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100 Clásicos de la Literatura

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Frédéric hizo señas de asentimiento; esperaba que Deslauriers hablase. A la menor palabra de admiración se habría extendido ampliamente; se hallaba dispuesto a quererle; el otro seguía callando; por fin, sin contenerse más, le preguntó con aire indiferente lo que le parecía.

Deslauriers no la encontraba mal, aunque nada de extraordinario, sin embargo.

—¿De verdad? —dijo Frédéric.

Llegó el mes de agosto, época de un segundo examen. Según la opinión corriente, debían bastarle quince días para preparar las materias. Frédéric no dudó de sus fuerzas, y se tragó de corrido los cuatro primeros libros del Código de procedimientos, los tres primeros del Código penal, muchos trozos de Instrucción criminal y una parte del Código civil, con las notas de Poncelet. La víspera, Deslauriers le obligó a hacer una recapitulación que duró hasta por la mañana; y para aprovechar el último cuarto de hora, continuó preguntándole mientras caminaban por la calle.

Como se verificaban varios exámenes simultáneamente, había mucha gente en el patio; entre otros, Hussonnet y Cisy; no dejaban de ir a aquellas pruebas cuando se trataba de camaradas.

Frédéric se enderezó la toga negra tradicional; después entró, seguido de la multitud, con otros tres estudiantes, en una gran pieza, a la que daban luz ventanas sin cortinas y con banquetes a lo largo de las paredes. En el centro había sillas de piel alrededor de una mesa, adornada con verde tapete, que separaba a los examinandos de los señores examinadores de toga encarnada, y todos con mangas de armiño y togas de galones dorados.

Frédéric era el penúltimo de la serie: mala posición. En la primera pregunta, sobre la diferencia entre una convención y un contrato, definió una por otro, y el profesor, hombre excelente, le dijo:

—No se turbe usted; tranquilícese.

Después de dos preguntas fáciles y respuestas oscuras, pasó a la cuarta. Frédéric se desconcertó con aquel mal principio. Deslauriers, enfrente, entre el público, le hacía señas de que aún no se había perdido todo; y en la segunda pregunta sobre Derecho criminal pudo pasar; pero después de la tercera, relativa al testamento escrito, el examinador permaneció impasible todo el tiempo, y su angustia aumentó; Hussonnet juntó las manos como para aplaudir, mientras que Deslauriers no cesaba de encogerse de hombros. Por fin llegó el momento en que era preciso responder acerca de los Procedimientos; se trataba de la tercera oposición. El profesor, admirado de haber oído teorías contrarias a las suyas, le preguntó en tono brutal:

—¿Es esa, caballero, la opinión de usted? ¿Cómo concilia usted el principio del artículo mil trescientos cincuenta y uno del Código civil con esa vía de ataque extraordinaria?

Frédéric sentía un fuerte dolor de cabeza, por haber pasado la noche sin dormir. Un rayo de sol, que penetraba por la abertura de una persiana, le daba en la cara. De pie, detrás de la silla, se balanceaba y tiraba del bigote.

—Estoy esperando la respuesta —dijo el hombre de la toga dorada.

Y como le molestaba el gesto de Frédéric, sin duda, añadió:

—No la encontrará usted en su barba.

Aquel sarcasmo causó la risa del auditorio; el profesor, lisonjeado, se dulcificó. Le hizo dos preguntas más sobre la citación y el sumario, bajando la cabeza en señal de aprobación; el acto público había concluido.

Frédéric volvió al vestíbulo.

Mientras el bedel le quitaba la toga, para ponérsela a otro inmediatamente, le rodearon sus amigos, acabando de aburrirle con sus opiniones contradictorias acerca del resultado del examen; muy pronto se proclamó con voz sonora desde la entrada de la sala:

—El tercero… suspenso.

—Encajonado —dijo Hussonnet—. Vámonos…

Delante de la portería encontraron a Martinon, rojo, conmovido, con una sonrisa en los ojos y la aureola de triunfo en la frente. Acababa de pasar sin dificultad su último examen; quedaba solo el discurso; antes de quince días sería licenciado. Su familia conocía a un ministro. Una bonita carrera se le ofrecía.

—Ese te hunde —dijo Deslauriers.

Nada humilla tanto como ver a los tontos triunfar en las empresas donde uno ha tropezado. Frédéric, mortificado, respondió que aquello le importaba poco. Sus pretensiones eran más elevadas, y como Hussonnet parecía marcharse, le llamó aparte para decirle:

—Ni una palabra en casa de ellos, ¿estamos?

El secreto era fácil, puesto que Arnoux al día siguiente se iba de viaje a Alemania.

Al entrar, por la noche, el pasante encontró a su amigo singularmente cambiado; saltaba, silbaba y el otro se admiraba de aquel humor. Frédéric declaró que no iría a casa de su madre y dedicaría sus vacaciones a trabajar.

A la noticia de la marcha de Arnoux, sintió alegría, porque podría presentarse allá abajo, a su gusto, sin temor de verse interrumpido en sus visitas.

La convicción de una seguridad absoluta le daría valor. Por fin no se alejaba, no se separaba de ella. Algo más fuerte que una cadena de hierro le ligaba a París, una voz interior le gritaba que se quedara.

Algunos obstáculos se oponían a este propósito; los venció escribiendo a su madre, confesándole en primer lugar su caída, ocasionada por cambios hechos en el programa, una casualidad, una injusticia; además, todos los grandes abogados (citaba sus nombres) habían suspendido asignaturas; pero pensaba presentarse nuevamente en el mes de noviembre. Y no teniendo tiempo que perder, no iría a casa aquel año. Pedía, además del dinero de un trimestre, doscientos cincuenta francos para repasos de derecho, muy útiles, y todo ello adornado de sentimiento, lamentaciones, gaterías y protestas de amor filial.

La señora Moreau, que le esperaba al día siguiente, se enterneció doblemente. Ocultó la desventura de su hijo, y le contestó «que fuera, a pesar de todo». Frédéric no cedió, y se produjo una disputa. El fin de semana, sin embargo, recibió el dinero del trimestre con la suma destinada a los repasos, que sirvió para pagar un pantalón gris perla, un sombrero de castor blanco y un junco con puño de oro.

Cuando todo estuvo en su poder, pensó:

«¿Será idea de peluquero la que he tenido?», y se sintió presa de gran vacilación.

Para saber si iría a casa de la señora Arnoux lanzó tres veces unas monedas al aire; en todas fue feliz el presagio; la fatalidad, pues, mandaba. Y se hizo llevar en coche a la calle de Choiseul.

Subió deprisa la escalera, tiró del cordón de la campanilla, no sonó, sintiéndose casi desfallecer. Después rompió de otro tirón, furioso, la gruesa borla de seda encarnada; se oyó un repique, que se apaciguó gradualmente, y nada. Frédéric tuvo miedo.

Pegó la oreja a la puerta; ni un soplo. Puso el ojo en el agujero de la cerradura y no vio en la antesala más que dos puntas de caña, en la pared, entre las flores de papel. Por fin, giraba sobre sus talones cuando, cambiando de parecer, dio un golpecito, aquella vez ligero. Se abrió la puerta y, en el umbral, con el pelo enmarañado, la cara carmesí y el aire contrariado, se presentó el mismo Arnoux.

—¡Caramba! ¿Qué diablos le trae a usted? Entre.

Y le introdujo no en el gabinete ni en su cuarto, sino en el comedor, en que se veía sobre la mesa una botella de champán, con dos copas, y en tono brusco preguntó:

—¿Tiene usted algo que pedirme, querido amigo?

—No, nada, nada —balbució el joven, buscando un pretexto a su visita.

Por fin, dijo que había ido a saber noticias suyas, porque le creía en Alemania, según referencias de Hussonnet.

—De ninguna manera —contestó Arnoux—. ¡Qué muchacho tan tonto; todo lo entiende al revés!

Para disimular su turbación, Frédéric se paseaba de izquierda a derecha por la sala. Al tropezar con la pata de una silla dejó caer una sombrilla que estaba encima, rompiéndose el puño de marfil.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Cuánto siento haber roto la sombrilla de la señora Arnoux!

A esta frase, el comerciante levantó la cabeza y se sonrió de un modo singular. Frédéric, aprovechando la ocasión que se le ofrecía de hablar de ella, añadió tímidamente:

—¿Podré verla?

Estaba en su país, al lado de su madre enferma. No se atrevió a preguntar sobre la duración de aquella ausencia, y lo hizo únicamente respecto al país de la señora.

—Chartres. ¿Le sorprende a usted eso?

—¿A mí? ¿Por qué? De ningún modo.

Y no encontraron después de esto nada que decirse. Arnoux, que se había hecho un cigarrillo, daba vueltas alrededor de la mesa, soplando. Frédéric, en pie, junto a la estufa, contemplaba las paredes, el armario, el suelo, mientras en su memoria o, mejor aún, ante sus ojos desfilaban encantadoras imágenes.

Finalmente, decidió marcharse.

Un pedazo de periódico hecho una bola estaba en el suelo de la antesala; Arnoux lo cogió y, alzándose en la punta de los pies, lo metió en la campanilla, para seguir, dijo, su interrumpida siesta.

Después añadió, dándole un apretón de manos:

—Hágame usted el favor de decirle al portero que no estoy.

Y cerró la puerta a su espalda, violentamente.

Frédéric bajó la escalera, deteniéndose en cada escalón. El fracaso de aquella primera tentativa le desanimaba respecto del azar de las demás.

Entonces empezaron tres meses de tedio. Como no tenía ningún trabajo, la ociosidad aumentaba su tristeza.

Gastaba las horas en mirar, desde lo alto de su balcón, el río que corría entre los muelles cenicientos, negruzcos, de trecho en trecho, por las junturas de los albañales, con un pontón de lavanderas amarrado a la orilla, donde a veces se entretenían los pilluelos en bañar un perrillo, junto al fango.

 

Sus ojos, dejando a la izquierda el puente de piedra de Notre-Dame, y tres puentes colgantes, se dirigían siempre hacia el muelle de los Ormes, sobre un macizo de árboles añosos, parecidos a los tilos del puerto de Montereau. La torre de Saint-Jacques, la casa-ayuntamiento, Saint Gervais, Saint Louis, Saint Paul se alzaban enfrente, entre los tejados confundidos, y el genio de la columna de julio resplandecía en el oriente como una ancha estrella de oro, mientras que al otro extremo la cúpula de las Tullerías redondeaba en el cielo su pesada masa azul.

Detrás de esto debía de estar situada la casa de la señora Arnoux.

Volvía a entrar en su cuarto, y luego, echado en el diván, se abandonaba a una meditación desordenada: planes de trabajo, proyectos de vida, incursiones en el futuro.

Por fin, para desembarazarse de sí mismo, salía.

Subía, sin rumbo, por el Barrio Latino, tan tumultuoso de costumbre, pero desierto en aquella época, porque los estudiantes se habían marchado a sus casas.

Los grandes muros de los colegios, como ensanchados por el silencio, tenían un aspecto más sombrío todavía; se oían toda especie de ruidos apacibles, el batir de alas en jaulas, el chirrido de un torno, el martillo de un zapatero, y los ropavejeros, en medio de las calles, miraban a las ventanas inútilmente. En el fondo de los cafés solitarios, la señora del mostrador bostezaba entre sus botellas llenas; los periódicos permanecían ordenados sobre la mesa de los gabinetes de lectura; en el taller de las planchadoras se movía la ropa blanca al soplo de la templada brisa.

De cuando en cuando, Frédéric se paraba delante de la muestra de un librero de viejo; un ómnibus que pasaba rozando la acera le hacía volverse, y al llegar al Luxemburgo se detenía.

Algunas veces la esperanza de una distracción le atraía a los bulevares. Después de sombrías callejuelas que exhalaban frescuras húmedas, llegaba a grandes plazas desiertas, resplandecientes de luz, y en las que los monumentos dibujaban al borde del friso encajes de sombra negra. Pero las carretas, las tiendas que empezaba a encontrar y la multitud le aturdían, sobre todo el domingo; desde la Bastilla hasta la Madeleine era aquello una inmensa oleada ondulante sobre el asfalto, en medio del polvo, en un rumor continuo; se sentía enteramente descorazonado por la bajeza de los tipos, la necedad de las frases, la imbécil satisfacción que transpiraban las sudorosas frentes.

Sin embargo, la conciencia de valer más que aquellos hombres atenuaba la fatiga de mirarlos.

Iba todos los días al Arte Industrial, y para saber cuándo volvería la señora Arnoux se informaba de su madre muy detenidamente. La respuesta de Arnoux no variaba: «continuaba la mejoría»; su mujer y la pequeña estarían de regreso la semana próxima. Cuanto más tardaba en llegar, más inquietud manifestaba Frédéric, tanto que Arnoux, enternecido por tanto afecto, le llevó cinco o seis veces a comer al restaurante.

Frédéric, en aquellas largas entrevistas, comprendió que el comerciante de pintura no era muy ingenioso. Arnoux podía quizá advertir aquel enfriamiento, y además era ocasión de devolverle un poco sus finuras.

Queriendo hacer las cosas muy bien, vendió a un prendero todos sus trajes nuevos por ochenta francos, y con otros ochenta que le quedaban fue a casa de Arnoux para llevarle a comer. Allí estaba Regimbart, y se dirigieron a los Tres Hermanos Provenzales.

El ciudadano empezó por quitarse la levita, y, seguro de diferenciarse de los otros dos, redactó la lista. Pero aunque se trasladó a la cocina para hablar por sí mismo al jefe, bajó a la bodega, cuyos rincones todos conocía, e hizo subir al dueño del establecimiento, al cual «dio un buen jabón»; no quedó contento ni de los platos, ni de los vinos, ni del servicio. A cada plato nuevo, a cada botella diferente, desde el primer bocado, desde el primer sorbo, dejaba caer su tenedor o rechazaba lejos la copa; después, apoyando los codos sobre el mantel todo lo largo de su brazo, gritaba que no se podía ya comer en París. Por fin, no sabiendo qué imaginar por su boca, Regimbart pidió judías en aceite, sencillamente, las cuales, aunque solo a medias, le apaciguaron un poco. Luego sostuvo con el camarero un diálogo sobre los antiguos mozos de los Provenzales. ¿Qué se había hecho de Antoine? ¿Y un tal Eugène? ¿Y Theódore, el pequeño, que servía siempre abajo? ¡Había en aquel tiempo allí una mesa muy diversamente distinguida y botellas de borgoña como ya no se beberán!

Enseguida se trató del valor de los terrenos en las afueras, una especulación de Arnoux, infalible. La espera perjudicaba sus intereses. Puesto que no quería vender a ningún precio, Regimbart le fijaría alguno, y aquellos dos señores hicieron, con un lápiz, cálculos hasta el final de los postres.

Se fueron a tomar café al pasaje Saumon, en el entresuelo de un cafetín. Frédéric asistió de pie a interminables partidas de billar, mezcladas con sendos vasos de cerveza; y allí permaneció, sin saber por qué, por encogimiento, por tontería, en la esperanza confusa de algún acontecimiento favorable a su amor.

¿Cuándo volvería a verla? Frédéric se desesperaba; pero una noche, a finales de noviembre, Arnoux le dijo:

—¿Sabe usted? Mi mujer volvió ayer.

Al día siguiente, a las cinco, entraba en su casa.

Empezó por felicitarla a propósito de su madre, cuya enfermedad había sido tan grave.

—No; ¿quién se lo ha dicho a usted?

—Pues Arnoux.

Ella dijo «¡ah!» suavemente, y añadió que al principio había sentido serios temores, que ya desaparecieron.

Se hallaba cerca del fuego, en la mecedora de tapicería; él, en el canapé, con su sombrero entre las rodillas, y la conversación fue penosa, abandonada por ella a cada minuto, no encontrando él coyuntura para introducir en la charla sus sentimientos. Pero lamentándose de estudiar los Procedimientos, ella replicó:

—Sí… concibo… los negocios… —bajando la cabeza, absorta de repente en sus reflexiones.

Él se sentía sediento de conocerlas, y hasta no pensaba en otra cosa. El crepúsculo formaba sombras a su alrededor.

Ella se levantó, pues tenía un encargo que hacer; luego se presentó con una capota de terciopelo y una capa negra, guarnecida de marta. Él se atrevió a ofrecerle acompañarla.

No se veía nada ya; el tiempo era frío, y una espesa niebla, esfumando la fachada de las casas, emponzoñaba el aire. Frédéric lo aspiraba con delicia, porque sentía a través del algodón del abrigo la forma de su brazo; y su mano aprisionada en un guante de gamuza de dos botones, su manecita, que hubiera cubierto de besos, se apoyaba en su manga. Por causa de lo resbaladizo del suelo, oscilaban un poco; le parecía a él que iban ambos mecidos por el viento, en medio de una nube.

El brillo de las luces, en el bulevar, le devolvió a la realidad. La ocasión era buena; apremiaba el tiempo; se fijó el espacio hasta la calle de Richelieu para declarar su amor. Pero casi al punto, delante de un almacén de porcelanas, se detuvo resueltamente ella, diciéndole:

—Ya estamos; mil gracias. Hasta el jueves, ¿no es verdad?, como de costumbre.

Las cenas empezaron de nuevo, y cuanto más trataba a la señora Arnoux, más aumentaban sus languideces. La contemplación de aquella mujer le enervaba, como el uso de un perfume demasiado fuerte. Aquello llegaba hasta las profundidades de su temperamento, y se convertía casi en una manera general de sentir, un nuevo modo de existir.

Las prostitutas que encontraba a la luz del gas, las cantantes ensayando sus notas, las artistas ecuestres en sus caballos a galope, las burguesas a pie, las costureras en su ventana, todas las mujeres le recordaban a aquella, por semejanzas o por contrastes violentos. Miraba en las tiendas los casimires, los encajes y las arracadas de pedrería, imaginándolas colocadas sobre sus hombros, cosidas a su cuerpo, lanzando sus fuegos en sus cabellos negros. En las cestas de las vendedoras, las flores se ofrecían para que ella las eligiese al pasar; en los escaparates de los zapateros las pequeñas pantuflas de raso cerradas de pluma de cisne parecían esperar su pie; todas las calles conducían a su casa; los coches se estacionaban en las plazas, únicamente para ir allá más deprisa; París se refería a su persona, y la gran ciudad, con todas sus voces, sonaba como orquesta inmensa alrededor de ella.

Cuando iba al Jardín Botánico, la vista de una palmera le arrastraba hacia países lejanos. Viajaban juntos, sobre los dromedarios, bajo las tiendecillas de los elefantes, en la cámara de un yate por azules archipiélagos, o uno al lado del otro en dos mulas con campanillas, que tropezaban en las hierbas o contra columnas en pedazos. A veces se detenía en el Louvre, delante de cuadros antiguos, y su amor regresaba hasta los siglos pasados, encarnando a los personajes de las pinturas. Adornada con un tocado alto, oraba ella de rodillas detrás de una vidriera de colores. Señora de Castilla o de Flandes, permanecía sentada, con una gorguera almidonada y un corsé de grandes bullones. Luego bajaba por alguna gran escalera de pórfido, en medio de los senadores, bajo un dosel de plumas de avestruz, con un traje de brocado. Otras veces soñaba que la veía con pantalón de seda amarilla en los cojines de un harén; y todo lo que era hermoso, el brillo de las estrellas, ciertos aires de música, el sentido de una frase, un contorno, la llevaban a su pensamiento de una manera brusca e insensible.

En cuanto a intentar hacerla su amante, seguro estaba de que sería vana toda tentativa.

Una noche, Dittmer, al llegar, la besó en la frente; Lovarias hizo lo propio, diciendo:

—Usted lo consiente, ¿no es verdad?, según privilegio de los amigos.

Frédéric balbució:

—Me parece que todos somos amigos.

—No todos viejos —contestó ella.

Aquello era rechazarle de antemano, indirectamente.

¿Qué hacer, por otra parte?

¿Decirle que la amaba?

Le despediría, indudablemente; o bien, indignándose, le arrojaría de su casa.

Él prefería todos los dolores al horrible temor de no verla más.

Envidiaba el talento de los pianistas, los chirlos de los militares; deseaba una enfermedad peligrosa, esperando interesarla de aquel modo.

Una cosa le admiraba: que no estaba celoso de Arnoux; y no se la podía imaginar sino vestida; tan natural le parecía su pudor, y apartaba su sexo a una misteriosa sombra.

Sin embargo, pensaba en la dicha de vivir con ella, de tutearla, de pasarle la mano suavemente por sus cabellos, o de estar en el suelo, de rodillas, con ambos brazos alrededor de su cintura, bebiendo su alma en sus ojos.

Preciso habría sido para esto subvertir el destino; e incapaz de acción, maldiciendo a Dios y acusándose de su cobardía, se revolvía en su deseo, como un prisionero en su calabozo. Una angustia permanente le ahogaba; permanecía horas enteras inmóvil o estallaba en lágrimas; y un día, que no tenía fuerzas para contenerse, Deslauriers le dijo:

—Pero… ¡por Dios! ¿Qué es lo que tienes?

Frédéric sufría de los nervios. Deslauriers no lo creyó.

Ante semejante dolor había sentido despertarse su ternura y le consoló.

Un hombre como él dejarse abatir, ¡qué tontería! Pase en la juventud; pero más tarde era perder el tiempo.

—Me estropeas a mí, Frédéric. Prefiero al antiguo muchacho y siempre igual; me gustaba. Vamos, fuma una pipa, animal. Muévete un poco; me das pena.

—¡Es verdad! —dijo Frédéric—. ¡Estoy loco!

El pasante replicó:

—¡Ah, viejo trovador! Bien sé lo que te aflige. ¿El corazoncito? Confiésalo. ¡Bah! Una perdida, cuatro halladas. Uno se consuela de las mujeres virtuosas con las otras. ¿Quieres que te haga conocer mujeres? No tienes más que venir al Alhambra.

Era este un baile público, abierto recientemente en lo alto de los Campos Elíseos, y que se arruinó desde la segunda temporada por un lujo prematuro en ese género de establecimientos.

—Parece que allí se divierte uno —continuó Deslauriers—. Vamos allí. Tráete a tus amigos, si quieres; te permito hasta a Regimbart.

Frédéric no invitó al ciudadano.

Deslauriers se privó de Sénécal; llevaron únicamente a Hussonnet, y Cisy con Dussardier, y el mismo coche los condujo a los cinco a la puerta del Alhambra.

Dos galerías árabes se extendían a derecha e izquierda, paralelamente. La pared de una casa, enfrente, ocupaba todo el fondo, y en el cuarto de al lado, el del restaurante, figuraba un claustro gótico con vidrios de colores. Una especie de techumbre china cubría el estrado en que tocaban los músicos; el suelo de alrededor se hallaba asfaltado, y faroles venecianos colgados de las columnas formaban a las cuadrillas, desde lejos, una corona de fuegos multicolores. Varios pedestales a trechos sostenían tazas de piedra, de las que saltaba un hilillo delgado de agua. Se veían entre el follaje estatuas de yeso. Hebes o Cupidos enteramente pegajosos de pintura al óleo; y las avenidas numerosas, alfombradas de arena muy amarilla, cuidadosamente tamizada, hacían parecer el jardín más vasto de lo que era.

 

Estudiantes paseaban a sus amantes, dependientes de novedades se pavoneaban con un bastón entre los dedos; colegiales fumaban regalías; viejos célibes acariciaban con un peine su barba teñida; había allí ingleses, rusos, gentes de la América del Sur, tres orientales; loretas, costureras y muchachas habían ido allí esperando encontrar un protector, una moneda de oro, o sencillamente por el placer del baile; y sus trajes de túnica verde mar, azul, cereza o violeta pasaban, se agitaban entre los ébanos y los lilos. Casi todos los hombres llevaban telas de cuadros; algunos, pantalones blancos, a pesar de la frescura de la noche. Se encendían los faroles de gas.

Hussonnet, por sus relaciones con los periódicos de modas y los teatrillos, conocía muchas mujeres, a las que enviaba besos con las puntas de los dedos, y de cuando en cuando dejaba a sus amigos y se iba a hablar con ellas.

Deslauriers tuvo envidia de aquellas maneras y abordó cínicamente a una rubia alta, vestida de mahón.

Después de haberse fijado en él con aire desapacible, le dijo:

—No; nada de confianzas, buen hombre.

Y giró sobre sus talones.

Se dirigió entonces a una morena gruesa, que estaba loca, indudablemente, porque saltó desde la primera palabra amenazándole, si continuaba, con llamar a los municipales. Deslauriers se esforzó por reír, y descubriendo, seguidamente, a una mujer pequeña sentada algo aparte, debajo de un reverbero, le propuso una contradanza.

Los músicos, encaramados en el estrado, en posturas de monos, arañaban y soplaban impetuosamente. El director de orquesta, en pie, llevaba el compás de una manera automática. La gente, amontonada, se divertía; las cintas desatadas de los sombreros rozaban las corbatas, las botas se escondían en las faldas; todo aquello saltaba cadenciosamente. Deslauriers estrechaba a la mujer pequeñita, y arrebatado por el delirio del cancán, se revolvía en medio de las cuadrillas como un gran polichinela. Cisy y Dussardier seguían su paseo; el joven aristócrata miraba a las chicas, y a pesar de las exhortaciones del dependiente, no se atrevía a hablarles, figurándose que había siempre detrás de aquellas mujeres un hombre escondido en el armario con una pistola, y que sale para obligarle a uno a que firme letras de cambio.

Volvieron junto a Frédéric. Deslauriers ya no bailaba, y todos se preguntaban cómo acabarían la noche, cuando Hussonnet gritó:

—¡Anda! La marquesa de Amaëgui.

Era esta una mujer pálida, de nariz remangada, con mitones hasta los codos y grandes bucles negros, que colgaban por sus mejillas como orejas de perro. Hussonnet le dijo:

—Podríamos organizar una fiestecita en tu casa, una reunión al estilo oriental. Procura recoger a algunas de tus amigas para estos caballeros franceses. ¿Qué es lo que te contraría? ¿Esperas a tu hidalgo?

La andaluza bajaba la cabeza; conociendo las costumbres poco espléndidas de su amigo, tenía miedo de costear ella los refrescos. Por fin, a la palabra dinero, largada por ella, Cisy ofreció cinco escudos, todo su bolsillo; la cosa fue decidida; pero Frédéric no estaba ya allí.

Había creído oír la voz de Arnoux, visto un sombrero de mujer, y se había escondido al punto en un bosquecillo de al lado.

La señorita Vatnaz estaba sola con Arnoux.

—Dispense usted si le molesto.

—De ninguna manera —contestó el comerciante.

Frédéric, a las últimas palabras de su conversación, comprendió que había acudido al Alhambra para tratar con la señorita Vatnaz un negocio urgente, y sin duda Arnoux no se encontraba enteramente tranquilizado cuando le dijo con aire de inquietud:

—¿Está usted completamente segura?

—Completamente segura; le aman a usted. ¡Qué hombre este!

Y le hacía un gesto de burla, sacando sus gruesos labios, casi sanguinolentos a fuerza de estar rojos. Pero tenía unos ojos admirables, felinos, con chispas doradas en las pupilas, llenos de malicia, de amor, de sensualidad. Alumbraban como lámparas la tez algo amarilla de su flaca fisonomía. Arnoux parecía gozar con sus sofiones, se inclinó hasta ella y le dijo:

—Es usted amable, béseme usted.

Y ella, cogiéndole por las orejas, le besó en la frente.

En aquel momento se pararon los bailes, y en el sitio del director de orquesta se presentó un guapo joven, demasiado gordo y de una blancura de cera. Llevaba el pelo negro, muy largo, peinado como Cristo; un chaleco de terciopelo azul con grandes palmas de oro; su aire, orgulloso como el de un pavo real, estúpido como un pavo común; y después de saludar al público, entonó una cancioncilla. Érase un aldeano que contaba su viaje a la capital; el artista hablaba como los de la Baja Normandía; se hacía el borracho, y el refrán

¡Ah! He reído, he reído

en ese holgazán de París

levantaba estrepitoso entusiasmo. Delmas, cantante expresivo, era demasiado maligno para que se le dejara enfriar. Le pasaron rápidamente una guitarra y gimió una romanza titulada El hermano de la albanesa.

La letra le recordó a Frédéric la que cantaba el hombre desharrapado entre los tambores del barco. Sus ojos se fijaron involuntariamente en el bajo del vestido que se hallaba delante.

Después de cada copla seguía una larga pausa, y el soplo del viento en los árboles se asemejaba al ruido de olas.

La señorita Vatnaz, separando con una mano las ramas de un aligustre que le ocultaba el tablado, contemplaba al cantante, fijamente, con las ventanas de la nariz abiertas, las cejas unidas y como perdida en una profunda alegría.

—Muy bien —dijo Arnoux—. Comprendo por qué ha venido usted esta noche al Alhambra. ¿Delmas le gusta a usted, querida?

Ella no quería confesar nada.

—¡Ah, qué pudor!

Y señalando a Frédéric, añadió:

—¿Es por este? Pues no tendría usted razón; no hay muchacho más discreto.

Los otros, que buscaban a su amigo, entraron en el sitio donde Hussonnet los presentó; Arnoux distribuyó los cigarros y regaló sorbetes a la compañía.

La señorita Vatnaz se había puesto encarnada al ver a Dussardier; se levantó enseguida y, alargándole la mano, dijo:

—¿Se acuerda usted de mí, señor Dussardier?

—¿Cómo? ¿La conoce usted? —preguntó Frédéric.

—Hemos estado en la misma casa —contestó él.

Cisy le tiraba de la manga, y se marcharon; apenas se fue, la señorita Vatnaz empezó a elogiar su carácter, y hasta añadió que tenía «el genio del corazón».

Después se habló de Delmas, que podría, con su mímica, alcanzar éxitos en el teatro, y de aquí se suscitó una discusión en que se mezcló Shakespeare, la censura, el estilo, el pueblo, las reglas de la puerta de Saint-Martin, Alejandro Dumas, Victor Hugo y Dumersan. Arnoux había conocido muchas actrices célebres; los jóvenes se acercaban para oírle. Pero sus palabras se apagaban con el ruido de la música; y al punto que la cuadrilla o la polca terminaban, todos se aproximaban a las tablas, llamaban al mozo, reían; las botellas de cerveza y de limonada gaseosa saltaban entre el follaje; las mujeres gritaban como gallinas; a veces, dos señores querían batirse; un ladrón fue detenido.

Al galope, los bailarines entraron en las avenidas. Y los antes sonrientes y con la cara roja desfilaban en torbellino, que levantaba los vestidos y los faldones de los fraques; los trombones rugían más fuerte; el ritmo se aceleraba; detrás del claustro medieval se oyeron chisporroteos y estallaron cohetes; giraban los soles; las luces de bengala, color esmeralda, iluminaron durante un minuto todo el jardín; y al último cohete, la multitud exhaló un prolongado suspiro, desfilando lentamente.