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100 Clásicos de la Literatura

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Entonces, Frédéric recordó los días, ya lejanos, en que envidiaba la inapreciable dicha de encontrarse en uno de aquellos carruajes, al lado de una de aquellas mujeres. Y ahora poseía esa dicha y no por ello era más feliz.

La lluvia había cesado. Los transeúntes, refugiados entre las columnas del guardamuebles, se iban de allí. Algunos paseantes, en la calle Real, subían hacia el bulevar. Delante del Ministerio de Asuntos Exteriores, una hilera de papanatas se estacionaba sobre las escaleras.

Cerca de los Baños Chinos, como había algunos hoyos en el empedrado, la berlina iba más despacio. Un hombre que llevaba un paletó de color avellana iba por el borde de la acera, y en sus espaldas fue a dar un salpicón que brotó de las ruedas. El hombre se volvió, furioso; Frédéric se puso pálido, porque conoció a Deslauriers.

A la puerta del Café Inglés despidió el coche. Rosanette había subido delante mientras él pagaba al postillón.

La encontró en la escalera, hablando con un caballero. Frédéric cogió su brazo. Pero, en medio del corredor, un segundo caballero la detuvo.

—Anda —dijo—, enseguida estoy contigo.

Y él entró solo en el gabinete. Por las dos ventanas abiertas se veía gente en las de las otras casas, vis-à-vis. Grandes manchas de agua se movían aún en el asfalto del suelo, que se secaba, y una magnolia colocada junto al balcón embalsamaba la habitación. Aquel perfume y aquella frescura aflojaron sus nervios; se dejó caer sobre el diván encarnado, debajo del espejo.

La mariscala llegó y, besándole en la frente, le preguntó:

—¿Tenemos penas?

—Quizá —replicó Frédéric.

—No eres tú el único.

Lo que equivalía a decir: «Olvidemos cada uno las nuestras en una felicidad común».

Después puso en los labios de Frédéric un pétalo de rosa. Aquel movimiento, de una gracia y casi de una mansedumbre lasciva, enterneció a Frédéric.

—¿Por qué me causas pesar? —dijo él, pensando en la señora Arnoux.

—¿Yo, pesar?

Y en pie, delante de Frédéric, le miraba, frunciendo el entrecejo y con ambas manos sobre sus hombros.

Toda su virtud, todo su rencor, se quebró en una cobardía insondable, y dijo:

—Sí, puesto que no quieres darme tu amor. —Y la atraía para ponerla sobre sus rodillas.

Se dejaba ella; él le estrechaba su cintura, excitándose con el frío de su vestido de seda.

—¿Dónde están? —dijo la voz de Hussonnet en el corredor.

La mariscala se levantó precipitadamente y fue a colocarse al otro extremo del gabinete, de espaldas a la puerta.

Pidió ostras y se sentaron a la mesa.

Hussonnet no estuvo divertido. A fuerza de escribir diariamente sobre toda clase de asuntos, de oír muchas discusiones y de emitir paradojas para deslumbrar, había concluido por perder la noción exacta de las cosas, cegándose a sí mismo con sus mezquinos petardos. Las dificultades de una vida ligera en otro tiempo, pero embarazosa al presente, le mantenían en perpetua agitación, y su impotencia, que no quería confesarse, le hacía anguloso y sarcástico. A propósito del ozai, baile nuevo, hizo guerra cruda a la danza, y a propósito de la danza, a los italianos, que por entonces se veían reemplazados con una compañía de actores españoles, «como si no estuviéramos bastante cansados de los castellanos». Frédéric se disgustó a causa de su amor romántico hacia España, y, para interrumpir la conversación, preguntó por el Colegio de Francia, del cual acababan de excluir a Edgar Quinet y a Mickiewicz. Pero Hussonnet, admirador de Maistre, se declaró a favor de la autoridad y el espiritualismo. Dudaba, sin embargo, de los hechos mejor comprobados, negaba la historia, discutía las cosas más positivas, hasta exclamar, tratándose de la palabra geometría: «¡Qué broma es eso de la geometría! Todo mezclado de imitaciones de actores». Sainville era su modelo predilecto.

Aquellas excentricidades fatigaban a Frédéric, que en un movimiento de impaciencia dio con la bota por debajo de la mesa a uno de los bichillos. Los dos se pusieron a ladrar de una manera espantosa.

—Debería usted disponer que se los llevaran —dijo Frédéric bruscamente.

Rosanette no tenía confianza en nadie. Entonces Frédéric se volvió hacia el bohemio y le dijo:

—Vamos, Hussonnet, sacrifíquese usted.

—Sí, sí, amigo mío; eso sería muy amable.

Hussonnet se marchó sin hacerse de rogar.

¿De qué manera pagarían su complacencia? Frédéric ni se ocupó de ello. Empezaba a alegrarse de la entrevista cuando entró un mozo.

—Señora, preguntan por usted.

—¡Cómo! ¿Todavía?

—Es preciso, sin, embargo, que vaya a ver —dijo Rosanette.

Como sentía sed y necesidad, aquella desaparición le pareció un delito, casi una grosería. ¿Qué es lo que quería, pues? ¿No tenía bastante con haber ofendido a la señora Arnoux? Peor para esta; eso era aparte. En aquel momento aborrecía a todas las mujeres y le ahogaban las lágrimas por ver su amor ignorado y su concupiscencia engañada.

La mariscala entró, presentándole a Cisy.

—He invitado a este caballero. He hecho bien, ¿no es verdad?

—Perfectamente; ya lo creo.

Y Frédéric, con sonrisa de ajusticiado, hizo seña al caballero de que se sentara.

La mariscala se puso a leer la lista de los platos, deteniéndose en estos nombres extravagantes:

—¿Si tomáramos, por ejemplo, una rueda de conejos a la Richelieu y un puding a la Orléans?

—Nada de Orléans —exclamó Cisy, que era legitimista y creyó haber dicho una gracia.

—¿Prefiere usted un rodaballo a la Chambord? —repuso ella.

Aquella galantería chocó a Frédéric.

La mariscala se decidió por una sencilla cazuela de cangrejos, trufas, una ensalada de piña y sorbetes a la vainilla.

—Después, veremos. ¡Andando! ¡Ah!, se me olvidaba. Mozo, tráigame usted un salchichón, pero sin ajo.

Y llamaba joven al mozo, golpeaba el vaso con su cuchillo, tiraba al techo las migas de pan y quiso beber enseguida vino de Borgoña.

—No se toma de ese al principio —dijo Frédéric.

—Algunas veces se hace, según el vizconde.

—No, nunca.

—Sí, desde luego; se lo aseguro a usted —intervino Cisy.

—¡Ah! ¿Lo ves?

La mirada con que acompañó ella aquella frase significaba: «Este es un hombre rico, escúchale».

La puerta se abría a cada paso, los mozos chillaban y en el gabinete de al lado alguien aporreaba un vals sobre un infernal piano.

Las carreras llevaron luego la conversación a tratar de equitación y de los dos sistemas rivales. Cisy defendía a Baucher; Frédéric, al conde Aure, y Rosanette se encogió de hombros, diciendo:

—Basta, por Dios; él entiende más que tú de estas cosas.

Mordía a todo esto una granada, con el codo apoyado sobre la mesa; las bujías del candelabro, delante de ella, oscilaban con el viento; aquella luz blanquecina daba a su cutis tonos nacarados, rosa a sus párpados, brillo a sus ojos; el rojo de la fruta se confundía con el púrpura de sus labios, su delgada nariz temblaba y toda su persona ofrecía algo de insolente, ebrio y ahogado que exasperaba a Frédéric y le infundía, sin embargo, locos deseos.

Después preguntó Rosanette, con voz tranquila, a quién pertenecía aquel landó de librea marrón.

—A la condesa de Dambreuse —contestó Cisy.

—Son muy ricos, ¿no es verdad?

—Sí, muy ricos; por más que la señora Dambreuse, que era sencillamente la señorita Boutron, hija de un gobernador, tenga una fortuna modesta.

Su marido, por el contrario, debía reunir muchas herencias. Cisy las enumeraba; como visitaba a los Dambreuse, conocía su historia.

Frédéric, para disgustarle, se empeñó en contradecirle. Sostuvo que la señora Dambreuse se llamaba De Boutron; aseguraba su nobleza.

—Sea lo que quiera, yo desearía tener su tren —dijo la mariscala, recostándose en su butaca.

Y la manga de su vestido, levantándose un poco, descubrió, en su muñeca izquierda, un brazalete adornado con tres ópalos.

Frédéric lo vio.

—¡Caramba!

Se miraron los tres y se pusieron rojos.

La puerta se entreabrió discretamente, apareció el ala de un sombrero y, después, el perfil de Hussonnet.

—Perdonen ustedes si les molesto, enamorados.

Pero se contuvo, sorprendiéndose de ver a Cisy y de que Cisy hubiese ocupado su sitio.

Trajeron otro cubierto, y como tenía mucha hambre, cogía al azar entre los restos de la comida: carne de una fuente, fruta de una cesta; bebía con una mano mientras se servía con la otra, y a todo esto daba cuenta de su misión.

Los dos tutús estaban en el domicilio. Nada nuevo ocurría por allí. Había encontrado a la cocinera con un soldado, falso cuento, inventado únicamente para hacer efecto.

La mariscala descolgó de la percha su capota. Frédéric se precipitó a la campanilla, gritando desde lejos al mozo:

—Un coche.

—Tengo el mío —dijo el vizconde.

—Pero, caballero…

—Sin embargo, caballero…

Se miraron fijamente en las pupilas, ambos pálidos y las manos temblorosas.

Por fin, la mariscala tomó el brazo de Cisy y le dijo a Frédéric, señalando al bohemio, sentado a la mesa:

—Cuídele usted, que se ahoga, y no quisiera que su sacrificio por mis perrillos le ocasionara la muerte.

La puerta se cerró.

—¿Y bien? —dijo Hussonnet.

—Y bien, ¿qué?

—Yo creía…

—¿Qué es lo que usted creía?

—¿Pero es que usted no…?

Y completó su frase con un gesto.

—¿Eh? No; jamás.

 

Hussonnet no insistió más.

Al invitarse este a cenar se propuso un cometido. Su periódico, que ya no se llamaba El Arte, sino Le Flambard, con este epígrafe: «Artilleros, a vuestras piezas», no prosperaba absolutamente, y tenía deseos de transformarlo en revista, solo, sin el auxilio de Deslauriers. Habló nuevamente de su antiguo proyecto y expresó su plan del presente.

Frédéric, sin entender nada, respondía vagamente, y Hussonnet, empuñando muchos cigarros de encima de la mesa, dijo: «Adiós, amigo», y desapareció.

Frédéric pidió la cuenta; era sustanciosa, y el mozo esperaba su dinero, servilleta al brazo, cuando otro, un individuo pálido que se parecía a Martinon, vino a decirle:

—Dispense usted; en el mostrador se han olvidado de incluir el coche.

—¿Qué coche?

—El que ese caballero tomó antes para llevar los perrillos.

Y la fisonomía del mozo se alargó, como si compadeciera al pobre joven. A Frédéric le entraron ganas de golpearle. Dio de propina los veinte francos que le devolvieron.

—Gracias, excelencia —dijo el hombre de la servilleta con un gran saludo.

Frédéric pasó el día siguiente rumiando su cólera y su humillación. Se reprochó no haber abofeteado a Cisy. En cuanto a la mariscala, juró no volverla a ver; no faltaban otras tan bellas, y puesto que era necesario dinero para poseer esas mujeres, jugaría a la Bolsa el precio de su finca, se haría rico, aplastaría con su lujo a la mariscala y a todo el mundo. Cuando llegó la noche se admiró de no haber pensado en la señora Arnoux.

—Mucho mejor, ¿para qué?

Al otro día, a las ocho, vino Pellerin a visitarle. Comenzó por admiraciones acerca del mobiliario, de las monerías. Después, bruscamente, le preguntó:

—¿Estaba usted en las carreras el domingo?

—¡Ah, sí!

Entonces, el pintor clamó contra la anatomía de los caballos ingleses, elogió los de Gericault, los caballos del Partenón.

—Iba con usted Rosanette.

Y empezó su elogio distraídamente.

La frialdad de Frédéric le desconcertó. No sabía cómo llegar al punto del retrato.

Su primera intención había sido hacer un Tiziano. Pero, poco a poco, la variada colaboración de su modelo le redujo; y había trabajado francamente, acumulando pasta sobre pasta y luz sobre luz. Al principio Rosanette pareció encantada; sus citas con Delmar interrumpían las sesiones y dejaron a Pellerin tiempo bastante para deslumbrarse. Luego se apaciguó la admiración y se preguntó si su pintura no carecía de grandeza. Había vuelto a ver los Tizianos, había comprendido la distancia, reconocía su falta y se puso a repasar sus contornos sencillamente. Enseguida había procurado, desgastándolos, perder en ellos, mezclar los tonos de la cabeza y los de los fondos; y la figura había tomado consistencia; las sombras, vigor; todo parecía más firme. Por fin, la mariscala había vuelto. Hasta se había permitido objeciones; el artista, naturalmente, había perseverado. Después de grandes furores contra su tontería, se dijo que quizá tuviera razón ella. Entonces había comenzado el período de las dudas, sacudidas del pensamiento que provocan los calambres de estómago, los insomnios, la fiebre, el disgusto de sí mismo; tuvo valor para hacer retoques, aunque sin corazón y sintiendo que su obra era mala.

Se lamentaba solo de haber sido rechazado del salón; después reprochaba a Frédéric no haber ido a ver el retrato de la mariscala.

—¡Bastante me importa la mariscala!

Aquella declaración le envalentonó.

—¿Creería usted que aquella bestia no lo quiere ya ahora?

Lo que no decía era que le había reclamado mil escudos. En su visita, la mariscala se había preocupado poco de saber quién pagaría, y prefiriendo sacar de Arnoux cosas más urgentes, ni siquiera le había hablado del asunto.

—Y bien, ¿y Arnoux? —dijo Frédéric.

Ella lo había dirigido a él, pero el antiguo comerciante de cuadros no tenía qué hacer del retrato.

—Sostiene que eso pertenece a Rosanette.

—Y, en efecto, es de ella.

—¡Cómo! Ella es la que me envía a usted —replicó Pellerin.

Si él hubiera creído en la excelencia de su obra, quizá no hubiera pensado en explotarla. Pero una suma (y una suma considerable) sería un mentís a la crítica, una confirmación para sí mismo. Frédéric, para librarse de esto, inquirió sus condiciones cortésmente.

La extravagancia de la cifra le rebeló, contestando:

—No, ¡ah!, no.

—Es usted, sin embargo, su amante; usted es el que lo ha pedido.

—Permítame usted; yo he sido el intermediario.

—Pero yo no puedo quedarme con eso entre las manos.

El artista se amostazó.

—No le creía a usted tan Cupido.

—Ni yo a usted tan avaro. Servidor.

Acababa de marcharse, cuando Sénécal se presentó.

Frédéric, turbado, hizo un movimiento de inquietud.

—¿Qué hay?

Sénécal contó su historia.

—El sábado, a las nueve, recibió la señora Arnoux una carta que la llamaba a París; como casualmente nadie se encontraba por allí para ir a Creil a buscar un coche, deseaba que yo mismo fuera. Lo he rehusado porque eso no entraba en mis funciones. Se marchó y volvió el domingo por la noche. Ayer por la mañana se presenta Arnoux por la fábrica. La bordelesa se ha quejado. Yo no sé lo que pasó entre ellos, pero él ha levantado la multa delante de todo el mundo. Cambiamos algunas palabras vivas, y en fin, que me pagó mi cuenta y aquí estoy. —Después, deteniéndose en las frases, añadió—: Por lo demás, no me arrepiento; he cumplido con mi deber. No importa; pero usted es la causa.

—¿Cómo? —exclamó Frédéric, temiendo que Sénécal hubiera adivinado.

Sénécal nada había adivinado, puesto que añadió:

—Quiero decir que sin usted hubiera quizá encontrado cosa mejor.

Frédéric sintió una especie de remordimiento.

—¿En qué puedo servirle a usted ahora?

Sénécal pedía un empleo cualquiera, una plaza.

—Esto le es a usted fácil. ¡Conoce usted tanta gente! El señor Dambreuse, entre otros, según me ha dicho Deslauriers.

Este recuerdo de Deslauriers fue desagradable para su amigo. No pensaba volver por casa de los Dambreuse, después de su encuentro en el Campo de Marte.

—No soy bastante íntimo en esa casa para recomendar a nadie.

El demócrata pasó aquella negativa estoicamente, y después de un minuto de silencio, añadió:

—Todo esto, estoy seguro, procede de la bordelesa, y también de su señora de usted, la de Arnoux.

Aquel «de usted» arrancó del corazón de Frédéric lo poco de buena voluntad que conservaba. Por delicadeza, sin embargo, cogió la llave de su escritorio.

Sénécal le detuvo:

—Gracias.

Después, olvidando sus miserias, habló de las cosas de la patria: las cruces honoríficas prodigadas el día del rey, un cambio de gobierno, los asuntos Drouillard y Bénier, escándalos de la época; clamó contra la clase media y predicó una revolución.

Un crid japonés, colgado de la pared, detuvo sus miradas. Lo cogió, lo examinó y después lo arrojó sobre el canapé, con aire de disgusto.

—Vaya, adiós. Necesito ir a Notre-Dame-de-Lorette.

—¿Para qué?

—Porque hoy es el funeral del aniversario de Godefroy Cavaignac. Ese murió manos a la obra. Pero no todo había concluido… quién sabe… —Y Sénécal alargó la mano valientemente—. Quizá no nos volvamos a ver nunca. Adiós.

Aquel adiós, repetido por dos veces; aquel entrecejo fruncido al contemplar el puñal; su resignación y su aire solemne, sobre todo, hicieron soñar a Frédéric; pero bien pronto dejó de pensar en ello.

En la misma semana le envió su notario del Havre el precio de su finca: ciento sesenta y cuatro mil francos.

Hizo dos partes del dinero: colocó la primera en valores del Estado y fue a llevar la segunda a casa de un agente de cambio para arriesgarla en la Bolsa. Comía en los restaurantes de moda, frecuentaba los teatros y procuraba distraerse, cuando Hussonnet le escribió una carta, contándole alegremente que la mariscala había despedido a Cisy al día siguiente de las carreras. A Frédéric le agradó aquello, sin preocuparle de por qué el bohemio le noticiaba la aventura. La casualidad quiso que encontrara a Cisy tres días después. El caballero puso buena cara y hasta le invitó a cenar para el miércoles siguiente.

Frédéric, en la mañana de aquel día, recibió una notificación del alguacil, en la que el señor Charles-Jean-Baptiste Oudry le manifestaba que, por fallo de los tribunales, había adquirido una propiedad, situada en Belleville, perteneciente al señor Jacques Arnoux, y que estaba pronto a pagar los doscientos veintitrés mil francos, importe de la venta. Pero que de la misma acta resultaba que la suma de las hipotecas con que se hallaba gravado el inmueble excedía el precio de la adquisición, quedando el crédito de Frédéric completamente perdido.

Todo el mal venía de no haber renovado en tiempo oportuno una inscripción hipotecaria. Arnoux se había encargado de aquella comisión y enseguida la había olvidado.

Frédéric se incomodó con él, y cuando pasó la cólera, dijo: «Después de todo… ¿qué? Si eso puede salvarle, tanto mejor; no me moriré por eso; no hay que pensar más en eso».

Pero revolviendo sus papeles sobre la mesa encontró la carta de Hussonnet y vio la posdata, en que no se había fijado la primera vez. El bohemio pedía cinco mil francos, cifra redonda para arreglar el asunto del periódico.

«¡Ah! ¡Lo que es este, no me fastidia!».

Y se negó brutalmente en una carta lacónica, después de lo cual se vistió para ir a la Maison d’Or.

Cisy presentó a sus convidados, empezando por el más respetable, un caballero grueso de pelo blanco:

—El marqués Gilbert des Aulnays, mi padrino. El señor Anselme de Forchambeaux —dijo después (era este un joven rubio y flaco, ya calvo); luego, dirigiéndose a un señor de cuarenta años, de maneras sencillas—: Joseph Boffreu, mi primo, y este es mi antiguo profesor, el señor Vezou —personaje mitad carretero, mitad seminarista, con grandes patillas y una levita grande, abrochada en la cintura por un solo botón, formándole pechera y pechuga.

Cisy esperaba todavía a uno: el barón de Comaing, «que quizá vendrá, aunque no es seguro». A cada momento salía: parecía inquieto; y, por último, a las ocho entraron en una sala magníficamente alumbrada y demasiado espaciosa para el número de convidados. Cisy la había escogido expresamente.

Se veía un centro de plata sobredorada, cargado de flores y frutas, en medio de la mesa, que estaba cubierta de platos de plata, según la antigua moda francesa; los platitos de entremeses, llenos de salazones y especias, formaban el adorno de todo alrededor; había, de trecho en trecho, jarros de vino rosado; cinco copas de diferente tamaño estaban alineadas delante de cada sitio, con cosas de uso desconocido, mil utensilios de boca ingeniosos; y solo para el primer servicio se contaba: una cabeza de sollo rociada de champán, un jamón de York con tokai, zorzales al frito, codornices asadas, un vol-au-vent bechâmel, un salteado de perdices rojas, y a los dos extremos de todo esto, hileras de patatas mezcladas con frutas. Una araña y varios candelabros alumbraban la habitación, colgada de damasco encarnado. Cuatro criados de frac negro se hallaban situados detrás de los sillones de tafilete. Ante aquel espectáculo, los convidados se deshicieron en ponderaciones; especialmente el preceptor.

—Palabra de honor que nuestro anfitrión ha hecho verdaderas locuras. Esto resulta demasiado hermoso.

—¿Esto? —dijo el vizconde de Cisy—. Venga, venga. —Y a la primera cucharada, añadió—: Respetable señor Aulnays, ¿ha ido usted al Palacio Real a ver Padre y portero?

—Ya sabes que no tengo tiempo —contestó el marqués.

Sus mañanas se dedicaban a un curso de arboricultura; sus noches, al Círculo Agrícola, y todas sus tardes, a estudios en las fábricas de instrumentos aratorios. Vivía en la Saintonge las tres cuartas partes del año y aprovechaba sus viajes a la capital para instruirse. Su sombrero de alas anchas, colocado sobre una consola, estaba lleno de folletos.

Cisy advirtió que el señor Forchambeaux rechazaba el vino y exclamó:

—Beba usted, ¡qué demonio! No está usted alegre por ser esta la última comida de soltero a que asiste.

Al oír aquellas palabras, todos se inclinaron, felicitándole.

—Y la joven —dijo el preceptor— será encantadora, seguramente.

 

—¡Pardiez! —exclamó Cisy—, pero no importa; hace mal. ¡Es tan estúpido el casamiento!

—Hablas ligeramente, amigo mío —replicó el señor Aulnays, derramando una lágrima al recuerdo de su difunta.

Y Forchambeaux replicó muchas veces seguidas, con risa falsa:

—Ahí parará usted también, ahí parará usted.

Cisy protestó. Él prefería «divertirse, ser libre». Quería aprender a manejar los puños para visitar los barrios bajos de la Cité como el príncipe Rodolfo de Los misterios de París. Sacó de su bolsillo un rompecabezas; trataba con aspereza a los criados; bebía excesivamente, y, para dar de sí buena opinión, denigraba todos los platos. Despreció hasta las trufas, y el preceptor, que se deleitaba con aquello, dijo con bajeza:

—Esto no vale lo que aquellos huevos helados de su señora abuela.

Después se puso a hablar con su vecino el agrónomo, que encontraba en la residencia del campo muchas ventajas, aunque no fuera más que la de educar a sus hijos en gustos sencillos. El preceptor aplaudía aquellas ideas y le adulaba, suponiéndole influencia con su discípulo, de quien secretamente deseaba ser el agente de negocios.

Frédéric venía lleno de mal humor contra Cisy.

Su necedad le había desarmado. Pero sus gestos, su figura, toda su persona, al recordarle la comida del Café Inglés, le molestaba más y más, y escuchaba las observaciones desagradables que hacía a media voz el primo Joseph, buen muchacho, sin fortuna, aficionado a la caza y estudiante con plaza de gracia. Cisy, a manera de broma, le llamó «ladrón» muchas veces. De repente dijo:

—¡Ah, el barón!

Entonces entró una persona de treinta años, que tenía algo de rudo en la fisonomía, de suelto en sus ademanes, con el sombrero en la oreja y una flor en el ojal. Aquel era el ideal del vizconde. Quedó este encantado por su venida y, excitándole su presencia, hasta intentó un quid pro quo, pues dijo al pasar un gallo silvestre:

—Este es el mejor de los caracteres del campo o de La Bruyère.

Enseguida dirigió al señor Comaing multitud de preguntas sobre personas desconocidas para los demás, y, por fin, como dominado por una idea, le dijo:

—Diga usted: ¿ha pensado usted en mí?

El otro se encogió de hombros.

—No tiene usted edad, niño mío; imposible.

Cisy le había rogado que le presentara en su club. Pero el barón, apiadándose sin duda de su amor propio, añadió:

—¡Ah!, se me olvidaba. Mil felicitaciones por la apuesta, querido.

—¿Qué apuesta?

—La que hizo usted en las carreras, de ir en la misma noche a casa de aquella señora.

Frédéric sintió como la sensación de un latigazo. Pero enseguida se calmó, al ver la fisonomía desconcertada de Cisy.

En efecto, la mariscala, desde el día siguiente, se arrepintió, cuando Arnoux, su primer amante, su hombre, se presentó aquella mañana.

Ambos habían hecho comprender al vizconde que «molestaba» y le habían despedido con pocos miramientos.

Así es que hizo como que no entendía. El barón agregó:

—¿Qué es de ella, de la valiente Rose…? ¿Conserva aún sus hermosas piernas? —demostrando con estas palabras que la conocía íntimamente.

A Frédéric le contrarió el descubrimiento.

—No hay por qué ruborizarse —dijo el barón—; es un bonito negocio.

Cisy chasqueó la lengua.

—¡Psss…! No tan bonito.

—¡Ah!

—Dios mío, sí. En primer lugar, yo no le encuentro nada de extraordinario; y después, se tienen semejantes cuantas se quieran, porque, en fin… es de las que se venden.

—No a todo el mundo —contestó acremente Frédéric.

—¡Se cree diferente de los demás! —replicó Cisy—. ¡Qué broma!

Y la risa fue general en la mesa.

Frédéric sintió que le ahogaban los latidos de su corazón y bebió dos vasos de agua seguidos. Pero el barón había conservado buen recuerdo de Rosanette.

—¿Sigue aún con el tal Arnoux?

—No sé nada —contestó Cisy—. No conozco a ese señor.

Añadió, sin embargo, que era una especie de petardista.

—Un momento —gritó Frédéric.

—Con todo, la cosa es cierta. Hasta ha tenido un proceso.

—Eso no es verdad.

Frédéric se puso a defender a Arnoux. Él garantizaba su probidad; acabó por creer en ella; inventaba cifras, pruebas. El vizconde, lleno de rencor, y que además estaba ebrio, se empeñó en sus afirmaciones, tanto que Frédéric le preguntó seriamente:

—¿Lo hace usted por ofenderme, caballero?

Y le miraba con las pupilas ardientes, como su cigarro.

—¡Oh!, no, de ningún modo; hasta le concedo a usted que tiene algo bueno: su mujer.

—¿La conoce usted?

—¡Caramba! Todo el mundo conoce a Sophie Arnoux.

—¿Dice usted…?

Cisy, que se había levantado, replicó balbuciendo:

—Todo el mundo conoce eso.

—¡Cállese usted; no son esas las que usted visita!

—Me felicito de ello.

Frédéric le tiró a la cara su plato, que pasó por encima de la mesa, derribó dos botellas, rompió una compotera, y haciéndose añicos contra el centro, lo quebró en tres pedazos, dando en el vientre al vizconde.

Todos se levantaron para contenerle. Él luchaba gritando, preso de una especie de frenesí; el señor Aulnays repetía:

—Cálmense; vamos, querido niño.

—Pero esto es espantoso —vociferaba el preceptor.

Forchambeaux, lívido como las ciruelas, temblaba.

Joseph reía a carcajadas; los mozos secaban el vino y recogían del suelo los restos, y el barón fue a cerrar la ventana, porque el ruido, a pesar del que hacían los coches, hubiera podido oírse desde el bulevar.

Como todo el mundo en el momento de ser lanzado el plato hablaba a la vez, fue imposible descubrir la causa de aquella ofensa, si era por Arnoux, por la señora Arnoux, por Rosanette o por otra persona.

Lo único cierto era la incalificable brutalidad de Frédéric, que positivamente rehusó el manifestarse pesaroso de haberla cometido.

El señor Aulnays procuró dulcificarlo, el primo Joseph, el preceptor, el mismo Forchambeaux. Durante este tiempo el barón reconfortaba a Cisy, que, cediendo a una debilidad nerviosa, derramaba lágrimas. Frédéric, por el contrario, se irritaba más cada vez, y así se hubieran estado hasta por la mañana si el barón no hubiera dicho, para terminar:

—Caballero, el vizconde enviará a su casa de usted los padrinos.

—¿Hora?

—A mediodía, si le parece a usted bien.

—Perfectamente, caballero.

Frédéric, una vez fuera, respiró a pulmones llenos. Hacía mucho tiempo que contenía su corazón. Acababa, por fin, de satisfacerlo; experimentaba cierto orgullo de virilidad, una superabundancia de fuerzas íntimas que le embriagaban. Necesitaba de dos padrinos. El primero en quien pensó fue en Regimbart, dirigiéndose inmediatamente hacia un café de la calle Saint-Denis. La delantera estaba cerrada, pero brillaba luz en los cristales de encima de la puerta. Se abrió esta y entró, encorvándose mucho.

Una vela de sebo en el borde del mostrador alumbraba la sala desierta. Todos los taburetes, con las patas al aire, estaban colocados encima de las mesas. El dueño y la dueña, con un mozo, cenaban en el ángulo cerca de la cocina; y Regimbart, con el sombrero puesto, participaba de la comida, e incluso molestaba al mozo, que a cada bocado se veía obligado a volverse un poco de lado. Frédéric le contó la cosa brevemente y reclamó su ayuda. El ciudadano empezó por no contestar nada; movía los ojos con aire de reflexionar; dio bastantes vueltas por la sala, y dijo, por último:

—Sí, con mucho gusto.

Y una sonrisa homicida desarrugó su ceño, al saber que era un noble el adversario.

—Le haremos andar deprisa; tranquilícese usted. En primer lugar… con la espada…

—Es que quizá —objetó Frédéric— no tenga yo el derecho…

—¡Le digo a usted que es preciso escoger la espada! —replicó brutalmente el ciudadano—. ¿Sabe usted tirar?

—Un poco.

—¡Ah, un poco! Vea usted cómo son todos. Y sienten la rabia de dar un asalto. ¿Qué prueba la sala de armas? Escúcheme usted: manténgase usted bien a distancia, encerrándose siempre en círculos, y rompa usted, rompa usted. Eso está permitido. Cánsele usted; después, a fondo sobre él, francamente. Y, sobre todo, fuera malicia; nada de golpes a La Fougère, no; simples, uno, dos, librar la espada, ponerla en disposición de dominar la del adversario. ¿Ve usted? Volviendo el puño como para abrir una cerradura. Tío Vauthier, deme usted su bastón. ¡Ah! Esto basta.