunque vagos y difíciles de comprender, entretenían al excelente muchacho; llegó hasta a quejarse de su aislamiento. Dussardier, con alguna vacilación, propuso ir a casa de Deslauriers.

Frédéric experimentó, al solo nombre del abogado, una extremada necesidad de volver a verle. Su soledad intelectual era profunda y la compañía de Dussardier, insuficiente. Contestó que arreglara las cosas como quisiera.

Deslauriers sentía igualmente, desde su ruptura, una privación de su vida. Así que cedió sin trabajo a las demostraciones cordiales.

Ambos se abrazaron y se pusieron después a hablar de asuntos indiferentes.

La reserva de Deslauriers enterneció a Frédéric, y para darle una especie de compensación le contó, al día siguiente, la pérdida de sus quince mil francos, sin decir que aquellos quince mil francos le estaban destinados primitivamente. El abogado no lo dudó, sin embargo. Aquella desdichada aventura, que le daba la razón en sus prevenciones contra Arnoux, desarmó por completo su rencor y no habló de la antigua promesa.

Frédéric, engañado por su silencio, creyó que la había olvidado. Algunos días después, le preguntó si no existían medios de recuperar sus fondos.

Podían discutirse las precedentes hipotecas, atacar a Arnoux como estelionatario, perseguir el domicilio en perjuicio de la mujer.

—No, no; contra ella, no —exclamó Frédéric, y cediendo a las preguntas del antiguo pasante, confesó la verdad.

Deslauriers quedó convencido de que no la decía completamente, sin duda por delicadeza. Aquella falta de confianza le hirió.

Estaban tan unidos, sin embargo, como en otro tiempo, y hasta sentían tanto placer cuando se encontraban juntos, que la presencia de Dussardier les molestaba. Con pretexto de citas, llegaron poco a poco a desembarazarse de él. Hay hombres que solo tienen por misión entre los demás la de servir de intermediarios; se pasa por ellos como sobre puentes y se va más lejos.

Frédéric no ocultaba nada a su antiguo amigo. Le contó el negocio de las hullas, con la proposición del señor Dambreuse. El abogado se puso pensativo.

—¡Es singular! Se necesitaría para esa plaza alguien bastante fuerte en derecho.

—Pero tú podrás ayudarme —dijo Frédéric.

—Sí… desde luego; ciertamente.

En la misma semana le enseñó una carta de su madre.

La señora Moreau se acusaba de haber juzgado mal al señor Roque, que había dado de su conducta satisfactorias explicaciones. Después hablaba de su fortuna y de la posibilidad, para más adelante, de un matrimonio con Louise.

—Eso no sería, quizá, malo —dijo Deslauriers.

Frédéric lo aplazó para lejos; el tío Roque, además, era un viejo ratero. Esto no importaba nada, según el abogado.

A fines de julio experimentaron una baja inexplicable las acciones del Norte. Frédéric no había vendido las suyas y perdió, de un solo golpe, sesenta mil francos. Sus ingresos disminuyeron sensiblemente. Debía: o limitar sus gastos, o escoger una profesión, o hacer un buen casamiento.

Entonces, Deslauriers le habló de la señorita Roque. Nada le impedía ir a ver un poco las cosas por sí mismo. Frédéric se hallaba algo fatigado; la provincia y la casa materna le confortarían. Partió.

El aspecto de las calles de Nogent, que atravesó a la luz de la luna, le llevó a recuerdos antiguos, y experimentaba una especie de angustia, como los que vuelven de largos viajes.

Se encontraban en casa de su madre sus conocidos de otro tiempo: los señores Gamblin, Heudras y Chambrion, la familia Lebrun, aquellas señoritas Auger; además, el señor Roque, y enfrente de la señora Moreau, en una mesa de juego, la señorita Louise, que ya era una mujer, y que se levantó, lanzando un grito. Todos se agitaron. Ella permaneció inmóvil, en pie, y los cuatro candelabros de plata que estaban sobre la mesa aumentaban su palidez. Cuando volvió a ponerse a jugar, temblaba su mano. Aquella emoción lisonjeó desmesuradamente a Frédéric, cuyo orgullo estaba enfermo, y se dijo: «Tú me amas», y tomando su revancha por los sinsabores que había soportado allá, se puso a hacer el parisién, el león, dio noticias de los teatros, contó anécdotas de la sociedad, tomadas de los periodiquillos, y deslumbró, finalmente, a sus compatriotas.

Al día siguiente, la señora Moreau se extendió respecto de las cualidades de Louise; después enumeró los bosques, las fincas que poseería. La fortuna del señor Roque era considerable.

La había adquirido colocando fondos para el señor Dambreuse; porque prestaba a personas que ofreciesen buenas garantías hipotecarias, cosa que le consentía pedir suplementos o comisiones. El capital, gracias a una activa vigilancia, nada arriesgaba. Por otra parte, el tío Roque no vacilaba jamás ante una ejecución; luego volvía a comprar a bajo precio los bienes hipotecados, y el señor Dambreuse, que veía la devolución de sus fondos, hallaba sus negocios bien manejados.

 

Pero aquella manifestación extralegal le ligaba a su administrador y no podía rehusarle cosa alguna. A sus instancias se debía la buena acogida que dispensó a Frédéric.

En efecto, el tío Roque ocultaba en el fondo de su alma una ambición. Quería que su hija fuera condesa; y para llegar hasta allí, sin comprometer la felicidad de Louise, no conocía más hombre que aquel.

Por la protección del señor Dambreuse le reintegraría en el título de su abuelo, porque la señora Moreau era hija de un conde de Fouvens, emparentada, además, con las más antiguas familias de la Champán: los Lavernade, los d’Étrigny.

Respecto a los Moreau, una inscripción gótica que se veía cerca de los molinos de Villeneuve-l’Archevêque hablaba de un Jacques Moreau que los había reedificado en 1596; y la tumba de su hijo Pierre Moreau, primer escudero del rey Luis XIV, se hallaba en la capilla de Saint-Nicolas.

Tanta nobleza fascinaba al señor Roque, hijo de un antiguo sirviente. Si la corona condal no venía se consolaría con otra cosa; porque Frédéric podría llegar a la diputación cuando el señor Dambreuse fuese nombrado par, y entonces ayudarle en sus negocios, obtenerle suministros, concesiones. El joven le agradaba, personalmente. En fin, que le quería por yerno, porque desde hacía mucho tiempo se había obsesionado con aquella idea, que se agrandaba cada vez más.

Al presente visitaba la iglesia y había seducido a la señora Moreau ante la esperanza del título principalmente. Se había guardado ella, sin embargo, de darle una respuesta decisiva.

En resumen, que ocho días después, sin que compromiso alguno se hubiera formado, Frédéric pasaba por ser el «futuro» de la señorita Louise; y el tío Roque, poco escrupuloso, los dejaba solos en ocasiones.

V

Deslauriers se había llevado de casa de Frédéric la copia del acta de subrogación, con un poder en forma que le confería su representación plena; pero cuando subió sus cinco pisos y estuvo solo, en su triste gabinete, en su sillón de badana, la vista del papel sellado le descorazonó.

Estaba harto de aquellas cosas y de los restaurantes de un franco con sesenta céntimos, de los viajes en ómnibus, de su miseria, de sus esfuerzos. Cogió de nuevo los papeles; algunos otros andaban por allí; y eran los prospectos de la compañía hullera, con la lista de las minas y el detalle de su contenido, que Frédéric le dejó para conocer su opinión.

Una idea se le ocurrió: la de presentarse en casa del señor Dambreuse y pedirle la plaza de secretario. Aquella plaza seguramente no iba a concederse sin la adquisición de cierto número de acciones. Reconoció la locura de su proyecto, y se dijo: «¡Oh, no; estaría mal hecho!».

Entonces buscó el medio de que se valdría para cobrar los quince mil francos. Semejante suma nada suponía para Frédéric. Pero si él la hubiera tenido, ¡qué alivio! Y el antiguo pasante se indignó de que la fortuna del otro fuese grande.

«Hace de ella un uso deplorable. Es un egoísta. Y yo me río de sus quince mil francos».

¿Por qué los había prestado? Por los lindos ojos de la señora Arnoux. ¡Era su amante! Deslauriers no lo dudaba. He ahí una cosa más para la que sirve el dinero. Y le dominaron pensamientos de odio.

Después pensó en la persona misma de Frédéric, que siempre había ejercido sobre él un encanto casi femenino, y pronto llegó a admirarle por un éxito del que él se consideraba incapaz.

Sin embargo, ¿acaso la voluntad no constituye el elemento capital de las empresas y ella triunfa ante todo…?

«¡Ah, será preciso! —Pero se avergonzó de aquella perfidia, y un minuto después se preguntó—: ¡Bah!, ¿es que tengo miedo?».

La señora Arnoux (a fuerza de oír hablar de ella) había acabado por grabarse en su imaginación extraordinariamente. La persistencia de aquel amor le irritaba como un problema. Su austeridad, un tanto teatral, le fastidiaba ahora. Por otra parte, la mujer de mundo (o la que juzgaba por tal) deslumbraba al abogado como el símbolo y el resumen de mil placeres desconocidos. Pobre, anhelaba el lujo bajo su forma más clara.

«Después de todo, si se enfadara, peor para él. Se ha conducido bastante mal conmigo para que yo me contraríe. Nada me confirma que sea ella su amante. Él me lo ha negado, luego soy libre».

El deseo de aquella empresa ya no le abandonó. Era como una prueba de sus fuerzas la que quería hacer. Hasta tal punto que un día, de repente, embetunó él mismo sus botas, compró guantes blancos y se puso en camino, sustituyéndose a Frédéric e imaginándose ser él por una singular evolución intelectual, en que entraba a la vez venganza y simpatía, imitación y audacia.

Se hizo anunciar como «el doctor Deslauriers».

La señora Arnoux se sorprendió, porque no había llamado a ningún médico.

—Mil perdones; soy doctor en derecho. Vengo en representación de los intereses del señor Moreau.

Aquel nombre pareció turbarla.

«¡Tanto mejor! —pensó el antiguo pasante—; puesto que le ha querido a él, me querrá a mí», animándose con la idea admitida de que es más fácil suplantar a un amante que a un marido.

Había tenido el gusto de encontrarla una vez en el palacio de justicia; hasta citó la fecha. Tanta memoria admiró a la señora Arnoux. Y añadió en tono suave:

—Ya tenían ustedes… algunas dificultades… en sus negocios.

Ella no contestó nada, luego era verdad.

Se puso a hablar de varias cosas: de su alojamiento, de la fábrica; después, advirtiendo a los lados del espejo algunos medallones, dijo:

—¡Ah! Retratos de familia, sin duda. —Y se fijó en uno de anciana: la madre de la señora Arnoux—. Tiene todo el aire de una excelente persona, un tipo meridional. —Y a la observación de que era de Chartres, añadió—: Chartres, hermosa ciudad.

Elogió la catedral y las pastas de la porcelana; luego, volviendo al retrato, encontró en él parecido con la señora Arnoux, y le lanzaba indiscretas adulaciones; ella no se fijó. Tomó él confianza y manifestó que conocía a Arnoux desde hacía mucho tiempo.

—Es un muchacho excelente, pero que se compromete. Por ejemplo, respecto de esta hipoteca, no se concibe una ligereza…

—Sí, ya sé —dijo ella, encogiéndose de hombros.

Aquel testimonio involuntario de menosprecio animó a Deslauriers a continuar.

—Su historia del caolín, quizá lo ignore usted, ha podido acabar muy mal, e incluso su reputación…

Un fruncimiento de cejas le detuvo.

Entonces, encerrándose en las generalidades, compadeció a las pobres mujeres cuyos esposos malgastaban la fortuna…

—Pero si es de él, caballero; yo no tengo nada.

No importaba. No se sabía… Una persona de experiencia podría servir. Y se explayó en ofrecimientos desinteresados, exaltó sus propios méritos, y la miraba a la cara, a través de sus gafas, que relucían.

Una vaga confusión le sobrecogía; pero de repente dijo:

—Ruego a usted que veamos el negocio.

Él exhibió el legajo.

—Este es el poder de Frédéric. Con semejante título en manos de un alguacil, que pediría una citación, nada más sencillo; en veinticuatro horas… —Ella permanecía impasible; entonces, él cambió de maniobra—: Yo, por mi parte, no comprendo lo que le lleva a reclamar esta suma, porque lo cierto es que para nada la necesita.

—¿Cómo? El señor Moreau es bastante bueno para…

—¡Oh! De acuerdo…

Y Deslauriers emprendió su elogio; después pasó a denigrarle, muy suavemente, considerándole olvidadizo, avaro.

—Yo le creía amigo de usted, caballero.

—Eso no me impide ver sus defectos. Así que él agradece muy poco… ¿cómo diría yo?, la simpatía…

La señora Arnoux volvía las hojas del grueso cuaderno y se detuvo para pedirle explicación de una palabra.

Se inclinó él sobre su hombro, y tan cerca de ella, que rozó su mejilla. Ella se ruborizó, rubor que inflamó a Deslauriers, besándole vorazmente su mano.

—¿Qué hace usted, caballero?

Y en pie contra la pared, la retenía inmóvil, ante sus grandes ojos negros irritados.

—Escúcheme usted: yo la amo.

Ella lanzó una carcajada, risa aguda, desesperante, atroz. Deslauriers sintió que la cólera le estrangulaba. Se contuvo, y con la cara de un vencido que pide perdón, dijo:

—¡Ah! Hace usted mal. Yo no obraré como él.

—Pero ¿de quién habla usted?

—De Frédéric.

—¡Eh! El señor Moreau me inquieta poco, ya se lo he dicho a usted.

—¡Oh! Perdón… perdón. —Después, con voz mordaz y dejando caer sus frases, añadió—: Pues yo creía que se interesaba usted lo bastante por su persona para saber con placer…

Ella se puso pálida. El antiguo pasante agregó:

—Va a casarse.

—¡Él!

—Dentro de un mes, lo más tarde, con la señorita Roque, la hija del administrador del señor Dambreuse. Y hasta ha marchado a Nogent, solo para eso.

Llevó ella la mano a su corazón, como si recibiera el choque de un gran golpe; pero inmediatamente tiró de la campanilla. Deslauriers no esperó que le pusieran en la puerta. Cuando ella se volvió había desaparecido.

La señora Arnoux estaba algo sofocada, y se acercó a la ventana para respirar.

Del otro lado de la calle, en la acera, un embalador, en mangas de camisa, clavaba una caja. Pasaban algunos coches de alquiler. Cerró la ventana y volvió a sentarse. Las altas casas vecinas interceptaban el sol y una fría claridad entraba en la habitación. Sus hijos habían salido; nada a su alrededor se movía.

«Va a casarse, ¿es posible? —Y un temblor nervioso la sobrecogió—. ¿Por qué es esto? ¿Es que le amo? —Después, repentinamente, añadió—: ¡Sí, le amo… le amo!».

Le parecía que descendía hasta algo profundo que ya no acabaría. En el reloj dieron las tres; oyó apagarse las vibraciones del timbre y permaneció al lado de la butaca, con las pupilas fijas y siempre sonriente.

Aquella misma tarde, en aquel mismo momento, Frédéric y Louise se paseaban por el jardín que el señor Roque poseía al extremo de la isla. La vieja Catherine los vigilaba de lejos; iban juntos y Frédéric le decía:

—¿Recuerda usted cuando la llevaba al campo?

—¡Qué bueno era usted conmigo! —contestó ella—. Me ayudaba usted a hacer tortas con arena, a llenar mi regadera, a mecerme en el columpio.

—Todas sus muñecas tenían nombre de reinas o marquesas, ¿qué ha sido de ellas?

—No lo sé, verdaderamente.

—¿Y su perrillo de usted, Moricaud?

—Se ahogó el pobrecillo.

—¿Y aquel Don Quijote, cuyos grabados pintábamos juntos con colores?

—Todavía lo tengo.

Le recordó él el día de su primera comunión y lo bella que estaba en las vísperas con su velo blanco y su gran cirio, mientras desfilaban todos alrededor del coro y sonaba la campana.

Aquellos recuerdos tenían, sin duda, poco encanto para la señorita Roque; no tuvo nada que contestar, y un minuto más tarde dijo:

—¡Malo!, que ni una sola vez me ha dado noticias suyas.

Frédéric se disculpó con sus numerosos trabajos.

—¿En qué, pues, se ocupa usted?

Le turbó un tanto la pregunta, y después manifestó que estudiaba política.

—¡Ya! —Y sin más interrogar, añadió—: ¡Eso le ocupa a usted, pero yo…!

Entonces le contó la aridez de su existencia: sin ver a persona alguna, sin el menor placer, sin la más pequeña distracción. Desearía montar a caballo.

—El vicario dice que eso es inconveniente para una joven. ¡Qué necias son las conveniencias! En otros tiempos me dejaban hacer cuanto quería; ahora, nada.

—Sin embargo, su padre la ama.

—Sí, pero…

Y lanzó un suspiro que significaba: «Esto no basta a mi dicha».

Hubo un instante de silencio, en que no se oía sino el crujido de la arena bajo sus pies con el murmullo de la cascada, porque el Sena, más arriba de Nogent, se divide en dos brazos. El que mueve los molinos desagua en aquel sitio la superabundancia de sus ondas, para reunirse más abajo al curso natural del río; y cuando se viene de los puentes se percibe, a la derecha, en el otro ribazo, un declive de césped que domina una casa blanca. A la izquierda, en la pradera, se extienden los álamos, y el horizonte, enfrente, se halla cortado por una cueva del río, liso como un espejo entonces; sobre sus tranquilas aguas patinaban grandes insectos. Grupos de cañas y juncos lo limitaban desigualmente; toda clase de plantas echa allí sus botones de oro, o deja colgar sus amarillos racimos, o yergue sus varas de flores de amaranto, o forma al azar verdes mazorcas. En una ensenada de la margen se asentaban algunos nenúfares, y una hilera de añosos sauces, que ocultaban trampas para lobos, eran toda la defensa del jardín por aquel lado de la isla.

 

Detrás, en el interior, cuatro paredes y un caballete de pizarra encerraban la huerta, cuyos cuadros de tierra, recientemente labrados, formaban oscuras plantaciones. Las campanas de los melones brillaban en fila sobre su estrecha cama; las alcachofas, las judías, las espinacas, las zanahorias y los tomates alternaban hasta dar en un piano de espárragos, que parecía un bosquecillo de plumas.

Todo aquel terreno había sido, en los tiempos del Directorio, lo que llamaban una locura. Los árboles, desde entonces, habían crecido desmesuradamente. La clemátide se mezclaba a los setos, los caminos estaban cubiertos de musgo, por todas partes abundaban las zarzas. Los trozos de estatua desmenuzaban su enlucido debajo de las hierbas. Al andar era fácil enredarse en los pedazos de alguna pieza de alambre. No quedaba ya del pabellón más que dos habitaciones del piso bajo, con jirones de papel azul. Delante de la fachada avanzaba un enrejado a la italiana, donde, sobre pilares de ladrillo, una verja de madera sostenía una parra.

Llegaron allí debajo ambos, y como la luz pasaba por los desiguales agujeros del verde, Frédéric, que hablaba a Louise de lado, observaba sobre su rostro la sombra de las hojas.

Llevaba el moño de sus cabellos rojos atravesado por una aguja terminada en una bola de vidrio imitando esmeralda, y a pesar de su luto (tan nativo era su mal gusto), pantuflas de paja guarnecidas de raso encarnado, curiosidad vulgar, compradas indudablemente en alguna feria.

Las vio él y la felicitó irónicamente.

—No se ría usted de mí —dijo ella.

Considerándole después todo entero, en conjunto, desde su sombrero de fieltro gris hasta sus calcetines de seda, añadió:

—¡Qué coquetón es usted!

Enseguida le rogó que le indicara algunas obras que leer. Él le designó muchas, y ella agregó:

—¡Qué sabio es usted!

Desde muy pequeña sintió uno de esos amores que tienen a la vez la pureza de una religión y la violencia de una necesidad. Él había sido su camarada, su hermano, su maestro; había distraído su espíritu, hecho palpitar su corazón y derramado involuntariamente hasta lo más íntimo de ella una embriaguez latente y continua. Luego, la había dejado en plena crisis trágica, apenas muerta su madre, confundiéndose una y otra desesperación. La ausencia le había idealizado en su recuerdo, volvía con una especie de aureola y ella se entregaba ingenuamente a la dicha de verle.

Por primera vez en su vida Frédéric se sentía amado, y aquel placer nuevo, que no traspasaba el orden de los sentimientos agradables, le producía como una íntima expansión.

Una gruesa nube corría por el cielo en aquel momento.

—Se dirige hacia París —dijo Louise—. ¿No es verdad que quisiera usted seguirla?

—¿Yo? ¿Por qué?

—¡Quién sabe! —Y penetrándole con una aguda mirada, añadió—: Quizá tenga usted allí… —Buscó la palabra—: Algún afecto.

—Yo no tengo afectos.

—¿Seguro?

—Pues sí, señorita, seguro.

En menos de un año se había operado en la joven una transformación que admiraba a Frédéric. Después de un minuto de silencio, agregó:

—Deberíamos tutearnos, como en otros tiempos, ¿quiere usted?

—No.

—¿Por qué?

—Porque…

Insistió él, y ella contestó, bajando la cabeza:

—No me atrevo.

Habían llegado al extremo del jardín, hasta la orilla del Livon. Frédéric, por tunantería, se puso a tirar piedras. Ella le ordenó que se sentara; obedeció y, mirando a la cascada, dijo:

—Como el Niágara.

Y empezó a hablar de las comarcas lejanas y de los grandes viajes; a ella le encantaba la idea de emprenderlos; no hubiera tenido miedo de nada, ni de las tempestades, ni de los leones.

Sentados el uno junto al otro, cogían puñados de la arena que tenían delante; después, sin cesar de hablar, la dejaban escapar de sus manos; y el viento cálido que llegaba de las llanuras les traía bocanadas del perfumoso lavanda y el olor de la brea que salía de una barca, detrás de la esclusa. El sol daba en la cascada; los verdosos bloques de la paredilla por donde el agua corría aparecían como bajo una gasa de plata continuamente rodando. Una larga barra de espuma brotaba al pie, cadenciosamente, y luego formaba torbellinos, mil corrientes opuestas, y acababa por confundirse en un solo y límpido lienzo.

Louise murmuró que envidiaba la existencia de los peces.

—¡Debe de ser tan dulce rodar por ahí dentro, a su gusto, sentirse acariciado por todas partes!

Y se estremecía con movimientos de un mimo sensual.

Pero una voz gritó:

—¿Dónde estás?

—La criada llama —dijo Frédéric.

—Bien, bien.

Louise no se movía.

—Va a incomodarse —añadió él.

—Me es indiferente, y además… —La señorita Roque dio a entender, con un gesto, que la tenía a su discreción.

Sin embargo, se levantó; se quejó luego de dolor de cabeza, y al pasar por delante de un amplio cobertizo, lleno de leña, dijo:

—Si nos metiéramos debajo al regode…

Él fingió no comprender aquella palabra de jerga e incluso bromeó sobre su acento. Poco a poco, los extremos de su boca se juntaron, se mordía los labios y hasta se separó enfurruñada.

Frédéric se acercó a ella, juró que no había querido molestarla y que la quería mucho.

—¿Eso es verdad? —exclamó ella mirándole, y con sonrisa que iluminaba todo su semblante, un tanto sembrado de manchas de salvado.

No resistió Frédéric a aquella valentía de sentimiento, a la frescura de su juventud, y repuso:

—¿Por qué te había de mentir? Dudas… ¿eh? —Y pasó su brazo izquierdo alrededor de su cintura.

Un grito suave, como un arrullo, se escapó de su garganta; su cabeza se hizo atrás, desfallecía; él la sostuvo. Y los escrúpulos de su probidad fueron inútiles: ante aquella virgen que se ofrecía tuvo miedo. La ayudó enseguida a dar algunos pasos dulcemente. Sus caricias de lenguaje habían cesado, y no queriendo decir ya sino cosas insignificantes, le habló de las personas de la sociedad de Nogent.

De repente le rechazó ella, y le dijo con tono amargo:

—¡No tendrás valor para llevarme!

Él permaneció inmóvil, con aire de gran aturdimiento. Rompió ella en sollozos, y hundiendo la cabeza en el pecho, añadió:

—¿Puedo yo vivir sin ti?

Procuraba él tranquilizarla; ella le puso sus dos manos sobre los hombros para mirarle mejor frente a frente, y fijando en las suyas sus verdes pupilas, casi ferozmente húmedas, preguntó:

—¿Quieres ser mi marido?

—Pero… —replicó Frédéric, buscando alguna respuesta—. Sin duda… no deseo otra cosa.

En aquel momento apareció el gorro del señor Roque detrás de una lila.

Condujo a su joven amigo durante dos días alrededor de sus propiedades; y al volver Frédéric del pequeño viaje, encontró en casa de su madre tres cartas.

La primera era del señor Dambreuse, invitándole a comer para el martes precedente. ¿Por qué aquella cortesía? Luego le habían perdonado su desahogo.

La segunda era de Rosanette, que le daba gracias por haber arriesgado su vida por ella; Frédéric no comprendió al principio lo que quería decir; por fin, después de muchos ambages, imploraba, invocaba su amistad, confiando en su delicadeza, de rodillas, decía, vista la urgente necesidad, y como se pide pan, un pequeño socorro de quinientos francos. Se decidió a enviárselos inmediatamente.

La tercera carta procedía de Deslauriers: hablaba de la subrogación y era larga, oscura. El abogado no había aún tomado partido alguno. Le animaba a no molestarse. «Es inútil que vuelvas», insistiendo sobre esto de manera extraña.