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100 Clásicos de la Literatura

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—Pero verdaderamente, amiga mía, querida amiga mía…

Lo mismo sucedió las veces siguientes. En cuanto entraba Frédéric, se ponía en pie sobre su cojín para que la besara mejor, le llamaba monín, querido, ponía flores en su ojal, arreglaba su corbata. Aquellas graciosas atenciones aumentaban siempre que Delmar estaba presente.

¿Eran preludios? Así lo creyó Frédéric. En cuanto a lo de engañar a su amigo, Arnoux en su lugar no dudaría, y tenía el derecho de no ser virtuoso con su amante, habiéndolo sido siempre con su mujer; porque creía haberlo sido, o, más bien, hubiera querido creérselo para fortificar su prodigiosa cobardía. Se encontró estúpido, sin embargo, y resolvió tratar a la mariscala abiertamente.

Así pues, una tarde, cuando se sentó en su cómoda, Frédéric se aproximó a ella y hubo algo de elocuencia, tan poco ambigua, que ella se levantó completamente ruborizada. Volvió él, y entonces se deshizo ella en lágrimas, diciendo que era muy desgraciada y que no era esto una razón para que la despreciaran. Retiró sus tentativas; tomó ella entonces diverso camino, que fue el de reírse siempre; creyó él malicioso usar el mismo tono exagerándolo, pero se demostraba demasiado alegre para que fuera sincero, y este juego de camaradas era un obstáculo a las manifestaciones de toda emoción seria. Por fin, otro día le contestó que ella no aceptaba los restos de otra.

—¿Qué otra?

—Pues sí; vete a buscar a la señora Arnoux.

Porque Frédéric hablaba de ella muy a menudo; Arnoux, por su parte, tenía la misma manía, y Rosanette acabó por impacientarse de oír siempre elogiar a aquella mujer, y su imputación venía a ser una especie de venganza. Frédéric le guardó rencor por ella.

Empezaba además a molestarle mucho. A veces, dándoselas de experimentada, maldecía del amor con risa escéptica, que producía comezones y hasta guantadas. Un cuarto de hora más tarde, era aquello la única cosa que había en el mundo, y cruzando los brazos sobre el pecho, como para escuchar a alguien, murmuraba: «¡Sí, es bueno; es tan bueno!», los párpados entreabiertos y casi espasmodiada de embriaguez. Imposible era conocerla; saber, por ejemplo, si amaba a Arnoux, porque se burlaba de él y parecía tener celos. Otro tanto acontecía respecto a la Vatnaz, a quien llamaba miserable, y otras veces su mejor amiga. Tenía, en fin, en toda su persona, y hasta en el torcido de su moño, algo de inexplicable, que parecía un reto, y Frédéric la deseaba, sobre todo, por el placer de vencerla y dominarla.

¿Cómo hacer? Porque muchas veces le despedía sin ninguna ceremonia, presentándose un minuto entre puerta para cuchichear:

—Estoy ocupada; hasta la noche.

O la encontraba en medio de doce personas; y cuando estaban solos, parecía cosa de apuesta, tales eran los obstáculos que se sucedían.

La convidaba a cenar, pero rehusaba siempre; una vez aceptó, pero no fue.

Una idea maquiavélica surgió en su cerebro. Conociendo por Dussardier las recriminaciones de Pellerin a su respecto, imaginó encargarle el retrato de la mariscala, un retrato de tamaño natural, que exigiría muchas sesiones; no faltaría ni a una, y la acostumbrada inexactitud del artista facilitaría sus conferencias. Invitó, pues, a Rosanette a que se dejara pintar, para ofrecer sus facciones a su querido Arnoux. Aceptó, porque se veía en medio del gran salón, en el sitio de honor, con una multitud de gente delante, y los periódicos hablarían de ella, con lo que «se lanzaría» de repente.

En cuanto a Pellerin, acogió la proposición ávidamente, porque aquel retrato le distinguiría como un gran hombre y sería una obra maestra.

Pasó revista en su memoria a todos los retratos de maestro que conocía, y al fin se decidió por un Tiziano, que realzaría con adornos a la veneciana. Ejecutaría su pensamiento sin sombras ficticias, con una luz franca, iluminando las carnes en un solo tono y haciendo brillar los accesorios.

«¡Si le pusiera —pensaba— un traje de seda rosa con un albornoz oriental! No; el albornoz resulta canalla. ¡Si la vistiera mejor de terciopelo azul, sobre un fondo gris, muy coloreado! Pudiera colocársele también una gola de guipur blanco, con un abanico negro y una cortina escarlata detrás».

Y buscando así, ampliaba todos los días su concepción maravillosa de ella.

Le palpitaba el corazón cuando Rosanette, acompañada de Frédéric, llegó a su casa para la primera sesión. La colocó de pie, en una especie de estrado, en medio de la habitación, y quejándose del día y echando de menos su antiguo taller, hizo primero que apoyara el codo sobre un pedestal, después que se sentara en un sillón, y alternativamente se alejaba y aproximaba a ella para corregir de un capirotazo los pliegues del traje, la miraba con los ojos medio cerrados y consultaba a Frédéric con una palabra.

—Pues bien, no —exclamó—. Vuelvo a mi primera idea. La visto a usted de veneciana.

Tendría un traje de terciopelo punzó con un cinturón de platería, y su ancha manga dejaría ver su brazo desnudo apoyado en la balaustrada de una escalera colocada detrás de ella. A su izquierda, una gran columna llegaría hasta el límite del lienzo, a unirse allí con arquitecturas, describiendo un arco. Se verían abajo, vagamente, macizos de naranjos casi negros, cortando un cielo azul rayado de nubes blancas.

En la balaustrada, cubierta con un tapiz, habría un plato de plata, con un ramo de flores, un rosario de ámbar, un puñal y un cofrecillo de marfil antiguo, algo amarillento, de donde rebosarían cequíes de oro, hasta algunos en el suelo; caídos acá y allá, formarían brillantes salpicaduras, de modo que llevaran la vista a la punta del pie, porque estaría colocada en el penúltimo escalón, con un movimiento natural y en plena luz.

Fue a buscar una caja de cuadros, que puso sobre el estrado para afianzar el escalón; después dispuso como accesorios sobre un taburete, a guisa de balaustrada, su chaqueta, un escudo, una caja de sardinas, un paquete de plumas, un cuchillo, y cuando hubo arrojado ante Rosanette una docena de piezas, le hizo tomar postura.

—Figúrese usted que estas cosas son riquezas, espléndidos presentes. La cabeza irá un poco a la derecha. Perfectamente; y no se mueva usted ya. Esa actitud majestuosa sienta bien a su género de belleza.

Llevaba un traje escocés con un gran manguito y se contenía para no reírse.

—En cuanto al peinado, pondremos entre los cabellos un hilo de perlas; eso hace siempre buen efecto en los cabellos rojos.

La mariscala protestó diciendo que ella no tenía el pelo rojo.

—¡Calle usted! El rojo de los pintores no es el de los profanos.

Y empezó a bosquejar la posición de las masas; tan pronto se hallaba con los grandes artistas del Renacimiento, como hablaba de ellos. Durante una hora soñó en voz alta con aquellas existencias magníficas, llenas de genio, de gloria y de suntuosidades, con entradas triunfales en las ciudades, galas a la luz de las antorchas, entre mujeres medio desnudas, bellas como diosas.

—Usted estaba hecha para vivir en aquel tiempo. Una criatura de ese calibre habría merecido un monseñor.

Rosanette encontraba muy delicados aquellos cumplidos. Se fijó el día de la sesión próxima, y Frédéric se encargó de llevar los accesorios.

Como el calor de la estufa la había aturdido un poco, se volvieron a pie por la calle del Bac y llegaron al puente Real. Hacía un tiempo hermoso, crudo y espléndido. El sol se ponía; algunos de los vidrios de las casas de la Cité brillaban de lejos como planchas de oro, mientras que, por detrás, a la derecha, las torres de Notre-Dame se perfilaban negras en el cielo azul, blandamente bañado el horizonte de vapores grises. El viento sopló y Rosanette declaró que tenía hambre, por lo cual entraron en la pastelería inglesa.

Mujeres jóvenes, con sus niños, comían de pie en el buffet de mármol, en el que se juntaban, bajo campanas de cristal, los platos de pastelillos; Rosanette se comió dos tartas a la crema; su azúcar en polvo le hacía bigote en los extremos de su boca. De cuando en cuando, para limpiarlos, sacaba su pañuelo del manguito, y su figura parecía, bajo su capota de seda verde, una rosa abierta entre sus hojas.

Se volvieron a poner en marcha; en la calle de la Paix se detuvo delante de una platería contemplando un brazalete; Frédéric quiso regalárselo.

—No —dijo—. Guarda tu dinero.

La frase le ofendió.

—¿Qué tiene la mimí? ¿Estamos tristes?

Y reanudaron la conversación; llegó, como de costumbre, a promesas de amor.

—Bien sabes tú que eso es imposible.

—¿Por qué?

—Porque…

Iban juntos, ella apoyada en su brazo, y los volantes de su traje le daban en las piernas. Entonces recordó un crepúsculo de invierno, en que sobre la misma acera llevaba a su lado también a la señora Arnoux, y aquel recuerdo le absorbió de tal modo, que ya no veía a Rosanette ni pensaba en ella siquiera.

Miraba ella a la ventana, enfrente de sí, dejándose casi arrastrar como niño perezoso. Era la hora en que se volvía de paseo y los carruajes desfilaban al trote largo sobre el pavimento seco. Las lisonjas de Pellerin le volvieron sin duda a la memoria y lanzó un suspiro.

—¡Ah! ¡Cuántas hay felices! Estoy hecha, decididamente, para un hombre rico.

Él contestó en tono brutal:

—Tenía usted uno, sin embargo; porque el señor Oudry pasaba por tres veces millonario.

Ella no deseaba más que verse libre de él.

Y exhaló amargas burlas acerca de aquel viejo burgués de peluca, demostrándole que semejante unión era indigna y que debía romperla.

—Sí —contestó la mariscala como hablándose a sí misma—. Es lo que acabaré por hacer, indudablemente.

 

Frédéric quedó encantado por aquel desinterés. Andaba ella más despacio; él la creyó cansada; ella se obstinó en no querer coche, y le despidió delante de su puerta, enviándole un beso con la punta de los dedos.

«¡Ah, qué fastidio! ¡Y pensar que hay imbéciles que me consideran rico!».

Y al llegar a su casa iba sombrío, Hussonnet y Deslauriers le esperaban. El bohemio, sentado delante de su mesa, dibujaba cabezas de turco, y el abogado, con las botas llenas de cascarrias, dormitaba en un diván.

—¡Al fin! —exclamó—. Pero ¡qué aire tan feroz! ¿Puedes oírme?

Su boga como pasante disminuía, porque enseñaba a sus discípulos teorías desfavorables para sus exámenes. Había pleiteado dos o tres veces y había perdido, y cada nueva decepción le impulsaba más y más a su antiguo sueño: un periódico donde pudiera desarrollar sus ideas, vengarse, escupir su bilis. Fortuna y reputación, además, llegarían. En esta esperanza había enredado al bohemio Hussonnet, que poseía una publicación.

Lo imprimiría en papel rosa; inventaba canards, componía jeroglíficos, intentaba entablar polémicas y hasta (a despecho del local) quería montar conciertos. La suscripción de un año daba derecho a un sitio de orquesta en uno de los principales teatros de París; además, la administración se encargaba de suministrar a los señores extranjeros todas las noticias apetecibles, artísticas y de otra clase. Pero el impresor amenazaba, se debían tres plazos al propietario, surgían toda especie de dificultades, y Hussonnet habría dejado morir El Arte sin las exhortaciones del abogado, que le predicaba cotidianamente. Le había llevado allí para dar más peso a sus gestiones.

—Venimos por lo del periódico —dijo.

—¿Qué? ¿Todavía piensas en eso? —contestó Frédéric con aire distraído.

—Ciertamente que pienso en ello.

Y expuso de nuevo su plan. Por las noticias de la Bolsa, se pondrían en relaciones con los financieros y obtendrían así los cien mil francos de fianza indispensables. Pero para que la publicación pudiera transformarse en periódico político, era preciso antes tener una gran suscripción, y para esto, resolverse a algunos gastos, tanto como el papel, imprenta, oficina; en resumen: una suma de quince mil francos.

—No tengo fondos —dijo Frédéric.

—¿Y nosotros, pues? —contestó Deslauriers, cruzándose de brazos.

Frédéric, ofendido del gesto, añadió:

—¿Es culpa mía…?

—Muy bien. Ellos tienen leña en su chimenea, trufas en su mesa, una buena cama, una biblioteca, un carruaje, todas las dulzuras. Pero que otro, triste bajo las tejas, coma por un franco, trabaje como un forzado y patalee en la miseria, ¿es culpa suya?

Y repetía: «¿Es culpa suya?», con una ironía ciceroniana que olía a tribunales. Frédéric quería hablar.

—Además, ya comprendo, se tienen ciertas necesidades… aristocráticas; porque, sin duda… alguna mujer…

—Y bien, aun cuando eso fuera, ¿no soy libre…?

—¡Oh! Muy libre —Y después de un minuto de silencio, añadió—: ¡Es tan cómodo prometer!

—¡Dios mío! No niego haber prometido —contestó Frédéric.

El abogado continuó:

—En el colegio se hacen juramentos: se constituirá una falange, se imitará a Los trece, de Balzac. Después, cuando nos encontramos, «Buenas noches, amigo mío; vete a paseo», porque aquel que pudiera servir al otro, retiene precisamente todo para sí mismo.

—¿Cómo?

—Sí; tú ni siquiera nos has presentado en casa de los Dambreuse.

Frédéric le miró; con su pobre levita, sus gafas deslucidas y su pálida fisonomía, el abogado le parecía tan galopín que no pudo evitar una sonrisa desdeñosa. Deslauriers la recogió y se puso encarnado.

Tenía ya su sombrero en la mano para irse, cuando Hussonnet, lleno de inquietud, trataba de dulcificarle por miradas suplicantes, y como Frédéric le volvía la espalda, le dijo:

—Vamos, sea usted mi mecenas; proteja usted las artes.

Frédéric, con un brusco movimiento de resignación, cogió una hoja de papel y, después de garrapatear en ella unas líneas, se la largó. Luego pasó la carta a Deslauriers, y le dijo:

—Discúlpeme usted, señor.

Su amigo rogaba a su notario que le enviara lo más pronto posible quince mil francos.

—¡Ah! Te reconozco en eso —exclamó Deslauriers.

—Palabra de honor —añadió el bohemio—, es usted un valiente, y le pondrán a usted en la galería de los hombres útiles.

El abogado agregó:

—¡No perderás nada en ello; la especulación es excelente!

—¡Caramba! —gritó Hussonnet—. ¡Pondría mi cabeza en la horca!

Y endilgó tantas tonterías y prometió tantas maravillas (en las que quizá creyera), que Frédéric no sabía si todo aquello lo hacía para burlarse de los otros o de sí mismo.

Aquella tarde recibió una carta de su madre. Se admiraba de no verle aún ministro, bromeando sobre esto un poco. Después hablaba de su salud, y le manifestaba que el señor Roque iba ya a su casa. «Desde que está viudo, he creído que no había inconveniente en recibirle. Louise está muy cambiada favorablemente». Y en posdata, añadía: «No me dices nada de tus excelentes relaciones con el señor Dambreuse; en tu lugar, le utilizaría».

¿Por qué no? Había abandonado sus ambiciones intelectuales y su fortuna (lo veía) era insuficiente; porque pagadas sus deudas y entregada a los otros la suma convenida, su renta disminuiría en cuatro mil francos. Además, sentía la necesidad de salir de aquella existencia, de ocuparse de algo. Así que, al día siguiente, comiendo en casa de la señora Arnoux, dijo que su madre le atormentaba para que abrazara una profesión.

—Pero yo creía —dijo ella— que el señor Dambreuse debía proporcionaros la entrada en el Consejo de Estado. Eso le sentaría a usted muy bien.

Ella lo quería; obedeció.

El banquero, como la primera vez, se hallaba sentado a su mesa de despacho, y con un gesto le rogó esperase algunos minutos, porque un caballero, que daba la espalda a la puerta, le hablaba de asuntos graves. Se trataba de carbón de piedra y de una fusión que realizar entre diversas compañías.

Los tratados del general Foy y de Luis Felipe formaban pareja a los lados del espejo; los estantes llegaban hasta los artesonados del techo, y había seis sillas de paja, ya que para sus negocios no necesitaba el señor Dambreuse habitación más elegante; era aquella como esas oscuras cocinas donde se elaboran grandes festines. Frédéric observó sobre todo los cofres monstruosos encajados en los rincones, y se preguntaba cuántos millones podrían contener. El banquero abrió uno, y la plancha de hierro giró, no dejando ver en el interior sino cuadernos de papel azul.

Por fin, el individuo pasó por delante de Frédéric: era el tío Oudry. Ambos se saludaron, ruborizándose, cosa que pareció admirar al señor Dambreuse. Por lo demás, se mostró muy amable; nada más fácil que recomendar a su joven amigo al ministro, que se consideraría dichoso de tenerle en la administración, y concluyó sus corteses atenciones invitándole a una tertulia que daba dentro de algunos días.

Frédéric subía en el cupé para ir a casa de ella, cuando llegó una carta de la mariscala. A la luz de los faroles leyó: «Querido: He seguido los consejos de usted. Acabo de expulsar a mi oso. A partir de mañana por la noche, ¡libertad! Diga usted que no soy valiente».

Nada más; pero aquello era convidarle a la plaza vacante; lanzó una exclamación, guardó la carta en el bolsillo y partió.

Había dos municipales de caballería en la calle.

Una fila de farolillos ardía en las dos puertas cocheras, y los criados, en el patio, gritaban para hacer adelantar los coches hasta la cuadra debajo de la marquesina. Después, de repente, el ruido cesaba en el vestíbulo.

Altos árboles llenaban el arco de la escalera interior; los globos de porcelana esparcían una luz que ondulaba como aguas de muaré y raso blanco en las paredes.

Frédéric subió los escalones alegremente; un ujier pronunció su nombre; el señor Dambreuse le alargó la mano; casi al punto se presentó la señora.

Llevaba un traje malva guarnecido de encajes, los bucles de su peinado más numerosos que de costumbre, y sin una sola alhaja.

Ella se quejaba de sus raras visitas; encontró el medio de decir algo. Llegaban los invitados; a modo de saludo, se inclinaban de lado, o se doblaban, o bajaban la cabeza únicamente; luego, un matrimonio, una familia, pasaba, y todos se dispersaban por el salón ya lleno.

Bajo la araña del centro, una otomana enorme sostenía una jardinera, cuyas flores se inclinaban como penachos sobre las cabezas de las mujeres, sentadas alrededor, mientras que otras ocupaban las butacas que formaban dos líneas rectas, simétricas, interrumpidas por las altas cortinas de las ventanas, de terciopelo nacarado, y los huecos de las puertas, de dinteles dorados.

Los hombres que estaban en pie, con su sombrero en la mano, formaban de lejos una sola masa negra, en que las cintas de los ojales señalaban puntos rojos acá y allá, cuya masa hacía aún más sombría la monótona blancura de las corbatas. Excepto algunos jóvenes de barba naciente, todos parecían aburrirse; algunos petimetres, con aire desgarbado, se balanceaban sobre sus talones.

Las cabezas grises, las pelucas, eran numerosas; de cuando en cuando relucía un cráneo calvo, y las fisonomías, o de color de púrpura o muy pálidas, demostraban en su quebranto la huella de inmensas fatigas, como pertenecientes las gentes aquellas a la política o a los negocios. El señor Dambreuse había también invitado a muchos sabios, magistrados, dos o tres médicos ilustres, y rechazaba con modestas expresiones los elogios que le hacían sobre la tertulia y las alusiones a su riqueza.

Por todas partes circulaba la servidumbre galoneada de oro. Los grandes candelabros, como ramos de fuego, iluminaban los tapices de las paredes, reproduciéndose en los espejos; y allá en el fondo del comedor, donde lucía una enredadera de jazmines, el buffet parecía un altar mayor de catedral o una exposición de platería, tantos eran los platos, las campanas, los cubiertos y cucharones de plata y plata sobredorada que había en medio de la cristalería de facetas, que proyectaban en las viandas resplandores irisados. Los otros tres salones se veían repletos de objetos de arte, paisajes de maestros en los testeros, marfiles y porcelanas en las mesas, cachivaches de China en las consolas, biombos de laca doblándose delante de las ventanas, fajas de camelias en las chimeneas y una música ligera vibraba de lejos como un susurro de abejas.

Las cuadrillas no eran numerosas, y los bailarines, en la manera displicente con que arrastraban los zapatos, parecían cumplir un deber. Frédéric oyó frases como estas:

—¿Ha estado usted en la última fiesta de beneficencia en el hotel Lambert, señorita?

—No, señor.

—¡Pronto va a hacer un calor…!

—En verdad asfixiante.

—¿De quién es esta polca?

—No lo sé, señora.

Y detrás de él, tres vejestorios, colocados en el hueco de una ventana, cuchicheaban sobre asuntos obscenos; otros hablaban de ferrocarriles, librecambio; un sportman contaba una historia de caza, un legitimista y un orleanista discutían.

Vagando de grupo en grupo, llegó al salón de los jugadores, donde, en un círculo de gentes graves, vio a Martinon, agregado por entonces a los tribunales de la capital.

A su ancha cara de color de cera cuadraba perfectamente su barba, que era una maravilla por lo idénticamente igualados que estaban los pelos negros, y guardando un justo medio entre la elegancia exigida por su edad y la dignidad que reclamaba su profesión, colocaba su dedo pulgar en el hueco del chaleco, según la costumbre de los gomosos, y luego, su mano en el escote; a la manera de los doctrinarios, llevaba las botas extracharoladas; llevaba afeitadas las sienes, para formarse así una frente de pensador.

Después de algunas frases dichas con frialdad, se volvió a su conciliábulo.

Un propietario exclamaba:

—Es esa una clase de hombres que sueñan con trastornar la sociedad.

—¡Piden la organización del trabajo! —expuso otro—. ¿Se concibe eso?

—¿Qué quiere usted —contestó un tercero—, cuando vemos al señor Genoude dar la mano a Le Siècle?

—¡Y los mismos conservadores llamarse progresistas! Para traernos ¿qué? ¡La República! ¡Como si fuera posible en Francia!

Todos convinieron en que la República era imposible en Francia.

 

—No importa —observó en voz alta un caballero—. Se ocupan demasiado de la revolución; se publican acerca de esto un montón de historias, de libros…

—Sin tener en cuenta —dijo Martinon— que hay quizá asuntos más serios de estudio.

Un ministerial habló de los escándalos del teatro:

—Así, por ejemplo, ese drama nuevo, La reina Margarita, pasa verdaderamente de los límites. ¿Dónde estaba la necesidad de que nos hablaran de los Valois? Todo eso representa la realeza bajo un aspecto desfavorable. ¡Como la prensa! Las leyes de septiembre, dígase lo que se quiera, son demasiado suaves; yo desearía tribunales militares para enmudecer a los periodistas; a la menor insolencia, llevarlos ante un consejo de guerra, y andando.

—¡Cuidado, caballero, cuidado! —dijo un profesor—. ¡No ataque usted nuestras preciadas conquistas de mil ochocientos treinta! Respetemos nuestras libertades.

Sería preciso descentralizar, más bien, distribuir el excedente de las poblaciones en los campos.

—¡Pero si están gangrenadas! —exclamó un católico—. Haga usted que se afirme la religión.

Martinon se apresuró a decir:

—En efecto; ese es un freno.

Todo el mal estaba en ese afán moderno de elevarse todo el mundo por encima de su clase, de gozar el lujo.

—Sin embargo —objetó un industrial—, el lujo favorece al comercio. Así es que yo aplaudo que el duque de Nemours exija el calzón corto para sus tertulias.

—Thiers ha ido a ellas con pantalón. ¿Conoce usted su frase?

—Sí, encantadora. Pero huele a demagogo, y su discurso en la cuestión de las incompatibilidades no ha dejado de tener su influencia en el atentando del doce de mayo.

—¡Ah, bah!

—¿Eh? ¿Eh?

El círculo aquel se vio obligado a romperse para dar paso a un criado que llevaba una bandeja y trataba de entrar en el salón de los jugadores.

Debajo de las pantallas verdes de las bujías, hileras de cartas y de monedas de oro cubrían la mesa. Frédéric se detuvo delante de una, perdió los trescientos francos que llevaba en el bolsillo, hizo una pirueta y se encontró en el umbral del gabinete en el que entonces se hallaba la señora Dambreuse.

Lo llenaban las mujeres, unas junto a otras, en sillas sin respaldo. Sus largas faldas, ahuecadas a su alrededor, parecían olas de las que surgían sus talles, ofreciéndose a las miradas sus senos en los escotes de los cuerpos. Casi todas llevaban un ramo de violetas en la mano. El tono mate de sus guantes hacía resaltar la blancura humana de sus brazos; flequillos y hierbas colgaban sobre sus hombros, y podría creerse, en ciertos estremecimientos, que el traje iba a resbalar. Pero la decencia de las figuras templaba las provocaciones del vestido; muchas hasta tenían una palidez casi bestial, y aquel conjunto de mujeres medio desnudas hacía soñar con el interior de un harén. A la mente del joven vino una comparación más grosera. En efecto, toda clase de bellezas se encontraban allí: inglesas de bello perfil; una italiana, cuyos ojos negros fulguraban como un Vesubio; tres hermanas vestidas de azul; tres normandas, frescas como manzanas en el mes de abril; una rusa alta, con aderezo de amatistas. Y los blancos destellos de los brillantes que temblaban en forma de piochas entre los cabellos, los focos luminosos de la pedrería colocada sobre los pechos y el suave brillo de las perlas que daban tono a los semblantes, se mezclaban con los resplandores de las sortijas de oro, los encajes, los polvos, las plumas, el bermellón de las boquitas, el nácar de los dientes. El techo, redondeado como una cúpula, daba al gabinete la figura de una cesta de flores, y una corriente de aire perfumado circulaba a impulso del movimiento de los abanicos.

Frédéric, situado detrás de ellas con su lente en el ojo, no juzgaba todos los hombros irreprochables; pensaba en la mariscala, conteniendo o consolando así sus tentaciones.

Se fijaba, sin embargo, en la señora Dambreuse, encontrándola encantadora, a pesar de su boca grande y las ventanas de su nariz demasiado abiertas; pero su gracia era particular. Los bucles de sus cabellos tenían como una languidez apasionada, y su frente color de ágata parecía contener muchas cosas, como obra de un maestro.

Había llevado a su lado a la sobrina de su marido, joven bastante fea. De cuando en cuando, se levantaba para recibir a los que llegaban; y el murmullo de las voces femeninas, aumentando, formaba como una charla de pájaros.

Se trataba de los embajadores tunecinos y de sus trajes. Una señora había asistido a la última recepción de la Academia; otra habló del Don Juan de Molière, recientemente repuesto en los Franceses. Pero señalando con una mirada a su sobrina, la señorita Dambreuse puso un dedo en la boca, y una sonrisa que se le escapaba desmentía aquella austeridad.

De repente, se presentó Martinon, de frente, por la otra puerta. Ella se levantó; le ofreció galanterías, atravesó las mesas de juego y los encontró en el gran salón; la señora Dambreuse dejó al punto a su caballero, y le habló familiarmente.

Comprendía que no jugara, que no bailara.

—En la juventud se está triste.

Después, recogiendo en una sola mirada el baile, añadió:

—Además, todo esto no es muy divertido para ciertas naturalezas, a lo menos.

Y se detenía delante de la fila de sillones, distribuyendo acá y allá palabras amables, mientras que los viejos que llevaban lentes venían a hacerle la corte. Presentó a algunos a Frédéric. El señor Dambreuse le tocó en el codo ligeramente y le llevó fuera, a la terraza. Había visto al ministro; la cosa no era fácil; antes de ser presentado como auditor en el Consejo de Estado se debía pasar un examen. Frédéric, poseído de una confianza inexplicable, dijo que sabía las materias. El financiero no se sorprendió, en vista de los elogios que de él hacía el señor Roque.

Al oír aquel nombre, Frédéric veía a la pequeña Louise, su casa, su cuarto; y se acordó de las noches en que permanecía junto a su ventana oyendo el paso de los carreteros. Aquel recuerdo de sus tristezas despertó el pensamiento de la señora Arnoux, y callaba mientras seguía andando por la terraza. Los cristales formaban en medio de las tinieblas grandes planchas rojas; el ruido del baile se debilitaba; los carruajes empezaban a irse.

—¿Por qué —repuso el señor Dambreuse— se fija usted en el Consejo de Estado?

Y afirmó con un tinte liberal que las funciones públicas no llevaban a ninguna parte; de esto él sabía algo; los negocios valían más. Frédéric objetó la dificultad de aprenderlos.

—¡Ah, bah! En poco tiempo yo le enseñaré a usted.

¿Quería asociarse a sus empresas? El joven divisó como en un relámpago una inmensa fortuna que iba a llegarle.

—Entremos —dijo el banquero—. Cena usted con nosotros, ¿no es verdad?

Eran las tres; ya se iban. En el comedor, una mesa servida esperaba a los íntimos. El señor Dambreuse vio a Martinon, y acercándose a su mujer, le preguntó en voz baja:

—¿Le has invitado tú?

Ella contestó secamente:

—Sí.

La sobrina no estaba allí. Se bebió muy bien, se rio muy alto y no chocaban atrevidas gracias, experimentando todos ese alivio que sigue a la sujeción cuando es algo larga. Solo Martinon se mostró serio; rehusó beber champán por buen gusto; listo, por otra parte, y muy fino, le preguntaba muchas veces por su salud al señor Dambreuse, que tenía el pecho hundido y se quejaba de opresión, y a continuación dirigía sus ojos azulados del lado de la señora.

Interpeló ésta a Frédéric para saber qué muchachas le habían gustado; dijo él que no se había fijado en ninguna, prefiriendo, además, a las mujeres de treinta años.

—Eso quizá no sea tonto —respondió ella.

Luego, al ponerse los abrigos de pieles y los gabanes, el señor Dambreuse le dijo:

—Venga usted a verme una mañana. Hablaremos.

Martinon, al pie de la escalera, encendió un cigarro, y presentaba, al fumarlo, un perfil de tal modo basto, que su compañero largó esta frase: