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100 Clásicos de la Literatura

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Mary North y Lady Caroline, vestidas con trajes de marinero francés, estaban repantigadas en un banco delante de las dos celdas mugrientas. La segunda de ellas tenía el aire ofendido de un ciudadano británico que esperase que de un momento a otro fuera a acudir en ayuda suya toda la flota del Mediterráneo. Mary Minghetti estaba en un estado de pánico, al borde de la postración. Al ver a Dick se había lanzado literalmente a su estómago, como si fuera el punto con el que mejor se relacionara, y le había suplicado que hiciera algo. Entre tanto, el comisario le explicaba a Gausse lo que había ocurrido y éste escuchaba cada palabra que decía con renuencia, dividido entre la necesidad de mostrar que apreciaba debidamente las dotes narrativas del oficial de policía y la de mostrar que, como perfecto servidor que era, aquella historia no le escandalizaba lo más mínimo.

—Fue sólo para divertirnos —dijo Lady Caroline con desprecio—. Estábamos haciendo como que éramos marineros de permiso y nos llevamos a una pensión a dos muchachas completamente estúpidas. Allí se nos pusieron nerviosas y nos hicieron una escena de lo más desagradable.

Dick asentía gravemente, con la mirada fija en el suelo de piedra, como un sacerdote en el confesionario. Por un lado, se sentía inclinado a soltar una carcajada burlona y, por otro, habría ordenado que les dieran cincuenta latigazos y las tuvieran dos semanas encerradas a pan y agua. Le desconcertaba no ver en el rostro de Lady Caroline el menor rastro de culpabilidad; para ella todo el mal parecían haberlo causado unas timoratas muchachas provenzales y la estupidez de la policía. No obstante, había llegado a la conclusión hacía mucho tiempo de que determinados tipos de ingleses tenían en su esencia un desprecio tan marcado hacia el orden social que, en comparación, los excesos de Nueva York parecían algo así como la indigestión que tenía un niño por tomar demasiados helados.

—Tengo que salir de aquí antes de que se entere Hosain —suplicaba Mary—. Dick, tú que siempre lo sabes arreglar todo. Siempre lo sabías arreglar. Diles que de aquí nos vamos a casa. Que pagaremos lo que sea.

—No pienso pagar nada —dijo Lady Caroline con desdén—. Ni un chelín. Pero sí me gustaría saber lo que tiene que decir sobre esto el Consulado en Cannes.

— ¡No, no! —insistió Mary—. Tenemos que salir de aquí esta misma noche.

—Voy a ver lo que puedo hacer —dijo Dick. Y añadió:

—Pero, por supuesto, algún dinero tendrá que pasar de unas manos a otras.

Las miró como si realmente creyera en su inocencia, aunque sabía perfectamente que no tenían nada de inocentes, y movió la cabeza:

— ¡Qué historia tan disparatada!

Lady Caroline sonrió satisfecha.

—Usted es un médico de locos, ¿no? Debería poder ayudarnos. Y Gausse tiene que ayudarnos.

Dick hizo un aparte con Gausse para que éste le contara todo lo que había averiguado. El asunto era más serio de lo que parecía: una de las chicas que se habían llevado a la pensión pertenecía a una familia respetable. La familia estaba furiosa, o fingía estarlo; tendrían que llegar a algún tipo de arreglo con ella. La otra, una chica del puerto, les planteaba menos problemas. Según las leyes francesas, un delito de aquel tipo podía suponer la cárcel para el que fuera declarado culpable o, en el mejor de los casos, la expulsión del país. Para acabar de complicar las cosas, cada vez había una diferencia más marcada entre la actitud hacia la colonia extranjera de los elementos de la población local a los que la presencia de aquélla beneficiaba y la del resto de la población, descontento por la subida de precios que esa presencia había provocado, cuya tolerancia tendía a ser mucho menor. Una vez resumida la situación, Gausse dejó el asunto en manos de Dick. Éste solicitó entrevistarse con el comisario.

—Usted sabe que el Gobierno francés quiere fomentar el turismo norteamericano. Hasta tal punto que este verano salió una orden en París de que no se puede detener a los norteamericanos salvo por los delitos más graves.

—Éste es bastante grave.

—Pero mire. ¿Tiene usted sus documentos de identidad?

—No tenían ninguno. No llevaban nada: doscientos francos y unos anillos. ¡Ni siquiera unos cordones en los zapatos con los que podrían haberse ahorcado!

Aliviado al ver que no llevaban documentos de identidad, Dick prosiguió.

—La condesa italiana sigue siendo ciudadana de los Estados Unidos. Es nieta de…

Pausadamente y en tono muy solemne improvisó una sarta de mentiras.

—… de John D. Rockefeller Mellon. ¿Ha oído hablar de él?

—Pero claro, pero claro. ¿Por quién me toma?

—Y además es sobrina de Lord Henry Ford y por tanto tiene vínculos muy estrechos con la Renault y la Citröen.

Pensó que tal vez fuera mejor parar ahí, pero como la sinceridad de su tono parecía estar empezando a afectar al comisario, continuó:

—Detenerla sería como detener a alguien de la familia real inglesa. Podría significar… ¡la guerra!

— ¿Y la otra entonces, la inglesa?

—A eso iba. Es la prometida del hermano del príncipe de Gales, el duque de Buckingham.

—Será una excelente esposa para él.

—Estamos dispuestos a ofrecer…

Hizo un cálculo rápido.

—… mil francos a cada una de las chicas… y otros mil al padre de la más «seria». Y además, otros dos mil francos para que los distribuya usted como crea conveniente (se encogió de hombros al decir esto) entre los policías que las arrestaron, el dueño de la pensión, etcétera. Le entregaré a usted los cinco mil francos para que empiece las negociaciones inmediatamente. Luego se las podría dejar en libertad bajo fianza con alguna acusación, como por ejemplo la de haber perturbado el orden público, y si se les impone alguna multa, será pagada mañana mismo ante el tribunal, por medio de un mensajero.

Antes de que el comisario dijera nada, Dick comprendió por su expresión que no iba a haber ningún problema. Al fin el comisario dijo, en tono vacilante:

—No les he hecho ficha porque no llevan documentos de identidad. Voy a ver si… Venga, deme el dinero.

Una hora más tarde, Dick y el señor Gausse dejaban a las dos mujeres ante el Hotel Majestic, en donde el chófer de Lady Caroline esperaba dormido en el cabriolé de ésta.

—No se olviden —dijo Dick— de que le deben al señor Gausse cien dólares cada una.

—No me olvidaré —dijo Mary—. Mañana mismo le doy un cheque… con algo más.

— ¡Pues yo no pienso!

Todos se volvieron sorprendidos a Lady Caroline, que, totalmente repuesta ya, era la imagen misma de la virtud ofendida.

—Me parece todo humillante. Yo no les autoricé de ningún modo a dar cien dólares a esa gente.

El pobre Gausse, de pie junto al coche, echó fuego por los ojos de repente.

— ¿No me piensa pagar?

—Claro que le va a pagar —dijo Dick.

De pronto le estallaron a Gausse con una llamarada todas las humillaciones que había tenido que soportar años atrás, cuando era ayudante de camarero en Londres, y avanzó, a la luz de la luna, hasta donde estaba Lady Caroline.

La fustigó con una sarta de epítetos condenatorios y, al ver que le volvía la espalda con una sonrisa gélida, se adelantó, y con un gesto rápido le plantó el piececito en el más famoso de los blancos. Lady Caroline, a la que había pillado desprevenida, extendió los brazos como si hubiera sido herida de un disparo y cayó tendida a lo largo de la acera con su traje de marinero.

La voz de Dick se impuso sobre sus gritos de furia:

— ¡Mary, hazla callar u os vais a ver las dos entre grilletes en menos de diez minutos!

De regreso al hotel, el bueno de Gausse no dijo una palabra hasta que pasaron el casino de Jean-les-Pins, que seguía sollozando y tosiendo con la música de jazz. Entonces, suspirando, dijo:

—Nunca había visto mujeres de esta clase. He conocido a muchas de las grandes cortesanas del mundo, y muchas veces me han inspirado gran respeto, pero mujeres como éstas nunca había visto.

XI

Dick y Nicole tenían por costumbre ir juntos a la peluquería y lavarse y cortarse el pelo en habitaciones contiguas. Nicole podía oír perfectamente el ruido de las tijeras, la cuenta de los cambios, los voilá y los pardon de la habitación donde estaba Dick. El día siguiente al regreso de éste fueron a que les lavaran y les cortaran el pelo bajo la brisa perfumada de los ventiladores.

A la altura del Hotel Carleton, con sus ventanas tan obstinadamente cerradas al verano como si fueran las puertas de una bodega, pasó un coche delante de ellos y dentro iba Tommy Barban. Fue una visión fugaz, pero a Nicole le perturbó el hecho de que, en el instante en que la vio a ella, su expresión taciturna y pensativa se transformó en otra de animada sorpresa. Le hubiera gustado ir a donde él iba. La hora que iba a pasar en la peluquería le parecía uno más de los intervalos vacíos de que se componía su vida, otra pequeña prisión. La peluquera, con su uniforme blanco y su sudor que olía ligeramente a lápiz de labios y colonia, le recordaba a muchas enfermeras.

Dick, en la habitación contigua, dormitaba envuelto en toallas y con la cara enjabonada. En el espejo que tenía enfrente Nicole se reflejaba el pasillo que separaba el salón de hombres del de mujeres, y Nicole se sobresaltó al ver entrar a Tommy que se dirigió como una exhalación al salón de hombres. Comprendió, con un escalofrío de placer, que al fin se iban a poner las cartas boca arriba.

Le llegaron fragmentos del comienzo.

—Hola. Quería hablar contigo.

—… muy importante.

—… muy importante.

—… totalmente de acuerdo.

 

Un minuto después irrumpía Dick en el salón de señoras, todavía con la toalla con la que se había tratado de quitar apresuradamente el jabón de la cara. Se le veía disgustado.

—Tu amigo parece muy alterado. Quiere vernos a los dos, así que acabemos con esta historia cuanto antes. ¡Vamos!

—Pero… si tengo el pelo a medio cortar.

—No importa. ¡Vamos!

Irritada, le dijo a la peluquera, que miraba sin entender nada, que le quitara las toallas.

—Sintiéndose desaliñada y poco atractiva, salió del hotel siguiendo a Dick. Afuera Tommy hizo un gesto de besarle la mano.

—Vamos al Café des Alliés —dijo Dick.

—A cualquier sitio donde podamos estar solos —dijo Tommy.

Bajo los árboles que en el verano se curvaban formando una bóveda central, Dick preguntó:

— ¿Quieres tomar algo, Nicole?

—Un citron pressé.

—Para mí un demi —dijo Tommy.

—Black and White con sifón —dijo Dick.

—Il n’y a plus de Blackénouate. Nous n’avons que le Johnny Walkaire.

—Ca va.

Aunque no es sonora, silenciosamente tendrás que probarla.

—Tu mujer no te ama —dijo Tommy de pronto—. Me ama a mí.

Los dos se miraron con una curiosa expresión de impotencia. Poca comunicación puede haber entre dos hombres que se encuentran en esa posición, pues su relación es indirecta y consiste en saber hasta qué punto le ha pertenecido o le pertenecerá a cada uno de ellos la mujer de que se trate, y, por tanto, sus emociones tienen que pasar por el ser dividido de ella como por una mala conexión telefónica.

—Espera un momento —dijo Dick—. Donnez-moi du gin et du siphon.

—Bien, monsieur.

—Puedes seguir, Tommy.

—Me parece que está muy claro que vuestro matrimonio ya ha llegado a su fin. Nicole ya no puede seguir. He estado cinco años esperando que llegara este momento.

— ¿Y Nicole qué dice?

Los dos la miraron.

—Le he tomado mucho cariño a Tommy, Dick. Dick asintió con un gesto.

—Tú no me quieres ya —continuó ella—. Es puro hábito. Las cosas nunca volvieron a ser como eran después de lo de Rosemary.

Tommy, al que no le interesaba que se tratara la cuestión desde ese punto de vista, intervino rápidamente:

—Tú no entiendes a Nicole. La tratas siempre como a una paciente porque una vez estuvo enferma.

Fueron interrumpidos de repente por un americano insistente, de aspecto siniestro, que vendía ejemplares de The Herald y The Times recién llegados de Nueva York.

—Aquí tengo de todo, amigos —anunció—. ¿Llevan mucho tiempo aquí?

—Cessez cela! Allez ouste! —gritó Tommy y luego, volviéndose a Dick—: No hay mujer que pueda aguantar ese…

—Amigos —volvió a interrumpir el americano—. Ustedes piensan que estoy perdiendo el tiempo, pero hay muchos que no piensan así.

Se sacó de la cartera un recorte de periódico grisáceo y Dick lo reconoció al verlo. Era una caricatura en la que se veía a millones de americanos bajándose de trasatlánticos con bolsas de oro en las manos.

— ¿Se creen acaso que no me voy a hacer con parte de esto? Pues se equivocan. Acabo de llegar de Niza para la Vuelta a Francia.

En el momento en que Tommy le hacía alejarse con un violento «allez-vous-en». Dick reconoció a aquel hombre: era el mismo que le había abordado en Rue des Saintes Anges cinco años antes.

— ¿Cuándo llega aquí la Vuelta a Francia? —le gritó mientras se alejaba.

—De un momento a otro, amigo.

Le hizo un gesto alegre de adiós con la mano y al fin desapareció. Tommy volvió a hablarle a Dick:

—Elle doit avoir plus avec moi qu'avec vous.

— ¡Háblame en inglés! ¿Qué quieres decir con lo de «doit avoir»?

—Doit avoir. Pues que sería más feliz conmigo. —Seríais nuevos el uno para el otro. Pero Nicole y yo hemos sido muy felices juntos, Tommy.

—L’amour de famille —dijo Tommy en son de burla.

— ¿Y si tú y Nicole os casáis, no será también «l’amour de famille»?

Un tumulto, que crecía por momentos, le hizo interrumpirse. Al instante lo tenían allí cerca, serpenteando por la avenida, y un grupo de personas, y enseguida un gentío, súbitamente despertado de ocultas siestas se agolpaba en el bordillo de la acera.

Pasaron velozmente muchachos en bicicleta, avanzaron por la avenida automóviles repletos de deportistas adornados con todo tipo de borlas, sonaron las potentes bocinas que anunciaban la proximidad de los corredores y aparecieron de la nada cocineros en camiseta en las puertas de los restaurantes en el momento en que empezaba a divisarse la caravana. Primero apareció en solitario, como surgido del sol de poniente, un ciclista con jersey rojo, que pedaleaba con dificultad pero con determinación y confianza y pasó saludado por gritos de júbilo y aplausos. Luego aparecieron otros tres en una arlequinada de colores desvaídos, con las piernas como amarillentas por la mezcla de polvo y sudor, los rostros sin expresión y los ojos apagados e infinitamente cansados.

Tommy se volvió a Dick y dijo:

—Creo que Nicole quiere divorciarse. Me imagino que no pondrás ningún impedimento.

A los primeros corredores les seguía como un enjambre un pelotón de unos cincuenta, extendidos en una línea de doscientos metros; unos pocos sonreían, muy pendientes del efecto que causaban, y a otros se les veía claramente exhaustos, pero la mayor parte de ellos parecían indiferentes y muy cansados. Después pasó un séquito de chiquillos, unos cuantos rezagados que miraban insolentes y una camioneta que transportaba a los que habían sucumbido a accidentes o a la derrota. Los tres habían regresado a la mesa. Nicole quería que Dick tomara la iniciativa, pero él parecía contentarse con estar allí sentado con su cara a medio afeitar que hacía juego con el pelo de ella a medio lavar.

— ¿Acaso no es cierto que ya no eres feliz conmigo? —continuó Nicole—. Sin mí podrías volver a tu trabajo. Podrías trabajar mejor sin tener que preocuparte de mí.

Tommy hizo un gesto de impaciencia.

—Todo eso no sirve de nada. Lo único que cuenta es que Nicole y yo nos queremos.

—Pues muy bien —dijo el médico—. Puesto que ya está todo arreglado, ¿por qué no volvemos a la peluquería? Pero Tommy tenía ganas de discutir.

—Hay varios puntos…

—Ya hablaré todo lo que tenga que hablar con Nicole —dijo Dick sin alterarse—. No te preocupes. Estoy de acuerdo en principio y Nicole y yo nos entendemos bien. Habrá menos posibilidades de que haya una escena desagradable si evitamos una discusión entre tres.

Aun cuando no podía por menos que reconocer que lo que Dick decía era muy razonable, Tommy se veía impulsado por una tendencia irresistible de su raza a tratar de conseguir alguna ventaja.

—Pero que quede bien claro —dijo— que a partir de este momento considero a Nicole bajo mi protección hasta que puedan ultimarse todos los detalles. Y te haré a ti solo responsable de cualquier abuso derivado del hecho de que seguís cohabitando bajo el mismo techo.

—Nunca me interesó hacer el amor con un pedazo de hielo —dijo Dick.

Hizo una leve inclinación con la cabeza y se alejó camino del hotel, con los ojos de Nicole clavados en él.

—Ha estado bastante razonable —reconoció Tommy—. Cariño, ¿vamos a pasar la noche juntos?

—Supongo que sí.

De modo que había pasado todo. Y sin que apenas hubiera habido ningún drama. Nicole tenía la sensación de que Dick había adivinado sus intenciones, pues se daba cuenta de que a partir del episodio del ungüento de alcanfor había previsto todo lo que iba a ocurrir. Pero a la vez se sentía feliz e ilusionada, y el pequeño y curioso deseo que sentía de contárselo todo a Dick se desvaneció rápidamente. Pero sus ojos le siguieron hasta que se convirtió en un puntito y se confundió con los demás puntitos de la muchedumbre veraniega.

XII

El día antes de marcharse de la Riviera el doctor Diver dedicó todo su tiempo a estar con sus hijos. Ya no era un hombre joven que pudiera echar mano fácilmente de pensamientos y sueños agradables y quería recordarlos bien. A los niños les habían dicho que iban a pasar aquel invierno con su tía en Londres y que pronto iban a ir a América a ver a su padre. A la institutriz no se la iba a despedir sin el consentimiento de Dick.

Dick se sentía satisfecho de todo lo que le había dado a la niña. Con respecto al chico no se sentía tan seguro: nunca había sabido muy bien cómo tenía que responder ante él, siempre saltándole encima a su padre, aferrándose a él, buscando su protección. Pero cuando llegó el momento de decirles adiós, sintió deseos de arrancarles del cuello las hermosas cabecitas y apretarlas contra sí durante horas.

Le dio un abrazo al viejo jardinero que seis años antes había creado el primer jardín de Villa Diana. Le dio un beso a la muchacha provenzal que tenía cuidado de los niños. Llevaba con ellos casi diez años y cayó de rodillas sin dejar de llorar hasta que Dick la hizo levantarse y le dio trescientos francos. Nicole seguía en la cama, como habían convenido. Dejó una nota para ella y otra para Baby Warren, que acababa de regresar de Cerdeña y estaba también en la casa. Dick se sirvió un buen trago de una botella de coñac de diez litros y un metro de altura que alguien les había regalado.

Luego decidió dejar su equipaje en la estación de Cannes y darse una última vuelta por la playa de Gausse.

En la playa esa mañana sólo había una avanzadilla de niños cuando llegaron Nicole y su hermana. Un sol blanco cuyos contornos no dejaba ver el cielo blanco se cernía sobre un día sin brisa. Unos camareros llevaban más hielo al bar. Un fotógrafo norteamericano de la «AP» estaba trabajando con su equipo en una sombra precaria y se apresuraba a mirar cada vez que oía a alguien bajar los escalones de piedra. Pero todos aquéllos a los que esperaba sorprender con su cámara seguían durmiendo en la oscuridad de sus cuartos de hotel bajo los efectos de los somníferos que habían tomado al amanecer.

Al llegar a la playa Nicole vio que Dick, que no se había puesto el traje de baño, estaba sentado en una roca. Al verle volvió a meterse bajo su toldo. Enseguida se le unió Baby, que le dijo:

—Dick está allí.

—Ya le he visto.

—Creo que podría tener la delicadeza de marcharse.

—Este lugar es suyo. En cierto modo, lo descubrió él. El viejo Gausse siempre dice que todo se lo debe a Dick. Baby miró a su hermana sin inmutarse.

—Deberíamos haber hecho que se limitara a sus excursiones en bicicleta —observó—. Cuando a una persona se la saca de su ambiente siempre acaba por pasarse, por muy bien que sepa hacer su papel.

—Dick fue un marido excelente para mí durante seis años —dijo Nicole—. Durante todo ese tiempo no sufrí nada gracias a él y siempre hizo lo posible para que nada me hiriera. Baby levantó ligeramente la mandíbula al decir: —Para eso fue para lo que estudió.

Las dos hermanas guardaron silencio. Nicole pensaba fatigosamente en todas sus cosas y Baby trataba de decidir si debía casarse o no con el más reciente candidato a su mano y su dinero, un auténtico Habsburgo. Pero pensar realmente no pensaba. Todas sus historias amorosas eran tan iguales entre sí, y desde hacía tanto tiempo, que, conforme se hacía mayor, les daba más importancia por servirle de tema de conversación que por sí mismas. No le inspiraban más emoción que la de poder hablar de ellas.

— ¿Se ha marchado ya? —preguntó Nicole al cabo de un rato—. Creo que su tren sale al mediodía.

Baby miró a ver si estaba.

—No. Ha subido a la terraza y está hablando con unas mujeres. Pero en todo caso, hay tanta gente ya que no tiene por qué vernos.

Pero sí que las había visto, cuando salían del toldo, y las siguió con la mirada hasta que volvieron a desaparecer. Estaba sentado con Mary Minghetti, bebiéndose un anís.

—La noche que viniste en nuestra ayuda volviste a ser el Dick que yo conocía —estaba diciendo Mary—, excepto al final, que estuviste de lo más desagradable con Caroline. ¿Por qué no eres así de encantador siempre? Nada te cuesta.

A Dick le parecía increíble encontrarse en una situación en la que Mary North le podía decir cosas como aquéllas.

—Tus amigos te aprecian todavía, Dick. Pero en cuanto bebes unas copas dices cosas espantosas. Este verano me he pasado casi todo el tiempo defendiéndote.

—Ésa es una de las frases más célebres del doctor Eliot.

 

—Pero es cierto. A nadie le importa que bebas o no bebas, pero…

Vaciló un instante y luego continuó.

—Pero Abe, incluso cuando más había bebido, no ofendía nunca a la gente como tú la ofendes.

—Sois todos tan aburridos —dijo Dick.

— ¡Pero somos todo lo que hay! —exclamó Mary—. Si no te gusta la gente bien, prueba a relacionarte con otro tipo de gente y verás. La gente lo único que quiere es pasarlo bien, y si vas y les creas problemas, te quedas sin comer.

— ¿Es que me han dado de comer? —preguntó Dick.

Mary lo estaba pasando bien, aunque no lo sabía, pues sólo se había sentado con él por miedo. Volvió a rechazar una bebida y dijo:

—Lo que hay detrás de eso es falta de voluntad. Después de lo de Abe, ya te podrás imaginar lo que pienso. Después de ver cómo un buen hombre se precipitaba hacia el alcoholismo…

Lady Caroline Sibly-Biers bajaba las escaleras a paso rápido con alegría teatral.

Dick se sentía bien. Teniendo en cuenta la hora que era, iba muy adelantado. Había llegado ya al estado en que normalmente se encuentra uno después de una buena cena y, sin embargo, sólo mostraba por Mary un interés de buena fe, lleno de consideración y reserva. Sus ojos, que de momento eran tan puros como los de un niño, le estaban pidiendo que se solidarizara con él, y sintió que se apoderaba de él la vieja necesidad de convencerla de que él era el último hombre sobre la tierra y ella la última mujer.

Y así no tendría que mirar aquellas dos siluetas de un hombre y una mujer, blancas y negras y metálicas contra el cielo…

—Antes me tenías cariño, ¿no? —preguntó Dick.

— ¿Que si te tenía cariño? ¡Te adoraba! Todo el mundo te adoraba. Podías haber conseguido a quien hubieras querido sólo con proponértelo.

—Siempre hubo algo entre tú y yo.

Ella mordió el anzuelo con avidez.

— ¿Sí, Dick?

—Siempre. Sabía de tus problemas y de la valentía con que los hacías frente.

Pero ya le había empezado la vieja risa interior y sabía que no podría aguantarse mucho tiempo.

—Siempre pensé que sabías muchísimas cosas —dijo Mary con gran entusiasmo—. Sabías más de mí que ninguna otra persona que haya conocido. Tal vez por eso me dabas tanto miedo cuando ya no nos llevábamos tan bien.

La mirada que le dirigió Dick, tierna y amable, sugería que detrás había una emoción; de pronto sus miradas se unieron, se hundieron la una en la otra y se mantuvieron así con cierta tensión. Pero como la risa que había en su interior se estaba haciendo tan sonora que parecía que Mary fuera a oírla, Dick apagó la luz y volvieron a encontrarse bajo el sol de la Riviera.

—Me tengo que ir —dijo.

Al ponerse en pie vaciló un poco. Ya no se sentía tan bien: la sangre parecía circularle lentamente. Levantó la mano derecha y, haciendo la señal de la cruz papal, bendijo la playa desde la elevada terraza. En varias de las sombrillas hubo gente que levantó la cara para mirarle.

—Voy a verle —dijo Nicole, incorporándose.

—No, no vayas —dijo Tommy, reteniéndola con firmeza—. Es mejor dejar las cosas como están.

XIII

Nicole siguió en contacto con Dick después de volver a casarse; se escribieron cartas sobre asuntos de dinero y sobre los niños. Cada vez que decía, y lo decía con frecuencia, «Quise a Dick y nunca le olvidaré», Tommy respondía: «Por supuesto que no. ¿Por qué te ibas a olvidar de él?».

Dick abrió consulta en Buffalo, pero evidentemente sin ningún éxito. Nicole no logró enterarse de lo que había ocurrido, pero unos meses después le llegaron noticias de que estaba en un pueblo llamado Batavia, en el estado de Nueva York, ejerciendo de médico general, y más tarde, de que estaba en Lockport haciendo lo mismo. Por casualidad estuvo más informada de la vida que hacía en esta última localidad de lo que lo había estado antes: que andaba mucho en bicicleta, que las mujeres le admiraban mucho y que siempre tenía un montón de papeles sobre su mesa de trabajo que se sabía que eran un importante tratado sobre algún tema médico, que siempre estaba a punto de terminar. Se consideraba que tenía modales muy finos y una vez dio una conferencia muy buena sobre el tema de las drogas en una reunión de salud pública. Pero se lio con una muchacha que trabajaba en una tienda de comestibles y también se vio metido en un pleito sobre alguna cuestión médica; así que tuvo que marcharse de Lockport.

Después de eso ya no pidió que enviaran a los niños a América y no contestó cuando Nicole le escribió preguntándole si necesitaba dinero. En la última carta que tuvo de él contó que estaba ejerciendo en Geneva, Nueva York, y Nicole tuvo la impresión de que se había instalado con alguien que le llevaba la casa. Buscó Geneva en un atlas y descubrió que estaba en el centro de la región de Finger Lakes y que se consideraba un lugar agradable. Tal vez, quiso pensar, ya le había llegado la oportunidad de relanzar su carrera, como le ocurrió a Grant en Galena. La última nota que envió llevaba matasellos de Hornell, Nueva York, que está a cierta distancia de Geneva y es un pueblo muy pequeño. En todo caso, es casi seguro que se encuentra en esa zona del país, en un pueblo u otro.

FIN