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100 Clásicos de la Literatura

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—Ha venido hoy, ¿no es verdad?

—No.

—Es singular. —Y después de un minuto añadió—: ¿Adónde vas esta noche?

—A la casa de Alphonsine —dijo Rosanette; tercera versión de la manera como pensaba pasar la noche.

La señorita Vatnaz preguntó:

—¿Hay algo nuevo del viejo de la Montaña?

Pero por un súbito guiño de los ojos, la mariscala le mandó callar y acompañó a Frédéric hasta la antesala para saber si vería pronto a Arnoux.

—Ruéguele usted que venga; no delante de su mujer, por supuesto.

Junto a la puerta había un paraguas y un par de zuecos arrimados a la pared.

—Los chanclos de la Vatnaz —dijo Rosanette—. ¡Qué pie!, ¿eh? Es robusta mi amiguita.

Y en tono melodramático, apoyando la última letra de la palabra, añadió:

—No hay que fiar…

Frédéric, alentado por aquella especie de confidencia, quiso besarle el cuello. Ella dijo con frialdad:

—Puede usted hacerlo; eso no cuesta nada.

Se sentía contento al salir de allí, no dudando que la mariscala sería pronto su amante. Aquel deseo despertó otro; y a pesar de la especie de rencor que le guardaba, tuvo ganas de ver a la señora Arnoux.

Además, debía ir allá para hacer el encargo de Rosanette.

«Pero ahora —pensó; daban las seis—, Arnoux estará indudablemente en su casa».

Y aplazó su visita para el día siguiente.

La encontró en la misma actitud que el primer día, y haciendo una camisa de niño. El chiquillo, a sus pies, jugaba con una jaula de fieras de madera; Marthe escribía, algo más lejos.

Empezó cumplimentándola respecto a sus hijos, contestando ella sin ninguna necia exageración maternal. Tenía el cuarto un aspecto tranquilo; pasaba por los cristales un sol hermoso, relucían las aristas de los muebles, y como la señora Arnoux se hallaba sentada cerca de la ventana, uno de los rayos, dando en los engancha-corazones o diablillos o tolanos de su nuca, penetraba como un fluido de oro en su cutis de ámbar.

Entonces dijo él:

—Aquí tenemos una personita que ha crecido mucho en estos tres años. ¿Se acuerda usted, señorita, cuando dormía usted sobre mis rodillas en el coche?

Marthe no se acordaba.

—Una noche, volviendo de Saint-Cloud.

La señora Arnoux puso en su mirada singular tristeza. ¿Era para prohibirle toda alusión a su común recuerdo? Sus hermosos ojos negros, cuya esclerótica brillaba, se movían dulcemente bajo sus párpados, algo pesados, y en la profundidad de sus pupilas había una infinita bondad. Él se sintió dominado nuevamente por un amor más fuerte que nunca, inmenso; una especie de contemplación le sobrecogía, que sin embargo sacudió. ¿Cómo hacerse valer? ¿Por qué medios? Y después de buscar mucho, Frédéric no encontró nada mejor que el dinero. Se puso a hablar del tiempo, que era menos frío que en el Havre.

—¿Ha estado usted allí?

—Sí; para un negocio… de familia… una herencia.

—Me alegro mucho —contestó ella con un aire de placer tan verdadero, que él agradeció como un gran servicio.

Ella le preguntó luego qué pensaba hacer, porque un hombre debía ocuparse en algo. Él se acordó de su mentira y dijo que esperaba llegar al Consejo de Estado por mediación del señor Dambreuse el diputado.

—¿Le conoce usted, quizá?

—De nombre únicamente.

Después, en voz baja, le preguntó:

—Le llevó a usted «él» al baile la otra noche, ¿no es verdad?

Frédéric se callaba.

—Eso es lo que quería saber. Gracias.

Enseguida le dirigió dos o tres preguntas discretas acerca de su familia y de su provincia, manifestándole que era muy amable haber permanecido en ella tanto tiempo sin olvidarlos.

—¿Podía acaso? —contestó—. ¿Lo dudaba usted?

La señora Arnoux se levantó.

—Creo que nos profesa usted una buena y sólida amistad. Adiós… hasta la vista. —Y le alargó la mano de una manera franca y viril.

¿No era aquello un compromiso, una promesa? Frédéric se sentía muy contento de la vida; se contenía para no cantar; tenía necesidad de expansión, de mostrarse generoso, de dar limosnas… Miró si a su alrededor había alguien a quien socorrer; no pasaba ningún menesteroso, y su veleidad de sacrificio se desvaneció porque no era hombre que buscara lejos la ocasión de realizarlos.

En esto se acordó de sus amigos. El primero en quien pensó fue en Hussonnet, y el segundo, Pellerin. La posición ínfima de Deslauriers requería, naturalmente, consideraciones; en cuanto a Cisy, se alegraba de poder hacerle ver un poco su fortuna. Así es que escribió a los cuatro para que vinieran a bautizar la casa el domingo siguiente, a las once en punto, y encargó a Deslauriers que llevara a Sénécal.

El pasante había sido despedido de su tercer pensionado por no haber aceptado distribución de premios, según costumbre para él contraria al principio de igualdad. Al presente se hallaba en casa de un constructor de máquinas, y hacía ya seis meses que no vivía con Deslauriers.

Su separación no tuvo nada de penosa. Sénécal, en los últimos tiempos, recibía hombres de blusa, todos patriotas, todos trabajadores, todas gentes excelentes, pero cuya compañía parecía fastidiosa al abogado. Además, ciertas ideas de su amigo, muy buenas como armas de guerra, le desagradaban. Se las callaba por ambición, creyendo que por este medio le guiaría, esperando, como esperaba con paciencia, un gran trastorno, del cual contaba sacar su plaza, hacerse un hueco.

Las convicciones de Sénécal eran más desinteresadas. Todas las noches, cuando su tarea acababa, entraba en su buhardilla y buscaba en sus libros con qué justificar sus sueños. Había anotado el Contrato social; se atiborraba de la Revista Independiente; conocía a Mably, Morelly, Fourier, Saint-Simon, Comte, Cabet, Louis Blanc, la extensa carretada de los escritores socialistas, de aquellos que reclaman para la humanidad el nivel de los cuarteles, de los que quisieran divertirla en un lupanar o doblarla sobre un mostrador. Y de la mezcla de todo eso se había formado un ideal de democracia virtuosa que tenía el doble aspecto de una granja y una industria: una especie de Lacedemonia americana, en que el individuo no existía más que para servir a la sociedad; más omnipotente, absoluta, infalible y divina que los grandes lamas y los Nabucodonosores. Ni una sola duda le asaltaba sobre la próxima eventualidad de aquella concepción; y todo lo que le parecía hostil merecía el encarnizamiento de Sénécal, con razonamientos de geómetra y una buena fe de inquisidor. Los títulos nobiliarios, las cruces, los penachos, las libreas especialmente y hasta las reputaciones demasiado sonoras le escandalizaban. Sus estudios y sus sufrimientos avivaban más cada día su odio esencial hacia toda distinción o superioridad cualquiera.

—¿Qué debo yo a ese caballero para prodigarle atenciones? Si necesitaba de mí, podía venir.

Deslauriers le arrastró. Encontraron a su amigo en su cuarto de dormir. Reposteros y dobles cortinas, luna veneciana, nada faltaba allí; Frédéric, con una chaqueta de terciopelo, se hallaba recostado en una butaca, fumando cigarrillos de tabaco turco.

Sénécal se puso más sombrío que de costumbre, como los beatos a quienes llevan a reuniones de placer. Deslauriers lo observó todo al primer golpe de vista, y, saludando muy rendidamente, dijo:

—Presento mis respetos a su excelencia.

Dussardier le echó los brazos al cuello.

—¿Es usted rico ahora? ¡Tanto mejor, caramba; tanto mejor!

Cisy se presentó con gasa en el sombrero. Desde la muerte de su abuela disfrutaba de una fortuna importante y cuidaba menos de divertirse que de distinguirse de los demás, de no ser como todo el mundo; en fin, de «tener cachet», esta era su frase.

A todo esto, eran las doce y todos bostezaban. Frédéric esperaba a alguien. Al nombre de Arnoux, Pellerin torció el gesto, considerándole como un renegado desde que había abandonado las artes.

—Si prescindimos de él, ¿qué dirían ustedes?

Todos asintieron.

Un criado con altas polainas abrió la puerta, y se vio el comedor con su gran plinto de roble con realces de oro y sus dos aparadores cargados de vajilla. Las botellas de vino se calentaban en la estufa; las hojas de los cuchillos nuevos relucían cerca de las ostras; había en el tono nacarado de los vasos de muselina como una suavidad estimulante, y la mesa desaparecía cubierta de caza, frutas, cosas extraordinarias. Aquellas atenciones eran superfluas para Sénécal.

Empezó por pedir pan casero y del más duro posible, y a este propósito habló de los asesinatos de Buzançais y de la crisis de las subsistencias.

Nada de eso habría sucedido si se protegiera más la agricultura, si no estuviera todo entregado a la concurrencia, a la anarquía, a la deplorable máxima del «dejad hacer, dejad pasar». Así se constituía el feudalismo del dinero, peor que el otro. Pero que tengan cuidado; el pueblo se cansará al fin y podrá hacer pagar sus sufrimientos a los detentadores del capital, bien por sangrientas proscripciones o por el pillaje de sus palacios, grandes o pequeños.

Frédéric entrevió en un relámpago una oleada de hombres, con los brazos desnudos, invadiendo el gran salón de la señora Dambreuse, rompiendo los espejos a golpes de pico.

Sénécal continuaba: el obrero, vista la insignificancia de los salarios, era más despreciado que el ilota, el negro y el paria, sobre todo si tiene hijos.

—¿Debe desembarazarse de ellos por la asfixia, como lo aconseja no sé qué doctor inglés descendiente de Malthus? —Y volviéndose hacia Cisy, le dijo—: ¿Estaremos reducidos a los consejos del infame Malthus?

Cisy, que ignoraba la infamia y aun la existencia de Malthus, respondió que, sin embargo, se socorrían muchas miserias y que las clases elevadas…

 

—¡Ah, las clases elevadas! —dijo con falsa risa el socialista—. En primer lugar, no hay clases elevadas; nadie es elevado sino por el corazón. Nosotros no queremos limosnas, ¿entiende usted?, sino la igualdad, el justo reparto de los productos.

Lo que él pedía era que el obrero pudiera llegar a ser capitalista, como el soldado, el coronel. Los gremios, al menos, al limitar el número de los aprendices, impedían el amontonamiento de los trabajadores, y el sentimiento de la fraternidad se hallaba mantenido por las fiestas y los estandartes.

Hussonnet, como poeta, echaba de menos los estandartes; Pellerin también, predilección que nació en el café Dagneaux, oyendo hablar a falansterianos, y declaró que Fourier era un gran hombre.

—¡Vaya! —dijo Deslauriers—. Un viejo necio que ve en la destrucción de imperios efectos de la venganza divina. Como el señor Saint-Simon y su Iglesia, con su odio a la Revolución francesa: un montón de farsantes que querían restaurar el catolicismo.

El señor Cisy, por ilustrarse, sin duda, o dar de sí buen concepto, se puso a decir despacio:

—¿Esos dos sabios no son de la opinión de Voltaire?

—Ese se lo regalo a usted —contestó Sénécal.

—¿Cómo? Yo creía…

—No; porque no amaba al pueblo.

Después, la conversación descendió a los sucesos contemporáneos: los matrimonios españoles, las dilapidaciones de Rochefort, el nuevo capítulo de Saint-Denis, que produciría un aumento de contribuciones. Según Sénécal, ya se pagaba bastante, sin embargo.

—¿Y para qué, Dios mío? Para levantar palacios a los monos del museo, hacer formar en parada en nuestras plazas a brillantes estados mayores o sostener entre los criados del castillo una etiqueta gótica.

—He leído en La Moda —dijo Cisy— que el día de San Fernando, en el baile de las Tullerías, todo el mundo iba gallardamente disfrazado.

—¡Si eso no es lastimoso…! —dijo el socialista, encogiéndose de hombros con disgusto.

—¿Y el museo de Versalles? —exclamó Pellerin—. Hablemos de él. Esos imbéciles han acortado un Delacroix y alargado un Gros. En el Louvre han restaurado, arañado y revuelto tan bien todos los lienzos, que quizá en diez años no quede uno. En cuanto a los errores del catálogo, un alemán ha escrito sobre ellos todo un libro. Los extranjeros, palabra, se burlan de nosotros.

—Sí; somos la risa de Europa —dijo Sénécal.

—Eso sucede porque el arte se halla enfeudado en la corona.

—Mientras no tengamos el sufragio universal…

—¡Permítame usted! Porque el artista rechazado hacía veinte años en todos los salones estaba furioso contra el poder. Que nos dejen en paz. Yo no pido nada; únicamente las cámaras deberían estatuir acerca de los intereses del arte. Sería preciso establecer una cátedra de estética cuyo profesor, hombre a la vez práctico y filósofo, llegue, era de esperar, a agrupar la muchedumbre. Hará usted bien, Hussonnet, en decir algo de esto en su periódico.

—¿Es que los periódicos son libres? ¿Es que lo somos nosotros? —dijo Deslauriers acalorado.

—Cuando se piensa que puede haber hasta veintiocho formalidades para establecer un barquichuelo en un río, le dan a uno ganas de irse a vivir entre los antropófagos. El gobierno nos devora. Todo lo tiene: la filosofía, el derecho a las artes, el aire del cielo; y Francia agoniza encorvada, bajo la bota del gendarme y la sotana del clerizonte.

El futuro Mirabeau derramaba así su bilis con fuerza. Por fin cogió su copa, se levantó, y el puño en la cadera, el ojo brillante, dijo:

—Bebo a la completa destrucción del orden actual; es decir, de todo lo que se llama privilegio, monopolio, dirección, jerarquía, autoridad, Estado. —Y en voz alta añadió—: Que quisiera destruir como destruyo esto —lanzando sobre la mesa el lindo vaso de pie, que se rompió en mil pedazos.

Todos aplaudieron, y Deslauriers principalmente.

El espectáculo de las injusticias le hacía saltar el corazón. Se inquietaba por Barbès; era de aquellos que se arrojaban de los coches para socorrer a los caballos que se caen. Su erudición se limitaba a dos obras, una titulada Crímenes de los reyes; la otra, Misterios del Vaticano. Había escuchado al abogado con la boca abierta, con deleite. Por fin, no conteniéndose más, dijo:

—Yo, lo que censuro a Luis Felipe, es haber abandonado a los polacos.

—Un momento —exclamó Hussonnet—. En primer lugar… Polonia no existe: es una invención de Lafayette. Los polacos, por regla general, son todos del barrio Saint-Marceau, puesto que los verdaderos se ahogaron con Poniatowski.

En resumen: él ya no caía en eso; se había curado de todo eso. Todo eso era como la serpiente de mar, la revocación del edicto de Nantes, y esa antigua farsa de la Saint-Barthélemy.

Sénécal, sin defender a los polacos, recogió las últimas palabras del literato. Se había calumniado a los papas, que después de todo defendían al pueblo, y llamaba a la Liga la aurora de la democracia, un gran movimiento igualatorio contra el individualismo de los protestantes.

Frédéric se hallaba un tanto sorprendido con aquellas ideas, que fastidiaban a Cisy probablemente, porque llevó la conversación a los cuadros vivos del Gimnasio, que atraían por entonces a mucha gente.

Sénécal se afligió de aquello. Tales espectáculos corrompían a las hijas del proletario; después se las veía ostentar un lujo insolente. Por eso aprobaba a los estudiantes bávaros que habían ultrajado a Lola Montes. A semejanza de Rousseau, hacía más caso de la mujer de un carbonero que de la amante de un rey.

—Bromeáis con lo selecto —replicó majestuosamente Hussonnet. Y tomó la defensa de esas señoras en favor de Rosanette.

Luego, como hablara de su baile y del traje de Arnoux, dijo Pellerin:

—Dicen que se bambolea en sus negocios.

El comerciante de cuadros acababa de tener un proceso por sus terrenos de Belleville, y andaba ahora en una compañía de caolín, en la Baja Bretaña, con otro farsante de su especie; Dussardier sabía más de eso porque su principal, el señor Moussinot, había ido a informarse, respecto de Arnoux, cerca del banquero Oscar Lefebvre, y este había contestado que le juzgaba poco sólido, conociendo algunas de sus renovaciones.

Concluyeron los postres y pasaron al salón, tapizado, como el de la mariscala, de damasco amarillo y en el estilo Luis XVI.

Pellerin censuró a Frédéric por no haber escogido mejor el estilo neogriego; Sénécal encendió cerillas frotándolas contra los tapices; Deslauriers no hizo observación alguna, aunque sí de la biblioteca, que llamó biblioteca de señorita.

La mayoría de los literatos contemporáneos se encontraban en ella; pero fue imposible hablar de sus obras, porque Hussonnet, inmediatamente, contaba anécdotas sobre sus personas, criticaba sus figuras, sus costumbres, sus trajes, exaltando los ingenios de decimoquinto orden, denigrando los de primera y deplorando, por supuesto, la decadencia moderna. Tal cancioncilla de aldeano contenía por sí sola más poesía que todos los líricos del siglo XIX: Balzac era ponderado; Byron, echado por tierra; Hugo no entendía nada del teatro, etcétera.

—¿Por qué —decía Sénécal— no tiene usted los volúmenes de nuestros poetas obreros?

Y el señor Cisy, que se ocupaba de literatura, se admiró de no ver sobre la mesa de Frédéric alguna de esas fisiologías nuevas, fisiología del fumador, del pescador de caña, del empleado de fronteras.

Llegaron a fastidiarle tanto, que le dieron ganas de echarlos a la calle.

«Pero ¡qué estúpido soy!». Y llamando aparte a Deslauriers, le preguntó si podía servirle en algo. Y el excelente muchacho se enterneció. Con su plaza de cajero no necesitaba de nada.

Enseguida, Frédéric llevó a Deslauriers a su cuarto, y sacando de su gaveta dos mil francos, le dijo:

—Toma, querido amigo; guárdate eso. Es el resto de nuestras cuentas antiguas.

—Pero… ¿y el periódico? —dijo el abogado—. He hablado de él con Hussonnet, ya sabes.

Y Frédéric contestó que por entonces se encontraba «un poco maltrecho». El otro sonrió amargamente.

Después de los licores se bebió cerveza; después de la cerveza, grogs; se fumaron más pipas, y por fin, a las cinco de la tarde, se fueron todos. Iban unos junto a otros, sin hablar, cuando Dussardier se puso a decir que Frédéric los había recibido perfectamente. Todos convinieron en ello.

Hussonnet declaró que su almuerzo era un poco pesado; Sénécal criticó la futilidad de su interior; Cisy pensaba lo propio; aquello carecía absolutamente de cachet.

—Yo creo —dijo Pellerin— que bien hubiera podido pedirme un cuadro.

Deslauriers se callaba, llevando en los bolsillos de su pantalón sus billetes de banco.

Frédéric se quedó solo; pensaba en sus amigos, y sentía entre ellos y él como un gran foso lleno de sombras que los separaba. Les había alargado la mano, sin embargo, y no habían correspondido a la franqueza de su corazón. Se acordó de las palabras de Pellerin y de Dussardier respecto a Arnoux. Eran una calumnia, una invención, sin duda; pero ¿por qué? Y vio a la señora Arnoux arruinada, llorando, vendiendo sus muebles. Aquella idea le atormentó toda la noche; al día siguiente se presentó en su casa.

No sabiendo cómo comunicar lo que sabía, le preguntó en forma de conversación si Arnoux tenía aún sus terrenos de Belleville.

—Sí; claro.

—Creo que anda ahora en una compañía para caolín en Bretaña.

—Es verdad.

—Su fábrica marcha muy bien, ¿no es cierto?

—Pues… supongo.

Y como él vacilara, añadió:

—¿Qué le ocurre? Me da usted miedo.

Él le contó la historia de las renovaciones. Bajó ella la cabeza y dijo:

—Lo sospechaba.

En efecto, Arnoux, para hacer una buena especulación, había rehusado vender sus terrenos; había tomado sobre ellos mucho, y no encontrando adquirentes había creído arreglarse estableciendo una manufactura. Los gastos habían excedido a los cálculos. Ella no sabía más de eso, porque Arnoux eludía todas las preguntas y afirmaba constantemente que aquello iba muy bien.

Frédéric trató de tranquilizarla; tal vez serían dificultades momentáneas; por lo demás, si él averiguaba algo se lo diría.

—¡Oh, sí! ¿No es verdad? —dijo ella, juntando las manos con un aire de súplica encantador.

Podía, pues, serle útil: entraba ya en su existencia, en su corazón.

Arnoux se presentó.

—Es usted muy amable viniendo a buscarme para cenar.

Frédéric permaneció mudo. Arnoux habló de cosas indiferentes; después advirtió a su mujer que volvería muy tarde, porque tenía una cita con el señor Oudry.

—¿En su casa?

—Seguramente; en su casa.

Confesó al bajar la escalera que encontrándose libre la mariscala iban a hacer una linda partida al Moulin-Rouge; y como necesitaba siempre de alguien que recibiera sus expansiones, se hizo acompañar de Frédéric hasta la puerta.

En lugar de entrar, se paseó por la acera mirando las ventanas del piso segundo. De repente, las cortinas se abrieron.

—¡Bravo! El tío Oudry ya no está. Buenas noches.

Luego era el tío Oudry quien la mantenía. Frédéric no sabía qué pensar ahora.

A partir de aquel día, Arnoux estuvo más cordial que antes: le convidaba a cenar en casa de su amante, y muy pronto Frédéric frecuentó a la vez ambas casas.

La de Rosanette le divertía. Iban allí por la noche al salir del club o del teatro; tomaban una taza de café, jugaban a la lotería; los domingos se hacían charadas; Rosanette, más turbulenta que las demás, se distinguía por sus invenciones chuscas, como correr a cuatro patas o encajarse un gorro de algodón. Para mirar a los transeúntes por la ventana, tenía un sombrero especial; fumaba en pipa, cantaba tirolesas. Por la tarde, por entretenerse, cortaba flores en un pedazo de tela persa; las pegaba ella misma en sus cristales; llenaba de mejunjes a sus dos perrillos; hacía quemar pastillas o se echaba la buenaventura. Incapaz de resistir a su deseo, se encaprichaba por un cachorro que había visto, no dormía, corría a comprarlo, lo cambiaba por otro y malvendía las telas; perdía sus alhajas, despilfarraba el dinero, hubiera vendido su camisa por un palco de proscenio. Muchas veces preguntaba a Frédéric la explicación de una palabra que había leído; pero no oía la respuesta, porque saltaba en el acto a otra idea, multiplicando las preguntas. Después de espasmos de alegría tenía cóleras infantiles; o soñaba, sentada en el suelo, delante del fuego, con la cabeza baja y la rodilla entre ambas manos, más inerte que una culebra adormecida. Sin darle importancia, se vestía delante de él, estiraba despacio sus medias de seda, después se lavaba con mucha agua la cara, doblando la cintura como una náyade que se estremece; y la risa de sus blancos dientes, las chispas de sus ojos, su belleza, su alegría, deslumbraban a Frédéric, azotándole sus nervios.

 

Casi siempre encontraba a la señora Arnoux enseñando a leer a su chiquillo o detrás de la silla de Marthe, que solfeaba al piano; cuando trabajaba en una obra de costura, era para él gran dicha recoger algunas veces sus tijeras. Todos sus movimientos eran de una tranquila majestad: sus manos, pequeñas, parecían hechas para derramar limosnas, para enjugar lágrimas, y su voz, un tanto opaca, naturalmente, tenía entonaciones cariñosas y como el soplo de la brisa ligera.

No se exaltaba por la literatura; pero su espíritu gustaba de palabras sencillas y penetrantes; le agradaban los viajes, el ruido del viento en los bosques y pasearse con la cabeza descubierta en los días de lluvia. Frédéric escuchaba aquellas cosas deliciosamente, creyendo ver que empezaba en ella un cierto abandono de sí misma.

El trato de aquellas dos mujeres sonaba en su vida como dos músicas: la una, alegre, ardiente, divertida; la otra, grave y casi religiosa; y vibrando a la vez, iban aumentando y mezclándose poco a poco. Porque si la señora Arnoux le rozaba tan solo con un dedo, la imagen de la otra inmediatamente se presentaba a su deseo, porque de este lado era menos lejana la esperanza; y cuando al lado de Rosanette llegaba su corazón a conmoverse, se acordaba de su gran amor.

Aquella confusión estaba provocada por similitudes entre los dos interiores. Uno de los cofres que veía antes en el bulevar Montmartre adornaba ahora el comedor de Rosanette; el otro, el salón de la señora Arnoux. En las dos casas, los servicios de mesa eran parecidos, y hasta se encontraba la misma gorra de terciopelo andando por las butacas: después, una multitud de regalos, de pantallas, de cajas, de abanicos, iban y venían de casa de la amante a casa de la esposa, porque, sin la menor dificultad, Arnoux muchas veces le recogía a la una lo que le había dado, para dárselo a la otra.

La mariscala se reía con Frédéric de sus malas maneras. Un domingo, después de comer, le llevó detrás de la puerta y le enseñó en su paletó un papel de pasteles que acababa de escamotear en la mesa para regalárselos, sin duda, a sus chiquillos; Arnoux se entregaba a travesuras rayanas en la indecencia. Era para él un deber defraudar los consumos; jamás iba al teatro pagando; con un billete inferior pretendía ocupar un puesto superior, y contaba como excelente farsa que tenía costumbre en los baños fríos de echar en la hucha del mozo un botón de calzoncillos en vez de una pieza de diez céntimos. A pesar de todas aquellas cosas, la mariscala le amaba.

Un día, sin embargo, le dijo a Frédéric hablándole de Arnoux:

—Me fastidia; ya tengo bastante; tanto peor para él; ya encontraré otro.

Frédéric creía que ya había encontrado a otro y que se llamaba Oudry.

—Bueno —dijo Rosanette—. Y eso ¡qué importa! —Y después añadió con lágrimas en la voz—: Le pido bien poca cosa, sin embargo; y no quiere el animal, y no quiere. En cuanto a promesas, ya es distinto.

Hasta le había prometido la cuarta parte de los beneficios en las famosas minas de caolín; pero ningún beneficio aparecía, como tampoco el casimir con que hacía seis meses la entretenía.

Frédéric pensó inmediatamente en regalárselo; pero Arnoux podría tomarlo como una lección y enfadarse. Y, con todo, era bueno; su misma mujer lo decía; ¡pero tan loco!

En vez de llevar todos los días a comer gentes a su casa, llevaba a sus conocidos al restaurante; compraba cosas completamente inútiles, como cadenas de oro, relojes, artículos de menaje. La señora Arnoux hasta le enseñó a Frédéric, en el corredor, una enorme provisión de ollas, cafeteras y teteras: Arnoux le había hecho firmar un pagaré suscrito a la orden del señor Dambreuse.

A todo esto, Frédéric conservaba sus proyectos literarios por una especie de punto de honor respecto a sí mismo. Quiso escribir una historia de la estética, resultado de sus conversaciones con Pellerin; después, poner en drama diferentes épocas de la Revolución francesa y componer una gran comedia al influjo de Deslauriers y Hussonnet. En medio de su trabajo, muchas veces el rostro de la una o de la otra pasaba por delante; luchaba contra el deseo de verlos, no tardaba en ceder y se sentía más triste al volver de casa de la señora Arnoux.

Una mañana que rumiaba su melancolía al rincón del fuego, entró Deslauriers. Los discursos incendiarios de Sénécal habían inquietado a su principal, y, una vez más, se encontraba sin recursos.

—¿Qué quieres que yo le haga? —dijo Frédéric.

—Nada; no tienes dinero, ya lo sé, pero ¿te molestaría buscarle una plaza por conducto del señor Dambreuse o de Arnoux?

Este debía de necesitar ingenieros para su establecimiento. Frédéric tuvo una inspiración: Sénécal podría advertirle las ausencias del marido, llevar cartas, ayudarle en mil ocasiones que se presentarían. De hombre a hombre se cambian siempre esos servicios. Además, él encontraría medio de emplearle sin que él lo advirtiese. La casualidad le ofreció un auxiliar; aquello era un buen augurio, preciso era recogerlo; y, fingiendo indiferencia, contestó que la cosa quizá sería factible y que se ocuparía de ella.

Y se ocupó inmediatamente. Arnoux trabajaba mucho en su fábrica: buscaba el rojo bronceado de los chinos, pero sus colores se volatizaban por la cocción. Para cortar las grietas de sus barros, mudaba cal a la arcilla, pero las piezas se rompían en su mayoría; el esmalte de sus pinturas, sobre crudo, hervía; sus grandes placas se arrugaban, y atribuyendo esos fracasos a los malos utensilios de su fábrica, quería encargar otros molinos de pulverizar, otras secadoras. Frédéric recordó algunas de estas cosas, y le preguntó sobre ellas, anunciándole que había encontrado a un hombre muy útil, capaz de encontrar su famoso rojo. Arnoux dio un salto; después, habiéndole oído, contestó que no necesitaba a nadie.

Frédéric exaltó los prodigiosos conocimientos de Sénécal, a la vez ingeniero, químico y contable; un matemático de primera fuerza.

El fabricante consintió en verle. Ambos discutieron acerca de los emolumentos. Frédéric se interpuso y llegó, el fin de semana, a ponerlos de acuerdo.

Pero como la fábrica estaba situada en Creil, Sénécal no podía ayudarle en nada. Aquella reflexión tan sencilla abatió su ánimo como una desventura.

Pensó que cuanto más desligado estuviese Arnoux de su mujer, mayores probabilidades tendría él cerca de ella. Entonces se puso a hacer la apología de Rosanette constantemente; le echó en cara sus faltas para con ella, contó las vagas amenazas de días pasados, y hasta habló del casimir, sin callarse que ella le tachaba de avaro.

Arnoux, picado por la palabra (y concibiendo, además, inquietudes) llevó el casimir a Rosanette, pero riñéndola por haberse quejado a Frédéric; como ella le dijera que le había recordado cien veces la promesa, pretendió demostrar que se le había olvidado con sus muchas ocupaciones.

Al día siguiente se presentó Frédéric en casa de ella; aunque eran las dos, la mariscala estaba aún acostada, y a su cabecera, Delmar, instalado delante de un velador, tomaba un poco de paté. Desde lejos, gritó ella:

—Lo tengo, lo tengo.

Y después, cogiéndole por las orejas, le besó en la frente, le dio muchas gracias, le tuteó, hasta quiso hacerle acostar en su cama. Sus lucidos y tiernos ojos brillaban, su húmeda boca sonreía, sus dos brazos redondos salían de su camisa sin mangas, y de cuando en cuando sentía él, a través de la batista, los fuertes contornos de su cuerpo. Mientras, Delmar abría mucho los ojos.