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100 Clásicos de la Literatura

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Frédéric hubiera tenido muchas cosas que contestarle. Pero viéndole lejos de las teorías de Sénécal, se sentía lleno de indulgencia, contentándose con objetar que semejante sistema haría que generalmente los aborreciesen.

—Al contrario; como habríamos dado a cada partido una prenda de odio contra su vecino, todos contarían con nosotros. Tú mismo vas a hacernos crítica trascendental.

Era preciso atacar las ideas recibidas, la Academia, la Escuela Normal, el Conservatorio, la Comedia Francesa, todo lo que pareciera una insinuación. Por este medio se daría un conjunto de doctrina a su revista. Después, cuando estuviera bien establecida, la revista se convertiría de repente en diario, y entonces se ocuparía de las personas.

—Y ten por seguro que se nos respetará.

Deslauriers se aproximaba a su antiguo sueño: la redacción en jefe; es decir, a la inmensa felicidad de dirigir a los demás, de cortar a diestro y siniestro en sus artículos, pedirlos, rechazarlos.

Sus ojos chispeaban detrás de sus gafas; se exaltaba y bebía copas y copas a sorbos, maquinalmente.

—Será preciso que des una comida por semana. Esto es indispensable, aunque consumieras la mitad de tu renta. Querrán venir las gentes; eso será un centro para los demás, una palanca para ti; y manejando la opinión por los dos extremos, literatura y política, antes de seis meses, ya verás, tendremos un puesto elevado en París.

Frédéric, oyéndole, experimentaba una sensación de rejuvenecimiento, como un hombre que, después de larga permanencia en una habitación, se ve transportado al aire libre. Aquel entusiasmo le arrastraba.

—Sí, he sido un perezoso, un imbécil; tienes razón.

—Perfectamente —dijo Deslauriers—; recobro a mi Frédéric.

Y poniéndole el puño en la cara, añadió:

—¡Ah! Mucho me has hecho sufrir, pero no importa; siempre te quiero.

Se hallaba en pie, y se miraban ambos enternecidos y prontos a abrazarse.

Una cofia de mujer apareció en el umbral de la antesala.

—¿Qué traes? —preguntó Deslauriers.

Era la señorita Clémence, su amante.

Contestó ella que, pasando casualmente por delante de la casa, no había podido resistir al deseo de verle, y para hacer juntos una pequeña merienda, le traía pasteles, que depositó sobre la mesa.

—Ten cuidado con mis papeles —replicó agriamente el abogado—. Ya sabes que es la tercera vez que te prohíbo venir a la hora de mis consultas.

Quiso ella abrazarle, pero rechazándola, le dijo:

—Vete inmediatamente.

Sollozó ella y Deslauriers añadió:

—Ya me estás fastidiando.

—Es que te amo.

—Yo no pido que me amen, sino que me complazcan.

Palabra tan dura contuvo las lágrimas de Clémence. Se plantó delante de la ventana, y allí permaneció inmóvil, con la frente contra los cristales.

Su actitud y su mutismo molestaban a Deslauriers.

—Cuando concluyas pedirás tu coche, ¿eh?

Ella se volvió sobresaltada y dijo:

—¿Me despides?

—Exactamente.

Fijó en él sus grandes ojos azules, como una última súplica, indudablemente; después se cruzó las puntas de su pañuelo, esperó un minuto más y se marchó.

—Deberías llamarla —dijo Frédéric.

—¡Vaya!

Y como tuviera necesidad de salir, entró Deslauriers en su cocina, que le servía de tocador.

Allí, encima del fregadero, cerca de un par de botas, los restos de un modesto almuerzo, un colchón con una manta andaba rodando por el suelo en un rincón.

—Esto te demuestra —dijo— que recibo a pocas marquesas. Se pasa uno sin ellas, y otros también. Las que nada cuestan te quitan el tiempo, que es dinero bajo forma distinta, y yo no soy rico. Son, además, tan tontas, ¡tan tontas! ¿Puedes tú hablar con una mujer?

Se separaron en el ángulo del Pont-Neuf.

—Quedamos convenidos: me llevarás la cosa mañana, en cuanto la tengas.

—Convenido —dijo Frédéric.

Al despertarse al día siguiente, recibió por el correo un bono de quince mil francos contra el banco.

Aquel pedazo de papel le representaba quince sacos grandes de plata, y se dijo que con semejante suma podría, primeramente, conservar su coche durante tres años, en vez de venderlo, como se vería obligado a hacer dentro de poco, o comprarse dos lindas armaduras adamasquinadas que había visto en el muelle Voltaire; luego, muchas cosas más: pinturas, libros y ¡cuántos ramos de flores que regalar a la señora Arnoux! Todo valdría más, en fin, que arriesgar, que perder tanto dinero en aquel periódico. Le parecía Deslauriers presuntuoso, y le enfrió su insensibilidad de la víspera. Se abandonaba Frédéric a estos sentimientos cuando se vio sorprendido por Arnoux, que entraba, y que se sentó pesadamente sobre el borde de la cama como un hombre acabado.

—¿Qué es lo que hay?

—¡Estoy perdido!

Tenía que entregar aquel mismo día, en el estudio del señor Beauminet, notario de la calle Sainte-Anne, dieciocho mil francos, prestados por un tal Vanneroy.

—Es un desastre inexplicable. Y, sin embargo, le he dado una hipoteca que debiera tranquilizarle. Pero me amenaza con una citación si no se le paga esta misma tarde. ¡Enseguida!

—¿Y entonces?

—Entonces es muy sencillo. Hará que me expropien mi inmueble. El primer anuncio me arruina; eso es todo. ¡Ah! Si encontrase a alguien que me adelantara esa maldita suma, ocuparía el lugar de Vanneroy y yo me salvaría. ¿No la tendría usted, por casualidad?

El cheque estaba sobre la mesa de noche, cerca de un libro.

Frédéric levantó el volumen y lo puso encima, contestando:

—Dios mío, no, querido amigo.

Pero le costaba no complacer a Arnoux.

—¡Cómo! ¿No encuentra usted ninguna persona que quiera…?

—¡Nadie! ¡Y pensar que de aquí a ocho días tendré ingresos! Me deben quizá… cincuenta mil francos a fin de mes.

—¿No podría usted rogar a los individuos que le deben que adelantaran…?

—¡Ya, ya!

—Pero ¡tendrá usted algunos valores, billetes…!

—¡Nada!

—¿Qué hacer? —dijo Frédéric.

—Eso es lo que yo me pregunto —contestó Arnoux, y se calló, paseando a lo largo de la habitación.

—¡No se trata de mí, Dios mío, sino de mis hijos, de mi pobre mujer!

Después añadió, deteniéndose a cada palabra:

—En fin… Seré fuerte… Embalaré todo… Y me iré a buscar fortuna… no sé adónde.

—¡Imposible! —exclamó Frédéric.

Arnoux repuso con calma:

—¿Cómo quiere usted que viva yo en París ahora?

Silencio prolongado.

Frédéric empezó a decir:

—¿Cuándo devolvería usted ese dinero?

No porque él lo tuviera; al contrario. Pero nada le impedía ver a algunos amigos, hacer gestiones. Y llamó a su criado para vestirse. Arnoux le daba las gracias.

—Son dieciocho mil francos lo que usted necesita, ¿no es verdad?

—¡Oh! Me contentaría con dieciséis mil. Porque reuniré dos mil quinientos, tres mil con mi plata, suponiendo que Vanneroy me dé de plazo hasta mañana. Y se lo repito a usted: puede usted afirmar, jurar al prestamista, que dentro de ocho días, quizá cinco o seis, será reembolsado el dinero. Además, la hipoteca responde. No hay, pues, peligro, ¿comprende usted?

Frédéric le aseguró que comprendía y que iba a salir inmediatamente.

Volvió a su casa maldiciendo a Deslauriers, porque quería cumplir su palabra, y complacer, sin embargo, a Arnoux.

«Si me dirigiese al señor Dambreuse… Pero ¿con qué pretexto pedirle dinero? Soy yo el que tiene que llevárselo por sus acciones de hullas. ¡Que se vaya a paseo con sus acciones! ¡No se las debo!».

Y Frédéric se aplaudía su independencia, como si hubiera rehusado un servicio al señor Dambreuse. Y enseguida se dijo: «Pierdo por un lado, pues con quince mil francos podría ganar cien mil… En la Bolsa, eso se ve algunas veces… Ya que yo pierdo, ¿no podría esperar Deslauriers? No, no; no estaría bien hecho: vamos allá».

Miró su reloj: «No hay prisa. El banco no se cierra hasta las cinco».

Y a las cuatro y media, cuando tuvo su dinero, añadía: «Ya es inútil; no le encontraría ahora; iré esta noche», dándose así el medio de cambiar de parecer, porque siempre queda en la conciencia algo de los sofismas que en ella han penetrado; se conserva el sabor, como sucede con un licor de mala clase.

Se paseó por los bulevares, y cenó solo en el restaurante. Después vio un acto en el Vaudeville, para distraerse. Pero sus billetes de banco le molestaban como si los hubiese robado. No le habría pesado perderlos.

Al volver a su casa encontró una carta con estas palabras:

«¿Qué hay de nuevo?

»Mi mujer une a los míos sus votos. Querido amigo, en la espera, etcétera.

»De usted, etcétera».

Y un párrafo…

—¡Su mujer! ¡Ella me suplica!

En el mismo momento apareció Arnoux, para saber si había recibido la suma urgente.

—Aquí está —dijo Frédéric.

Y veinticuatro horas después contestó a Deslauriers: «No he recibido nada».

El abogado volvió tres días seguidos. Le apremiaba para que escribiese al notario, y hasta ofreció hacer el viaje al Havre.

—No, es inútil; voy a ir yo.

Al expirar la semana, Frédéric pidió tímidamente al señor Arnoux sus quince mil francos. Arnoux le remitió al día siguiente; después, al otro. Frédéric no se arriesgaba a salir hasta bien entrada la noche, temiendo que Deslauriers le sorprendiera.

Una de ellas tropezó con él.

—Voy a buscarlos —dijo.

Y Deslauriers le acompañó hasta la puerta de una casa en el barrio Poissonnière.

 

—Espérame.

Esperó. Por fin, después de cuarenta y tres minutos, Frédéric salió con Arnoux, y le hizo seña de que tuviera un poco más de paciencia. El comerciante de porcelanas y su compañero subieron, dándose el brazo, la calle Hauteville, y tomaron enseguida la calle Chabrol.

La noche era oscura, con ráfagas de aire tibio. Arnoux andaba despacio, hablando de las Galerías del Comercio; una serie de pasajes cubiertos que conducirían del bulevar Saint-Denis al Châtelet, especulación maravillosa en la que tenía muchas ganas de entrar; se detenía de cuando en cuando para ver por los cristales de las tiendas la figura de las costureras, y después continuaba su discurso.

Frédéric oía los pasos de Deslauriers detrás de él, como un reproche, como golpes que le dieran sobre su conciencia. Pero no se atrevía a dirigir su reclamación por falsa vergüenza y temiendo que fuera inútil. El otro se acercaba y se decidió.

Arnoux, con tono bastante desembarazado, dijo que no habiendo reunido sus ingresos, no podía devolverle los quince mil francos.

—Supongo que no los necesitará usted.

En este momento, Deslauriers se acercó a Frédéric, y llamándole aparte le dijo:

—Sé franco: ¿los tienes o no?

—Pues bien: no —contestó Frédéric—. Los he perdido.

—¡Ah! ¿Y a qué?

—Al juego.

Deslauriers no respondió una palabra; se despidió muy bajo y se marchó. Arnoux había aprovechado la ocasión para encender un cigarro en un despacho de tabaco. Se reunió, preguntando quién era aquel joven.

—Nada, un amigo.

Después, tres minutos después, delante de la puerta de Rosanette, dijo Arnoux:

—Suba usted; se alegrará de verle. ¡Qué salvaje es usted ahora!

Le iluminaba un reverbero de enfrente; y con un cigarro entre sus blancos dientes y su aire feliz, tenía algo de intolerable.

—¡Ah! A propósito; mi notario ha ido esta mañana a casa de usted para esa inscripción de hipoteca. Mi mujer es la que me lo ha recordado.

—¡Una mujer de cabeza! —dijo maquinalmente Frédéric.

—¡Ya lo creo!

Y Arnoux empezó sus elogios. No tenía igual por su entendimiento, su corazón, la economía, y añadió bajando la voz y moviendo los ojos:

—¡Y como cuerpo de mujer…!

—Adiós —dijo Frédéric.

Arnoux hizo un movimiento.

—Toma, ¿y por qué?

Y con la mano tendida hacia él, le observó todo, sorprendido por la cólera de su rostro.

Frédéric replicó secamente:

—Adiós.

Bajó por la calle Bréda como piedra que rueda, furioso contra Arnoux, jurándose no volver a verle, ni a ella tampoco, lastimado, desolado. En vez de la ruptura que esperaba, el otro se ponía a quererla, y completamente, desde la punta del pelo hasta el fondo del alma. La vulgaridad de aquel hombre exasperaba a Frédéric. ¡Luego todo pertenecía a aquel! Se encontraba a la puerta de la loreta, y la mortificación de una ruptura se agregaba a la rabia de su impotencia. Además, la probidad de Arnoux al ofrecerle garantías para su dinero le humillaba; hubiera querido estrangularle; y, por encima de todo, la pena le hacía extenderse sobre su conciencia como una niebla el sentimiento de su cobardía hacia su amigo. Le ahogaban las lágrimas.

Deslauriers bajaba por la calle de los Mártires, jurando alto de indignación; porque su proyecto, cual obelisco abatido, le parecía ahora de una altura extraordinaria. Se consideraba robado, como si hubiera sufrido un gran perjuicio. Su amistad con Frédéric quedaba muerta, y experimentaba con ello alegría; era una compensación. Le entraba el odio contra los ricos. Se sentía inclinado hacia las opiniones de Sénécal y se prometió servirlas.

Arnoux, durante este tiempo, cómodamente sentado en una butaca, cerca del fuego, sorbía una taza de té con la mariscala en las rodillas.

Frédéric no volvió por casa de ellos, y para distraerse de su pasión calamitosa, adoptando el primer asunto que se presentó, resolvió componer una Historia del Renacimiento. Amontonó, mezclados sobre su mesa, los humanistas, los filósofos y los poetas; iba al gabinete de las estampas a ver los grabados de Marco Antonio; procuraba entender a Maquiavelo. Poco a poco le apaciguó la serenidad del trabajo. Penetrando en la personalidad de los demás, olvidó la suya, única manera de no sufrir por ella.

Un día que tomaba notas, tranquilamente, se abrió la puerta y el criado anunció a la señora Arnoux.

Era ella, en efecto. ¿Sola? No; porque llevaba de la mano al pequeño Eugène, seguido de su niñera con delantal blanco. Se sentó la señora, y después de haber tosido, dijo:

—Hace mucho tiempo que no ha venido por casa.

No excusándose Frédéric, añadió ella:

—Eso es muy delicado por parte de usted.

Él contestó:

—¿Qué es lo delicado?

—Lo que ha hecho usted por Arnoux —dijo ella.

Frédéric tuvo un gesto que significaba: «¡Bastante me importa; era por usted!».

Envió ella a su hijo al salón para que jugara con la niñera. Cambiaron dos o tres palabras acerca de la salud, y la conversación se acabó.

Llevaba ella un traje de seda oscura, del color de un vino de España, con paletó de terciopelo negro, ribeteado de marta; aquella piel daba ganas de pasar las manos por encima, y sus largas bandas, bien alisadas, atraían los labios. Pero la emoción la turbaba, y volviendo los ojos del lado de la puerta dijo:

—Hace algo de calor aquí.

Frédéric adivinó la prudente intención de su mirada.

Las dos hojas solo estaban entornadas.

—¡Ah! Es verdad.

Y sonrió como para decir: «No temo nada».

Le preguntó él lo que allí la llevaba.

—Mi marido —repuso ella con algún esfuerzo— me ha animado a venir a su casa no atreviéndose él a hacerlo.

—¿Y por qué?

—Conoce usted al señor Dambreuse, ¿no es verdad?

—Sí; un poco. —Y se calló—. No importa; acabe usted.

Entonces contó ella que la antevíspera no había podido satisfacer Arnoux cuatro pagarés de mil francos, suscritos a la orden del banquero, y en los cuales le obligó a poner su firma. Ella se arrepentía de haber comprometido la fortuna de sus hijos; pero todo era preferible a la deshonra; y si el señor Dambreuse suspendía los procedimientos, le pagarían, seguramente, muy pronto, porque ella iba a Chartres a vender una casita que tenía.

—¡Pobre mujer! —murmuró Frédéric—. Iré; cuente usted conmigo.

—Gracias.

Y se levantó para marcharse.

—¿Qué prisa tiene usted todavía?

Permaneció ella en pie, examinando el trofeo de flechas mogólicas colgado del techo, la biblioteca, las encuadernaciones, los utensilios todos de escribir; levantó la cubeta de bronce en que estaban metidas las plumas; se posaron sus tacones en diferentes sitios de la alfombra.

Había venido muchas veces a casa de Frédéric, pero siempre con Arnoux. Se hallaban solos ahora, solos en su propia casa; acontecimiento extraordinario; casi una dicha.

Quiso ella ver su jardincito; él le ofreció su brazo para enseñarle sus dominios, treinta pies de terreno encerrado entre casas, con arbustos en los ángulos y un macizo de flores en el centro.

Era en los primeros días de abril; las hojas de las lilas ya verdeaban, un puro ambiente se dejaba sentir, y los pajarillos piaban, alternando su canto con el lejano ruido que producía la fragua de un maestro de coches.

Frédéric fue a buscar una badila, y mientras paseaban ellos juntos, el niño formaba montones de arena en las veredas.

La señora Arnoux no creía que tuviera nunca gran imaginación, pero era cariñoso. Su hermana, por el contrario, era de una sagacidad natural, que a veces la mortificaba.

—Ya cambiará —dijo Frédéric—. No hay que desesperar nunca.

Ella repitió: «No hay que desesperar nunca». Repetición maquinal de su frase, que le pareció a él una especie de estímulo. Cogió una rosa, la única del jardín, y le dijo:

—¿Se acuerda usted… de cierto ramo de rosas, una tarde, en el coche?

Se ruborizó ella un poco, y con aire de compasión irónica, contestó:

—¡Ah, era yo muy joven!

—Y a esta —repuso en voz baja Frédéric—, ¿le sucederá lo mismo?

Respondió ella, dando vueltas al tallo entre sus dedos, como el hilo de un huso:

—No; la guardaré.

Con un gesto llamó a la niñera, que cogió en sus brazos al niño; después, en el umbral de la puerta de la calle, la señora Arnoux aspiró el perfume de la flor, inclinando su cabeza sobre la espalda, y con una mirada tan dulce como un beso.

Cuando subió él a su gabinete contempló la butaca en que estuvo sentada y todos los objetos que había tocado. Algo de ella sentía a su alrededor. La caricia de su presencia duraba todavía.

«¡Es, pues, cierto, que ha estado aquí!», se decía, y se sumergía en las ondas de una infinita ternura.

Al día siguiente se presentó, a las once, en casa del señor Dambreuse. Le recibieron en el comedor, donde el banquero almorzaba vis-à-vis con su mujer.

Su sobrina estaba cerca de ella, y al otro lado, la institutriz, una inglesa, muy picada de viruela.

El señor Dambreuse invitó a su joven amigo a que los acompañara, y habiendo rehusado, añadió:

—¿En qué puedo servirle a usted? Ya escucho.

Frédéric contestó, afectando indiferencia, que iba a interesarse por un tal Arnoux.

—¡Ah! ¡Ah! El antiguo comerciante de cuadros —dijo el banquero, con muda risa, que descubría sus encías—. Oudry le avalaba en otro tiempo; han reñido.

Y se puso a recorrer las cartas y los periódicos esparcidos cerca de su cubierto.

Dos criados servían, sin que se oyeran sus pasos en el suelo de madera; y la altura de la sala, que tenía tres portiers de tapicería y dos fuentes de mármol blanco, lo pulimentado de las estufas, la colocación de los entremeses y hasta los tiesos dobleces de las servilletas, todo aquel lujoso bienestar establecía en el pensamiento de Frédéric cierto contraste con otro almuerzo en casa de Arnoux. No se atrevía a interrumpir al señor Dambreuse, y notando la señora su embarazo, dijo:

—¿Ve usted alguna vez a nuestro amigo Martinon?

—Esta noche vendrá —interrumpió vivamente la señorita.

—¡Ah! ¿Lo sabes tú? —replicó su tía, fijando en ella una fría mirada.

En esto, uno de los criados le dijo algo al oído, y ella añadió:

—¡Tu costurera, hija mía…! ¡Miss John!

Y la institutriz, obediente, desapareció con su discípula.

Interrumpido el señor Dambreuse por el ruido de las sillas, preguntó lo que ocurría.

—Es la señora Regimbart.

—¡Calla! ¡Regimbart! Yo conozco ese nombre; he visto su firma.

Frédéric abordó por fin la cuestión; Arnoux merecía interés; hasta pensaba, para el único objeto de cumplir sus compromisos, vender una casa de su mujer.

—Pasa por ser muy linda —dijo la señora Dambreuse.

El banquero añadió con aire bonachón:

—¿Es usted su amigo… íntimo?

Frédéric, sin contestar claramente, repuso que le quedaría muy agradecido si tomara en consideración…

—Bien; puesto que usted toma empeño, sea; esperemos. Tengo aún tiempo. ¿Quiere usted que bajemos a mi despacho?

El almuerzo había terminado. La señora Dambreuse se inclinó ligeramente, sonriendo con una particular sonrisa, llena a la vez de cortesía y de ironía. Frédéric no tuvo tiempo de pensar en ello, porque desde el momento en que estuvieron solos el señor Dambreuse le dijo:

—No ha venido usted a buscar sus acciones. —Y, sin permitirle excusarse, añadió—: Bien, bien; es muy justo que conozca usted un poco mejor el negocio.

Le ofreció un cigarrillo y empezó:

La Unión General de las Hullas Francesas estaba constituida; no se esperaba más que el reglamento. Solo el hecho de la fusión disminuía los gastos de vigilancia y de mano de obra, aumentando los beneficios. Además, la sociedad imaginaba una cosa nueva, que era interesar a los obreros en su empresa. Les construiría casas, alojamientos sanos, constituyéndose, en una palabra, en el proveedor de sus empleados, dándoselo todo a precio de fábrica.

—Y ganarán, caballero; ese es el verdadero progreso. Así se responde activamente a ciertas reclamaciones republicanas. Tenemos en nuestro consejo —y exhibió un prospecto— un par de Francia, un sabio del Instituto, un oficial superior de ingenieros retirado, nombres conocidos. Elementos semejantes tranquilizan a los capitales temerosos y llaman a los capitales inteligentes.

 

La compañía tendría a su favor los pedidos del Estado, después los ferrocarriles, la marina de vapor, los establecimientos metalúrgicos, el gas, las modestas cocinas.

—De esta suerte calentamos, iluminamos, penetramos hasta el hogar de las casas más humildes. Pero ¿cómo, me dirá usted, podemos asegurar la venta? Merced a dichos protectores, querido señor, y los obtendremos; eso es cosa nuestra. Yo, por mi parte, soy francamente prohibicionista. ¡El país antes que todo!

Le habían nombrado director; pero le faltaba el tiempo para ocuparse de ciertos detalles; de la redacción, entre otras cosas.

—Ando algo reñido con los autores; he olvidado el griego. Tendré necesidad de alguien… que pueda traducir mis ideas.

Y añadió, de repente:

—¿Quiere usted ser ese hombre con el título de secretario general?

Frédéric no supo qué contestar.

—Y bien, ¿quién se lo impide a usted?

Sus funciones se limitarían a escribir, todos los años, una memoria para los accionistas. Se hallaría en relaciones diarias con los hombres más importantes de París. Representante de la compañía cerca de los obreros, le adorarían, naturalmente, cosa que más tarde le permitiría entrar en el consejo general, en la diputación.

Los oídos de Frédéric zumbaban. ¿De dónde provenía aquella benevolencia? Y se confundía en agradecimiento.

Pero no era necesario, decía el banquero, que fuera dependiente de nadie. El mejor medio para esto era tomar acciones, «soberbia colocación, además, porque su capital de usted garantiza su posición, así como su posición garantiza al capital».

—¿A cuánto próximamente debe ascender? —preguntó Frédéric.

—Dios mío, lo que usted quiera; de cuarenta mil a sesenta mil francos, por ejemplo.

Aquella suma era tan mínima para el señor Dambreuse, y su autoridad tan grande, que el joven se decidió inmediatamente a vender una finca. Aceptó. El señor Dambreuse fijaría un día cualquiera para verse y terminar sus convenios.

—¿Así que puedo decir a Jacques Arnoux…?

—Cuanto usted quiera, ¡pobre muchacho! Cuanto usted quiera.

Frédéric escribió a los Arnoux que se tranquilizaran, y envió la carta con su criado, al cual respondieron:

—Muy bien.

Su gestión, sin embargo, merecía más. Esperaba una visita; por lo menos, una carta. Ni recibió visita ni leyó carta alguna.

¿Había olvido de parte de ellos o intención? Puesto que la señora Arnoux había venido una vez, ¿quién le impedía volver? La especie de participación, de confesión que le había hecho ella, ¿no era más que una maniobra ejecutada por interés? «¿Se habrán burlado de mí? ¿Es ella cómplice?». Un cierto pudor, a pesar de sus deseos, le impidió ir a casa de ellos.

Una mañana (tres semanas después de su entrevista) le escribió el señor Dambreuse que le esperaba aquel mismo día, a la una.

Ya en camino, la idea de los Arnoux le asaltó nuevamente, y no encontrando razón a su conducta, le sobrecogió una angustia, un presentimiento fúnebre. Para librarse de él llamó un coche y se hizo llevar a la calle Paradis. Arnoux estaba de viaje.

—¿Y la señora?

—En el campo, en la fábrica.

—¿Cuándo vuelve el señor?

—Mañana, sin falta.

La encontraría sola; aquel era el momento. Algo imperioso le gritaba en su conciencia: «Ve allí, pues».

«Pero ¿y el señor Dambreuse? Pues bien, tanto peor; diré que he estado enfermo». Corrió a la estación; después, al vagón. ¡Quizá haga mal! ¡Ah, ah, qué importa!

Extendiéndose a izquierda y derecha, verdes llanuras rodeaban el tren; las casetas de las estaciones se deslizaban como decoraciones, y el humo de la locomotora vertía siempre del mismo lado sus gruesos copos, que revoloteaban por la hierba algún tiempo, dispersándose después.

Frédéric, solo en su asiento, miraba aquello, por aburrimiento, perdido en esa languidez que produce el exceso mismo de la impaciencia. Grúas y almacenes se divisaron. Estaba en Creil.

La ciudad, construida en la vertiente de dos colinas bajas (de las cuales una está pelada, y la segunda coronada de bosque), con la torre de su iglesia, sus casas desiguales y su puente de piedra, le parecía que presentaba algo de alegre, de discreto y de bueno. Un gran barco chato descendía por la corriente, que se encrespaba, golpeada por el viento; unas cuantas gallinas, al pie del monte, picoteaban en la paja; una mujer pasó, llevando sobre su cabeza ropa blanca mojada.

Después del puente, se encontró en una isla, donde se ven, hacia la derecha, las ruinas de una abadía. Un molino giraba, cortando en toda su anchura, el segundo brazo del Oise, que domina la manufactura. La importancia de aquella construcción admiró mucho a Frédéric, concibiendo mayor respeto hacia Arnoux. Tres pasos más allá tomó una callejuela, que cerraba en el fondo una verja.

Entró. La conserje le llamó, gritándole:

—¿Tiene usted su permiso?

—¿Para qué?

—Para visitar el establecimiento.

Frédéric, en tono brutal, dijo que venía a ver al señor Arnoux.

—¿Quién es ese señor Arnoux?

—Pues el jefe, el dueño, el propietario, en fin.

—No, señor; esta es la fábrica de los señores Lebœuf y Milliet.

La buena mujer bromeaba, sin duda. Llegaban algunos obreros; preguntó a dos o tres; su respuesta fue la misma.

Frédéric salió del patio, vacilante como un hombre ebrio; y llevaba un aire tan descorazonado, que en el puente de la Boucherie, un vecino que se disponía a fumar su pipa le preguntó si buscaba algo. Aquel conocía la manufactura de Arnoux. Estaba situada en Montataire.

Frédéric trató de proporcionarse un coche; no los había más que en la estación. Volvió a ella, donde se hallaba parada delante del despacho de equipajes, solitariamente, una calesa, dislocada, con un caballo viejo enganchado, cuyos arreos descosidos colgaban sobre las varas.

Un pilluelo se ofreció a descubrir al Tío Pilón. Al cabo de diez minutos volvió; el Tío Pilón estaba almorzando. Frédéric prescindió de él y se marchó. Pero la barrera del paso se hallaba cerrada. Era preciso esperar que atravesaran dos trenes. Por fin se metió por el campo.

El verde monótono hacía que pareciera un inmenso paño de billar. A las dos orillas del camino se veían alineadas escorias de hierro, como montones de guijarros. Algo más lejos humeaban, unas junto a las otras, chimeneas de fábrica. Frente a él se alzaba, sobre una colina redonda, un castillo pequeño, con sus torrecillas, el campanario cuadrangular de una iglesia, los muros por bajo, formando con los árboles líneas irregulares, y al final, las casas del pueblo, que se desparramaban.

Son de un solo piso, con escaleras de tres escalones, hechas de bloque, sin cemento. A intervalos se oía la campanilla de algún tendero. Pesados pasos se hundían en el negro fango, y una lluvia menuda caía cortando en mil líneas cruzadas el pálido cielo.

Frédéric siguió por el centro; después encontró a su izquierda, a la entrada de un camino, un gran arco de madera, que tenía escrito en letras doradas: PORCELANAS.

No fue casual que Jacques Arnoux eligiera la proximidad de Creil, porque colocando su manufactura lo más cerca posible de la otra (acreditada hacía mucho tiempo) provocaba en el público una confusión favorable a sus intereses.

El cuerpo principal del edificio se apoyaba en la orilla misma del río que atraviesa la pradera. La casa del dueño, rodeada por un jardín, se distinguía por su escalera adornada de cuatro tiestos plantados de cactos. Masas de tierra blanca se secaban debajo de algunos cobertizos; otras, al aire libre, y en el centro del patio se hallaba Sénécal, con su eterno paletó azul forrado de rojo.

El antiguo pasante alargó su mano fría.