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100 Clásicos de la Literatura

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Una nube de pólvora flotaba en el aire. Frédéric y Deslauriers iban en medio de la gente, despacio, cuando los detuvo un espectáculo: Martinon tomaba el camino del depósito de los paraguas; acompañaba a una mujer de unos cincuenta años, fea, magníficamente vestida y de un rango social problemático.

—Ese mozo —dijo Deslauriers— es menos simple de lo que parece. Pero ¿dónde está Cisy?

Dussardier les señaló el café, donde vieron al hijo de los bravos delante de un tazón de ponche, en compañía de un sombrero rosa.

Hussonnet, que se había ausentado hacía cinco minutos, se presentó en aquel momento. Una joven se apoyaba en su brazo, llamándole en voz muy alta:

—¡Gatito mío!

—No —le decía él—; en público, no; llámame vizconde. Esto da tono, género caballero Luis Trece y botas flexibles, que me agrada. Sí, amigos míos; unas relaciones antiguas. ¿No es verdad que es guapa? —Y le cogía el mentón—. Saluda a estos señores; todos son hijos de pares de Francia; los trato para que me nombren embajador.

—¡Qué loco es usted! —repuso la señorita Vatnaz.

Y rogó a Dussardier que la acompañara hasta su puerta.

Arnoux los vio alejarse, y, volviéndose después a Frédéric, le dijo:

—¿Le gustaría a usted la Vatnaz? No es usted franco en este punto. Creo que oculta usted sus amores.

Frédéric se puso pálido y contestó que no ocultaba nada.

—Es que no se le conoce a usted amante —replicó Arnoux.

Frédéric tuvo ganas de citar un nombre al azar. Pero la historia podían contársela «a ella», y respondió que, efectivamente, no tenía amante.

El comerciante se lo censuró.

—Esta noche era buena ocasión. ¿Por qué no ha hecho usted como los demás, que se van todos con una mujer?

—Bueno. ¿Y usted? —dijo Frédéric, impacientado por tal insistencia.

—Yo, hijo mío, soy diferente; me voy a buscar la mía.

Llamó un coche y desapareció.

Los dos amigos se fueron a pie. Soplaba un viento este; no hablaban ni el uno ni el otro. Deslauriers se lamentaba de no haber brillado ante el director de un periódico, y Frédéric se unía en su tristeza.

Por fin, dijo que el baile le parecía estúpido.

—¿De quién es la culpa? Si no te nos hubieras escapado por tu Arnoux…

—Cuanto yo hubiera podido hacer, hubiera sido completamente inútil.

Pero el pasante tenía sus teorías: era suficiente para obtener las cosas desearlas formalmente.

—Sin embargo, tú mismo, hace un instante…

—Bastante me importaba —dijo Deslauriers, cortando en redondo la alusión—. ¿Es que me voy a enredar con las mujeres?

Y declamó contra sus travesuras, sus necedades; en resumen, que le desagradaban.

—No las busques entonces —dijo Frédéric.

Deslauriers se calló; pero de repente exclamó:

—¿Quieres apostar cien francos a que logro la primera que pase?

—Sí; acepto.

La primera que pasó fue una repugnante mendiga. Y ya desesperaban de la casualidad, cuando en el centro de la calle Rívoli vieron a una chica alta que llevaba en la mano una cajita.

Deslauriers se le acercó debajo de los arcos; ella se dirigió bruscamente por el lado de las Tullerías y tomó luego por la plaza del Carrousel, lanzando miradas a izquierda y derecha. Corrió hacia su coche; pero Deslauriers la alcanzó; iba a su lado hablándole con gestos expresivos. Por fin aceptó ella su brazo, y continuaron a lo largo de los muelles. Después, a la altura del Châtelet, durante veinte minutos por lo menos, se pasearon por la acera como dos marinos que hacen su guardia. Pero de repente atravesaron el puente de Change, el mercado de las Flores y el muelle Napoleón. Frédéric entró detrás; Deslauriers le hizo comprender que los molestaría y que siguiera su ejemplo.

—¿Cuánto tienes todavía?

—Diez francos.

—¡Basta! Buenas noches.

Frédéric se admiró de ver el éxito de aquella broma.

«Se burla de mí —pensó—. ¡Vamos! Deslauriers creería, quizá, que le envidiaría aquel amor. Como si yo no tuviera uno, y cien veces más raro, más noble, más fuerte».

Una especie de cólera le lanzaba, y llegó delante de la puerta de la señora Arnoux.

Ninguna de las ventanas correspondía a sus habitaciones; sin embargo, permanecía con la vista fija en la fachada, como si hubiera creído que por aquella contemplación podían agujerearse los muros. En aquel instante, sin duda, descansaba tranquila, como flor dormida, con sus hermosos cabellos negros entre los encajes de la almohada, los labios entreabiertos, la cabeza sobre uno de los brazos.

La cabeza de Arnoux surgió y Frédéric se alejó para huir de aquella visión. El consejo de Deslauriers se presentó a su memoria. Se horrorizó y anduvo errante por las calles.

Cuando se adelantaba un transeúnte, procuraba distinguir sus facciones; de cuando en cuando, un rayo de luz pasaba entre sus piernas, describiendo en la superficie del piso un inmenso cuarto de círculo, y un hombre aparecía en la sombra con su cesta y su farol. El viento, en ciertos sitios, sacudía el cañón de hierro de una chimenea; se oían sonidos lejanos, mezclándose con el zumbido de su cabeza, y creía escuchar en los aires el vago ritornello de las contradanzas.

El movimiento de su marcha sostenía aquella embriaguez. Pronto se encontró en el puente de la Concorde.

Entonces se acordó de aquella noche del invierno anterior, en que, saliendo de casa de ella por primera vez, le había sido preciso detenerse: tan fuertemente palpitaba su corazón a la presión de sus esperanzas. ¡Todas habían muerto ya!

Algunas oscuras nubes ocultaban la luna; la contemplaba soñando con la magnitud de los espacios, con la miseria de la vida, con lo vacío de todo. Amaneció; castañeteaban sus dientes; y medio dormido, mojado por la niebla y enteramente lleno de lágrimas, se preguntó por qué no acabar allí; solo un movimiento era necesario. El peso de su frente le arrastraba, veía flotar su cadáver sobre el agua; Frédéric se inclinó. El parapeto era un poco ancho, y por laxitud de su ánimo, no intentó salvarlo.

Se sobrecogió de temor; volvió a los bulevares y se dejó caer sobre un banco; los agentes de policía le despertaron, convencidos de que estaba beodo.

Se puso de nuevo en marcha; pero como tenía mucha hambre y todos los restaurantes estaban cerrados, se fue a cenar a un bodegón de los mercados; después de lo cual, juzgando que aún era demasiado pronto, se paseó por los alrededores de la casa-ayuntamiento hasta las ocho y cuarto.

Deslauriers hacía mucho tiempo que había despedido a la doncella y escribía en la mesa, en medio del cuarto. Hacia las cuatro entró el señor Cisy.

Gracias a Dussardier, la noche anterior se vio con una señora, y hasta la acompañó en coche, con su marido, a la puerta de su casa, en que ella le dio cita. De allí venía. No conocían aquel nombre.

—¿Qué quiere usted que le haga yo? —dijo Frédéric.

Entonces, el noble habló de la señorita Vatnaz, de la andaluza y de todas las demás. Por fin, con muchas perífrasis, expuso el objeto de su visita: confiando en la discreción de su amigo, venía a que le auxiliase en un paso, después del cual se consideraría definitivamente como un hombre; y Frédéric no lo rehusó. Contó la historia a Deslauriers sin decir la verdad en lo que personalmente le concernía.

El pasante dijo que iba ahora muy bien. Aquella deferencia a sus consejos aumentó su buen humor.

Por ella había seducido desde el primer día a la señorita Daviou (Clémence), bordadora de oro para uniformes militares, la persona más dulce del mundo y esbelta como una caña, con grandes ojos azules, siempre embobados. El pasante abusaba de su candor hasta hacerle creer que estaba condecorado: adornaba su levita con una cinta encarnada en sus entrevistas; pero se la quitaba en público para no humillar a su principal, decía. Por lo demás, la tenía a distancia, se dejaba acariciar como un pachón y la llamaba «hija del pueblo», como en broma. Ella le traía siempre ramitos de violetas.

Frédéric habría querido un amor semejante.

Sin embargo, cuando salían del brazo para ir al gabinete de la casa de Pinson o de la de Barillot, sentía una singular tristeza. Frédéric no sabía cuánto, desde hacía un año, había hecho sufrir a Deslauriers cuando se cepillaba las uñas, antes de ir a comer a la calle Choiseul.

Una noche, de lo alto de su balcón los veía salir, y de lejos, a Hussonnet en el puente de Arcole. El bohemio se puso a llamar a Frédéric por señas y este bajó sus cinco pisos.

—He aquí la cosa: el sábado próximo, veinticuatro, son los días de la señora Arnoux.

—¿Cómo? ¡Si se llama Marie!

—Y Angèle también. ¡Qué importa! La fiesta se dará en su casa de campo de Saint-Cloud. Estoy encargado de prevenirle a usted. Encontrará usted vehículo a las tres en el periódico. Quedamos en eso; dispense usted que le haya molestado. ¡Pero tengo tantas cosas que hacer…!

Frédéric no había dado un paso, cuando su portero le entregó una carta:

«El señor y la señora Dambreuse ruegan al señor F. Moreau que les dispense el honor de venir a comer a su casa el sábado 24 del corriente. (Se suplica contestación)».

«Demasiado tarde», pensó. Sin embargo, enseñó la carta a Deslauriers, que exclamó:

—¡Por fin! Pero no pareces contento. ¿Por qué?

Frédéric vaciló un momento y dijo que tenía para aquel mismo día otra invitación.

—Hazme el favor de echar a rodar la calle Choiseul. Nada de tonterías; contestaré por ti, si no te molesta. —Y el pasante escribió aceptando en tercera persona.

No habiendo visto sociedad jamás sino a través de la fiebre de sus ansias, se la imaginaba como una creación artificial, funcionando en virtud de leyes matemáticas. Una comida de convite, el encuentro de un hombre, la sonrisa de una mujer linda, por una serie de actos, consecuencia los unos de los otros, producen gigantescos resultados. Ciertos salones parisienses eran como esas máquinas que toman la materia en estado bruto y la devuelven centuplicada en valor. Creía en las cortesanas que aconsejaban a los diplomáticos, en los matrimonios ricos logrados por las intrigas, en el genio de los galeotes, en las docilidades del azar bajo la mano de los fuertes. Por fin, estimaba el trato de los Dambreuse de tal modo útil, y habló tan bien del asunto, que Frédéric no sabía ya qué hacer.

 

De todas maneras, puesto que era el santo de la señora Arnoux, debía llevarle un regalo; y pensó, naturalmente, en una sombrilla para reparar su torpeza. Encontró una marquesa de seda tornasolada, con un puño de marfil cincelado que llegaba de la China; pero aquello costaba ciento setenta y cinco francos y no tenía un céntimo, pues hasta estaba viviendo a crédito sobre la usura de su próximo trimestre. Sin embargo, la quería con empeño, y a pesar de su repugnancia, recurrió a Deslauriers, que le respondió que no tenía dinero.

—Lo necesito —dijo Frédéric—, lo necesito verdaderamente.

Y como el otro repitió la misma excusa, se acaloró:

—Bien podrías alguna vez…

—¿Qué…?

—Nada.

El pasante había comprendido. Sacó de sus reservas la suma en cuestión, y cuando la hubo vaciado, moneda a moneda, dijo:

—No te pido que me la devuelvas, puesto que vivo a tus expensas.

Frédéric se abalanzó a su cuello con mil expresiones afectuosas; Deslauriers permaneció frío. Al día siguiente, viendo la sombrilla sobre el piano, preguntó:

—¡Ah! ¿Era para eso?

—Quizá la envíe —dijo cobardemente Frédéric.

La casualidad le sirvió, porque aquella tarde recibió un billete de luto en que la señora de Dambreuse le anunciaba la pérdida de un tío, excusándose de diferir para más adelante el placer de conocerle.

Desde las dos se encontraba en la oficina del periódico. En lugar de esperarle para llevarle en su coche, Arnoux se había marchado la víspera, no resistiendo más a su necesidad de aire libre.

Todos los años, desde las primeras hojas, durante muchos días seguidos, se iba al campo por la mañana, hacía largas excursiones a campo traviesa, bebía leche en las haciendas, bromeaba con los aldeanos, se informaba de las cosechas y se llevaba en su pañuelo las ensaladas. Por fin, realizando un sueño antiguo, se había comprado una casa de campo.

Mientras Frédéric hablaba con el dependiente, se presentó la señorita Vatnaz y se mostró muy contrariada de no ver a Arnoux, que permanecería allá todavía dos días quizá. El dependiente le aconsejaba «que fuera allí»: ella no podía ir; que escribiera una carta: temía que la carta se perdiera. Frédéric se ofreció a llevarla él mismo; la escribió rápidamente, y le rogó que no la entregase delante de testigos.

Cuarenta minutos después llegaba a Saint-Cloud.

La casa, cien pasos más allá del puente, estaba situada en mitad de la colina. Los muros del jardín quedaban escondidos por dos hileras de tilos, y una extensa pradera bajaba hasta el borde del río. La puerta de la verja estaba abierta, y Frédéric entró.

Arnoux, tendido en la hierba, jugaba con unos gatitos recién nacidos. Aquella distracción parecía absorberle por completo. De ella le sacó la carta de la señorita Vatnaz.

—¡Diablo, diablo! Esto es fastidioso; tiene razón: es preciso que vaya.

Después, habiendo metido la misiva en el bolsillo, sintió gran placer en enseñar su dominio; lo enseñó todo: la caballeriza, la cochera, la cocina. El salón estaba a la derecha y hacia el lado de París; daba a una baranda en forma de enrejado que ostentaba una clemátide. En esto, por encima de sus cabezas, se oyó un trino, y era que la señora Arnoux, creyéndose sola, se entretenía cantando, haciendo escalas, gorjeos, arpegios. Lanzaba notas sostenidas, que parecían quedar en suspenso; otras caían precipitadamente, como las gotas de una cascada; y su voz, pasando por la celosía, cortaba el profundo silencio, elevándose hacia el cielo azul.

Se calló de repente, cuando los señores Oudry y dos vecinos se presentaron.

Después, ella misma vino a lo alto de la escalera, enseñando el pie al bajarla. Llevaba zapatitos escotados de piel encarnada, con tres listas transversales, que dibujaban en su media una especie de rejilla dorada.

Los invitados llegaron. Y excepto el señor Lefaucheux, abogado, eran los mismos convidados de los jueves. Cada cual había traído su regalo: Dittmer, una banda asiria; Rosenwald, un álbum de romanzas; Burieu, una acuarela; Sombaz, su propia caricatura, y Pellerin, un apunte al carbón que representaba una especie de danza macabra, repugnante fantasía de mediana ejecución. Hussonnet se creyó dispensado de todo presente.

Frédéric esperó a ser el último para ofrecer el suyo. Ella le dio las gracias, y dijo él entonces:

—Es que… era casi una deuda. ¡Me contrarió tanto!

—¿El qué? —contestó ella—. No comprendo.

—¡A la mesa! —dijo Arnoux, cogiéndole por el brazo, y al oído—: No es usted muy listo.

Nada tan agradable como el comedor, pintado de color verde mar. En uno de los extremos, una ninfa de piedra introducía su pie en una fuente en forma de concha. Por las ventanas abiertas se veía todo el jardín, con la larga pradera que flanqueaba un pino de Escocia, en sus tres cuartas partes despojado y en que brotaban desigualmente macizos de flores; y más allá del río se desarrollaban, en ancho semicírculo, el bosque de Boulogne, Nevilly, Sèvres, Meudon. Delante de la verja, enfrente, un bote de vela daba sus abordadas.

Primeramente se habló de aquella vista que tenían, después del paisaje en general, y las discusiones empezaban cuando Arnoux dio orden a su criado de enganchar la americana hacia las nueve y media. Una carta de su cajero le llamaba.

—¿Quieres que me vuelva contigo? —dijo la señora.

—Sí, por cierto. —Y haciendo un galante saludo, añadió—: Bien sabe usted, señora, que no puedo vivir sin usted.

Todos la cumplimentaron por el buen marido que tenía.

—Es que no soy yo sola —replicó dulcemente, señalando a su hijita.

Después, la conversación volvió sobre la pintura.

Se habló de un Ruysdaël, del que Arnoux esperaba obtener sumas importantes. Y Pellerin preguntó si era verdad que el famoso Saül Mathias, de Londres, había ido el mes anterior a ofrecerle veintitrés mil francos.

—Nada más exacto. —Y volviéndose hacia Frédéric, dijo—: Es aquel mismo caballero que yo paseaba el otro día en el Alhambra, bien a pesar mío, lo aseguro, porque esos ingleses no son divertidos.

Frédéric, sospechando de la carta de la señorita Vatnaz alguna historia de mujeres, se admiraba de la naturalidad del señor Arnoux para encontrar un medio honroso de largarse; pero su nueva mentira, absolutamente inútil, le hizo abrir desmesuradamente los ojos.

El comerciante añadió con el aire más sencillo:

—¿Cómo se llama aquel joven alto, amigo de usted?

—Deslauriers —contestó apresuradamente Frédéric.

Y para reparar las faltas que había cometido con él, le elogió como inteligencia superior.

—¿De veras? Pues no tiene el aire de buen muchacho que el otro, el dependiente de transportes.

Frédéric maldijo a Dussardier, porque ella iba a creer que se codeaba con gentes ordinarias.

Luego se trató de los embellecimientos de la capital, de los barrios nuevos, y el buen hombre de Oudry citó entre los grandes especuladores al señor Dambreuse.

Frédéric, aprovechando la ocasión de hacerse valer, dijo que le conocía. Pero Pellerin se lanzó a una catilinaria contra los horteras, vendedores de bujías o de plata, entre los cuales no veía diferencia. Después, Rosenwald y Burieu se ocuparon de porcelanas; Arnoux, de jardinería con la señora Oudry; Sombaz, bufón de la antigua escuela, se entretenía en hacer bromas a su esposo, llamándole Odry, como el actor, declarando que debía descender de Oudry, el pintor de los perros, porque el hueso de los animales era visible en su frente; hasta quiso tocarle el cráneo, a lo que el otro se opuso por causa de su peluca. Y el postre acabó en carcajadas.

Cuando hubieron tomado el café, bajo los tilos, fumado y dadas muchas vueltas por el jardín, fueron a pasear a lo largo del río.

La concurrencia se detuvo ante un pescador que limpiaba unas anguilas. La señorita Marthe quiso verlas; él vació su cesta sobre la hierba, y la chiquilla se hincó de rodillas para cogerlas, riendo de gusto y gritando de miedo; todas se perdieron, y Arnoux las pagó.

Enseguida se le ocurrió la idea de dar un paseo en bote.

Uno de los lados del horizonte empezaba a palidecer, mientras que por el otro un amplio color naranja se extendía por el cielo y aún más purpurino en la cima de las colinas, ya enteramente negras. La señora Arnoux se hallaba sentada en una piedra grande, con aquel resplandor de incendio a su espalda; las restantes personas andaban de acá para allá; Hussonnet, junto al ribazo, tiraba chinas al agua.

Arnoux volvió con una chalupa vieja, donde, a pesar de las observaciones más razonables, apiló a sus convidados; zozobraba y fue preciso desembarcar.

Ya alumbraban las bujías en el salón, vestido de persa, con candelabros de cristal en las paredes. La señora Oudry se dormía nuevamente en una butaca y los demás escuchaban al señor Lefaucheux discutiendo sobre las glorias de la abogacía; la señora Arnoux estaba sola cerca de la ventana: Frédéric se le acercó.

Hablaron de lo que se dice: admiraba ella a los oradores; él prefería la gloria de los escritores. Pero debía de sentirse, decía ella, un goce mucho mayor en conmover a las masas directamente por sí mismo, viendo cómo pasan a sus almas todos los sentimientos del que habla. Aquellos triunfos no tentaban a Frédéric, que carecía de ambición.

—¿Por qué? —dijo ella—. Es preciso tener alguna.

Se hallaban el uno cerca del otro, en pie, en el hueco de la ventana. La noche se extendía delante, como un inmenso velo oscuro sembrado de plata. Aquella era la primera vez que no hablaban de cosas insignificantes. Llegó hasta a conocer sus antipatías y sus gustos: ciertos perfumes le hacían daño; los libros de historia le interesaban; creía en los sueños.

Abordó él el capítulo de las aventuras sentimentales, y ella compadecía los desastres de la pasión, pero le indignaban las infamias hipócritas; y aquella rectitud de espíritu correspondía tan bien con la belleza correcta de su rostro que parecía su consecuencia.

A veces sonreía, deteniendo en él sus ojos un minuto. Entonces Frédéric sentía penetrar sus miradas en su alma, como esos grandes rayos de sol que descienden hasta el fondo del agua. La amaba sin segunda intención, sin esperanza de correspondencia, absolutamente; y en aquellos mudos transportes, parecidos a expansiones de la gratitud, hubiera deseado cubrir su frente de una lluvia de besos. Sin embargo, un soplo interior le arrastraba como fuera de sí; era aquello un deseo de sacrificarse, una necesidad de adhesión inmediata, y tanto más fuerte cuanto que no podía saciarla.

No se marchó con los otros ni Hussonnet tampoco; debían volverse en el coche, y la americana esperaba al pie de la escalera, cuando Arnoux bajó al jardín para coger rosas. Después de atado el ramo con un hilo, como los tallos quedaban desiguales, buscó en su bolsillo, lleno de papeles; sacó uno a la ventura, los envolvió, consolidó su obra con un alfiler grande y lo ofreció a su mujer con una cierta emoción:

—Toma, querida mía. Y perdóname si te he descuidado.

Pero ella lanzó un pequeño grito; el alfiler, torpemente colocado, la había herido, y subió a su habitación. La esperaron cerca de un cuarto de hora; por fin, se presentó, cogió a Marthe y entró en el coche.

—¿Y tu ramo? —dijo Arnoux.

—Déjalo; no merece la pena.

Frédéric corría para ir a buscarlo, y ella exclamó:

—No lo quiero.

Pero lo trajo enseguida, diciendo que acababa de volver a meter los cabos en el sobre porque había encontrado las flores por el suelo. Las puso ella en la funda de cuero del asiento y partieron.

Frédéric, sentado junto a ella, notó que temblaba horriblemente. Después, cuando pasaron el puente, como Arnoux giraba a la izquierda, ella dijo:

—No es por ahí; te equivocas. Por allí, a la derecha.

 

Parecía irritada: todo la molestaba. Por fin, Marthe cerró los ojos, sacó el ramo y lo tiró por la portezuela, cogiendo después el brazo de Frédéric, haciéndole señas con la otra mano de no hablar jamás de aquello. Luego puso su pañuelo sobre sus labios y no chistó más.

Los otros dos, en el pescante, hablaban de imprenta, de suscriptores. Arnoux, que guiaba sin atención, se perdió en medio del bosque de Boulogne, y entraron en caminos estrechos. El caballo iba al paso; las ramas de los árboles rozaban la capota. Frédéric no veía de la señora Arnoux sino sus dos ojos en la sombra; Marthe se echó sobre ella, y él le sostenía la cabeza.

—¿Le molesta a usted? —dijo su madre.

Él contestó:

—No. ¡Oh, no!

Pequeños remolinos de polvo se levantaban; atravesaron Auteuil; todas las casas se hallaban cerradas; algún reverbero, a trechos, alumbraba el ángulo de un muro, volviéndose luego a las tinieblas; en una ocasión advirtió que ella lloraba.

¿Era aquello un remordimiento, un deseo? ¿Qué era? Aquella pena, que no conocía, le interesaba como cosa personal; ahora existía entre ellos un nuevo lazo, una especie de complicidad. Y le dijo con la voz más cariñosa que pudo:

—¿Sufre usted?

—Sí; un poco —contestó.

Rodaba el coche. Y las madreselvas y las siringuillas olorosas brotaban en los jardines, enviando en la noche oleadas de perfumes suaves. Los numerosos pliegues de su vestido cubrían sus pies.

Le parecía comunicar con su persona toda, por medio de aquel cuerpo infantil extendido entre ellos; se inclinó sobre la niña, y separando sus lindos cabellos oscuros, le besó la frente.

—Usted es bueno —dijo la señora Arnoux.

—¿Por qué?

—Porque quiere usted a los niños.

—No a todos.

Y no añadió nada. Pero alargó la mano izquierda hacia ella y la tuvo abierta completamente, figurándose que iba ella a hacer otro tanto, quizá, y que se encontrarían; pero le dio vergüenza y la retiró.

Pronto llegaron al empedrado; el coche andaba más deprisa. Los faroles de gas se multiplicaban: estaban en París. Hussonnet saltó de su sitio delante del guardamueble. Frédéric esperó para bajarse a que estuvieran en el patio, emboscándose luego en la esquina de la calle Choiseul y viendo a Arnoux que volvía en dirección a los bulevares.

Desde el día siguiente se puso a trabajar con todas sus fuerzas. Se veía en un tribunal, en una tarde de invierno, al final de la sesión, cuando los jurados están pálidos y la muchedumbre, excitada, hace crujir las barandillas del pretorio, hablando hacía ya cuatro horas, resumiendo todas sus pruebas, descubriendo otras nuevas y sintiendo a cada frase, a cada palabra, a cada gesto, levantarse la cuchilla de la guillotina, colocada a su espalda; después, en la tribuna de la Cámara, orador que lleva en sus labios la salvación de todo un pueblo, ahogando a sus adversarios con sus prosopopeyas, aplastándolos con una respuesta, con rasgos y entonaciones musicales en la voz, irónico, patético, fogoso, sublime. Ella estaría allí, en algún sitio, en medio de la gente, ocultando con su velo sus lágrimas de entusiasmo; después se juntarían, y los desalientos, las calumnias y las injurias no le alcanzarían si ella le decía: «¡Qué hermoso es eso!», pasándole por la frente sus manos ligeras.

Aquellas imágenes figuraban como faros en el horizonte de su vida. Su espíritu, excitado, se hizo más inteligente y más fuerte. Hasta el mes de agosto se encerró, y logró el aprobado en su último examen.

Deslauriers, a quien había costado tanto trabajo enseñarle una vez para el segundo, a finales de diciembre, y para el tercero, en febrero, se admiraba de su ardor. Entonces renacieron las antiguas esperanzas. En diez años era preciso que Frédéric fuese diputado; en quince, ministro; ¿por qué no? Con su patrimonio, que iba a recoger pronto, podría, primero, fundar un periódico: este sería el principio: después, ya se vería. Él, por su parte, seguía ambicionando siempre una cátedra en la Escuela de Derecho; y presentó su discurso para el doctorado de una manera tan notable, que le valió los plácemes de los profesores.

Frédéric hizo el suyo tres días después. Antes de marcharse de vacaciones se le ocurrió la idea de una comida a escote para cerrar las reuniones de los sábados. Se mostró alegre en ella.

La señora Arnoux se hallaba entonces con su madre en Chartres, pero pronto volvería a verla y acabaría por ser su amante, sin duda alguna.

Deslauriers, admitido aquel mismo día en la parlotte (academia charlatana de jurisprudencia) de Orsay, había hecho un discurso muy aplaudido. Aunque fuera sobrio, Frédéric se alegró y le dijo a Deslauriers, a los postres:

—Tú eres honrado. Cuando yo sea rico te nombraré mi administrador.

Todos eran felices: Cisy no acabaría su derecho; Martinon iba a continuar su tiempo en provincias, donde sería nombrado sustituto; Pellerin preparaba un gran cuadro que representaba el «Genio de la Revolución»; Hussonnet, en la semana próxima, debía leer al director de un teatrito de recreo el plan de una pieza, y no dudaba del éxito:

—Porque el andamio de la obra me lo conceden; las pasiones, he corrido en ellas lo bastante para conocerlas, y los rasgos de ingenio son mi oficio.

Dio un salto, puso las manos en el suelo y anduvo con los pies en alto por algún tiempo alrededor de la mesa.

Aquella gatería no desarrugó el ceño de Sénécal. Acababa de despedirse de su pensión por haber pegado al hijo de un aristócrata. Como aumentaba su miseria, renegaba del orden social, maldecía de los ricos y se desahogaba en el seno de Regimbart, que cada vez estaba más desilusionado, entristecido, disgustado. El ciudadano se ocupaba por entonces de las cuestiones de presupuestos y acusaba a la camarilla de perder millones en Argelia.

Como no podía dormir sin pasar por el cafetín Alexandre, desapareció en cuanto fueron las once. Los otros se retiraron más tarde, y Frédéric, al despedirse de Hussonnet, supo que la señora Arnoux había debido llegar la víspera.

Fue, en consecuencia, a las mensajerías, para cambiar su billete para el día siguiente, y hacia las seis se presentó en casa de ella. Su vuelta, le dijo el portero, se había retrasado una semana. Frédéric cenó solo y luego se puso a pasear por los bulevares.

Las nubes, de color de rosa, formaban una franja por encima de los tejados; empezaban ya a levantar los toldos de algunas tiendas; los carros de riego derramaban su lluvia sobre el polvo, y una inesperada frescura se mezclaba con las emanaciones de los cafés, que dejaban ver por sus puertas abiertas, entre plateados y dorados, flores en canastillos que se dibujaban en los altos espejos. La gente andaba despacio; había grupos de hombres hablando en medio de la acera, y pasaban las mujeres con cierta blancura en los ojos y ese tinte de camelia que da a las carnes femeninas la lasitud de los grandes calores. Algo enorme se extendía envolviendo las casas. Jamás París le pareció tan hermoso. En el porvenir únicamente percibía una interminable serie de años enteramente llenos de amor.

Se detuvo delante del teatro de la puerta de Saint-Martin mirando el anuncio; y para pasar el tiempo tomó un billete.

Se representaba una antigua comedia de magia. Los espectadores eran escasos, y en las lucernas del paraíso la claridad se cortaba en pequeños cristales azules, mientras que los quinqués de la batería del escenario formaban una sola hilera de luces amarillas. La escena figuraba un mercado de esclavos en Pekín, con campanillas, tam-tam, sultanes, gorros puntiagudos y juegos de palabras. Bajado el telón, anduvo por el fumadero, solitario, y admiró en el bulevar, al pie de la escalera, un gran landau verde, tirado por dos caballos blancos que sujetaba un cochero de calzón corto.

Ocupaba de nuevo su sitio, cuando en la baranda del primer palco de proscenio asomaron una señora y un caballero. El marido, de rostro pálido, con una rala barba gris, el botón de la Legión de Honor y ese aspecto glacial que se atribuye a los diplomáticos.