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100 Clásicos de la Literatura

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Su mujer, veinte años más joven por lo menos, ni alta ni baja, ni fea ni bonita, llevaba sus rubios cabellos en tirabuzones a la inglesa, un traje de cuerpo liso y un gran abanico de encaje negro. Para que gentes de semejante clase vinieran al espectáculo en aquella estación era preciso suponer una casualidad o el fastidio de pasar las noches solos. La señora mordía su abanico y el caballero bostezaba. Frédéric no conseguía recordar dónde había visto aquella cara.

En el entreacto siguiente, al atravesar un corredor, encontró a ambos; al ligero saludo que hizo, el señor Dambreuse, reconociéndole, le llamó y se excusó inmediatamente de imperdonable negligencia. Aquella era alusión a las numerosas tarjetas enviadas por consejo del pasante. Con todo, confundía las épocas creyendo que Frédéric estaba en el segundo año de derecho. Después le envidió por marcharse al campo; necesitaría él también a su vez de descanso, pero los negocios le retenían en París.

La señora Dambreuse, apoyada en su brazo, inclinaba la cabeza ligeramente, y la espiritual amenidad de su semblante contrastaba con su expresión aburrida de poco antes.

—Allí se encuentran agradables distracciones —dijo refiriéndose a las últimas palabras de su marido—. ¡Qué espectáculo tan estúpido este!, ¿verdad, caballero?

Y los tres permanecieron en pie hablando de teatro y obras nuevas.

Frédéric, acostumbrado a los gestos de las burguesas provincianas, no había visto en mujer alguna semejante soltura de maneras, aquella sencillez que es un refinamiento y en la cual ven los cándidos la expresión de una instantánea simpatía.

Contaban con él a su vuelta; el señor Dambreuse le encargó sus recuerdos para el tío Roque.

Frédéric no dejó, al entrar en su casa, de referir aquella acogida a Deslauriers.

—¡Fabuloso! —repuso el pasante—. Y no te dejes enredar por tu mamá. Vuélvete enseguida.

Al día siguiente de su llegada, después del almuerzo, la señora Moreau llevó a su hijo al jardín.

Le dijo lo feliz que era viéndole en carrera, porque no eran tan ricos como se creía; la tierra producía poco; los renteros pagaban mal, y hasta se había visto obligada a vender su coche; por fin le expuso la situación.

En las primeras dificultades de su viudez, un hombre astuto, el señor Roque, le había hecho préstamos de dinero, renovados, prolongados a su pesar. De repente vino a reclamarlos y tuvo que pasar por sus condiciones, cediéndole por un precio irrisorio la finca de Presles. Diez años más tarde desaparecía su capital por la quiebra de un banquero de Melun. Por horror de las hipotecas y para conservar apariencias útiles al porvenir de su hijo, y como el tío Roque se ofreciera nuevamente, le escuchó una vez más. Ahora ya había liquidado con él. En resumen: les quedaban aproximadamente diez mil francos de renta, de los cuales eran de él dos mil trescientos, todo su patrimonio.

—Eso no es posible —exclamó Frédéric.

Con un movimiento de cabeza le contestó que aquello era muy posible.

Pero su tío le dejaría algo.

Nada menos seguro.

Y dieron una vuelta por el jardín sin hablar. Por fin le estrechó contra su corazón y, con voz ahogada por las lágrimas, le dijo:

—¡Ah, pobre hijo! ¡Cuántos años he tenido que abandonar!

Se sentó él sobre un banco, a la sombra de una gran acacia.

Le aconsejaba su madre que entrara de pasante en casa del señor Prouharam, abogado, quien le cedería su estudio; si lo hacía valer, podría revenderlo y encontrar un buen partido.

Frédéric no oía ya; miraba maquinalmente, por encima de la valla, al otro jardín, enfrente.

Una niña de doce años aproximadamente, que tenía el pelo rojo, estaba allí enteramente sola. Se había hecho pendientes de las bayas de serbal; su cotilla de lienzo gris dejaba al descubierto sus hombros, un poco tostados por el sol; manchas de dulce ensuciaban su falda blanca, y había una gracia de joven bestia salvaje en su persona toda, a la vez nerviosa y endeble. La presencia de un desconocido la admiraba, indudablemente, porque se había parado bruscamente con su regadera en la mano, fijando en él sus pupilas, de un verde azulado límpido.

—Esa es la hija del señor Roque —dijo la señora Moreau—. Su padre acaba de casarse con su criada y de legitimar a su hija.

VI

¡Arruinado, despojado, perdido!

Se quedó en el banco como aturdido por una conmoción, maldiciendo la suerte y deseando pegar a alguien. Para aumentar su desesperación, sentía pesar sobre sí una especie de ultraje, de deshonra; porque se había figurado que su fortuna paterna llegaría un día a quince mil libras de renta, y se lo había hecho saber de una manera indirecta a los Arnoux. Iba, pues, a pasar por un hablador, por un pícaro, por un oscuro danzante que se había introducido en casa de ellos con la esperanza de algún provecho. ¿Y cómo volvería a verla ahora a ella, a la señora Arnoux? Eso, además, era completamente imposible no teniendo más que tres mil francos de renta. Porque no podía vivir siempre en un cuarto piso, teniendo por criado al portero, y presentarse con modestos guantes azulados por las puntas, sombrero grasiento, la misma levita durante un año. No, no; jamás. Sin embargo, la existencia sin ella era intolerable. Muchos vivían bien sin fortuna. Deslauriers, entre otros; y se llamaba cobarde atribuyendo semejante importancia a cosas que solo la tenían mediana. La miseria quizá centuplicaría sus fuerzas. Y se exaltó pensando en los grandes hombres que trabajaban en las buhardillas. Un alma como la de la señora Arnoux debía de conmoverse ante aquel espectáculo, y se enternecería. Así que aquella catástrofe era una dicha, después de todo: como esos temblores de tierra que dejan al descubierto tesoros, ella le había revelado las secretas opulencias de su naturaleza. Pero no existía más que un sitio único en el mundo para hacerlas valer: París; porque en sus ideas, el arte, la ciencia y el amor (esas tres fases de Dios, como hubiera dicho Pellerin) dependían exclusivamente de la capital.

Por la noche le declaró a su madre que volvería allí. La señora Moreau quedó sorprendida e indignada; aquello era una locura, un absurdo. Mejor haría con seguir sus consejos, es decir, con permanecer a su lado, en un estudio. Frédéric se encogió de hombros, diciendo: «¡Vaya!», creyéndose insultado por aquella proposición.

Entonces, la buena señora empleó otro método. Con voz tierna y pequeños sollozos, se puso a hablar de su soledad, de su vejez, de los sacrificios que había hecho. Ahora que era más desgraciada, la abandonaba. Y después, aludiendo a su próximo fin, añadió:

—Un poco de paciencia, Dios mío; muy pronto serás libre.

Aquellas lamentaciones se repitieron veinte veces al día durante tres meses; y al mismo tiempo, las delicadezas del hogar le corrompían: gozaba con tener una cama más blanda, toallas sin jirones; tanto, que cansado, enervado, vencido al fin por la terrible fuerza de la dulzura, Frédéric se dejó llevar a casa del señor Prouharam.

No mostró allí ni ciencia ni aptitud: le habían considerado hasta entonces como un joven de gran ingenio que debía ser la gloria de la provincia; aquello fue una decepción pública.

Al principio se dijo: «Es preciso avisar a la señora Arnoux». Y durante una semana meditó cartas ditirámbicas y breves billetitos en estilo lapidario y sublime. El temor de confesar su situación le contenía. Después pensó en que sería mejor escribir al marido: Arnoux conocía la vida y sabía comprenderla. Por fin, después de quince días de vacilación, se dijo: «¡Bah! ¡No debo volverlos a ver! ¡Que me olviden! Por lo menos, no habré desmerecido en su recuerdo; ella me creerá muerto y me extrañará… quizá».

Como si las resoluciones excesivas le costaran poco, se juró no volver a París y hasta no informarse de la señora Arnoux.

Sin embargo, echaba de menos el olor del gas y el ruido de los ómnibus. Pensaba en todas las palabras que le había dicho, en el timbre de su voz, en la luz de sus ojos, y considerándose como hombre muerto, no hacía nada, absolutamente nada…

Se levantaba muy tarde y miraba por su ventana los tiros de los carreteros que pasaban. Los seis primeros meses, sobre todo, fueron abominables.

En ciertos días, sin embargo, se indignaba contra sí mismo; entonces salía, se iba a las praderas, medio cubiertas durante el invierno por los desbordamientos del Sena, divididas por hileras de álamos. A trechos se veía un puentecillo. Por ellas vagaba hasta la noche, pisando las hojas amarillentas, aspirando la bruma, saltando los fosos; a medida que sus arterias batían más fuertemente, le arrastraban deseos furiosos de actividad: quería hacerse tramposo en América, servir a un bajá en Oriente, embarcarse como marinero, y exhalaba su melancolía en largas cartas a Deslauriers, que bullía por su parte para abrirse camino.

La cobarde conducta de su amigo y sus eternas jeremiadas le parecían estúpidas. Muy pronto su correspondencia vino a ser casi nula. Frédéric había dado todos sus muebles a Deslauriers, que conservaba su alojamiento. Su madre le hablaba de eso de cuando en cuando; por fin, un día confesó su regalo, y ella le reñía, cuando recibió una carta.

—¿Qué es eso? —dijo—. ¿Tiemblas?

—No tengo nada —contestó Frédéric.

Deslauriers le manifestaba que había recogido a Sénécal, y desde hacía quince días vivían juntos. ¿Luego Sénécal se establecía ahora en medio de las cosas que procedían de casa de Arnoux? Podía venderlas, hacer observaciones y gracias sobre ellas. Frédéric se sintió ofendido hasta el fondo del alma; subió a su cuarto porque tenía ganas de morirse.

Su madre le llamó para consultarle a propósito de una plantación en el jardín.

 

Aquel jardín, a modo de parque inglés, se hallaba cortado en el centro por una valla de palo, y la mitad pertenecía al tío Roque, que poseía otro para verduras a orilla del río. Los dos vecinos reñidos se abstenían de ir a aquellos sitios a las mismas horas. Pero desde que Frédéric había vuelto, el buen hombre se paseaba por allí con más frecuencia y no economizaba las cortesías al hijo de la señora Moreau y le compadecía por tener que habitar en una pequeña población. Un día le contó que el señor Dambreuse había preguntado por él; otra vez se extendió acerca de la costumbre de Champán, donde el vientre ennoblecía.

—En aquel tiempo hubiera usted sido un señor, puesto que su madre de usted se llamaba de Fouvens. Y pueden decir lo que quieran, pero un apellido ya es algo. Después de todo —añadió mirándole maliciosamente—, eso es cosa que depende del guardasellos.

Aquella pretensión de aristocracia iba singularmente con su persona. Como era bajo, su larga levita castaña aumentaba lo bajo de su busto. Cuando se quitaba la gorra, se veía una cara casi femenina, con una nariz extremadamente puntiaguda; su pelo, de color amarillo, parecía una peluca; saludaba a la gente inclinándose mucho, rozando las paredes.

Hasta los cincuenta años se había contentado con el servicio de Catherine, una lorenesa de la misma edad que él y muy picada de viruela; pero hacia 1834 llegó de París una linda rubia, de figura acarnerada, con el porte de una reina. Muy pronto se la vio pavoneándose con grandes pendientes, y todo se explicó con el nacimiento de una niña, inscrita con el nombre de Élisabeth-Olympe-Louise Roque.

Catherine, en sus celos, esperaba que execraría a aquella niña; por el contrario, la amó, rodeándola de cuidados, atenciones y caricias, para suplantar a su madre y hacerla odiosa; empresa fácil, porque Éléonore descuidaba completamente a la pequeña, prefiriendo la charla con los proveedores. Desde el día siguiente de su matrimonio, fue de visita al subgobierno, no tuteó más a las criadas y creyó debía mostrarse, por buen tono, severa con su hija, asistiendo a sus lecciones. El profesor, un viejo burócrata de la alcaldía, no sabía arreglarse; la discípula se insubordinaba, recibía bofetadas y se iba a llorar sobre las rodillas de Catherine, que le daba invariablemente la razón. Entonces se peleaban las dos mujeres, y el señor Roque las hacía callar. Se había casado por ternura hacia su hija y no quería que la atormentaran.

A menudo llevaba un vestido blanco hecho jirones, con unos pantalones guarnecidos de encajes; y en las grandes fiestas salía vestida como una princesa, para mortificar un poco a los vecinos, que prohibían a sus hijos el tratarla, visto su nacimiento ilegítimo.

Vivía sola en su jardín; se mecía en el columpio; corría tras las mariposas, y de repente se paraba a contemplar las cetanias que se posaban en los rosales. Aquellas costumbres eran indudablemente las que daban a su fisonomía una expresión de atrevimiento y melancolía a la vez. Tenía la estatura de Marthe, además; tanto, que Frédéric le dijo desde su segunda entrevista:

—¿Quiere usted permitirme que la bese, señorita?

La personita alzó la cabeza y contestó:

—Con mucho gusto.

Pero la valla de palo los separaba. Y Frédéric dijo:

—Es preciso subir ahí.

—No; levánteme usted.

Se inclinó por encima de la valla y la cogió por los brazos, besándola en las dos mejillas; la volvió luego a dejar en su sitio por el mismo procedimiento, que se renovó las siguientes veces.

Sin mayor reserva que una niña de cuatro años, en cuanto oía venir a su niño se lanzaba a su encuentro, o bien, escondiéndose detrás de un árbol, imitaba el ladrido de un perro para asustarle.

Un día que la señora Moreau había salido, le hizo subir a su cuarto. Ella abrió todos los tarros de esencia, se dio pomada en el pelo abundantemente; después, sin la menor vergüenza, se acostó en su cama, donde permaneció todo el tiempo despierta.

—Me figuro que soy tu mujer —le decía.

Al día siguiente la vio llorando, confesando «que lloraba sus pecados»; y como él tratara de conocerlos, respondió bajando los ojos:

—No me preguntes más.

Se acercaba la primera comunión; por la mañana la llevaron a confesar. El sacramento no la hizo más juiciosa. Con frecuencia se encolerizaba verdaderamente y se recurría a Frédéric para calmarla.

Muchas veces la llevaba a sus paseos. Mientras él soñaba andando, ella cogía amapolas al borde de los trigos; y cuando le veía más triste que de ordinario, trataba de consolarle con frases agradables. Su corazón, privado de amor, se entregó a aquella amistad de niño. Le dibujaba muñecos, le contaba historias y le leía.

Empezó por los Anales románticos, colección de versos y prosa, entonces célebre. Después, olvidándose de su edad, tanto le encantaba su inteligencia, le leyó sucesivamente Atala, Cinco de marzo, Las hojas de otoño. Pero una noche (aquella noche había oído a Macbeth en la sencilla traducción de Letourneur) se despertó gritando: «¡La mancha, la mancha!». Sus dientes chocaban y temblaban, y fijando sus ojos espantados en su mano derecha, la frotaba diciendo: «¡Siempre una mancha!».

Por fin llegó el médico, que prescribió que evitara emociones.

Los vecinos no vieron en aquello más que un pronóstico desfavorable para sus costumbres.

Decían que «el hijo Moreau» quería hacer de ella, más adelante, una actriz.

Muy pronto tuvo lugar otro acontecimiento, a saber: la llegada del tío Barthélemy. La señora Moreau le dio su cuarto de dormir y llevó la condescendencia hasta servir carne los días de vigilia.

El viejo estuvo amable a medias. Siempre andaban en perpetuas comparaciones entre el Havre y Nogent, cuyo aire le parecía pesado; el pan, malo; las calles, mal empedradas; regulares los alimentos y perezosos los habitantes. «¡Qué pobre comercio el de ustedes!». Censuró las extravagancias de su difunto hermano, mientras que él había reunido veintisiete mil libras de renta. Por fin se marchó al terminar la semana, y en el estribo del carruaje largó estas palabras poco tranquilizadoras:

—Me alegra veros siempre en buena posición.

—No te dará nada —dijo la señora Moreau volviendo a la sala.

Vino únicamente a instancias suyas, y durante ocho días había intentado expansiones de su parte con demasiada claridad quizá. Arrepintiéndose de haberlo hecho, permanecía en su butaca con la cabeza baja y los labios apretados. Frédéric, enfrente, la observaba; y ambos se callaban, como hacía cinco años, a la vuelta de Montereau. Aquella coincidencia que se ofrecía a su pensamiento le recordó a la señora Arnoux.

En aquel instante sonaron debajo de su ventana chasquidos de látigo y una voz que le llamaba.

Era el tío Roque, solo en su carro de mudanza. Iba a pasar todo el día en la Fortelle, casa del señor Dambreuse, y propuso cordialmente a Frédéric si quería que le llevara allí.

—Conmigo no necesita usted invitación; no tenga usted miedo.

Frédéric estuvo tentado de aceptar; pero ¿cómo explicaría su permanencia definitiva en Nogent? No tenía un traje de verano conveniente; y, en fin, ¿qué diría su madre? Y rehusó.

Desde aquel momento, el vecino se manifestó menos afectuoso. Louise crecía, Éléonore enfermó y las relaciones se desataron para gran alivio de la señora Moreau, que temía, para establecer a su hijo, las consecuencias de su trato con gentes semejantes.

Soñaba con comprarle la escribanía del tribunal; Frédéric no rechazaba demasiado aquella idea. Ahora la acompañaba a misa, jugaba con ella por la noche su partida de imperial, y hasta su amor había tomado una dulzura fúnebre, un encanto soporífero. A fuerza de haber vertido su dolor en sus cartas, de haberlo mezclado a sus lecturas, paseado por el campo y esparcido por todas partes, casi lo había agotado; tanto, que la señora Arnoux era para él como una muerta, admirándose de no conocer su tumba; tanto se había convertido en tranquilo y resignado aquel afecto.

Un día, el 12 de diciembre de 1845, hacia las nueve de la mañana, la cocinera subió una carta a su cuarto. Las señas, en caracteres gruesos, eran de una letra desconocida, y Frédéric, soñoliento, no se apresuró a abrirla. Por fin leyó:

«Juzgado de Paz del Havre, III Distrito.

»Muy señor mío: El señor Moreau, su tío de usted, ha muerto ab intestato…».

¡Heredaba!

Como si hubiera estallado un incendio detrás de la pared, saltó fuera de la cama, descalzo, en camisa; se pasó la mano por la cara, dudando de su vista, creyendo que soñaba todavía; y para confirmar la realidad, abrió de par en par la ventana.

Había nevado. Los tejados estaban blancos, y hasta reconoció en el patio una cubeta de lejía en que tropezó la noche anterior.

Releyó la carta tres veces seguidas; nada más cierto: toda la fortuna de su tío, ¡veintisiete mil libras de renta! Y una frenética alegría le trastornó ante la idea de volver a ver a la señora Arnoux. Con la claridad de una alucinación, se reconoció a su lado, en su casa, llevándole algún regalo en su papel de seda, mientras le esperaba a la puerta su tílburi; no; mejor, su cupé, un cupé negro, con su criado de librea oscura; oía piafar su caballo y el ruido de la barbada confundiéndose con el murmullo de sus besos. Aquello se repetiría todos los días indefinidamente.

Los recibiría en su casa; el comedor estaría tapizado de piel roja; el gabinete, de seda amarilla; divanes por todas partes; y ¡qué armarios!, ¡qué rasos de China!, ¡qué tapices!… Aquellas imágenes llegaban tan tumultuosamente, que sentía darle vueltas la cabeza. Entonces se acordó de su madre, y bajó, llevando siempre la carta en la mano.

La señora Moreau trató de contener su emoción y se desvaneció. Frédéric la cogió en sus brazos y la besó en la frente:

—Buena madre, tú podrás volver a comprar tu coche ahora; ríete, pues; no llores, sé feliz.

Diez minutos después, la noticia circulaba en los barrios. Entonces, el señor Benoist, el señor Gamblin, el señor Chambion, todos los amigos acudieron. Frédéric se escapó un minuto para escribir a Deslauriers. Llegaron otras visitas; la tarde se pasó en felicitaciones. Allí se olvidó a la mujer de Roque, que, sin embargo, iba «muy para abajo».

Por la noche, cuando se quedaron solos los dos, la señora Moreau le dijo a su hijo que le aconsejaba establecerse en Troyes como abogado. Siendo más conocido en su país que en cualquier otro, podría más fácilmente encontrar allí partidos ventajosos.

—Eso es demasiado fuerte —exclamó Frédéric.

Apenas llegaba la felicidad a sus manos, cuando querían arrebatársela; y expresó su formal resolución de vivir en París.

—¿Qué vas a hacer allí?

—Nada.

La señora Moreau, sorprendida de sus maneras, le preguntó qué quería ser.

—Ministro —replicó Frédéric.

Y afirmó que no bromeaba en modo alguno: que pretendía lanzarse a la diplomacia; que sus estudios y sus aficiones le arrastraban a ese camino. Primero estaría en el Consejo de Estado con la protección del señor Dambreuse.

—¿Le conoces, pues?

—Sí; por el señor Roque.

—Eso es particular —dijo la señora Moreau.

Se despertaron en su corazón sus antiguos sueños de ambición; a ellos se entregó su madre interiormente, y no volvió a hablar más de los otros.

Si hubiera escuchado su impaciencia, Frédéric se hubiera marchado en aquel mismo instante. Al día siguiente estaban tomados todos los asientos de la diligencia y se repudrió hasta el otro día a las siete de la noche.

Se sentaban a cenar, cuando sonaron en la iglesia tres campanadas sostenidas. Y la criada entró anunciando que Éléonore acababa de morir.

Aquella muerte, después de todo, no era una desgracia para nadie, ni para la hija. La joven estaría mucho mejor así más adelante.

Como las dos casas se tocaban, se oía un gran vaivén, ruido de palabras; y la idea de aquel cadáver junto a ellos arrojaba algo fúnebre en su separación. La señora Moreau dos o tres veces se enjugó los ojos. Frédéric tenía el corazón oprimido.

Concluida la cena, Catherine le detuvo entre las dos puertas. La señorita quería verle absolutamente; le esperaba en el jardín.

Salió, se subió a la valla, y rozándose un poco con los árboles, se dirigió a la casa del señor Roque.

Brillaban luces en una ventana del piso segundo; apareció una forma en las tinieblas y murmuró una voz:

—Soy yo.

Le pareció más alta que de ordinario debido a su vestido negro, sin duda. No sabiendo con qué frase empezar, se contentó con cogerle las manos suspirando:

 

—¡Ah! ¡Pobre Louise mía!

No contestó ella; le miró profundamente durante mucho tiempo. Frédéric temía perder la diligencia; creía oír a lo lejos rodar el coche, y dijo para terminar:

—Catherine me ha dicho que tenías algo…

—Sí; es verdad. Quería decirle a usted…

Aquel «usted» le chocó; y, como se callara, preguntó:

—Bien; ¿y qué?

—Ya no lo sé: lo he olvidado. ¿Es verdad que se marcha usted?

—Sí; ahora mismo.

Ella repitió:

—¿Ahora mismo…? ¿De verdad? ¿No nos volveremos a ver ya?

Los sollozos la ahogaban.

—¡Adiós, adiós! ¡Abrázame, pues!

Y le estrechó en sus brazos arrebatadamente.

****

SEGUNDA PARTE

I

En cuanto ocupó su sitio, en un rincón de la berlina, y la diligencia se movió, arrastrada por los cinco caballos que escapaban a la par, se sintió sumergido en la embriaguez. Como un arquitecto que forma el plano de un palacio, arregló su vida de antemano, llenándola de delicadezas y esplendores, elevándola hasta el cielo. Una prodigalidad de cosas aparecía en ella; y tan profunda era aquella contemplación, que los objetos exteriores desaparecían.

En lo bajo de la cuesta de Sourdun reconoció el sitio en que se encontraban; todo lo más que habían recorrido era cinco kilómetros, y se indignó. Bajó los cristales para ver el camino; preguntó muchas veces al conductor en cuánto tiempo, con exactitud, llegarían.

Al cabo se tranquilizó y permaneció en su rincón con los ojos abiertos.

El farol, colgado del pescante, alumbraba las grupas de los caballos de varas; no veía más allá sino las crines de los otros caballos, que ondulaban como blancas oleadas; su aliento formaba una especie de niebla a cada lado del tiro; sonaban las cadenillas de hierro; los cristales temblaban en sus marcos, y el pesado carruaje, con paso igual, rodaba sobre el suelo. Se distinguían a trechos o los muros de una granja o una posada enteramente sola. A veces, al atravesar los pueblos, el horno de una panadería proyectaba resplandores de incendio, y la silueta monstruosa de los caballos corría por la otra casa de enfrente. En los relevos, cuando habían desenganchado, se producía un minuto de profundo silencio. Alguno pateaba arriba de la baca, mientras que en el quicio de una puerta, una mujer en pie resguardaba su luz con la mano. Y luego, se subía el conductor al estribo y la diligencia se ponía suavemente en marcha.

En Mormans se oyó sonar la una y cuarto.

«Hoy mismo —pensó—. ¡Hoy mismo es; dentro de poco!».

Pero, poco a poco, sus esperanzas y sus recuerdos, Nogent, la calle Choiseul, la señora Arnoux, su madre, todo se confundía.

Un ruido sordo de planchas le despertó; atravesaban el puente de Charenton; aquello era París. Entonces, sus dos compañeros, quitándose el uno su gorra y el otro su pañuelo, se pusieron los sombreros y hablaron. El primero, un hombre gordo y colorado, con levitón de veludillo, era negociante; el segundo venía a la capital para consultar con un médico. Frédéric, temiendo haberlos molestado durante la noche, les pidió espontáneamente mil perdones: tan tierna llevaba el alma por la dicha.

El muelle de la estación se hallaba inundado, sin duda, y continuaron camino derecho, empezando otra vez el campo. A lo lejos, altas chimeneas de fábricas humeaban. Volvieron hacia el lado de Ivry, subieron una calle, y de repente vio la cúpula del Panteón.

La revuelta llanura parecía vagas ruinas; el recinto de las fortificaciones hacía en ella un relieve horizontal, y sobre las aceras de tierra de uno y otro lado del camino, arbolitos sin ramas estaban defendidos por tablas erizadas de clavos. Establecimientos de productos químicos alternaban con canteros y almacenes de maderas. Muchas puertas entreabiertas, como las que hay en las haciendas, dejaban ver el interior de patios innobles llenos de inmundicias, con charcos de agua sucia en el centro. Grandes tabernas, color sangre de toro, presentaban en su piso primero, entre las ventanas, dos tacos de billar en forma de aspa, encerrados en una corona de flores pintadas, y a trechos, una casucha de yeso, a medio construir, se veía abandonada; luego, la doble hilera de casas ya no se interrumpía, y sobre la desnudez de sus fachadas se destacaba, de cuando en cuando, un gigantesco cigarro de hoja de lata para designar un estanco. Muestras de comadronas, representándolas con su gorra, meciendo a un niño rollizo en una colcha guarnecida de encajes. Cubrían anuncios las esquinas de las paredes, y desgarrados en sus tres cuartas partes, temblaban a impulsos del viento como guiñapos. Pasaban obreros de blusa, y carromatos de cerveceros, de lavanderas, de carniceros. Caía una lluvia menuda, hacía frío, el cielo estaba pálido; pero dos ojos que valían para él lo que el sol resplandecía detrás de la bruma.

Se detuvieron mucho tiempo en la carrera, porque hueveros, carreteros y un rebaño de carneros impedían el paso. El centinela, con la capucha echada, se paseaba por delante de la garita para calentarse. El dependiente de consumos subió al imperial y sonó ruido de corneta. Se bajó el bulevar al trote largo, echadas las boleas, los tirantes colgando. La tralla del largo látigo crujía en el aire húmedo. El conductor lanzaba su sonoro grito: «¡Hala, hala, eh!», y los barrenderos se alineaban, los peatones se hacían atrás, el barro salpicaba contra las portezuelas, se cruzaban carretones, cabriolés, ómnibus. Por fin, la verja del Jardín Botánico se ofreció a la vista.

El Sena, amarillento, casi tocaba en los aleros de los puentes, exhalando cierta frescura que Frédéric aspiró con todas sus fuerzas, saboreando ese buen aire de París que parece contener efluvios amorosos y emanaciones intelectuales, y se sintió conmovido ante el primer coche de alquiler. Se encariñaba hasta con el dintel de las tiendas de vino, sucias de paja; hasta con la caja del limpiabotas; hasta con los mozos de los almacenes que movían el tostador del café. Las mujeres, al andar, hacían sonar los tacones debajo de los paraguas, y Frédéric se asomaba a la portezuela para ver si distinguía la fisonomía de la señora Arnoux, a quien una casualidad podía haber obligado a salir.

Desfilaban las tiendas, aumentaba la gente, el ruido se hacía más fuerte. Después del muelle Saint-Bernard, tomaron por el muelle Napoleón. Frédéric quiso ver el muelle de la Tournelle y el muelle Montebello; las ventanas de ella, que estaban lejos. Pasaron luego el Sena por el Pont-Neuf, bajaron hasta el Louvre; y por las calles de Saint-Honoré, Croix-des-Petits-Champs y del Bouloi, llegaron a la calle Coq-Héron y entraron en el patio del hotel.

Para hacer más duradero su placer, Frédéric se vistió lo más lentamente posible y hasta se fue a pie al bulevar Montmartre, sonriendo ante la idea de volver a ver enseguida aquel nombre querido en la placa de mármol; levantó los ojos, y nada: ni vitrinas ni cuadros.

Corrió a la calle Choiseul; los señores de Arnoux no vivían allí, y una vecina guardaba la portería; Frédéric esperó; por fin apareció el portero, que ya no era el mismo y no conocía las nuevas señas.

Frédéric entró en un café, y mientras almorzaba consultó el Almanaque del comercio. Había en él trescientos Arnoux, pero no Jacques Arnoux. ¿Dónde, pues, habitaban? Pellerin debía de saberlo. Se trasladó a su taller, todo lo alto del barrio Poissonnière. Como la puerta no tenía ni campanilla ni picaporte, dio puñetazos, llamó y gritó. Únicamente le contestó el vecino.

Pensó enseguida en Hussonnet. Pero ¿dónde encontrar un hombre semejante? Una vez le había acompañado hasta la casa de su amante, calle Fleurus. Llegado a la calle Fleurus, Frédéric se apercibió de que ignoraba el nombre de la señorita.