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100 Clásicos de la Literatura

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Volvió Arnoux, y por la otra puerta apareció la señora. Como se veía envuelta en la sombra, no se distinguió al principio más que la cabeza; llevaba un traje de terciopelo negro, y sujetando el cabello, una larga red argelina de hebras de seda encarnada, que, mezclándose al peinado, le caía sobre su hombro derecho.

Arnoux presentó a Frédéric.

—Recuerdo al señor perfectamente —contestó ella. Después llegaron los convidados, todos casi al mismo tiempo: Dittmer, Lovarias, Burieu, el compositor Rosenwald, el poeta Théopile Lorris, dos críticos de arte, colegas de Hussonnet; un fabricante de papel, y, por fin, el ilustre Pierre-Paul Meinsius, último representante de la alta pintura, que llevaba gallardamente junto con su gloria sus ochenta años y su grueso abdomen.

Cuando pasaron al corredor, la señora Arnoux tomó su brazo. Una silla había quedado vacía para Pellerin, a quien Arnoux quería, sin que por ello dejara de aprovecharse de él. Primero temía su terrible lengua, tanto, que, para ablandarle, había publicado en El Arte Industrial su retrato, acompañado de hiperbólicos elogios, y Pellerin, más sensible a la gloria que al dinero, se presentó hacia las ocho, todo sofocado. Frédéric se figuró que se habían reconciliado hacía ya mucho tiempo.

La compañía, los platos, todo le agradaba. La sala, como un locutorio de la Edad Media, estaba tapizada de pieles curtidas; un estante holandés presentaba un verdadero armero de pipas, y alrededor de la mesa, los cristales de Bohemia, de varios colores, parecían en medio de las flores y de las frutas como la iluminación de un jardín.

Pudo escoger entre diez especies de mostaza. Comió entre otras cosas jengibre, meros de Córcega; bebió vinos extraordinarios: lipfraoli y tokay. Arnoux, vanidoso, se jactaba de recibir bien. Agasajaba, por los comestibles, a todos los conductores de correos, y estaba relacionado con cocineros de grandes casas, que le comunicaban sus salsas.

Pero, sobre todo, la conversación entretenía a Frédéric. Su gusto por los viajes fue acariciado por Dittmer, que habló del Oriente; sació su curiosidad hacia las cosas del teatro escuchando a Rosenwald hablar de la Ópera; y la atroz existencia de la bohemia le pareció singular a través de la alegría de Hussonnet, que contó, de una manera pintoresca, cómo había pasado todo un invierno teniendo por único alimento queso de Holanda. Después, una discusión entre Lovarias y Burieu sobre la escuela florentina le reveló obras maestras, le abrió horizontes, y difícilmente pudo contener su entusiasmo cuando Pellerin exclamó:

—Déjenme ustedes en paz con su odioso realismo. ¿Qué quiere decir eso de realismo? Los unos ven negro; los otros, azul; la multitud ve bestia. Nada menos natural que Miguel Ángel, nada mejor. El cuidado de la verdad exterior denota la bajeza contemporánea; y el arte llegará a ser, si se continúa, no sé qué salsilla por bajo de la religión como poesía, y de la política como interés. No se alcanzará su fin; sí, su fin, que es el de causarnos una exaltación impersonal, con obras pequeñas, a pesar de todos los detalles de ejecución. Que se vean los cuadros de Bassolier, por ejemplo: lindos, coquetones, limpios y ligeros, que pueden llevarse en el bolsillo, de viaje. Los notarios compran por veinte mil francos; hay en ellos hasta tres céntimos de idea; pero sin idea nada hay grande, sin grandeza nada hay bello. El Olimpo es una montaña. El monumento más temerario serán siempre las pirámides. Vale más la exuberancia que el gusto, el desierto que una acera, y un salvaje que un peluquero.

Frédéric, al oír aquellas cosas, miraba a la señora Arnoux; caían en su espíritu como metales en un horno; se agregaban a su pasión y fomentaban el amor. Se hallaba sentado tres sitios distante de ella, en el mismo lado. De cuando en cuando ella se inclinaba un poco, volviendo la cabeza, para decir algunas palabras a su hijita, y como sonreía entonces, se formaba un hoyuelo en su mejilla, que daba a su rostro un aire de bondad más delicada.

En el momento de los licores se ausentó. La conversación se hizo más libre; en ella brilló el señor Arnoux, y Frédéric se asombró del cinismo de aquellos hombres. Sin embargo, su preocupación por la mujer establecía entre ellos una especie de igualdad, que le elevaba en su propia estimación.

Cuando volvió al salón, cogió, para fingir serenidad, uno de los álbumes de encima de la mesa.

Los grandes renombrados artistas de la época lo habían ilustrado con dibujos, habían puesto en él prosa, versos o, sencillamente, sus firmas: entre los hombres famosos se veían muchos desconocidos, y los pensamientos curiosos descollaban sobre un verdadero desbordamiento de necedades. Todos sostenían un homenaje más o menos directo a la señora Arnoux. Frédéric hubiera tenido miedo de escribir allí una línea.

Ella se fue a buscar a su gabinete el cofrecillo de cantoneras de plata, obra del Renacimiento, que Frédéric vio sobre la chimenea, regalo de su marido. Los amigos le felicitaron; su mujer le daba las gracias; él se estremeció y delante de todo el mundo le dio un beso.

Enseguida todos hablaron a uno y otro lado, por grupos; el pobre viejo Meinsius estaba al lado de la señora Arnoux, en una butaca, cerca del fuego; ella se inclinaba hacia su oído, sus cabezas se tocaban, y Frédéric hubiera aceptado ser sordo, enfermo y viejo por un nombre ilustre y cabellos blancos; en fin, por tener algo que le entronizara en una intimidad semejante; se consumía su corazón, furioso contra su juventud.

Pero vino ella al ángulo del salón donde él se encontraba, le preguntó si conocía a algunos de los convidados, si gustaba de la pintura; después, cuánto tiempo hacía que estudiaba en París.

Cada palabra que salía de su boca le parecía a Frédéric una cosa nueva, independiente exclusivamente de su persona. Miraba atentamente los flequillos de su peinado que daban en su hombro desnudo, y no les quitaba los ojos de encima; hundía su alma en la blancura de aquella carne femenina, y, sin embargo, no se atrevía a alzar sus párpados para mirarla cara a cara.

Rosenwald los interrumpió, rogando a la señora Arnoux que cantara algo. Preludió él, ella esperaba; se entreabrieron sus labios, y un sonido puro, largo, afilado subió a los aires. Frédéric no comprendió nada de la letra italiana.

Empezaba aquello por un ritmo grave, como un canto de iglesia; después, animándose, creciendo, multiplicaba los sonoros acentos, y de repente se apaciguaba, haciéndose amorosa la melodía con una oscilación amplia y perezosa.

Estaba ella en pie, cerca del piano, con los brazos caídos y perdida la mirada. A veces, para leer la música, entornaba los párpados, adelantando la frente un instante. Su voz de contralto tomaba en las notas bajas una entonación lúgubre que helaba, y entonces su cabeza caída, de hermosas líneas, se inclinaba hacia atrás; su pecho se ensanchaba, se separaban sus brazos, su cuello, del que se escapaban los trinos, se cimbreaba blandamente como a impulsos de aéreos besos… Lanzó tres notas agudas, bajó, dio una más alta aún y, después de una pausa, terminó con una nota de órgano.

Rosenwald no abandonó el piano, sino que él mismo continuó tocando. De cuando en cuando uno de los convidados desaparecía. A las once, al irse los últimos, Arnoux salió con Pellerin, con el pretexto de acompañarle. Era de esas gentes que dicen que se ponen malos si no dan una vuelta después de cenar.

La señora Arnoux se adelantó hasta la entrada; Dittmer y Hussonnet la saludaban; ella les alargó la mano; la tendió igualmente a Frédéric, y él experimentó como una penetración en todos los átomos de su piel.

Dejó a sus amigos, porque tenía necesidad de estar solo; su corazón se desbordaba.

¿Por qué aquella mano ofrecida?

¿Era un gesto irreflexivo o un estímulo?

«Vamos, estoy loco».

¿Qué importaba, además, puesto que podía ahora tratarla con entera libertad, vivir en su atmósfera?

Las calles estaban desiertas. A veces una pesada carreta quebrantaba el pavimento. Las casas se sucedían con sus fachadas grises, sus ventanas cerradas; y pensaba desdeñosamente en todos aquellos seres humanos acostados detrás de aquellos muros, que existían sin verla, y de los que ninguno la conocía. No tenía conciencia del medio, del espacio, de nada; y golpeando el suelo con sus tacones, con su bastón las puertas de las tiendas, iba siempre avanzando, al azar, perdido, arrastrado. Le envolvía un aire húmedo y se encontraba en los muelles.

Los reverberos brillaban en dos líneas rectas, indefinidamente, y largas llamas rojas vacilaban en la profundidad del agua, de color pizarroso, mientras que el cielo, más claro, parecía sostenido por las grandes sombras que se alzaban a ambos lados del río. Algunos edificios que no se percibían aumentaban la oscuridad.

Una bruma luminosa flotaba por encima de los tejados; todos los ruidos se fundían en un solo murmullo, y un viento ligero soplaba.

Se detuvo en el centro del Pont-Neuf, y con la cabeza descubierta y el pecho abierto aspiraba el aire. Sentía, sin embargo, subir de lo hondo de sí mismo algo inagotable, un flujo de ternura que le tranquilizaba, como el movimiento de las ondas ante su vista. En el reloj de la iglesia sonó la una, lentamente, semejante a una voz que le llamara.

Entonces se sintió presa de esos estremecimientos del alma en que está uno transportado a un mundo superior. Una facultad extraordinaria, cuyo objeto no conocía, le dominó; se preguntó seriamente si sería un gran pintor o un gran poeta; se decidió por la pintura, porque las exigencias de aquel oficio le aproximarían a la señora Arnoux.

¡Al fin había encontrado su vocación!

El fin de su existencia se abría claro, y su porvenir infalible.

 

Cuando cerró la puerta oyó a alguien roncar en el gabinete oscuro, cerca del cuarto. Era el otro, en el que ya no pensaba.

Se vio el rostro en el espejo y se encontró hermoso, permaneciendo un minuto ahí, mirándose.

V

Al día siguiente, antes del mediodía, se compró una caja de colores, pinceles, un caballete. Pellerin accedió a darle lecciones, y Frédéric le llevó a su habitación para que viera si faltaba algo entre sus utensilios de pintura.

Deslauriers estaba ya en casa. Un joven ocupaba la otra butaca. El pasante dijo, designándole:

—Es él; aquí le tienes, Sénécal.

Aquel joven desagradó a Frédéric. Su frente parecía mayor por el corte de pelo en forma de cepillo; algo duro y frío se percibía en sus ojos grises, y su larga levita negra, todo su traje, olía a pedagogo y eclesiástico.

Al principio hablaron de las cosas del día, entre otras, del Stabat, de Rossini; preguntado Sénécal, declaró que jamás iba al teatro. Pellerin abrió la caja de colores.

—¿Es para ti todo eso? —dijo el pasante.

—Pues claro.

—Pero ¿qué idea te ha dado?

Y se inclinó sobre la mesa, en la que el pasante de matemáticas hojeaba un tomo de Louis Blanc, que él mismo había llevado, y leía en voz baja pasajes, mientras Pellerin y Frédéric examinaban juntos la paleta, el cuchillo, las vejigas, y después llegaron a hablar de la cena de Arnoux.

—¿El comerciante de cuadros? —preguntó Sénécal—. ¡Lindo caballero, en verdad!

—¿Por qué? —dijo Pellerin.

Sénécal contestó:

—Un hombre que hace dinero con infamias políticas.

Y se puso a hablar de una litografía célebre, que representaba a toda la familia real entregada a ocupaciones edificantes: Luis Felipe tenía un código, la reina un libro de misa, las princesas bordaban, el duque de Nemours ceñía un sable; Joinville enseñaba una carta geográfica a sus hermanos menores; se veía al fondo una cama para dos. Aquella imagen, titulada Una buena familia, había hecho las delicias de los burgueses, pero la aflicción de los patriotas. Pellerin, con tono ofendido, como si fuera el autor, respondió que todas las opiniones eran igualmente respetables; Sénécal protestó. El arte debía exclusivamente cuidar la moralización de las masas; no debían reproducirse más que asuntos concernientes a virtuosas acciones; las demás eran perjudiciales.

—Pero eso depende de la ejecución —exclamó Pellerin—. Yo puedo hacer obras maestras.

—Tanto peor para usted entonces; nadie tiene derecho…

—¿Cómo?

—No, señor. Usted no tiene derecho a interesarme en cosas que repruebo. ¿Qué necesidad tenemos de laboriosas bagatelas, de las que es imposible obtener ningún provecho; de esas Venus, por ejemplo, con todos los paisajes de ustedes? No veo ahí enseñanzas para el pueblo. Póngannos ustedes de manifiesto sus miserias; mejor, entusiásmennos ustedes con sus sacrificios; los asuntos, Dios mío: no falta la granja, el taller…

Pellerin, balbuciente de indignación, y creyendo haber encontrado un argumento, dijo:

—¿Acepta usted a Molière?

—Conforme —dijo Sénécal—. Lo admiro como precursor de la Revolución francesa.

—¡Ah! ¡La Revolución! ¡Qué arte! Jamás ha habido época más deplorable.

—Nunca más grande, caballero.

Pellerin se cruzó de brazos y, mirándole a la cara, dijo:

—Tiene usted todo el aire de un famoso guardia nacional.

Su antagonista, acostumbrado a las discusiones, respondió:

—No soy «de ella» y la detesto tanto como usted. Pero con semejantes ideas se corrompe a las masas; por lo demás, eso es cosa del gobierno; no sería tan fuerte sin la complicidad de un montón de farsantes como ese.

El pintor tomó la defensa del comerciante, porque las opiniones de Sénécal le exasperaban. Se atrevió incluso a sostener que Jacques Arnoux era un verdadero corazón de oro, adicto a sus amigos, y cariñosísimo con su mujer.

—Si le ofrecieran una buena suma, no rehusaría hacerla servir de modelo.

Frédéric se puso pálido.

—¿Tanto daño le ha hecho a usted, caballero?

—¿A mí? No. Le he visto una vez en el café con un amigo, y eso es todo.

Sénécal decía la verdad, pero le molestaban diariamente los reclamos de El Arte Industrial. Arnoux era para él el representante de una gente que juzgaba funesta para la democracia. Republicano austero, sospechaba corrompidas todas las elegancias, no teniendo, además, necesidades y siendo de una inflexible probidad.

La conversación difícilmente se reanudó. El pintor recordó acto seguido su cita; el profesor, a sus discípulos, y cuando salieron, después de un prolongado silencio, Deslauriers hizo diferentes preguntas sobre Arnoux.

—Tú nos presentarás más adelante, ¿verdad, querido amigo?

—Ciertamente —dijo Frédéric.

Después trataron de su instalación.

Deslauriers había obtenido sin dificultad una plaza de segundo pasante en casa de un abogado; se matriculó en la Escuela de Derecho, comprando los libros indispensables, y la vida con que tanto habían soñado, empezó.

Y fue encantadora, gracias a la belleza de su juventud. Deslauriers no habló de ninguna convención pecuniaria, y Frédéric nada dijo, atendiendo a todos los gastos. Arreglaba el armario, se ocupaba del menaje; pero si era preciso reñir al conserje, se encargaba de hacerlo el pasante, que seguía, como en el colegio, con su papel de protector y de mayor.

Separados durante todo el día, se reunían a la noche. Cada cual ocupaba su rincón del fuego y se ponía al trabajo, que interrumpían con frecuencia. Tenían expansiones sin fin, alegrías sin causa, y algunas veces disputas, a propósito de la lámpara que alumbraba mal o de un libro perdido, cóleras de un minuto apaciguadas por las risas. La puerta del gabinete se quedaba abierta, y desde lejos, en la cama, seguían su cháchara.

Por las mañanas se paseaban en mangas de camisa por la terraza; salía el sol, ligeras brumas atravesaban el río, se oía el chillido del mercado de flores de al lado; el humo de sus pipas revoloteaba en el aire puro, que refrescaba sus ojos, todavía hinchados, y sentían esparcirse al aspirarlo una esperanza inmensa. Cuando no llovía, salían juntos el domingo, del brazo, y andaban por las calles. Casi siempre se les ocurría a la vez una misma reflexión o hablaban sin ver nada a su alrededor. Deslauriers ambicionaba la riqueza como instrumento de poder sobre los hombres; hubiera deseado remover medio mundo, hacer mucho ruido, tener tres secretarios a sus órdenes y dar una gran comida política una vez por semana. Frédéric se amueblaba un palacio árabe, para dormir en divanes de casimir, al susurro de una fuente, servido por pajes negros; y todas aquellas cosas soñadas acababan por ser de tal manera precisas que se desolaban como si las hubieran perdido.

—¿Para qué hablar de todo esto —decía Frédéric—, puesto que jamás lo tendremos?

—¿Quién sabe? —replicaba Deslauriers.

A pesar de sus opiniones democráticas, le animaba a introducirse en casa de los Dambreuse; el otro objetaba sus tentativas.

—¡Bah! Vuelve y te invitarán.

A mediados del mes de marzo recibieron, entre otras cuentas gordas, la del restaurante que les daba de comer. Frédéric no tenía bastante; tomó de Deslauriers prestados cien escudos; quince días después reiteró la misma petición, y el pasante le riñó por los gastos a que se entregaba en casa de Arnoux.

Efectivamente, no había moderación en ellos. Una vista de Venecia, una vista de Nápoles y otra de Constantinopla ocupaban el centro de las tres paredes; asuntos ecuestres de Alfred de Dreux se veían acá y allá; un grupo de Pradier sobre la chimenea, números de El Arte Industrial sobre el piano; cartones en el suelo, por los rincones, embarazaban la habitación de tal suerte que apenas había dónde poner un libro o colocar los codos, pretendiendo Frédéric que todo aquello le era preciso para su pintura.

Trabajaba en casa de Pellerin; pero a menudo Pellerin estaba fuera porque tenía la costumbre de asistir a todos los entierros y sucesos de que daban cuenta los periódicos; y Frédéric pasaba horas enteras completamente solo en el taller. La tranquilidad de aquella gran pieza, donde únicamente se oía el ruido de los ratones; la luz que se recibía del techo y hasta el ronquido de la estufa, todo le sumía en un bienestar intelectual al principio; luego sus ojos, abandonando la obra, se fijaban en los desconchones de las paredes, entre los bibelots de los armarios, a lo largo de los torsos, donde el polvo reunido formaba como jirones de terciopelo. Como viajero perdido en medio de un bosque cuyos caminos conducen siempre al mismo sitio continuamente, encontraba en el fondo de cada idea el recuerdo de la señora Arnoux.

Se había fijado días para ir a casa de ella; llegaba al piso segundo, delante de su puerta, y dudaba en llamar. Se acercaban pasos, abrían, y a las palabras «La señora ha salido» notaba luego como si le liberaran de un peso en el corazón. Acabó, sin embargo, por encontrarse con ella.

La primera vez estaban con ella tres señoras; otra tarde el maestro de escritura de la señorita Marthe se presentó. Además, los hombres que recibía la señora Arnoux no la visitaban; no volvió, pues, por discreción.

Pero no faltaba, para que le invitaran a las comidas de los jueves, al Arte Industrial, regularmente, todos los miércoles; y allí permanecía más que todos los otros, más que Regimbart, hasta el último minuto, fingiendo mirar un grabado, hojear un periódico. Por fin, Arnoux le decía:

—¿Está usted libre mañana por la noche?

Y aceptaba antes de que terminara la frase. Arnoux parecía tenerle afecto. Le enseñó el arte de conocer los vinos, de quemar el ponche, de hacer salmorejo de chochas; Frédéric seguía dócilmente sus consejos, amando cuanto dependía de la señora Arnoux: sus muebles, sus criados, su casa, su calle.

Casi no hablaba en aquellas comidas; la contemplaba. Tenía ella en la sien derecha un lunar; el pelo, en el arranque de la frente, era más negro que el resto de sus cabellos, y siempre húmedo en la orilla, acariciado de cuando en cuando con dos de sus dedos solamente. Conocía la forma de cada una de sus uñas; se deleitaba en escuchar el crujido de su traje de seda cuando pasaba cerca de las puertas, husmeaba a escondidas el olor de un pañuelo; su peinado, sus guantes, sus sortijas eran para él cosas singulares, importantes como obras de arte, casi animadas como personas; todas le llegaban al alma y aumentaban su pasión.

No había tenido fuerzas para ocultarla a Deslauriers. Cuando volvía de casa de la señora Arnoux le despertaba como por descuido para poder hablar de ella.

Deslauriers, que se acostaba en el gabinete cerca de la fuente, lanzaba un largo bostezo, y Frédéric se sentaba a los pies de la cama. Primero hablaba de la comida, después contaba mil detalles insignificantes, en que veía pruebas de desdén o de afecto. Una vez, por ejemplo, había ella rehusado su brazo para tomar el de Dittmer, desolándose Frédéric.

—¡Qué tontería!

O le había llamado su amigo.

—Entonces, perfectamente.

—Pero no me atrevo —decía Frédéric.

—Bueno, pues no pienses más en ello. Buenas noches.

Deslauriers se volvía hacia la pared y se dormía. No comprendía nada de aquel amor, que veía como una última debilidad de la adolescencia; y no bastándole ya, sin duda, su intimidad, pensó reunir a sus comunes amigos una vez por semana.

Llegaban el sábado hacia las nueve. Las tres cortinas de Argelia estaban cuidadosamente plegadas; la lámpara y cuatro bujías ardían; en medio de la mesa, la caja de tabaco llena enteramente de pipas, entre las botellas de cerveza, la tetera, un frasco de ron y bollitos. Se discutía sobre la inmortalidad del alma, se comparaba a los profesores.

Hussonnet, una noche, introdujo a un joven alto, con una levita demasiado corta de mangas y de maneras encogidas: era el muchacho que el año anterior habían reclamado en el cuerpo de guardia.

No habiendo podido devolver a su dueño la caja de encajes perdida en la sarracina, le acusó de robo y amenazó con los tribunales; ahora estaba de dependiente en una casa de transportes. Hussonnet le encontró aquella mañana en la esquina de una calle, y le trajo, porque Dussardier, por gratitud, quería ver «al otro».

Alargó a Frédéric la petaca, todavía llena, y que había guardado religiosamente, con la esperanza de devolvérsela. Los jóvenes le invitaron a volver, y no faltó.

 

Todos simpatizaban. En primer lugar, su odio hacia el gobierno tenía el alcance de un dogma indiscutible. Únicamente Martinon intentaba defender a Luis Felipe, y le confundían con los lugares comunes que traían los periódicos: con el cerco de París, las leyes de septiembre, Pritchard, lord Guizot, tanto que Martinon se callaba, temiendo ofender a alguien.

En siete años de colegio no había merecido castigo, y en la Escuela de Derecho sabía agradar a los profesores. Llevaba ordinariamente una levita gruesa, casi blanca, con chanclos de goma; pero se presentó una noche en traje de boda: chaleco de terciopelo con chorrera, corbata blanca, cadena de oro.

La admiración aumentó cuando se supo que salía de casa del señor Dambreuse. En efecto, el banquero Dambreuse acababa de comprar a Martinon padre una partida de madera considerable; el buen hombre le presentó a su hijo, y les había invitado a cenar a ambos.

—¿Había muchas trufas? —preguntó Deslauriers—. ¿Y has abrazado a su esposa entre puertas, sicut decet?

Entonces la conversación se refirió a las mujeres. Pellerin no admitía que hubiera mujeres bonitas (prefería a los tigres); además, la hembra del hombre era una criatura inferior en la jerarquía estética.

—Lo que os seduce particularmente es lo que la degrada como idea; es decir, el pecho, los cabellos…

—Sin embargo —objetó Frédéric—, largos cabellos negros, con grandes ojos negros…

—Sí, conocido —exclamó Hussonnet—. Basta de andaluzas. ¿Cosas antiguas? Servidor de ustedes. Porque, en fin, veamos, dejemos la broma; una loreta es más agradable que la Venus de Milo. ¡Seamos galos, vive Dios, y regencia, si podemos!

«Corred, buenos vinos; mujeres, dignaos sonreír».

—Es preciso pasar de la morena a la rubia. ¿Es esta la opinión de usted, padre Dussardier?

Dussardier no contestó; todos le escucharon para conocer sus gustos.

—Pues bien —dijo, ruborizándose—: yo quisiera amar siempre a la misma.

Aquello fue dicho de tal manera, que se produjo un momento de silencio; sorprendidos los unos por aquel candor, y descubriendo los otros quizá la secreta ansiedad de su alma.

Sénécal dejó sobre la chimenea un vaso de cerveza y declaró dogmáticamente que la prostitución era una tiranía y el matrimonio una inmoralidad, y que era mejor abstenerse. Deslauriers tomaba a las mujeres como una distracción, y nada más. El señor Cisy sentía, respecto de ellas, toda clase de temores.

Educado por una abuela devota, hallaba la compañía de aquellos jóvenes sabrosa, como un lugar peligroso, e instructiva, como una Sorbona. No le privaban de las lecciones, y él se manifestaba lleno de celo, hasta querer fumar, a despecho del mal de corazón que le atormentaba siempre que lo hacía. Frédéric le rodeaba de cuidados. Admiraba los tonos de sus corbatas y las pieles de su paletó, y, sobre todo, sus botas, finas como guantes, y que parecían insolentes por su limpieza y tersura; su coche le esperaba abajo, en la calle.

Una noche que acababa de marcharse, y que nevaba, Sénécal se puso a compadecer a su cochero; después de declamar contra los guantes amarillos y el Jockey Club, hacía más caso de un obrero que de aquellos caballeros.

—Yo trabajo, al menos; soy pobre.

—Ya se ve —dijo por fin Frédéric, impacientado.

El pasante de profesor le guardó rencor por aquella frase.

Habiendo dicho Regimbart que conocía un poco a Sénécal, Frédéric quiso ser cortés con el amigo de Arnoux y le rogó que fuera a las reuniones del sábado. El encuentro resultó grato a los dos patriotas. Sin embargo, sus opiniones diferían.

Sénécal, que tenía el cráneo en punta, no consideraba más que los sistemas; Regimbart, por el contrario, no veía en los hechos sino los hechos, y lo que principalmente le inquietaba eran las fronteras del Rin.

Pretendía entender de artillería y se hacía vestir por el sastre de la Escuela Politécnica.

El primer día, cuando le ofrecieron pasteles, se encogió de hombros desdeñosamente, diciendo que aquello era propio de mujeres, y no estuvo más amable las veces siguientes. Desde el momento en que las ideas tomaban cierta elevación, murmuraba:

—Nada de utopías; nada de sueños.

En lo referente al arte (aunque frecuentaba los talleres o daba algunas lecciones de esgrima por complacencia), no eran sus opiniones trascendentales. Comparaba el estilo de Marrast con el de Voltaire, y a la señorita Vatnaz con la de Staël, por una oda a la Polonia, «en que había corazón». Por fin, Regimbart aburría a todo el mundo, y especialmente a Deslauriers, porque el ciudadano era íntimo de Arnoux, en tanto el pasante ambicionaba visitar aquella casa, esperando trabar en ella relaciones provechosas; por eso preguntaba:

—¿Cuándo vas a llevarme?

Arnoux andaba muy cargado de trabajo, o iba de viaje; y, además, no merecía la pena, porque las cenas estaban para concluirse.

Si hubiera sido posible arriesgar la vida por su amigo, Frédéric lo habría hecho; pero como deseaba presentarse lo más ventajosamente posible, como cuidaba su lenguaje, sus maneras y su traje, hasta el punto de ir a las oficinas del Arte Industrial irreprochablemente enguantado, temía que Deslauriers, con su frac negro, viejo, su aspecto de procurador y sus conversaciones presuntuosas, desagradara a la señora Arnoux, cosa que podía comprometerle, rebajarle a él mismo a sus ojos. Admitía sin dificultad a los otros, pero precisamente él le contrariaría mil veces más. El pasante de abogado advertía que no quería cumplir su promesa, y el silencio de Frédéric le parecía una agravación a la injuria.

Hubiera deseado guiarle absolutamente, verle desenvolverse, según el ideal de su juventud; y su insustancialidad le mortificaba como una desobediencia y como una traición. Por otra parte, Frédéric, lleno de la idea de la señora Arnoux, hablaba con frecuencia de su marido, y Deslauriers empezó un intolerable «estribillo», que consistía en repetir su apellido cien veces al día, al final de cada frase, como resabio de idiota.

Cuando llamaban a su puerta contestaba:

—Entre usted, Arnoux.

En el restaurante pedía queso de Brie, a la moda de Arnoux; y por la noche, fingiendo una pesadilla, despertaba a su compañero aullando:

—Arnoux, Arnoux.

Por fin, un día, Frédéric, molesto, le dijo con voz lamentable:

—Déjame en paz con Arnoux.

—Jamás —respondió el pasante—. «Siempre él, él por todas partes, o ardiente o alada, la imagen de Arnoux…».

—¡Cállate! —exclamó Frédéric levantando el puño. Y añadió con dulzura—: Ya sabes que ese es un asunto penoso para mí.

—Perdóneme usted, buen hombre —replicó Deslauriers, inclinándose mucho—. Se respetarán en lo sucesivo los nervios de la señorita; perdone usted, repito; perdone usted.

Y así terminó la broma.

Pero semanas más tarde, una noche le dijo:

—He visto hace poco a la señora Arnoux.

—¿Dónde?

—En el palacio de justicia, con Balandard, abogado; una mujer morena, ¿no es verdad?, de estatura mediana.