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100 Clásicos de la Literatura

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—Buena cabeza tienes, palabra.

—Por ella se han perdido algunas —contestó el joven magistrado, con aire a la vez convencido y picado.

Frédéric, al ausentarse, resumió la tertulia. Primero su traje (se había mirado muchas veces en los espejos), desde el corte del frac hasta el lazo de los zapatos, nada dejaba que desear; había hablado con hombres importantes, había visto de cerca mujeres ricas; el señor Dambreuse se había mostrado excelente, y la señora Dambreuse, casi afectuosa. Pero una por una, sus menores frases, sus miradas, mil cosas, inanalizables, y, sin embargo, expresivas. ¡Qué hermoso sería en verdad tener una amante como ella!

¿Por qué no, después de todo? Valía tanto como cualquier otro. ¡Quizá no fuese tan difícil! Y al punto recordó a Martinon; y, durmiéndose, se sonreía compasivamente de aquel buen muchacho.

La idea de la mariscala le despertó; aquellas frases de su carta, «A partir de mañana por la noche», eran una cita, indudablemente, para aquel mismo día. Esperó hasta las nueve y corrió a su casa.

Alguien que subía la escalera delante cerró la puerta. Llamó; Delphine vino a abrir y aseguró que la señora no estaba. Frédéric insistió, rogó; tenía que participarle algo muy grave, una palabra solamente. Por fin el argumento de la moneda de veinte francos triunfó, y la criada le dejó solo en la antesala. Rosanette se presentó; estaba en camisa, con el pelo suelto, y moviendo la cabeza le hizo señas con los brazos de que no podía recibirle.

Frédéric bajó la escalera despacio. Aquel capricho pasaba más allá de todos los demás, y no comprendía nada de aquello.

Delante de la portería, le detuvo la señorita Vatnaz.

—¿Le ha recibido a usted?

—No.

—¿Le han echado a usted?

—¿Cómo lo sabe usted?

—Me lo figuro; pero venga usted; me ahogo.

Y le llevó hasta la calle, jadeante, sintiendo temblar su flaco brazo en el de Frédéric. De repente, estalló:

—¡Miserable!

—¿Quién?

—¡Pues él! ¡Delmar!

Aquella revelación humilló a Frédéric, que dijo:

—¿Está usted segura?

—¡Cuando le digo a usted que le he seguido! —exclamó la Vatnaz—. Le he visto entrar. ¿Comprende usted ahora? Debía esperarlo, por otra parte; soy yo, con mi necedad, quien le ha traído a su casa. ¡Y si usted supiera, Dios mío! Yo le he recogido, le he mantenido, vestido. ¿Y todas mis gestiones por los periódicos? Le amaba como una madre.

Después, con una sonrisita amarga, añadió:

—El caballero necesita trajes de terciopelo; una especulación de su parte, como usted comprenderá. ¿Y ella? ¡Decir que yo la he conocido confeccionando ropa blanca! Sin mí, más de veinte veces hubiera caído en el fango. Pero en él la hundiré. ¡Ah, sí: quiero que reviente en el hospital! Se sabrá todo.

Y como un torrente de agua sucia llena de inmundicias, su cólera contó a Frédéric tumultuosamente todas las vergüenzas de su rival.

—Ha sido amante de Jumillac, de Flacourt, del pequeño Allard, de Bertinaux, de Saint-Valéry, el pecoso de viruelas. No; el otro; son dos hermanos; lo mismo da. Y cuando tenía apuros yo lo arreglaba todo. ¿Qué iba yo ganando? ¡Es tan avara! Y luego, como usted comprenderá, es una complacencia de mi parte violenta, porque al cabo no es ella de mi círculo. ¿Soy yo, acaso, una «chica»? ¿Me vendo yo? Sin contar con que es tonta como una berza; escribe categoría con q. Por lo demás, bien están juntos; forman pareja, aunque se titule él artista y se crea un genio. Pero ¡Dios mío! Si tuviera entendimiento siquiera, no habría cometido semejante infamia. No se deja a una mujer superior por una bribona. ¡Me río de eso, después de todo! Se va volviendo feo; le execro. Si le encontrara, mire usted, le escupiría en la cara. —Y escupió—. Sí; vea usted el caso que hago yo ahora de él. Y Arnoux, ¿eh? ¿No es eso abominable? ¡La ha perdonado tantas veces! ¡No se imagina uno sus sacrificios; debería besar sus pies! ¡Es tan generoso, tan bueno!

Frédéric gozaba oyendo denigrar a Delmar; había aceptado lo de Arnoux. Aquella perfidia de Rosanette le parecía una cosa anormal, injusta, y contagiado por la emoción de la solterona, llegó a sentir por ella como enternecimiento. De repente, se encontró delante de la puerta de Arnoux; la señorita Vatnaz, sin que él lo advirtiera, le había hecho bajar por el barrio Poissonnière.

—Ya estamos —dijo—. Yo no pienso subir; pero a usted nada se lo impide.

—¿Para qué?

—Para decírselo todo, caramba.

Frédéric, despertándose sobresaltado, comprendió la infamia a que le empujaban.

Levantó él los ojos hacia el segundo piso. La lámpara de la señora Arnoux ardía; nada, efectivamente, le impedía subir.

—Yo le espero a usted aquí. Vaya usted.

Aquella orden acabó de enfriarle, y dijo:

—Me quedaré arriba bastante tiempo. Mejor haría usted en volverse; iré mañana por la casa de usted.

—No, no —replicó la Vatnaz, dando con el pie en el suelo—. Cójale usted, lléveselo usted, haga usted que los sorprenda.

—Pero Delmar ya no estará allí.

Ella bajó la cabeza:

—Sí, quizá sea verdad.

Y permaneció sin hablar en medio de la calle, entre los coches; después, fijando en él sus ojos de gata salvaje, dijo:

—Puedo contar con usted, ¿verdad? Entre nosotros dos este asunto es sagrado; haga usted lo dicho. Hasta mañana.

Frédéric, al atravesar el comedor, oyó dos voces disputando. La de la señora de Arnoux decía:

—¡No mientas, no mientas más!

Entró y se callaron.

Arnoux se paseaba a lo largo y lo ancho del cuarto, y la señora estaba sentada en la sillita junto al fuego, extremadamente pálida, con la vista fija. Frédéric hizo un movimiento para retirarse; Arnoux le cogió de la mano, juzgándose feliz por el socorro que le llegaba.

—Pero temo… —dijo Frédéric.

—¡Quédese usted! —le sopló por lo bajo Arnoux en el oído.

La señora añadió:

—Es preciso ser indulgente, señor Moreau. Estas son cosas que se ven algunas veces en los matrimonios.

—O que se provocan en ellos —dijo aturdidamente Arnoux—. ¡Las mujeres tienen unos antojos! Esta, por ejemplo, no es mala; no, al contrario; pues bien: se divierte hace una hora en molestarme con un montón de historias.

—Que son verdaderas —replicó la señora, impacientada—. Porque el hecho es que tú lo has comprado.

—¿Yo?

—Sí, tú mismo. ¡En el Persa!

«El casimir», pensó Frédéric, que se consideraba culpable, y tuvo miedo.

Ella añadió enseguida:

—Fue el mes pasado, sábado, catorce.

—Precisamente ese día estaba yo en Creil.

—De ninguna manera, porque comimos en casa de los Bertin el catorce.

—¿El catorce…? —dijo Arnoux levantando los ojos como para buscar una fecha.

—Y hasta era rubio el dependiente que te lo vendió.

—¿Puedo yo acordarme del dependiente?

—Sin embargo, ha escrito, dictándoselas tú, las señas: calle Laval, dieciocho.

—¿Cómo sabes tú eso? —dijo Arnoux, estupefacto.

Ella se encogió de hombros.

—Es muy sencillo; he ido a que arreglen mi casimir, y uno de los jefes de sección me ha dicho que acababan de enviar uno parecido a casa de la señora Arnoux.

—¿Es culpa mía si hay en la misma calle otra señora Arnoux?

—Sí, pero no un Jacques Arnoux —contestó ella.

Entonces se puso él a divagar, protestando de su inocencia. Era aquello una equivocación, una casualidad, una de esas cosas inexplicables que suceden. No debe condenarse a las gentes por simples sospechas, vagos indicios; y citó el ejemplo del infortunado Lesurques.

—En fin, seguro que te engañas. ¿Quieres que te lo jure?

—No merece la pena.

—¿Por qué?

Ella le miró de frente, sin decir nada; después alargó la mano, cogió el cofrecillo de plata de encima de la chimenea y le dio una factura grande abierta.

Arnoux se puso rojo hasta las orejas y sus facciones descompuestas se hincharon.

—¿Y ahora?

—Pero… —respondió—. ¿Qué prueba esto?

—¡Ah! —dijo ella con entonación de voz singular, en que había ironía y dolor—. ¡Ah!

Arnoux conservó la cuenta entre sus manos, y le daba vueltas sin apartar de ella los ojos, como si hubiera de encontrar allí la solución de un gran problema.

—¡Ah, sí, sí, ya recuerdo! —dijo por fin—. Es un encargo. Frédéric, usted debe de saber esto.

Frédéric callaba.

—Una comisión que me había encargado… el tío Oudry.

—¿Y para quién?

—Para su amante.

—Para la tuya —exclamó la señora, poniéndose en pie.

—Te juro…

—No empieces de nuevo; lo sé todo.

—¡Ah! ¡Perfectamente! ¡Así que se me espía!

—¡Eso ofende quizá tu delicadeza! —replicó ella con frialdad.

—Desde el momento en que nos incomodamos —contestó Arnoux, buscando su sombrero—, ya no hay medio de razonar. —Después añadió, dando un gran suspiro—: No se case usted, pobre amigo mío, no; créame usted.

Y se marchó porque tenía necesidad de tomar el aire.

Entonces hubo un gran silencio, y todo en la habitación parecía más inmóvil. Un círculo luminoso, por encima de la lámpara, blanqueaba el techo, mientras que en los rincones se extendía la sombra como gasas negras superpuestas; se oía el tictac del reloj y el chisporroteo de la lumbre.

La señora Arnoux acababa de volverse a sentar al otro extremo de la chimenea; se mordía los labios temblando; alzó sus dos manos y, escapándosele un sollozo, se echó a llorar.

Se colocó Frédéric en la silla baja y, con voz cariñosa, como se hace con una persona enferma, dijo:

 

—No dudará usted que participo…

Ella no contestó nada, pero continuó con sus reflexiones en voz alta:

—Bien libre le dejo; no tenía necesidad de mentir.

—Ciertamente —dijo Frédéric.

Eso eran consecuencias de sus costumbres, sin duda; no habría reflexionado seguramente… y quizá en cosas más graves…

—¿Qué ve usted, pues, que sea más grave?

—¡Oh, nada!

Frédéric se inclinó con sonrisa obediente. Arnoux, sin embargo, poseía ciertas cualidades; amaba a sus hijos.

—Y hace todo para arruinarlos.

Eso provenía de su carácter ligero, porque, en fin, era un buen muchacho en el fondo.

—¿Y qué es lo que quiere decir con eso de un buen muchacho?

Le defendía así, de la manera más vaga que podía hallar, y a la vez que la compadecía, se alegraba y deleitaba en el fondo de su alma. Por venganza o necesidad de cariño, se refugiaría en él; sus esperanzas, desmesuradamente aumentadas, reforzaban su amor.

Jamás le pareció más atractiva, tan profundamente bella. De cuando en cuando, una aspiración alzaba su pecho; sus dos ojos fijos parecían dilatados por una visión interior, y su boca permanecía entreabierta como para entregar su alma. Alguna vez apoyaba en sus labios fuertemente el pañuelo: ¡cuánto hubiera él dado por ser aquel pequeño pedazo de batista húmedo de lágrimas! A su pesar, miraba a la cama, al fondo de la alcoba, figurándose su cabeza en la almohada, y lo veía tan perfectamente, que tenía que contenerse para no estrecharla en sus brazos. Bajó ella sus párpados, apaciguada, inerte. Entonces se aproximó más, e inclinándose sobre ella, examinó ávidamente su rostro. Un ruido de pasos sonó en el corredor; era el otro; le oyeron cerrar la puerta de su cuarto. Frédéric preguntó con un gesto a la señora si iba a buscarle.

Contestó ella «Sí» por el mismo procedimiento; y aquel cambio mudo de sus pensamientos era como un consentimiento, un principio de adulterio.

Arnoux estaba para acostarse y se quitaba la levita.

—Y bien, ¿cómo está?

—Mejor —dijo Frédéric—. Eso se pasará.

Pero Arnoux se hallaba apenado.

—No la conoce usted. Tiene ahora unos nervios… ¡Imbécil de dependiente! Vea usted lo que es ser demasiado bueno. Si no hubiera regalado ese maldito chal a Rosanette…

—No lo sienta usted, porque le está lo más agradecida posible.

—¿Lo cree usted?

Frédéric no lo dudaba; y la prueba era que acababa de despedir al tío Oudry.

—¡Pobrecilla!

Y en el exceso de su emoción, quería Arnoux ir a su casa.

—No vale la pena; yo vengo de allí; está enferma…

—¡Razón de más!

Volvió a ponerse la levita, y ya había cogido su palmatoria. Frédéric maldijo su necedad, y le manifestó que, por decencia, debía quedarse aquella noche al lado de su mujer; no podía abandonarla sin que pareciera mal.

—Francamente, no sería usted razonable. Nada urge allí; mañana irá usted. Vamos, hágalo usted por mí.

Arnoux dejó la palmatoria y le dijo, abrazándole:

—Es usted muy bueno.

III

Desde entonces empezó para Frédéric una existencia miserable, convirtiéndose en el parásito de la casa.

Si se hallaba alguien indispuesto, venía tres veces al día a preguntar por su salud; iba a casa del afinador de pianos, inventaba mil atenciones y sufría con aire de contento las malas caras de la señorita Marthe y las caricias del joven Eugène, que le pasaba constantemente por el rostro sus manos sucias. Asistía a las comidas en que el señor y la señora, uno enfrente de otro, no cambiaban una sola palabra, o Arnoux mortificaba a su mujer con observaciones desatinadas. Concluida la comida, el marido jugaba con su hijo en el cuarto, se escondía detrás de los muebles o bien se le echaba a la espalda, andando a cuatro patas, como el Bearnés. Por último, se iba, y ella comenzaba inmediatamente a hablar de su eterno motivo de queja: Arnoux.

No eran sus desarreglos los que la indignaban. Pero parecía que su orgullo se molestaba, y dejaba ver su repugnancia hacia aquel hombre sin delicadeza, sin dignidad, sin honor.

—¡Más bien parece loco! —decía.

Frédéric provocaba diestramente sus confidencias, y muy pronto conoció toda su vida.

Sus padres eran modestas personas de Chartres. Un día, Arnoux, dibujando a orillas del río (él se creía pintor en aquella época), la vio salir de la iglesia y la pidió en matrimonio; en atención a su fortuna, no vacilaron; la amaba, además, perdidamente.

Y añadió:

—¡Aún me quiere, Dios mío, aunque a su manera!

El primer mes viajaron por Italia.

Arnoux, a pesar de su entusiasmo por los paisajes y las obras maestras, no había hecho más que lamentarse del vino, y organizaba meriendas, partidas de piquenique con ingleses, para distraerse. Algunos cuadros bien revendidos le llevaron al comercio de las artes. Luego se metió en manufacturas de porcelana. Ahora le ocupaban otras especulaciones y, vulgarizándose más y más, adoptaba costumbres groseras y dispendiosas. Ella le reprochaba menos sus vicios que el resto de sus acciones. Ningún cambio podía llegar a realizarse, y la desgracia era irreparable.

Frédéric aseguraba que en su existencia sentía análogo vacío.

Sin embargo, era muy joven. ¿Por qué desesperar? Y le daba ella buenos consejos:

—Trabaje usted. ¡Cásese usted!

Él contestaba solo con amargas sonrisas, porque en vez de expresar el verdadero motivo de su pena fingía otro sublime, haciéndose un poco el Antony, el maldito; lenguaje, por lo demás, que no desnaturalizaba por completo su pensamiento.

La acción, para ciertos hombres, es tanto más impracticable cuanto el deseo es más fuerte. La desconfianza en sí mismos los embaraza; el temor de desagradar, los espanta; además, los afectos profundos se parecen a las mujeres honestas: tienen miedo de ser descubiertos, y pasan la vida con los ojos bajos.

Aunque conociera más a la señora Arnoux (quizá por esta razón), se sentía más cobarde que en otro tiempo. Todas las mañanas se juraba ser más atrevido; pero un pudor invencible se lo impedía, sin que pudiera guiarse por ningún ejemplo, puesto que aquella se diferenciaba de las otras. Por la fuerza de sus sueños, la había colocado fuera de las condiciones humanas, y al lado de ella se sentía menos importante sobre la tierra que las tiritas de seda que se escapaban de las tijeras de su dama.

Después pensaba en cosas monstruosas, absurdas, como sorpresas nocturnas, por medio de narcóticos y llaves falsas, pareciéndole todo más fácil que afrontar el desdén.

Por otra parte, los niños, las dos niñeras, la disposición de las habitaciones constituían obstáculos insuperables. Así que resolvió poseerla solo él, y marcharse a vivir juntos muy lejos, en el fondo de alguna soledad, y hasta pensaba en qué lago muy azul, a orillas de qué playa tan suave, si sería en España, en Suiza o en Oriente; y escogiendo ex profeso los días en que ella se mostraba más irritada, le decía que era preciso salir de aquello, imaginar un medio, y que no veía más que el de la separación. Pero el amor por sus hijos siempre la impediría llegar a esos extremos. Tanta virtud aumentaba el respeto de Frédéric.

Sus tardes se pasaban recordando la visita de la víspera, deseando la de aquel día. Cuando no cenaba en casa de ellos, hacia las nueve, se apostaba en la esquina de la calle, y en cuanto Arnoux cerraba la puerta, Frédéric subía apresuradamente los dos pisos y preguntaba a la criada con cierta candidez:

—¿Está el señor?

Después fingía sorprenderse de que no estuviera.

Muchas veces volvía Arnoux de improviso, y entonces era preciso acompañarle a un cafetín de la calle Sainte-Anne, que por entonces frecuentaba Regimbart.

El ciudadano empezaba por lanzar contra la corona alguna nueva copla. Luego hablaban, dirigiéndose amistosas injurias; porque el fabricante tenía a Regimbart por un pensador de alto vuelo, y apesadumbrado de ver tantos talentos perdidos, le censuraba su pereza.

El ciudadano juzgaba a Arnoux lleno de corazón y de imaginación, aunque decididamente demasiado inmoral; así, le trataba sin la menor indulgencia y aun rehusaba cenar en su casa, porque «las ceremonias le molestaban».

Alguna vez, en el momento de despedirse, sentía Arnoux «necesidad» de tomar una tortilla o manzanas cocidas; y como no se encontraban los comestibles nunca en el establecimiento, los enviaba a buscar. Esperaban; Regimbart no se iba, y acababa por aceptar algo refunfuñando.

Sin embargo, se hallaba sombrío, puesto que permanecía durante horas enteras frente al mismo vaso medio lleno.

No arreglando la providencia las cosas conforme a sus ideas, se volvía hipocondríaco, no quería ni siquiera leer los periódicos, y vomitaba rugidos al solo nombre de Inglaterra.

En cierta ocasión gritó, porque un mozo le servía mal, lo siguiente:

—¿No tenemos bastante con las afrentas del extranjero?

Fuera de estas crisis, permanecía taciturno, meditando «un golpe infalible para hacer estallar toda la máquina».

Mientras que se perdía en sus reflexiones, contaba Arnoux, con voz monótona y con mirada algo extraviada por la embriaguez, increíbles anécdotas, en que siempre había brillado, gracias a su aplomo; y Frédéric (indudablemente, por profundas semejanzas) experimentaba una cierta inclinación hacia su persona. Se reprochaba aquella debilidad, pensando que, por el contrario, debía aborrecerle.

Se lamentaba Arnoux delante de él del genio de su mujer, de su terquedad, de sus injustas prevenciones. No era así en otro tiempo.

—En su lugar —decía Frédéric—, le asignaría una pensión y viviría solo.

Arnoux no contestaba nada; y un momento después la elogiaba. Era buena, inteligente, virtuosa; y repasando sus cualidades corporales, prodigaba las revelaciones, con el aturdimiento de esas gentes que enseñan sus tesoros en las posadas.

Una catástrofe destruyó su equilibrio.

Había entrado como miembro del consejo de vigilancia en una compañía de caolín. Pero, fiándose de todo lo que le decían, había firmado informes inexactos y aprobado, sin comprobación, los inventarios anuales fraudulentamente redactados por el gerente. Ahora bien: la compañía había quebrado, y Arnoux, civilmente responsable, acababa de ser condenado, con los demás, a garantizar los daños y perjuicios; cosa que le ocasionaba una pérdida de cerca de treinta mil francos, agravada con los gastos del juicio.

Frédéric lo supo por un periódico, y voló a la calle Paradis.

Fue recibido en la habitación de la señora. Era la hora del desayuno, y sobre un velador, cerca del fuego, se veían los tazones de café con leche.

Las zapatillas estaban sobre la alfombra; los vestidos, sobre los sillones. Arnoux, con pantalón y chaquetilla de tricot, tenía los ojos rojos y el pelo enmarañado; el pequeño Eugène, a causa de sus parótidas hinchadas, lloraba, mientras masticaba su rebanada de pan con manteca; su hermana comía tranquilamente; la señora Arnoux, algo más pálida que de costumbre, servía a los tres.

—¿Lo sabe usted ya? —dijo Arnoux, suspirando fuertemente.

Y a un gesto de compasión de Frédéric, añadió:

—He sido víctima de mi confianza.

Luego se calló, y su abatimiento era tan grande que rechazó el desayuno. La señora Arnoux alzó los ojos y los hombros, pasándose las manos por la frente.

—Después de todo, no soy culpable. Nada tengo que reprocharme. Es una desgracia. Ya saldremos de ella. ¡Ah, sí, tanto peor!

Y cogió un bizcocho, obedeciendo también a los ruegos de su mujer.

A la tarde quiso cenar solo, con ella, en un reservado de la Maison d’Or. Su señora no se explicaba aquel movimiento del corazón, y se ofendió de creerse tratada como una entretenida, cosa que, por parte de Arnoux, representaba, por el contrario, una prueba de afecto. Aburrido, luego se fue a distraer a casa de la mariscala.

Hasta el presente le habían pasado muchas cosas por su carácter bonachón. Su proceso le clasificó entre las gentes deshonradas. La soledad se hizo alrededor de su casa.

Frédéric, como cuestión de honor, creyó que debía frecuentarla más que nunca. Abonó un palco en los Italianos, y los llevaba allí una vez en semana. Se hallaban, sin embargo, los cónyuges en ese período de las uniones desatadas, en que se produce una invencible lasitud por las concesiones que antes se han hecho, mutuamente, y se convierte la existencia en intolerable. La señora se contenía para no estallar, Arnoux se entristecía y el espectáculo de aquellos dos seres desgraciados apesadumbraba a Frédéric.

 

Ella le había encargado, puesto que poseía su confianza, que se enterase de sus negocios. Frédéric sufría y se avergonzaba de aceptar las cenas ambicionando a la mujer.

Continuó, sin embargo, así, dándose por pretexto que debía defenderla, y que ya se presentaría la ocasión de serle útil.

Ocho días después del baile, había hecho una visita a Dambreuse. El negociante le ofreció una veintena de acciones en su empresa de hullas; Frédéric no había vuelto. Deslauriers le escribía cartas y las dejaba sin contestar. Pellerin le había invitado a que fuera a ver el retrato, y siempre se excusaba. Cedió, no obstante, a Cisy, que le apremiaba para conocer a Rosanette.

Le recibió esta muy agradablemente, pero sin echarle los brazos al cuello, como otras veces. Su compañero se consideró muy feliz con ser admitido en casa de una impura, y sobre todo con poder hablar con un actor: Delmar estaba allí.

Un drama en que había este representado el papel de un aldeano que profetiza a Luis XIV el 89, le puso tan de relieve, que le fabricaban incesantemente el mismo papel; y sus funciones consistían, por entonces, en denostar a los monarcas de todos los países. Cervecero inglés, amonestaba a Carlos I; estudiante de Salamanca, maldecía a Felipe II, o padre sensible, se indignaba contra la Pompadour. ¡Esto era lo más hermoso! Los pilletes le esperaban a la puerta del escenario para verle, y su biografía, vendida en los entreactos, le pintaba cuidando a su anciana madre, leyendo el Evangelio, asistiendo a los pobres; era la estampa, en una palabra, de san Vicente de Paul con mezcla de Bruto y de Mirabeau. Decían: «Nuestro» Delmar. Tenía una misión: convertirse en Cristo.

Todo esto había fascinado a Rosanette, y se había desembarazado del tío Oudry, que no era Cupido, sin preocuparse de nada.

Arnoux, que la conocía, se aprovechó de la coyuntura mucho tiempo para sostenerla con poco gasto; el buen hombre había venido, y los tres procuraron no explicarse francamente. Porque, imaginándose que ella se despediría del otro por sí misma, Arnoux había aumentado su pensión. Pero las peticiones se renovaban con inexplicable frecuencia, puesto que ella llevaba un tren de vida dispendioso; hasta había vendido su casimir, deseando pagar las deudas antiguas, decía ella; y él, siempre dando; embrujado por ella, abusaba de él sin piedad. Así, las facturas, los recibos timbrados llovían en la casa. Frédéric presentía una crisis próxima.

Un día se fue a ver a la señora Arnoux, que había salido. El señor trabajaba abajo, en el almacén.

En efecto, Arnoux, en medio de sus cacharros, procuraba engañar a unos recién casados, provincianos. Hablaba de maniquetas y de contrafoques, del cajón de la cerveza y del barnizaje; los otros, no queriendo aparentar que nada comprendían, hacían gestos de aprobación y compraban.

Cuando los parroquianos se marcharon, contó que había tenido aquella mañana un pequeño altercado con su mujer. Para prevenir las observaciones sobre los gastos, había asegurado que la mariscala no era ya su amante.

—Hasta le he dicho que lo era de usted.

Frédéric se indignó, pero sus reproches podrían traicionarle, y balbució:

—Ha hecho usted mal, pero muy mal.

—¿Qué importa eso? —dijo Arnoux—. ¿Dónde está la deshonra de pasar por su amante? Yo lo soy verdaderamente. ¿No le agradaría a usted serlo?

¿Habría ella hablado? ¿Sería una alusión?

Frédéric se apresuró a responder:

—¡No, nada; al contrario!

—Bueno, ¿entonces…?

—Sí, es verdad; no importa nada.

Arnoux añadió:

—¿Por qué no va usted ya por allí?

Frédéric prometió volver.

—¡Ah, se me olvidaba! Debería usted… hablando de Rosanette… decir algo a mi mujer… algo que la persuada de que es usted su amante. Esto se lo pido a usted como un favor, ¿eh?

El joven, por toda respuesta, hizo un gesto ambiguo. Esa calumnia le perdía. Aquella misma tarde fue a verla y juró que la afirmación de Arnoux era falsa.

—¿De veras?

Parecía sincero; y después de haber respirado ella ampliamente, dijo:

—Le creo a usted. —Y sonrió agradablemente. Luego bajó la cabeza, y, sin mirarle, añadió—: Por lo demás, nadie tiene derechos sobre usted.

Luego no adivinaba ella nada, y le despreciaba, puesto que no pensaba que pudiera amarla lo bastante para serle fiel. Frédéric, olvidando sus tentativas acerca de la otra, encontraba el permiso ultrajante.

Luego, ella le rogó que fuese alguna vez a casa de aquella mujer, para enterarse de lo que por allí pasaba.

Vino Arnoux, y cinco minutos después quiso arrastrarle a casa de Rosanette.

La situación se hacía intolerable.

Le distrajo una carta del notario, que debía enviarle al día siguiente quince mil francos, y para reparar su descuido con Deslauriers, fue corriendo a comunicarle la buena noticia.

Vivía el abogado en la calle Trois-Maries, piso quinto, que daba a un patio. Su gabinete, piececita embaldosada, fría y empapelada de color gris, tenía por principal adorno una medalla de oro, premio de su doctorado, apoyada en un estuche de ébano contra el espejo. Un armario de caoba guardaba detrás de cristales unos cien volúmenes, aproximadamente. La mesa, cubierta de badana, ocupaba el centro de la habitación, y cuatro butacas viejas de terciopelo verde, los rincones; algunas vitrinas se chamuscaban en la chimenea, donde siempre había un tronco de leña dispuesto para arder a toque de campana. Era la hora de las consultas: el abogado llevaba corbata blanca.

El anuncio de los quince mil francos (con los que, indudablemente, ya no contaba) le produjo un estremecimiento de placer.

—Muy bien, valiente amigo; muy bien, pero muy bien.

Arrojó leña al fuego, volvió a sentarse y habló inmediatamente del periódico. La primera cosa que había que hacer era desembarazarse de Hussonnet.

—Ese tunante me molesta. En cuanto a manifestar una opinión, la más equitativa, según mi sentir, y la más fuerte, es no tener ninguna.

Frédéric pareció admirado.

—¡Indudablemente! Ya es tiempo de tratar científicamente la política. Los viejos del siglo dieciocho empezaban cuando Rousseau, los literatos, introdujeron la filantropía, la poesía y otras bromas, con gran contentamiento de los católicos; alianza natural, por lo demás, puesto que los reformistas modernos, puedo probarlo, creen todos en la revelación. Pero si ustedes cantan misas para Polonia, si en lugar del Dios de los dominios, que era un verdugo, colocan ustedes el Dios de los románticos, que es un tapicero; si, finalmente, no tienen ustedes de lo absoluto un concepto más amplio que sus abuelos, la monarquía se traslucirá a través de las formas republicanas, y el gorro colorado no será jamás sino un solideo sacerdotal. Solo que el régimen celular habrá reemplazado a la tortura; el ultraje a la religión, al sacrilegio; el concierto europeo, a la Santa Alianza; y en este hermoso orden que se admira, de restos del tiempo de Luis Catorce, de ruinas volterianas, con el estuco imperial por encima, y fragmentos de constitución inglesa, se vería a los consejos municipales intentando vejar al alcalde; los consejos generales, a su prefecto; las cámaras, al rey; la prensa, al poder; la administración, a todo el mundo. Pero las buenas almas se extasían sobre el Código civil, obra fabricada, por más que se diga, con espíritu mezquino, tiránico; porque el legislador, en vez de cumplir su misión, que es regularizar la costumbre, ha preferido modelar la sociedad como un Licurgo. ¿Por qué la ley ata al padre de familia en materia de testamento? ¿Por qué dificulta la venta forzosa de los inmuebles? ¿Por qué castiga como delito la vagancia, que ni aun falta debiera ser? Y mucho más aún. Yo conozco bien todo esto; así que voy a escribir una novelita titulada Historia de la idea de justicia, que será curiosa. Pero tengo una sed espantosa. ¿Y tú?

Se asomó a la ventana y gritó al portero que fuese a buscar grogs a la taberna.

—En resumen, veo tres partidos… no, tres grupos, ninguno de los cuales me interesa: el de los que tienen, el de los que no tienen ya y el de los que procuran tener. Pero todos se conforman en la imbécil idolatría de la autoridad. Ejemplos: Mably recomienda que se impida a los filósofos publicar sus doctrinas; Wronski, geómetra, llama en su lengua a la censura «represión crítica de la espontaneidad especulativa». El padre Enfantin bendice a los Habsburgo «por haber pasado por encima de los Alpes una pesada mano que apriete a Italia»; Pierre Leroux quiere que se obligue a oír a un orador y Louis Blanc se inclina a una religión de Estado: ¡tanta rabia de gobierno tiene ese pueblo de vasallos! Y, sin embargo, ni uno solo es legítimo, a pesar de sus principios sempiternos. Pero como «principio» significa «origen», es preciso referirse siempre a una revolución, a un acto de violencia, a un hecho transitorio. Así, el principio del nuestro es la soberanía nacional, comprendida en la forma parlamentaria, aunque no le convenga al Parlamento. Pero en que la soberanía del pueblo será más sagrada que el derecho divino. Una y otro son dos ficciones. Basta de metafísica, basta de fantasmas. ¡No se necesitan dogmas para hacer barrer las calles! Se diría que destruye la sociedad. Bueno, ¿y qué? ¿Qué mal habría en ello? ¡A fe que está bien la sociedad!