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100 Clásicos de la Literatura

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Recurrió a la prefectura de policía; anduvo de escalera en escalera, de oficina en oficina. La de noticias se cerraba y le dijeron que volviera al día siguiente.

Después entró en casa de todos los comerciantes de cuadros que pudo hallar, para saber si conocían a Arnoux. El señor Arnoux no hacía ya el comercio.

Por fin, desanimado, cansado, enfermo, se volvió a su hotel y se acostó. En cuanto se estiró entre las sábanas, una idea le hizo saltar de alegría: «¡Regimbart! ¡Qué imbécil soy! ¡No habérseme ocurrido!».

Al día siguiente, a las siete, llegó a la calle Notre-Dame-des-Victoires, delante de una tienda de licores en que Regimbart tenía costumbre de tomar su copa de jerez. No estaba todavía abierta. Dio un paseo por los alrededores, y al cabo de una media hora se presentó allí de nuevo. Regimbart salía; Frédéric se lanzó a la calle; hasta creyó distinguir a lo lejos su sombrero; un carro fúnebre y coches del duelo se interpusieron; y cuando desapareció el obstáculo, la visión desapareció también.

Felizmente, recordó que el ciudadano almorzaba todos los días, a las once precisamente, en un pequeño restaurante de la plaza Gaillon. Se trataba de tener paciencia; y después de un interminable andar desde la Bolsa a la Madeleine y de la Madeleine al Gimnasio, Frédéric, a las once en punto, entró en el restaurante de la plaza Gaillon, seguro de encontrar allí a su Regimbart.

—No le conozco —dijo el bodeguero con tono arrogante.

Frédéric insistió, y él repuso:

—Ya no le conozco, caballero —con un fruncimiento de cejas majestuoso y movimiento de cabeza que designaban un misterio.

Pero en su última entrevista, el ciudadano había hablado del cafetín Alexandre. Frédéric se tragó un bizcocho, y saltando a un carruaje, preguntó al cochero si no había en alguna parte, en las alturas de Sainte-Geneviève, un cierto café Alexandre. El cochero le llevó a la calle Francs-Bourgeois-Sainte-Michel, a un establecimiento de aquel nombre. Y a su pregunta:

—¿El señor Regimbart?

El cafetero le respondió con sonrisa demasiado amable:

—No le hemos visto todavía, caballero. —Mientras, lanzaba a su esposa, sentada detrás del mostrador, una mirada de complicidad.

Y al punto, volviéndose hacia el reloj, añadió:

—Mas espero que le tendremos dentro de diez minutos, un cuarto de hora lo más tarde. Célestin, pronto, los periódicos. ¿Qué desea tomar el señor?

Aunque no tenía necesidad de tomar nada, Frédéric se bebió una copa de ron; después, una copa de kirsch; después, una copa de curaçao; después diferentes grogs fríos y calientes. Leyó y releyó todo Le Siècle del día; examinó hasta los granos del papel de la caricatura del Charivari; por fin se llegó a saber los anuncios de memoria. De cuando en cuando sonaba ruido de botas en la acera; era él, y la figura de alguien se perfilaba en los cristales; pero siempre pasaban de largo.

Para no aburrirse, Frédéric mudaba de sitio; fue a colocarse al fondo; luego, a la derecha; luego, a la izquierda. Y permanecía en medio de la banqueta con los dos brazos extendidos; pero un gato, rozando suavemente el terciopelo del respaldo, le causaba sobresaltos, saltando de repente para lamer las manchas de azúcar en los platillos; y el niño de la casa, intolerable mocoso de cuatro años, jugaba con una carraca en el mostrador. Su mamá, mujercita paliducha de dientes picados, sonreía con aire estúpido. ¿Qué podía hacer Regimbart? Frédéric le aguardaba perdido en un malestar ilimitado.

La lluvia sonaba como granizo sobre la capota del coche. Por la abertura de la cortina de muselina veía al pobre caballo en la calle, más inmóvil que un caballo de madera. El arroyo se hizo enorme y corría entre los rayos de las ruedas, y el cochero, abrigándose con la manta, dormitaba; pero temiendo que su burgués se esquivara, de cuando en cuando entreabría la puerta, lleno de agua como un río; y si las miradas pudieran secar las cosas, Frédéric hubiera disuelto el reloj a fuerza de fijar en él los ojos; y, sin embargo, andaba. El señor Alexandre se paseaba de lo ancho a lo largo, repitiendo:

—¡Va a venir, vaya! Va a venir.

Y para distraerlo hacía discursos y le hablaba de política, llevando su complacencia hasta proponerle una partida de dominó.

En fin, a las cuatro y media, Frédéric, que estaba allí desde el mediodía, se levantó de un salto declarando que no aguardaba más.

—Yo tampoco comprendo nada de esto —respondió el cafetero con aire cándido—. Es la primera vez que falta el señor Ledoux.

—¿Cómo, el señor Ledoux?

—Pues sí, señor.

—He dicho Regimbart —exclamó Frédéric exasperado.

—Perdone usted; está usted equivocado. ¿No es verdad, señora Alexandre, que el señor ha dicho señor Ledoux?

Y añadió interpelando al mozo:

—Tú lo has oído también, como yo.

Para vengarse de su amo, sin duda, el mozo se contentó con sonreír.

Frédéric se hizo llevar hacia los bulevares, indignado por el tiempo perdido, furioso contra el ciudadano, implorando su presencia como la de un dios y bien resuelto a extraerle del fondo de las cuevas más profundas. El coche le molestaba y lo despidió; sus ideas se confundían; después, todos los nombres de los cafés que había oído pronunciar por aquel imbécil se ofrecían a su memoria a la vez, como las mil piezas de los fuegos artificiales; café Gascard, café Grimbert, café Halbout; cafetín Bordelés, Habanero, del Havre, del Buey a la Moda, Cervecería Alemana, Madre Morel. Y se trasladó a todos sucesivamente. Pero de uno acababa de salir Regimbart; a otro, quizá iría; en el tercero no le habían visto hacía seis meses; en otra parte había encargado ayer una pierna asada de cordero para el sábado. Por fin, en casa de Vautier, botillería, al abrir la puerta tropezó con el mozo.

—¿Conoce usted al señor Regimbart?

—¿Cómo si le conozco, caballero? Soy yo quien ha tenido el honor de servirle. Está arriba; acaba de comer.

Y con la servilleta en el brazo, el mismo dueño del establecimiento se le acercó y le dijo:

—¿Pregunta usted por el señor Regimbart, caballero? Hace un momento estaba aquí.

Frédéric lanzó un juramento; pero el cafetero le afirmó que le encontraría en casa de Bouttevilain infaliblemente.

—Doy a usted mi palabra de honor. Se ha marchado un poco antes que de costumbre, porque tiene una cita de negocios con unos señores. Pero le encontrará usted, repito, en casa de Bouttevilain, calle Saint-Martin, noventa y dos, segunda escalera, a la izquierda, en el fondo del patio, entresuelo, puerta de la derecha.

Por fin le vio a través del humo de las pipas, solo, en el fondo de un cuartito cerca del billar, con una pipa delante, el mentón bajo y en actitud meditabunda.

—Hace mucho tiempo que le busco a usted.

Sin conmoverse, Regimbart le alargó dos dedos solamente, y como si le hubiera visto la víspera, dijo muchas frases insignificantes acerca de la apertura de las sesiones.

Frédéric le interrumpió, preguntándole con el aire más natural que pudo:

—¿Arnoux está bien?

La respuesta tardó en llegar, porque Regimbart gargarizaba con su líquido:

—Sí; no está mal.

—¿Dónde vive ahora?

—Pues… calle Paradis-Poissonnière —contestó admirado el ciudadano.

—¿Qué número?

—¡Treinta y siete, caramba! ¡Tiene usted gracia!

Frédéric se levantó.

—¡Cómo! ¿Se marcha usted?

—Sí, sí; tengo un encargo: un negocio que olvidaba. ¡Adiós!

Frédéric fue desde el cafetín a casa de Arnoux, como impulsado por un viento tibio y con la tranquilidad extraordinaria que se experimenta en los sueños.

Se encontró muy pronto en un piso segundo, delante de una puerta cuya campanilla sonaba; se presentó una criada; una segunda puerta se abrió; la señora Arnoux estaba sentada junto al fuego. Arnoux dio un salto y lo abrazó.

Tenía ella en sus rodillas un niño de tres años aproximadamente; su hija, tan alta ya como su madre, estaba en pie, al otro lado de la chimenea.

—Permítame usted que le presente a este caballero —dijo Arnoux, tomando a su hijo en brazos.

Y se entretuvo algunos minutos en hacerle saltar por el aire, muy alto, para recibirlo con las manos.

—Vas a matarle. ¡Ah, Dios mío! Acaba ya —exclamó la señora Arnoux.

Pero Arnoux, jurando que no había peligro en aquello, seguía y hasta ceceaba las caricias en jerga marsellesa, su lengua natal. Después preguntó a Frédéric por qué había estado tanto tiempo sin escribirles, lo que había podido hacer allá, lo que le traía acá.

—Yo, ahora, querido amigo, soy comerciante en porcelanas. Pero hablemos de usted.

Frédéric alegó un largo proceso: la salud de su madre, insistiendo mucho sobre este punto para hacerse interesante. En resumen: que se instalaba en París definitivamente esta vez; y no dijo nada de la herencia, temiendo perjudicar su pasado.

Las cortinas, como los muebles, eran de damasco de lana color marrón; dos almohadones se juntaban sobre el travesero; una olla se calentaba en los carbones, y la pantalla de la lámpara, colocada en el borde de la cómoda, daba sombra a la habitación. La señora Arnoux tenía un traje de casa, de merino grueso azul. La mirada, vuelta hacia las cenizas; y con una mano sobre el hombro del chiquillo, desataba con la otra el lazo de la almilla; el muchacho, en camisa, lloraba, rascándose la cabeza, como el hijo del señor Alexandre.

Frédéric esperaba espasmos de alegría; pero las pasiones se entibian cuando se las saca de su centro; y no encontrando ya a la señora Arnoux en el medio que la había conocido, le parecía haber perdido algo, que sufría como una degradación; que no era, en fin, la misma. La tranquilidad de su corazón le dejó estupefacto. Le informó de los amigos antiguos: de Pellerin, de los demás.

 

—No le veo con frecuencia —dijo Arnoux.

Ella añadió:

—Ya no recibimos como antes.

¿Era para advertirle que no le harían ninguna invitación? Pero Arnoux, continuando sus cordialidades, le censuró no haber venido a cenar con ellos, de improviso, y explicó por qué había cambiado de industria.

—¿Qué quiere usted hacer en una época de decadencia como la nuestra? La gran pintura ha pasado de moda. Además, puede llevarse el arte a todo. Ya sabe usted, amigo mío, que yo amo lo bello. Es preciso que le enseñe a usted mi fábrica un día de estos.

Y quiso mostrarle inmediatamente algunos de sus productos en su almacén del entresuelo.

Los platos, las soperas, las fuentes y las jofainas llenaban el suelo. Junto a las paredes, grandes ladrillos para cuartos de baño y tocadores, con asuntos mitológicos, estilo Renacimiento, mientras en el centro contenía un doble armario, que llegaba hasta el techo; vasos para helados, tiestos para flores, candelabros, pequeñas jardineras y grandes estatuas policromas, figurando un negro y una pastora a lo Pompadour. Las explicaciones de Arnoux fastidiaban a Frédéric, que tenía hambre y frío.

Corrió al Café Inglés, cenó allí espléndidamente, y se decía mientras iba comiendo: «¡Qué candidez la mía con mis dolores de allá! ¡Apenas si me ha conocido! ¡Qué burguesa!».

Y por una brusca euforia, formó resoluciones de egoísmo. Sentía su corazón tan duro como la mesa en que apoyaba sus codos; podría ya lanzarse al mundo sin temor. Se acordó de los Dambreuse, a los que utilizaría; después, de Deslauriers. ¡Ah! ¡Tanto peor! Sin embargo, le hizo llegar por un mandadero una carta citándole para el día siguiente en el Palacio Real para almorzar juntos.

La fortuna no era para este tan propicia. Se había presentado al concurso de inauguración con un discurso «sobre el derecho de testar», en que sostenía que debía limitarse todo lo más posible; y su contrincante, excitándole a decir tonterías, consiguió que dijera muchas, sin que los examinadores cayeran en la cuenta. Después quiso la casualidad que sacara a la suerte, para asunto de la lección, la prescripción. Entonces, Deslauriers se había entregado a teorías deplorables; los pleitos antiguos debían producirse como los nuevos; ¿por qué el propietario había de verse privado de sus bienes?; ¿por qué no pudiera suministrar sus títulos sino después de treinta y un años corridos? Aquello era dar la seguridad del hombre honrado al heredero del ladrón enriquecido. Todas las injusticias estaban consagradas por una extensión de aquel derecho, que era la tiranía, el abuso de la fuerza. Y hasta llegó a exclamar:

—Debe abolirse; y los francos no pasarán más sobre los galos, los ingleses sobre los irlandeses, los yanquis sobre los pieles rojas, los turcos sobre los árabes, los blancos sobre los negros, la policía…

El presidente le interrumpió diciendo:

—Bien, bien, caballero; no tenemos nada que ver con las opiniones políticas de usted; más adelante se presentará usted.

Deslauriers no había querido presentarse. Pero aquel desdichado título XX del libro III del Código civil se había convertido para él en una montaña de dificultades, y elaboraba una gran obra sobre La prescripción considerada como base del derecho civil y del derecho natural de los pueblos; y se hallaba perdido con Dunod, Rogerius, Balbus, Merlin, Vazeille, Savigny, Troplong y otras lecturas importantes. Para entregarse a ellas con más libertad, había dimitido de su plaza de pasante mayor; vivía dando repasos, fabricando discursos, y en las sesiones de la Academia de Práctica Forense excitaba por su virulencia al partido conservador, a todos los jóvenes doctrinarios descendientes de Guizot; tanto, que tenía entre determinada gente una cierta celebridad, un poco mezclada de desconfianza hacia su persona.

Llegó a la cita llevando un grueso paletó forrado de lana encarnada, como el de Sénécal antes.

La discreción, debido al público que pasaba, les impidió abrazarse largamente, y fueron hasta casa de Vefour tomados del brazo, sonriendo de placer, con una lágrima en el fondo de los ojos.

Después, desde que estuvieron solos, Deslauriers exclamó:

—¡Ah! ¡Vamos a pasarlo bien ahora!

A Frédéric no le gustó de aquella manera de asociarse inmediatamente a su fortuna. Su amigo demostraba demasiada alegría para ellos dos y no mucha para él solo.

Luego Deslauriers contó su caída, y poco a poco sus trabajos, su existencia, hablando de sí mismo estoicamente y de los demás con acritud; todo le desagradaba: ni un solo hombre de posición que no fuera un pillo o un canalla. Por un vaso mal enjuagado se encolerizó contra el mozo; y ante la censura anodina de Frédéric, dijo:

—¡Como si yo fuera a violentarme por semejantes majaderos, que ganan hasta seis y ocho mil francos anuales, que son electores quizá elegibles! ¡Ah; no, no! —Y añadió con aire jovial—: Pero olvido que hablo con un capitalista, con un Mondor, porque tú ahora eres un Mondor.

Y volviendo al asunto de la herencia, expresó esta idea: que las sucesiones colaterales (cosa injusta en sí, aunque se alegraba de aquella) serían abolidas un día: en la próxima revolución.

—¿Lo crees? —dijo Frédéric.

—Cuenta con ello —respondió—. Esto no puede durar; se sufre mucho. Cuando veo en la miseria a gentes como Sénécal…

«Siempre él, Sénécal», pensó Frédéric.

—¿Qué hay de nuevo, hablando de otra cosa? ¿Estás aún enamorado de la señora Arnoux? Se pasó, ¿eh?

Frédéric, no sabiendo qué contestar, cerró los ojos bajando la cabeza.

A propósito de Arnoux, Deslauriers le contó que su periódico pertenecía entonces a Hussonnet, que lo había transformado. Aquello se llamaba El Arte, instituto literario, sociedad por acciones de cien francos cada una; capital social, cuarenta mil francos, con la facultad para cada accionista de llevar allí su trabajo, porque «la sociedad tiene por objeto publicar las obras de los principales; evitar al talento, quizá al genio, las dolorosas crisis que atraviesa… etcétera. ¿Ves la cosa?». Podía, sin embargo, hacerse algo, elevar el tono de dicha publicación; después, de repente, conservando los mismos redactores y prometiendo que continuarían los folletines, servir a los suscriptores un periódico político; los anticipos no serían enormes.

—¿Qué piensas tú de eso? ¿Quieres entrar en el asunto?

Frédéric no rechazó la proposición; pero era preciso esperar el arreglo de sus negocios.

—Ahora, si necesitas algo…

—Gracias, querido mío —dijo Deslauriers.

Enseguida fumaron puros, apoyados de codos en la barandilla de terciopelo de la ventana. Brillaba el sol, suave era el viento; bandadas de pájaros, revoloteando, bajaban al jardín; las estatuas de bronce y mármol, lavadas por la lluvia, relucían; niñeras con delantal hablaban sentadas en sillas y se oían las risas de los niños con el murmullo continuado que producía el canastillo del agua de la fuente.

Frédéric se había preocupado por la amargura de Deslauriers; pero por la influencia del vino que circulaba por sus venas, medio dormido, congestionado y recibiendo la luz de lleno en la cara, ya no experimentaba más que un inmenso bienestar, voluptuosamente estúpido, como una planta saturada de calor y humedad.

Deslauriers, con los párpados entreabiertos, miraba a lo lejos vagamente. Su pecho se levantaba y se puso a decir:

—¡Ah! ¡Aquello era más humano, cuando Camille Desmoulins, en pie allí, sobre una mesa, lanzaba al pueblo a la Bastilla! En aquel tiempo se vivía; podía uno afirmarse, probar su fuerza. Simples abogados mandaban a generales; descamisados abatían a los reyes, mientras que ahora… —Se calló y de repente añadió—: ¡Bah! El porvenir es grande.

Y tocando el tambor en los cristales, declamó estos versos de Barthélemy:

Reaparecerá la terrible Asamblea

que, pasados cincuenta años, aún turba vuestra cabeza,

coloso que arranca sin temor con potente paso…

—No sé lo demás. Pero es tarde y deberíamos marcharnos.

Y siguió exponiendo por la calle sus teorías.

Frédéric, sin escucharle, observaba en los escaparates de los comerciantes las telas y los muebles convenientes para su instalación; y quizá fuese el pensamiento de la señora Arnoux el que le hizo detenerse en una tienda de curiosidades ante unos platos de barro adornados de arabescos amarillos, de reflejos metálicos, y cuyo valor eran trescientos francos cada pieza, haciendo que se las separaran.

—Yo, en tu lugar —dijo Deslauriers—, me compraría mejor objetos de plata. —Demostraba en aquel amor a lo sólido el hombre su procedencia mediana.

En cuanto se quedó solo, Frédéric se dirigió a casa del célebre Pomadère, a quien encargó tres pantalones, dos fraques, un gabán de pieles y cinco chalecos; luego, a casa de un zapatero, de un camisero y de un sombrerero, ordenando en todas partes que se dieran la mayor prisa posible.

Tres días después, por la tarde, a su regreso del Havre, encontró en su casa su guardarropa completo; e impaciente por usarlo, resolvió hacer en el mismo instante una visita a los Dambreuse. Pero era demasiado temprano: apenas las ocho.

«¡Si fuera a casa de los otros!», se dijo.

Arnoux, solo, delante de un espejo, estaba afeitándose y le propuso llevarle a un sitio en que se divertiría. Al oír el nombre del señor Dambreuse, añadió:

—¡Ah! Perfectamente. Verá usted allí amigos suyos; venga usted; estará eso gracioso.

Frédéric le escuchaba; la señora Arnoux conoció su voz y le dio las buenas noches; no se encontraba bien. Y se oía el ruido de una cuchara contra un vaso y todo ese rumor de cosas que se mueven suavemente en el cuarto de un enfermo.

Arnoux desapareció para despedirse de su mujer y le daba explicaciones:

—Tú sabes perfectamente que es una cosa seria: es preciso que vaya allí; es necesario; me esperan.

—Vete, vete, querido; diviértete.

Arnoux tomó un coche.

—Palacio Real, galería Montpensier, siete.

Y dejándose caer en los cojines, añadió:

—¡Ah! ¡Qué cansado me siento, querido amigo! Me temo que reventaré. A usted puedo decírselo. —E inclinándose sobre su oído misteriosamente, agregó—: Trato de encontrar el rojo de cobre de los chinos.

Y explicó lo que eran el barniz de la porcelana y el fuego lento.

Cuando llegó a casa de Chevet le entregaron una gran cesta, que hizo llevar al coche. Después escogió para «su pobre mujer» uvas, piñas, diferentes cosas de comer, y recomendó que las enviasen al día siguiente temprano.

Fueron enseguida a casa de un alquilador de trajes; se trataba de un baile. Arnoux escogió un calzón de terciopelo azul, casaca igual, una peluca roja; Frédéric, un dominó. Y bajaron en la calle Laval, delante de una casa iluminada por farolillos de color en el segundo piso.

Desde el pie de la escalera se oía el ruido de los violines.

—¿Dónde diablos me trae usted? —dijo Frédéric.

—A casa de una buena chica; no tenga usted miedo.

Un groom les abrió la puerta y entraron en la antesala, donde los paletós, las capas y los chales andaban amontonados por las sillas. Una mujer joven, en traje de dragón Luis XV, atravesaba por allí en aquel momento; era la señorita Rose-Annette Bron, la dueña del lugar.

—¿Y qué? —dijo Arnoux.

—Hecho —contestó ella.

—Gracias, ángel mío.

Y quiso abrazarla.

—Ten cuidado, imbécil; vas a estropear mi «maquinaria».

Arnoux presentó a Frédéric.

—Choque usted, caballero; sea usted bienvenido.

Separó un portier detrás de ella y se puso a gritar enfáticamente:

—El señor Arnoux, marmitón, y un príncipe amigo suyo.

Frédéric se sintió al principio deslumbrado por las luces; no vio más que seda, terciopelo, hombros desnudos, una masa de colores que se balanceaba al son de una orquesta escondida entre verdes ramas, entre paredes colgadas de seda amarilla, con retratos al pastel acá y allá, y candelabros de cristal estilo Luis XVI. Lámparas altas, cuyos globos raspados parecían bolas de nieve, dominaban cestas de flores colocadas en consolas, en los rincones; y enfrente, después de una segunda pieza, más pequeña, se distinguía en una tercera una cama con columnas torneadas, con una luna de Venecia en la cabecera.

Las danzas se pararon y hubo aplausos, una zambra de alegría a la vista de Arnoux, que se adelantaba con su cesto en la cabeza, formando un bulto en medio de las vituallas.

 

—Cuidado con la araña.

Frédéric alzó los ojos.

Era la araña de Sajonia antigua que adornaba la tienda del Arte Industrial; el recuerdo de aquellos pasados días vino a su memoria; pero un soldado de línea, en traje de diario, con ese aire bobo que da la tradición a los quintos, se plantó delante de él, abriendo los brazos para significar la admiración; y reconoció, a pesar de los terribles bigotes negros extremadamente engomados que le desfiguraban, a su antiguo amigo Hussonnet. En una algarabía mitad alsaciana, mitad negra, le colmaba el bohemio de felicitaciones, llamándole su coronel. Frédéric, aturdido por todas aquellas personas, no sabía qué contestar. Sonó el golpe de un arco sobre un atril, y bailarines y bailarinas se colocaron en su sitio.

Eran, aproximadamente, sesenta; las mujeres, en su mayoría, de aldeanas o marquesas, y los hombres, casi todos de edad madura, en trajes de carretero, descargador o marinero.

Frédéric se colocó apoyado en una pared y miró la comparsa que tenía delante.

Un viejo, guapo, vestido como dux de Venecia, con una larga toga de seda púrpura, bailaba con la señorita Rosanette, que llevaba una casaca verde, calzón de punto y botas flexibles con espuelas de oro. La pareja de enfrente se componía de un gran «arnauta» cargado de yataganes y una suiza de ojos azules, blanca como la leche, gordita como una codorniz, en mangas de camisa y rojo corpiño. Para lucir su cabellera, que le llegaba a las corvas, una rubia alta, bailarina en la Ópera, se disfrazó de mujer salvaje, y encima de su faja de color oscuro no llevaba más que un ceñidor de cuero, brazaletes de vidrio y una diadema de oropel, de donde salía un alto plumero de plumas de pavo real. Delante de ella, uno a lo Pritchard, metido en un frac negro grotescamente ancho, llevaba el compás, dando con el codo en una gran tabaquera. Un pastor a lo Watteau, azul y plata, como rayo de luna, chocaba su cayado contra el tirso de una bacante, coronada de pámpanos, con una piel de leopardo sobre el lado izquierdo y coturnos con cintas de oro. De la otra parte, una polaca, con túnica de terciopelo nacarado, balanceaba su enagua de gasa sobre sus medias de seda gris perla, encerradas en botines de color rosa adornadas con piel blanca, y sonreía a un hombre de cuarenta años, panzón, disfrazado de niño de coro, que saltaba muy alto, levantando con una mano su sobrepelliz y sujetando con la otra su solideo encarnado. Pero la reina, la estrella, era la señorita Loulou, célebre bailarina de los bailes públicos. Como entonces era rica, llevaba una ancha gargantilla de encaje sobre su casaca de terciopelo negro liso, y su ancho pantalón de seda punzó, ceñido y sujeto a la cintura por una banda de casimir, tenía a lo largo de las costuras pequeñas camelias blancas naturales. Su pálida figura, un poco abotargada y de nariz remangada, parecía aún más insolente por lo enmarañado de su peluca, donde se sostenía un sombrero de hombre, de fieltro gris, doblado de un puñetazo sobre la oreja derecha, y en los saltos que pegaba, sus zapatos, con hebillas de diamantes, llegaban hasta casi la nariz de su vecino, un gordo barón de la Edad Media, enredado en una armadura de hierro. También había allí un ángel, con una espada de oro en la mano, dos alas de cisne a la espalda, y que yendo y viniendo, perdiendo a cada minuto a su caballero, un Luis XIV, no comprendía nada de las figuras y dificultaba la contradanza.

Frédéric miraba a aquellas personas y experimentaba un sentimiento de abandono, un malestar… Pensaba también en la señora Arnoux y le parecía participar de algo hostil que se tramara contra ella.

Cuando el baile terminó, la señorita Rosanette se le acercó. Se hallaba un tanto jadeante, y su gola, reluciente como un espejo, se movía blandamente debajo del mentón.

—Y usted, caballero —dijo—, ¿no baila?

Frédéric se excusó: no sabía bailar.

—¿De veras? Y conmigo, ¿se resuelve usted? —Y apoyada en una sola pierna, con la otra rodilla algo doblada, acariciando con la mano izquierda el puño de nácar de su espada, le miró durante un minuto con aire medio suplicante, medio burlón. Por fin, dijo—: Buenas noches.

Hizo una pirueta y desapareció.

Frédéric, descontento de sí mismo y no sabiendo qué hacer, se puso a vagar por el baile.

Entró en el tocador, guateado de seda azul pálido con ramos de flores de los campos; en el techo, y en un círculo de madera dorada, se veían amorcillos que, naciendo de un cielo azul, jugueteaban entre nubes en forma de edredón. Aquellas elegancias, que serían hoy míseras para las semejantes de Rosanette, le deslumbraron; y lo admiró todo: las enredaderas artificiales de volubilis que adornaban el contorno del espejo, las cortinas de la chimenea, el diván turco, y en un ángulo de pared, una especie de tienda tapizada de seda rosa, con muselina blanca por encima. Muebles negros con marqueterías de bronce guarnecían el cuarto de dormir, donde se levantaba, sobre un estrado cubierto de plumas de cisne, la gran cama de pabellón con plumas de avestruz. Agujas para la cabeza, de pedrerías, clavadas en acericos; sortijas dejadas en platillos, medallones con marcos de oro y cofrecillos de plata se distinguían en la sombra, a la luz que despedía una urna de Bohemia, colgada de tres cadenitas. Por una puertecita entreabierta se percibía una templada estufa que ocupaba toda la anchura de una terraza, que terminaba por el otro lado en una pajarera.

Era aquel, indudablemente, un centro hecho para agradarle. En una brusca efervescencia de su juventud, se juró gozarlo y se animó; después volvió a la entrada del salón, donde entonces había ya más gente (todo se agitaba en una especie de pulverulencia luminosa); permaneció en pie, contemplando las «cuadrillas», entornando los ojos para ver mejor y husmeando las blandas emanaciones de mujeres, que circulaban como un inmenso beso esparcido.

Al otro lado de la puerta, cerca de él, estaba Pellerin; Pellerin, en traje de sociedad, el brazo izquierdo en el pecho y sosteniendo en la mano derecha, con su sombrero, un guante blanco saltado.

—¡Caramba! Mucho tiempo hace que no se le ve a usted. ¿Dónde diablos ha estado? ¿De viajes? ¿En Italia? ¡Espléndida, ¿eh?, la Italia! ¿No tan dura como dicen? Lléveme usted, un día, los bocetos que haya usted sacado.

Y sin esperar su respuesta, el artista se puso a hablar de sí mismo. Había hecho muchos progresos, progresos al reconocer definitivamente la tontería de la Línea. No se debía dar más importancia a la belleza y la unidad en una obra que al carácter y a la diversidad de las cosas.

—Porque todo existe en la naturaleza, luego todo es legítimo, todo es plástico. Se trata únicamente de recoger la nota. He descubierto el secreto. —Y dándole con el codo, repitió muchas veces—: He descubierto el secreto, ¿ve usted? Así, fíjese usted en aquella mujercita peinada como una esfinge que baila con un postillón ruso; eso es neto, seco, determinado, todo más grueso que ancho y de tonos crudos: añil debajo de los ojos, una lámina de cinabrio en la mejilla, hollín en las sienes, ¡pif, paf! —Y trazaba con el pulgar como pinceladas en el aire—. Mientras que allá, la gorda —continuó, señalando a una verdulera con traje de cereza, una cruz de oro al cuello y una pañoleta de linón atada a la espalda—, nada más que redondeces; las narices, remangadas como las aletas de su gorra; los extremos de la boca se vuelven hacia arriba; el mentón, desciende; todo él graso, derretido, copioso, tranquilo y reluciente: ¡un verdadero Rubens! Sin embargo, son perfectas. ¿Dónde está, pues, el tipo? —Y se acalora—. ¿Qué es una mujer bonita? ¿Qué es lo bello? ¡Ah!, lo bello, me dirá usted…

Frédéric le interrumpió para saber quién era un pierrot de perfil de macho cabrío con trazas de bendecir a todos los bailarines en medio de una reunión de pastores.