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100 Clásicos de la Literatura

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Y empuñó la barrilla que servía para encender el gas, encorvó el brazo izquierdo, dobló el derecho y se puso a tirar bastonazos sobre el tabique. Golpeaba con el pie, se animaba, hasta fingía tropezar con dificultades, gritando: «¿Estás, estás ahí?». Y su silueta se proyectaba en la pared, con su sombrero que parecía tocar en el techo. El cafetero decía de cuando en cuando: «Bravo, muy bien». Su esposa le admiraba también, aunque conmovida; y Théodore, antiguo soldado, permanecía enclavado de embobamiento, viéndole, porque era, además, fanático del señor Regimbart.

Al día siguiente, temprano, corrió Frédéric al almacén de Dussardier. Después de una serie de piezas, todas llenas de telas metidas en anaqueles, o extendidas de través sobre mesas, mientras que en algunos sitios perchas de madera sostenían chales, le localizó en una especie de caja enrejada, en medio de registros, y escribiendo de pie sobre un pupitre. El valiente muchacho dejó inmediatamente su trabajo.

Los padrinos llegaron antes del mediodía. Frédéric, por bien parecer, creyó que no debía asistir a la conferencia.

El barón y Joseph declararon que se contentarían con las excusas más sencillas. Pero Regimbart tenía por principio no ceder nunca, y quería defender al señor Arnoux (Frédéric no le había hablado de otra cosa). Pidió que el vizconde diera las satisfacciones. El señor Comaing se indignó con la jactancia. El ciudadano no pensaba ceder. La conciliación se hizo imposible: se batirían.

Otras dificultades surgieron, porque la elección de armas legalmente correspondía a Cisy, como ofendido. Pero Regimbart sostuvo que, por el envío de la nota, se constituía en ofensor. Los padrinos afirmaron que un bofetón no era, sin embargo, la más cruel de las ofensas. El ciudadano discutió las palabras, puesto que un golpe no era un bofetón. Por último, se decidió consultar el caso a militares, y los cuatro padrinos salieron para celebrar la consulta con oficiales de un cuartel cualquiera.

Se detuvieron en el del muelle de Orsay. El señor Comaing abordó a dos capitanes y les expuso la cuestión. Los capitanes no comprendieron nada, embrollados con las frases incidentales del ciudadano, y aconsejaron a aquellos señores que escribieran el asunto, después de lo cual determinarían. Se fueron entonces a un café, y hasta para hacer las cosas con mayor discreción, designaron a Cisy por G, y a Frédéric por una K.

Luego volvieron al cuartel. Los oficiales habían salido; se presentaron a poco y declararon que, evidentemente, la elección de armas correspondía al señor G. Todos fueron a casa de Cisy. Regimbart y Dussardier se quedaron en la acera.

Cuando el vizconde conoció la solución, se turbó de tal manera, que hizo que se la repitieran muchas veces; y cuando el señor Comaing llegó a las pretensiones de Regimbart, Cisy murmuró «sin embargo», no estando lejos de aceptarlas.

Después se dejó caer en una butaca y declaró que no se batiría.

—¿Eh? ¿Cómo? —dijo el barón.

Entonces Cisy se entregó a un flujo labial desordenado. Quería batirse a trabuco, a quemarropa, con una sola pistola.

—O se pondrá arsénico en un vaso y se escogerá por suerte. Esto se hace algunas veces. ¡Lo he leído yo!

El barón, poco paciente, de ordinario, le trató con dureza.

—Esos señores esperan la respuesta de usted. Esto es indecente a la verdad. ¿Qué elige usted, veamos: la espada?

El vizconde replicó «sí» por un movimiento de cabeza, y la cita se fijó para el día siguiente en la puerta Maillot, a las siete en punto.

Dussardier tenía que volver a sus negocios y Regimbart fue a visitar a Frédéric.

Le habían dejado todo el día sin noticias, y su impaciencia se había hecho intolerable.

—Tanto mejor —exclamó.

El ciudadano quedó satisfecho de su actitud.

—¿Creerá usted que nos exigían excusas? Casi nada, una sola palabra. Pero yo les he enviado lindamente a paseo. Como debía, ¿no es verdad?

—Indudablemente —dijo Frédéric, aunque pensando que hubiera hecho mejor buscando otro padrino.

Después, cuando se encontró solo, repitió muy alto y muchas veces: «Voy a batirme. Voy a batirme. Es preciso».

Y como al pasearse por el cuarto se detuviera delante de un espejo y advirtiera que estaba pálido, se dijo: «¿Tendré quizá miedo?».

Una abominable angustia le sobrecogió a la idea de tener miedo sobre el terreno.

«Sin embargo, ¿si yo muriera? Mi padre murió del mismo modo. Sí; me matarán».

Y, de repente, vio a su madre vestida de negro; imágenes incoherentes se desenvolvieron en su cabeza. Le exasperó su propia cobardía, y se entregó a un paroxismo de bravura, a una sed carnicera. Calmada la fiebre aquella, se sintió con alegría inquebrantable. Para distraerse, se fue a la Ópera, donde había baile. Oyó la música, dirigió los gemelos a las bailarinas y bebió un vaso de ponche en el entreacto.

Pero al entrar en su casa, la vista de su gabinete, de sus muebles, donde quizá se encontraba por última vez, le produjo cierta debilidad.

Bajó a su jardín. Las estrellas brillaban, y las contempló. La idea de batirse por una mujer le agrandaba a sus ojos, le ennoblecía. Después fue a sentarse tranquilamente.

No fue para Cisy lo mismo. Luego que se marchó el barón, Joseph había procurado animar su espíritu, y como el vizconde permaneciera frío, exclamó:

—Si es que prefieres, valiente mío, que las cosas queden así, iré a decirlo.

Cisy no se atrevió a decir «ciertamente», pero le disgustó que su primo no le prestara aquel servicio sin siquiera mencionárselo.

Deseaba que Frédéric se muriese durante la noche de un ataque de apoplejía o que se produjera una conmoción popular y que hubiera por la mañana tantas barricadas que quedaran cerradas todas las entradas del bosque de Boulogne, o que algún acontecimiento impidiera a uno de los padrinos acudir al sitio, porque el duelo no tendría lugar a falta de testigos. Le dieron ganas de escapar en algún tren expreso, a cualquier parte. Lamentó no saber medicina para tomar algo que sin exponer su vida hiciera creer en su muerte. Y luego, hasta desear ponerse gravemente enfermo.

Para oír un consejo, recibir algún auxilio, envió a buscar al señor Aulnays. Pero el excelente hombre se había vuelto a Saintonge, por un telegrama en el que se le noticiaba la indisposición de una de sus hijas. Aquello pareció de mal augurio a Cisy. Felizmente, el señor Vezou, su preceptor, vino a verle. Entonces se extendió.

—¿Qué hacer, Dios mío, qué hacer?

—Yo, en su lugar, señor conde, pagaría a un ganapán que le propinara una paliza.

—Siempre sabría la procedencia —contestó Cisy.

Y de cuando en cuando lanzaba un gemido. Después añadió:

—Pero ¿es que tiene uno derecho de batirse en desafío?

—Es un resto de barbarie. ¿Qué quiere usted?

Por complacencia, el pedagogo se invitó a sí mismo a comer; su discípulo no probó bocado, y después de la comida experimentó la necesidad de dar una vuelta.

Dijo, al pasar por delante de una iglesia:

—¡Si entráramos un momento… para ver!

El señor Vezou lo estimó oportuno y hasta le dio agua bendita.

Era el mes de María; las flores cubrían el altar, cantaban las voces y sonaba el órgano. Pero le fue imposible orar, porque las pompas de la religión le inspiraban ideas de funeral, oía como el murmullo del De profundis.

—Vayámonos, no me encuentro bien.

Toda la noche la emplearon en jugar a las cartas. El vizconde se esforzaba en perder, para conjurar la mala suerte, cosa de que se aprovechó el señor Vezou. Al fin, al amanecer, Cisy, que ya no podía más, se echó sobre la alfombra y tuvo un sueño lleno de pesadillas desagradables.

Si el valor, sin embargo, consiste en querer dominar la debilidad, el vizconde fue valeroso, porque, a la vista de sus padrinos, que vinieron a buscarle, se irguió con todas sus fuerzas, porque la vanidad le hizo comprender que un retroceso le perdería. El señor Comaing le cumplimentó por su buen semblante.

Pero en el camino, el balanceo del coche y el calor del sol matinal le enervaron. Su energía cayó, y ni siquiera distinguía dónde estaba.

El barón se divirtió en aumentar su terror, hablando del «cadáver» y de la manera de enterrarlo en la villa, clandestinamente. Joseph replicaba; ambos, juzgando el asunto ridículo, estaban persuadidos de que se arreglaría.

Cisy llevaba la cabeza sobre el pecho; la levantó nuevamente e hizo observar que no habían traído médico.

—Es inútil —dijo el barón.

—¿Entonces es que no hay peligro?

Joseph contestó con gravedad:

—Es de esperar.

Y nadie habló más en el coche.

A las siete y diez minutos llegaron a la puerta Maillot. Frédéric y sus padrinos estaban allí, los tres vestidos de negro. Regimbart no llevaba corbata; tenía en sus manos una especie de caja de violón, especial para aquel género de aventuras. Se cambió un saludo frío, y después penetraron todos en el bosque de Boulogne, por el camino de Madrid, para encontrar allí un sitio conveniente.

Regimbart dijo a Frédéric, que iba entre él y Dussardier:

—Y bien, ¿cómo andamos de miedo? Si tiene usted necesidad de algo, no se contraríe usted; conozco estas cosas. El temor es natural en el hombre.

Después, en voz baja, añadió:

—No fume usted; eso debilita.

Frédéric tiró su cigarro, que le molestaba, y continuó en pie firme. El vizconde venía detrás, apoyado en el brazo de sus dos padrinos.

Pocos transeúntes encontraron. Estaba el cielo azul, y se oía de trecho en trecho cómo saltaban los conejos. A la vuelta de una senda, una mujer de pañuelo hablaba con un hombre de blusa, y en la gran avenida, debajo de los castaños, algunos criados con chalecos de dril paseaban caballos.

 

Cisy recordaba los días felices en que montado sobre su alazán, y en el ojo su lente, cabalgaba a la portezuela de los carruajes; aquellos recuerdos aumentaban su angustia; una sed intolerable le abrasaba; el susurro de las moscas se confundía con los latidos de sus arterias; sus pies se hundían en la arena; le parecía que estaba hacía una infinidad de tiempo andando.

Los padrinos, sin detenerse, escudriñaban con la vista las dos orillas del camino. Deliberaron si se iría a la Cruz Catelan o debajo de los muros de Bagatela. Por fin tomaron a la derecha, y se detuvieron en una especie de cuadro, entre pinos. El sitio fue escogido de manera que quedara dividido igualmente el nivel del terreno. Se señalaron los dos puestos en que los adversarios debían colocarse. Enseguida Regimbart abrió la caja, que contenía, sobre un forro de badana encarnada, cuatro espadas preciosas, con empuñaduras adornadas de filigranas, hueco el centro del estuche. Un rayo luminoso, atravesando las hojas, cayó encima; y le pareció a Cisy que brillaban como víboras de plata sobre un charco de sangre.

El ciudadano hizo ver que eran del mismo largo; tomó la tercera para él mismo, a fin de separar a los combatientes en caso de necesidad. El señor Comaing llevaba un bastón. Hubo un momento de silencio. Se miraron, y todas las caras manifestaban algo de espanto o de cruel.

Frédéric se había quitado su levita y su chaleco. Joseph ayudó a que Cisy hiciera lo mismo; desatada su corbata, se vio a su cuello una medalla bendecida, cosa que valió una risa de compasión a Regimbart.

Entonces el señor Comaing (para dejar a Frédéric un instante más de reflexión) intentó suscitar algunos ardides. Reclamó el derecho de ponerse un guante, el de coger la espada de su adversario con la mano izquierda.

Regimbart, que tenía prisa, no se opuso. Por último, el barón, dirigiéndose a Frédéric, dijo:

—Todo depende de usted, caballero. Nunca hay deshonra en reconocer las propias faltas.

Dussardier aprobaba con el gesto. El ciudadano se indignó.

—Se cree usted que estamos aquí para desplumar los patos, ¡eh…! ¡En guardia!

Los adversarios se hallaban uno frente a otro, sus respectivos padrinos de cada lado. Él dio la señal.

—Vamos.

Cisy se puso horriblemente pálido. Su hoja temblaba por la punta como un látigo. Su cabeza se caía, sus brazos se separaron, y cayó de espaldas desvanecido. Joseph le levantó, y poniéndole en las narices un frasco, le sacudía fuertemente. El vizconde abrió los ojos, y después, de repente, saltó sobre su espada como un furioso. Frédéric conservaba la suya, y le esperaba, la vista fija, alta la mano.

—¡Deteneos, deteneos! —gritó una voz que procedía del camino, al mismo tiempo que el ruido de un caballo al galope; la capota de un cabriolé rompía las ramas; un hombre inclinado hacia fuera agitaba su pañuelo y seguía gritando—: ¡Deteneos, deteneos!

El señor Comaing, temiendo una intervención de la policía, levantó su bastón:

—Terminemos, pues; el vizconde sangra.

—¿Yo? —dijo Cisy.

En efecto, al caer se había desollado el pulgar de la mano izquierda.

—Pero ha sido al caerse —contestó el ciudadano.

El barón fingió no oírle.

Arnoux había saltado del cabriolé.

—¿Llego demasiado tarde? No. ¡Gracias a Dios!

Tenía estrechamente abrazado a Frédéric; le palpaba, le cubría de besos la cara.

—Conozco el motivo; ha querido usted defender a su antiguo amigo. Eso es hermoso, hermoso. Jamás lo olvidaré. ¡Qué bueno es usted! ¡Ah, querido hijo!

Le contemplaba y derramaba lágrimas, sonriendo de felicidad. El barón se volvió a Joseph y le dijo:

—Creo que estamos de más en esta pequeña fiesta de familia. Esto ha concluido, ¿no es verdad, señores? Vizconde, ponga usted su brazo en cabestrillo; allí tiene usted mi pañuelo.

Después añadió con gesto imperioso:

—Vamos, fuera el rencor; es lo que procede.

Los dos combatientes se estrecharon la mano suavemente. El vizconde, el señor Comaing y Joseph desaparecieron por un lado, y Frédéric se fue por el otro con sus amigos.

Como el restaurante de Madrid no estaba lejos, Arnoux propuso ir allí a tomar un vaso de cerveza.

—Y hasta podríamos almorzar —dijo Regimbart.

Pero Dussardier no tenía bastante tiempo, y se limitaron a un refresco en el jardín. Todos experimentaban esa beatitud que sigue a los acontecimientos felices. El ciudadano, sin embargo, estaba fastidiado con que hubiesen interrumpido el duelo en el momento oportuno.

Arnoux lo había sabido por un tal Compain, amigo de Regimbart; y por un movimiento del corazón corrió a impedirlo, creyendo, por otra parte, ser él la causa. Rogó a Frédéric que le suministrara algunos detalles. Frédéric, conmovido por las pruebas de su ternura, evitó aumentar su ilusión, y dijo:

—Por favor, no se hable más.

Arnoux halló esta reserva muy delicada. Después, con su ligereza ordinaria, pasando a otro orden de ideas, preguntó:

—¿Qué hay de nuevo, ciudadano?

Y se pusieron a tratar de tráficos y vencimientos. Para estar con más comodidad, hasta se apartaron a otra mesa a cuchichear.

Frédéric percibió estas palabras:

—Va usted a firmarme…

—Sí, pero usted, bien entendido…

—Lo he negociado al fin por trescientos.

—Bonita comisión, a fe mía.

En resumen, que resultaba claro que Arnoux trataba con el ciudadano muchas cosas.

Frédéric pensó en recordarle sus quince mil francos. Pero su reciente paso prohibía los reproches, aun los más suaves. Por otra parte, estaba cansado; el sitio no era conveniente, y remitió el asunto para otro día.

Arnoux, sentado a la sombra de un ligustro, fumaba con aire alegre. Alzó los ojos hacia las puertas de los gabinetes, que daban al jardín, y dijo que él había venido allí, en otro tiempo, con frecuencia.

—No solo, indudablemente —dijo el ciudadano.

—¡Caramba!

—¡Qué tunante es usted! Un hombre casado.

—¿Y usted? —replicó Arnoux, y con sonrisa indulgente añadió—: Estoy seguro de que este bribón posee en alguna parte un cuarto, en donde recibe a las chiquitas…

El ciudadano confesó que aquello era verdad, con un sencillo fruncimiento de cejas. Entonces, aquellos dos señores expusieron sus gustos; Arnoux prefería ahora la juventud, las obreras; Regimbart detestaba «las remilgadas» y estaba, antes que todo, por lo positivo. La conclusión que dedujo el comerciante de porcelanas fue que no debía tratarse seriamente a las mujeres.

«Sin embargo, ama a la suya», pensaba Frédéric, volviéndose hacia donde estaba aquel hombre, que consideraba mala persona. Le tenía mala voluntad por aquel duelo, como si fuera por él por quien hacía un momento había arriesgado su vida.

Pero agradecía a Dussardier su sacrificio; el dependiente, a sus instancias, llegó muy pronto a visitarle diariamente.

Frédéric le prestaba libros: Thiers, Dulaure, Barante, Los girondinos, de Lamartine. El excelente muchacho le escuchaba con recogimiento, y aceptaba sus opiniones como las de un maestro.

Una noche llegó todo asustado.

Por la mañana, en el bulevar, un hombre que corría sin aliento tropezó con él, y habiéndole reconocido como amigo de Sénécal, le había dicho:

—Acaban de prenderle, y yo huyo.

Nada más cierto. Dussardier pasó el día tomando informes. Sénécal se hallaba encerrado como sospechoso de atentado político.

Hijo de un contramaestre, nacido en Lyon, y habiendo tenido por profesor a un antiguo discípulo de Chalier, en cuanto llegó a París hizo que le presentaran en la Sociedad de las Familias; y siendo conocidas sus costumbres, la policía le vigilaba. Tomó parte en el asunto de mayo de 1839, y desde entonces permanecía oscurecido, pero exaltándose cada vez más; fanático de Alibaud, mezclando sus odios contra la sociedad a los del pueblo contra la monarquía, y despertando todas las mañanas con la esperanza de una revolución que en quince días o en un mes cambiase el mundo. Por último, descorazonado por la blandura de sus hermanos, furioso con los retrasos que oponían a sus sueños y desesperado de la patria, entró como químico en el complot de las bombas incendiarias, y le sorprendieron llevando pólvora para ensayar en Montmartre una suprema tentativa que restableciera la República.

No la quería menos Dussardier, porque significaba, según creía, libertad y felicidad universal. Un día, tenía quince años, en la calle Transnonain, delante de una droguería, vio soldados con la bayoneta roja de sangre, con pelos pegados a la culata de sus fusiles; desde aquel tiempo le exasperaba el gobierno como la misma encarnación de la injusticia. Confundía un tanto a los asesinos con los gendarmes; un espía equivalía a sus ojos a un parricida. Todo el mal repartido por la tierra lo atribuía cándidamente al poder, y lo aborrecía, con aborrecimiento esencial, permanente, que le llenaba todo el corazón y refinaba su sensibilidad. Las declaraciones de Sénécal le habían deslumbrado. Que fuese o no culpable y odiosa su tentativa, nada importaba. Desde el momento en que era una víctima de la autoridad, era preciso servirle.

—Los pares le condenarán, seguramente. Después le llevarán en un coche celular, como un presidiario, y le encerrarán en Mont-Saint-Michel, donde el gobierno los hace morir. Austen se ha vuelto loco. Steuben se ha suicidado. Para conducir a Barbès a un calabozo le han tirado de las piernas y del pelo. Le pateaban el cuerpo, y su cabeza saltaba en cada peldaño de la larga escalera. ¡Qué abominación! ¡Miserables! Le ahogaban sollozos de cólera y daba vueltas por el cuarto, presa de una gran angustia.

—Y habrá que hacer algo. Veamos; yo no sé. Si intentáramos liberarle, ¡eh! Mientras le conducen al Luxemburgo podemos arrojarnos sobre la escolta en el corredor. Una docena de hombres resueltos pasan por cualquier parte.

Era tal la llama de sus ojos, que Frédéric se asustó.

Sénécal le pareció más grande de lo que él creía. Recordó sus sufrimientos, su vida austera; sin sentir hacia él el entusiasmo de Dussardier, experimentaba, sin embargo, aquella admiración que inspira todo hombre que se sacrifica por una idea. Se decía que si él le hubiera socorrido, Sénécal no estaría donde estaba, y los dos amigos buscaron laboriosamente alguna combinación para salvarle.

Les fue imposible llegar hasta el preso.

Frédéric se enteró de su suerte por los periódicos, y durante tres semanas frecuentó los gabinetes de lectura.

Un día, muchos números de Le Flambard cayeron en sus manos. El artículo de fondo se hallaba consagrado, invariablemente, a echar por tierra a algún hombre ilustre. Venían enseguida las noticias del mundo, los «se dice». Después, se bromeaba acerca del Odeón, Carpentras, la piscicultura y los condenados a muerte, cuando los había. La desaparición de un barco suministró materia de broma durante un año. En la tercera columna, un correo de las artes daba en forma de anécdota o consejo reclamos de sastres, con crónicas de salones, anuncios de ventas, crítica de obras, tratando con la misma tinta un volumen de versos y un par de botas. La única parte seria era la crítica de los teatros pequeños, en la que se encarnizaban con dos o tres directores; y con los intereses del arte se invocaban a propósito de las decoraciones, de los funámbulos o de una dama joven de Los abandonados.

Frédéric iba a tirar todo aquello cuando sus ojos tropezaron con un artículo titulado «Una gallina huera entre tres cocos». Era la historia de su duelo, contada con estilo vivaracho, campechano. Se reconoció sin dificultad, porque le designaban por una frase que se repetía mucho: «Un joven del colegio de Sens sin sentido».[*]

Hasta le representaban como un pobre diablo de provincias, un oscuro badulaque que trataba de codearse con los grandes señores.

En cuanto al vizconde, le reservaban el papel simpático; primero, en la casa donde él se introdujo por fuerza; después, en la apuesta, puesto que se llevaba a la doncella, y finalmente, sobre el terreno, donde se conducía como caballero. No se negaba la bravura de Frédéric precisamente, pero se daba a entender que un intermediario, el mismo protector, se había presentado exactamente en el momento oportuno. Todo terminaba en una frase, llena tal vez de perfidias: «¿De dónde viene tu ternura? ¡Problema! Y, como dice Bazile, ¿quién diablos es aquí el engañado?».

 

Era aquella, sin género de duda, una venganza de Hussonnet contra Frédéric, por haberle rehusado los cinco mil francos.

¿Qué hacer? Si le pedía satisfacción, protestaría el bohemio de su inocencia, y no ganaría nada con ello. Lo mejor era tragar la cosa silenciosamente. Nadie, después de todo, leía Le Flambard.

Al salir del gabinete de lectura vio gente delante de la tienda de un comerciante de cuadros. Estaban mirando un retrato de mujer, con esta línea debajo en letras negras: «Señorita Rose-Annette Bron, perteneciente a don Frédéric Moreau, de Nogent».

Era ella, en efecto, poco más o menos, vista de frente, con el seno descubierto, suelto el pelo, y con una bolsa de terciopelo encarnado en las manos, mientras que por detrás un pavo real adelantaba su pico hacia el hombro, tapando la pared con sus grandes plumas en forma de abanico.

Pellerin dispuso la exhibición para obligar a Frédéric al pago, persuadido de que era célebre, y de que todo París, animándose en su favor, iba a ocuparse de aquella miseria.

¿Sería una conjuración? El pintor y el periodista, ¿se habrían puesto de acuerdo?

Su duelo de nada había servido. Se convertía en ridículo, y todo el mundo se burlaba de él.

Tres días después, a fines de junio, las acciones del Norte subieron quince francos, y como él había comprado dos mil el mes anterior, ganó treinta mil francos. Aquella caricia de la fortuna le infundió nueva confianza. Se dijo que no tenía necesidad de nadie, que todas sus contrariedades procedían de su timidez, de sus vacilaciones. Hubiera debido empezar por la mariscala brutalmente, rechazar a Hussonnet desde el primer día, no comprometerse con Pellerin; y para demostrar que nada le molestaba, fue a casa de la señora Dambreuse, a una de sus reuniones ordinarias.

En medio de la antesala, Martinon, que llegaba al mismo tiempo que él, se volvió, preguntándole:

—¿Cómo vienes tú aquí? —con aire sorprendido e incluso contrariado de verle.

—¿Por qué no?

Y a la vez que procuraba explicarse semejante acogida, Frédéric se adelantó hacia el salón.

La luz era débil, a pesar de las lámparas colocadas en los rincones, porque las tres ventanas grandes, abiertas, formaban tres anchos paralelos de sombra negra. Algunas jardineras, debajo de los cuadros, ocupaban hasta la altura de un hombre los huecos de las paredes, y una tetera de plata, con su gran recipiente para el agua hirviendo, se divisaba al fondo brillante como un espejo. Se oía el murmullo de voces discretas y el ruido de los escarpines al crujir sobre la alfombra.

Vio primero tres fraques negros; después una mesa redonda alumbrada por una gran bomba, siete u ocho mujeres en traje de verano, y algo más allá, a la señora Dambreuse en una butaca mecedora. Su traje de tafetán lila tenía las mangas adornadas, abiertas, con bullones de muselina, armonizándose el tono suave de la tela con el color de sus cabellos. Se hallaba algo recostada hacia atrás, y apoyaba la punta del pie en un cojín; tranquila como una obra de arte llena de delicadeza, como una flor cultivada con esmero.

El señor Dambreuse y un anciano de pelo blanco se paseaban a lo largo del salón. Algunos hablaban sentados en los divanes, acá y allá; otros, en pie, formaban un círculo en el centro.

Se ocupaban de votos, de mejoras, de multas y correcciones; del discurso de Grandin, de la réplica de Benoist. El tercer partido iba decididamente demasiado lejos. El centro izquierda hubiera debido acordarse algo más de su origen. El ministerio recibía grandes golpes. Podía, sin embargo, tranquilizar la circunstancia de que no se le veía sucesor. En resumen: que la situación era completamente análoga a la de 1834.

Como aquellas cosas aburrían a Frédéric, se aproximó a las mujeres. Se hallaba Martinon entre ellas, en pie, con el sombrero debajo del brazo; la cara, casi de frente, y tan correcta, que parecía porcelana de Sèvres. Tomó una Revue des Deux Mondes que se veía encima de la mesa, entre una Imitación, de Kempis, y un Anuario de Gotha, y juzgó en voz alta a un poeta ilustre; dijo que concurrían a las conferencias de san Francisco; se quejó de su laringe y tragaba de cuando en cuando una pastilla de goma. Sin embargo, hablaba de música y se las daba de listo. La señorita Cécile, la sobrina del señor Dambreuse, que bordaba un par de puños, le miraba con sus pupilas de azul pálido, y miss John, la institutriz de nariz roma, había suspendido su labor; ambas parecían exclamar interiormente: «¡Qué hermoso es!».

La señora Dambreuse se volvió hacia Martinon y le dijo:

—Deme usted mi abanico, que está sobre aquella consola, allá abajo. Se equivoca usted: es el otro.

Se levantó ella y, como él volvía, se encontraron en medio del salón, frente a frente. Le dirigió ella algunas palabras con cierta viveza, reproches, indudablemente, a juzgar por la expresión altanera de su fisonomía. Martinon intentó sonreír y fue luego a mezclarse en el conciliábulo de los hombres serios. La señora Dambreuse ocupó de nuevo su sitio y dijo a Frédéric, inclinándose sobre el brazo de su butaca:

—He visto anteayer a alguien que me habló de usted: el señor Cisy. Le conoce usted, ¿no es verdad?

—Sí… un poco.

De repente, la señora Dambreuse exclamó:

—¡Duquesa! ¡Ah, qué dicha!

Y se adelantó hacia la puerta, al encuentro de una señora viejecita que llevaba un traje de tafetán carmelita y una gorra de guipure de bridas largas. Hija de un compañero de destierro del conde de Artois y viuda de un mariscal del Imperio, nombrado par de Francia en 1830, se hallaba tan unida a la antigua corte como a la nueva y podía obtener muchas cosas. Los que hablaban en pie le dejaron paso y siguieron luego su discusión.

Ahora rodaba sobre el pauperismo, cuyas pinturas todas, según aquellos señores, eran muy exageradas.

—Sin embargo —objetó Martinon—, confesemos que la miseria existe. Pero el remedio no depende de la ciencia ni del poder. Es esta una cuestión puramente individual. Cuando las clases bajas quieran desembarazarse de sus vicios se librarán de sus necesidades. Que el pueblo sea más moral y será menos pobre.

Según el señor Dambreuse, a nada bueno se llegaría sin una superabundancia del capital. Luego el único medio posible era el de confiar, «como por su parte querían los saintsimonianos (Dios mío, algo bueno tenían; seamos justos con todo el mundo), de confiar, digo, la causa del progreso a los que pueden acrecentar la fortuna pública». Insensiblemente se vino a tratar de las grandes explotaciones industriales, los ferrocarriles, la hulla. Y el señor Dambreuse, dirigiéndose a Frédéric, le dijo por lo bajo:

—No vino usted para nuestro asunto.

Frédéric alegó una indisposición; pero, comprendiendo que la excusa resultaba demasiado tonta, añadió:

—He necesitado, además, mis fondos.

—¿Para comprar un carruaje? —preguntó la señora Dambreuse, que pasaba por allí, con una taza de té en la mano, y mirándole durante un minuto con la cabeza algo inclinada hacia atrás.

Le creía ella amante de Rosanette; la alusión estaba clara. Y hasta le pareció a Frédéric que todas las señoras le miraban también desde lejos, cuchicheando. Para enterarse mejor de lo que pensaban se les aproximó, una vez más.

Al otro lado de la mesa, Martinon, cerca de la señorita Cécile, hojeaba un álbum de litografías que representaban costumbres españolas. Iba leyendo en voz alta los epígrafes: «Mujer de Sevilla», «Jardinera de Valencia», «Picador andaluz», y, llegando una vez hasta lo último de una página, continuó sin interrupción:

—Jacques Arnoux, editor. Uno de tus amigos, ¿eh?

—Cierto —dijo Frédéric, herido por el tono.

La señora Dambreuse añadió:

—En efecto, una mañana vino usted… para una casa, creo; sí, una que pertenecía a su mujer.

(Aquello significaba: «La amante de usted»).

Él se ruborizó por completo, y el señor Dambreuse, que en aquel momento se acercaba, agregó: