Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—En cuanto llegues al hotel te das fricciones en la garganta y el pecho y luego lo inhalas —dijo Nicole.

—Oye —murmuró Dick cuando Tommy ya bajaba las escaleras—, no le des todo el tarro a Tommy. Aquí ya no les queda y hay que pedirlo a París.

Desde donde estaba ahora Tommy podía oír lo que decían, y los tres permanecieron un momento inmóviles bajo el sol, Tommy delante del coche, en una posición que parecía que agachándose un poco se lo podría cargar sobre las espaldas.

Nicole bajó las escaleras.

—Aprovéchalo bien —aconsejó a Tommy—. Es muy difícil de encontrar.

Notó el silencio de Dick a su lado, cargado de reproche. Se separó un poco de él e hizo un gesto de despedida con la mano al coche que se llevaba a Tommy con el ungüento especial de alcanfor. Luego se volvió, dispuesta a tomar su propia medicina.

—Ha sido un gesto totalmente innecesario —dijo Dick—. Aquí somos cuatro, y desde hace años, siempre que alguien tiene tos…

Se miraron de frente.

—Siempre se puede comprar otro tarro.

Pero ya no tuvo fuerzas para seguir desafiándole y le siguió al piso de arriba. Dick se tendió en su cama sin decir nada.

— ¿Quieres que te suban la comida aquí? —le preguntó Nicole.

Dick asintió y siguió tendido en silencio, mirando al techo. Sin estar muy segura de lo que hacía, Nicole fue a dar las instrucciones pertinentes. Luego volvió arriba y asomó la cabeza en el cuarto de Dick: sus ojos azules parecían proyectarse como reflectores bajo un cielo oscuro. Permaneció un instante en la puerta, consciente del pecado que había cometido contra él, casi sin atreverse a entrar… Extendió la mano como para acariciarle la cabeza, pero él se dio la vuelta como un animal receloso. Nicole no pudo soportar la situación un momento más. Bajó las escaleras corriendo como una criadita asustada, preguntándose temerosa de qué se iba a alimentar aquel hombre que yacía enfermo allá arriba mientras ella tenía que seguir alimentándose de su pecho enjuto.

Una semana después Nicole ya no se acordaba del deslumbramiento que le había producido Tommy: no tenía muy buena memoria para las personas y las olvidaba fácilmente. Pero con los primeros calores de junio se enteró de que estaba en Niza. Les había enviado una nota a los dos y Nicole la abrió en la playa, bajo la sombrilla, junto con otras cartas que habían traído de la casa. Después de leerla se la pasó a Dick, que, a cambio, le lanzó un telegrama que cayó sobre sus pantalones playeros:

Queridos estaré en el hotel de Gausse mañana por desgracia sin mamá cuento con veros.

—Me alegraré de verla —dijo Nicole con expresión sombría.

VII

Pero al ir a la playa con Dick a la mañana siguiente, le había vuelto el temor de que él estuviera tratando de hallar una solución desesperada. Desde la noche en el yate de Golding intuía lo que estaba pasando. Tan delicado era el equilibrio que mantenía entre un viejo punto de apoyo que siempre le había procurado seguridad y la inminencia de un salto que, una vez dado, tendría que cambiarla hasta en la última molécula de su carne y de su sangre, que no se atrevía a llevar el asunto al terreno de lo consciente. Tenía una visión de Dick y de ella misma imprecisa, cambiante, como dos figuras espectrales atrapadas en una especie de danza macabra. Desde hacía meses, cada palabra parecía tener otro significado distinto del más evidente, que sólo se aclararía cuando Dick así lo determinase. Aunque ese estado de ánimo era tal vez más esperanzador (los largos años de mero existir habían tenido un efecto vivificador sobre aquellas partes de su naturaleza que la temprana enfermedad había destruido y a las que Dick no había conseguido llegar, no por culpa suya, sino simplemente porque no hay naturaleza que se pueda extender totalmente en el interior de otra), no dejaba de ser inquietante. El aspecto menos afortunado de sus relaciones era la indiferencia cada vez mayor de Dick, que de momento se manifestaba en lo mucho que bebía. Nicole no sabía si iba a ser aplastada o no le iba a pasar nada; la voz de Dick, vibrante de insinceridad, la confundía. Le resultaba imposible imaginar cómo se iba a comportar de un día a otro: era como una alfombra que se fuera desenrollando lenta y tortuosamente. Y tampoco se podía imaginar lo que ocurriría al final, en el momento del salto.

Lo que pudiera ocurrir después no le inquietaba: sospechaba que sería como liberarse de una carga, como quitarse una venda de los ojos. Nicole estaba hecha para el cambio, para el vuelo, y el dinero eran sus aletas y sus alas. Su nueva situación sería equivalente a la del chasis de un coche de carreras que, después de estar oculto durante años bajo la carrocería de un coche familiar, volviese a su destino inicial. Nicole ya empezaba a sentir la brisa fresca; lo que temía era el momento de la ruptura, y la manera oscura en que iba a llegar.

Los Diver se instalaron en la playa con sus bañadores blancos que parecían aún más blancos sobre sus cuerpos bronceados. Nicole observó que Dick estaba buscando con la mirada a sus hijos entre las formas y sombras confusas de aquella multitud de sombrillas y, sintiéndose libre momentáneamente al saber que no estaba pensando en ella, lo examinó con frialdad y llegó a la conclusión de que no estaba tratando de encontrar a sus hijos para protegerlos sino para sentirse protegido. Probablemente era la playa lo que temía, como un soberano destronado que visitara en secreto su antiguo reino. Nicole había llegado a odiar aquel mundo suyo de bromas sutiles y detalles finos, olvidando que durante muchos años había sido el único mundo al que había tenido acceso. Que viera ahora su playa, que había degenerado al gusto de los que no tenían gusto; podría pasarse el día entero buscando y no iba a encontrar una sola piedra de la muralla china que un día había levantado en torno a ella, ni una huella de un viejo amigo.

Por un momento Nicole sintió que aquello hubiera ocurrido, al recordar el vaso que Dick había sacado con el rastrillo de un montón de basura, al recordar los pantalones y jerseys de marineros que habían comprado en una callejuela de la parte vieja de Niza y que luego, confeccionados en seda, habían puesto de moda los modistos de París, al recordar a las muchachitas francesas que trepaban por las rocas del rompeolas gritando «Dis donc! Dis donc!», como pájaros, y el ritual de cada mañana, la callada y sosegada entrega al mar y el sol; tantas ocurrencias de Dick, que habían quedado más enterradas que la arena en el transcurso de unos pocos años…

Para poder bañarse allí ahora había que pertenecer a un «club», aunque, en vista del tipo de sociedad internacional representada en él, resultaba difícil decir a quiénes no admitían.

Nicole volvió a endurecerse en cuanto vio a Dick arrodillado sobre la esterilla buscando con la mirada a Rosemary. Observó que sus ojos la buscaban entre todas aquellas nuevas instalaciones: los trapecios acuáticos, las anillas, las casetas de baño transportables, las torres flotantes, los reflectores de las fiestas de la noche anterior, el buffet modernista, blanco y con un vulgar motivo de interminables manillares.

El agua fue casi el último lugar en el que se le ocurrió buscar a Rosemary, porque muy pocas personas se bañaban ya en aquel paraíso azul, sólo algunos niños y un criado exhibicionista que era el espectáculo de cada mañana con sus saltos prodigiosos desde una roca a quince metros de altura; la mayoría de los clientes del hotel de Gausse, con la resaca de la noche anterior, sólo se despojaban de los trajes de playa que ocultaban su carnes blandas para darse una ligera zambullida a la una de la tarde:

—Allí está —señaló Nicole.

Vio cómo Dick seguía con la mirada los movimientos de Rosemary de balsa en balsa; pero el suspiro estremecido que se escapó de su pecho era sólo un residuo de cinco años atrás.

—Vayamos nadando hasta donde está ella y la saludamos —sugirió Dick.

—No. Ve tú.

—Vamos los dos.

Nicole trató por un momento de rebelarse contra aquella imposición de Dick, pero finalmente se metieron los dos en el agua y nadaron juntos, consiguiendo localizar a Rosemary por el banco de pececillos que la seguía a todas partes, atraídos por su anzuelo deslumbrante.

Nicole se quedó en el agua, pero Dick se subió a la balsa y se sentó al lado de Rosemary, y los dos, con los cuerpos chorreando, se pusieron a charlar exactamente como dos personas que nunca se hubieran amado ni tocado. Rosemary estaba bellísima y su juventud impresionó a Nicole, aunque a la vez se alegró de ver que era ligeramente menos esbelta que ella. Nicole nadaba cerca de la balsa trazando pequeños círculos y escuchaba lo que decía Rosemary, que fingía estar divertida, feliz y llena de esperanza; mejor actriz de lo que había sido cinco años antes.

—Echo muchísimo de menos a mamá, pero el lunes me voy a reunir con ella en París.

—Y pensar que hace ya cinco años que apareciste por aquí —decía Dick—. ¡Qué graciosa estabas con aquel albornoz del hotel!

— ¡Cómo te acuerdas de las cosas! Como siempre. Y siempre de las más agradables.

Nicole vio que volvía a empezar el viejo juego de las adulaciones y se metió debajo del agua; cuando volvió a salir a la superficie, oyó que Rosemary decía:

—Voy a hacerme la ilusión de que todo es como hace cinco años y vuelvo a ser una chica de dieciocho años. Siempre me hacías sentirme, no sé, como muy, o sea, como muy feliz, tú y Nicole. Parece que os estoy viendo como entonces, en esa playa, bajo una de esas sombrillas, la gente más encantadora que he conocido nunca y que probablemente pueda ya conocer.

Mientras se alejaba nadando, Nicole pensaba que, en cuanto se había puesto a coquetear con Rosemary, se había disipado un poco la nube que abatía el ánimo de Dick y le había vuelto aquella habilidad que antes tenía para tratar a la gente, que era como un objeto artístico ya deslustrado. Se imaginaba que, si se tomaba un par de copas, se iba a poner a hacer acrobacias con las anillas para tratar de deslumbrarla, ejecutando desmañadamente lo que antes solía hacer con absoluta destreza. Había observado que ese verano por primera vez evitaba lanzarse al agua desde mucha altura.

 

Más tarde, mientras nadaba de una balsa a otra tratando de esquivarlas, Dick la alcanzó.

—Unos amigos de Rosemary tienen una motora, esa que está ahí. ¿Te gustaría hacer esquí acuático? Pienso que sería divertido.

Acordándose de que antes podía hacer el pino con las manos sobre una silla colocada en un extremo de una tabla, consintió como podía haberlo hecho con Lanier. El verano anterior en el lago de Zug habían practicado aquel agradable deporte acuático y Dick se había subido a los hombros a un hombre que pesaba alrededor de cien kilos y había conseguido enderezarse. Pero las mujeres, al casarse, asumen todas las habilidades de sus maridos y, naturalmente, luego no se quedan tan impresionadas con las cosas que hacen por mucho que lo pretendan. Nicole ni siquiera había hecho la menor intención de mostrarse impresionada, aunque le había dicho a Dick «Sí» y «Sí, yo también lo pensé».

De todas formas, lo que sí sabía era que estaba más bien cansado y que era sólo la presencia de Rosemary y su estimulante juventud lo que le impulsaba a intentar aquel esfuerzo. Era testigo de que los cuerpos de sus hijos, rebosantes de nueva vitalidad, le producían el mismo estímulo, y se preguntaba fríamente si no se iba a poner en ridículo ante toda aquella gente. Los Diver eran mayores que todos los otros que estaban en la lancha y por muy corteses y considerados que se mostraran aquellos jóvenes, Nicole no dejaba de notar que en el fondo se estaban preguntando que de dónde habían salido semejantes vejestorios y echaba de menos la facilidad que tenía antes Dick para hacerse con todas las situaciones y salir siempre airoso. Pero él estaba concentrado en lo que iba a tratar de hacer.

La motora redujo la velocidad a doscientos metros de la costa y uno de los jóvenes se lanzó al agua en plancha, nadó hasta la tabla que se movía a merced de la corriente, la hizo firme, trepó lentamente hasta ponerse de rodillas en ella y se puso en pie en cuanto la lancha empezó a acelerar. Echándose un poco hacia atrás, hizo oscilar pesadamente su ligero vehículo de uno a otro lado, trazando arcos lentos y jadeantes que cabalgaban sobre las estelas de espuma laterales al final de cada balanceo. Aprovechó un momento en que se encontraba directamente en la estela que dejaba la lancha para soltar la cuerda y, tras mantener el equilibrio un instante; se echó de espaldas al agua, desapareciendo como una estatua gloriosa y volviendo a aparecer como una insignificante cabeza mientras la lancha describía un círculo para ir a recogerlo.

Nicole renunció a su turno y Rosemary cabalgó sobre la tabla con un estilo impecable pero sin hacer alardes, entre los gritos jocosos y entusiastas de sus admiradores. Tres de éstos se golpearon egoístamente por tener el honor de ayudarla a subir a la lancha y entre todos se las arreglaron para que se magullara la rodilla y la cadera al darse un golpe contra el costado de la embarcación.

—Ahora le toca a usted, doctor —dijo el mexicano que llevaba el timón.

Dick y el joven que quedaba se lanzaron al agua por el costado y nadaron hasta donde estaba la tabla. Dick iba a emplear el truco que sabía para ponerse en pie y Nicole empezó a mirarle con una sonrisa de desprecio. Lo que más le irritaba era que aquel alarde de destreza física iba dirigido a Rosemary.

Cuando los dos hombres se habían dejado arrastrar el tiempo suficiente para encontrar un equilibrio, Dick se arrodilló y colocó la cabeza en la entrepierna del otro, agarró la cuerda y empezó a alzarse lentamente.

Los que estaban en la lancha, que le observaban con mucha atención, se dieron cuenta de que estaba en apuros. Seguía teniendo una rodilla apoyada y el truco consistía en enderezarse completamente con el mismo impulso con que levantaba las rodillas. Descansó un momento y luego, con el rostro contraído por la intensidad del esfuerzo, empezó a levantarse.

La tabla era estrecha, y el otro hombre, aunque pesaba menos de setenta kilos, no se sentía seguro y se agarraba torpemente a la cabeza de Dick. Cuando, tras dar el último tirón con la espalda, Dick logró ponerse en pie, la tabla se volcó y se cayeron los dos al agua.

En la lancha Rosemary exclamó:

— ¡Maravilloso! Por poco lo consiguen.

Pero cuando la lancha volvió a donde estaban los nadadores, Nicole se fijó en la cara que tenía Dick. Como ella se esperaba, se le veía muy irritado, puesto que sólo dos años antes hacía aquello mismo sin la menor dificultad.

La segunda vez tuvo más cuidado. Se enderezó un poco para comprobar el equilibrio de su carga, volvió a arrodillarse y luego, gruñendo «¡Ale hop!», empezó a levantarse, pero antes de que pudiera enderezarse del todo, se le doblaron de pronto las rodillas y le dio una patada a la tabla para que no se golpearan contra ella al caer.

Esta vez, cuando el Baby Gar fue a buscarlos, todos los pasajeros pudieron ver claramente que estaba furioso.

— ¿Les importa que lo vuelva a intentar una vez más? —gritó, pedaleando en el agua—. Esta vez casi lo habíamos conseguido.

—De acuerdo. ¡Adelante!

A Nicole le parecía que tenía aspecto de estar al borde de la náusea y trató de disuadirle:

— ¿No te parece que ya está bien por hoy?

Dick no contestó. Su anterior compañero se había hartado ya y le ayudaron a subir a bordo; el mexicano que conducía la motora se ofreció a ocupar su lugar.

Pesaba bastante más que el otro. Mientras la lancha volvía a ponerse en marcha, Dick descansó un rato, tumbado boca abajo sobre la tabla. Luego se colocó debajo del mexicano, agarró la cuerda y comenzó a hacer flexión con todo el cuerpo para levantarse.

No se podía levantar. Nicole vio que cambiaba de posición y volvía a intentarlo, pero en cuanto tuvo todo el peso de su compañero sobre los hombros quedó inmovilizado. Lo intentó una vez más y logró levantarse un centímetro, luego dos centímetros —Nicole, que estaba haciendo el esfuerzo con él, sintió que se le bañaba la frente de sudor— y ya simplemente se concentró en mantenerse en la posición en que estaba, hasta que cayó de rodillas con un ruido sordo y los dos fueron a parar al agua. Por muy poco no se dio Dick en la cabeza con un ángulo de la tabla.

— ¡Dese prisa! —le dijo Nicole al que conducía la motora, y mientras lo estaba diciendo vio que Dick se hundía y lanzó un pequeño grito, pero volvió a salir a la superficie y se puso a hacer la plancha y el mexicano se acercó nadando por si necesitaba ayuda. Parecía que la lancha tardaba una eternidad en llegar hasta donde estaban ellos, pero cuando al fin se acercó y Nicole vio que Dick flotaba agotado y sin expresión alguna, solo con el agua y el cielo, su miedo se transformó de pronto en desprecio.

—Suba, doctor, que le ayudamos… Agárrale el pie… Muy bien. Venga, ahora juntos…

Dick se sentó, jadeante y sin mirar a ningún sitio.

—No tenías que haberlo intentado —dijo Nicole sin poder contenerse.

—Los dos primeros intentos le habían dejado cansado —dijo el mexicano.

—Fue una chiquillada —insistió Nicole.

Rosemary, diplomáticamente, no dijo nada.

Pasado un minuto, Dick, apenas recuperado el aliento, dijo:

—Esta última vez no podría haber levantado ni una muñeca de papel.

Una pequeña risotada relajó la tensión provocada por su fracaso. Todos se mostraron muy atentos con Dick cuando se bajó de la lancha en el muelle, pero Nicole estaba irritada: ya todo lo que Dick hacía le irritaba.

Se sentó con Rosemary bajo una sombrilla mientras Dick iba al bar a por algo de beber. Al instante volvió con unas copas de jerez.

—La primera bebida que tomé en mi vida me la tomé con vosotros —dijo Rosemary. Y, con un arrebato de entusiasmo, añadió—: Estoy tan contenta de veros y saber que estáis bien. Me preocupaba…

Interrumpió la frase y le dio otro sentido:

—… que tal vez no lo estuvierais.

— ¿Es que te había dicho alguien que yo estaba en pleno proceso de deterioro?

—Oh, no. Simplemente me había dicho alguien que habías cambiado. Y me alegro de ver con mis propios ojos que no es cierto.

—Pues sí es cierto —replicó Dick, mientras se sentaba junto a ellas—. El cambio se produjo hace ya mucho tiempo, pero al principio no se notaba. La forma permanece intacta durante un tiempo después de que el espíritu decae.

— ¿Estás ejerciendo aquí en la Riviera? —se apresuró a preguntar Rosemary.

—Sería un excelente terreno para encontrar especímenes adecuados.

Señaló con la cabeza a uno y otro lado a la gente que se arremolinaba en la arena dorada.

—Excelentes candidatos. ¿Ves a nuestra vieja amiga, la señora Abrams, jugando a la duquesa con Su Alteza Real Mary North? No te dé envidia. Piensa en la larga escalada de la señora Abrams a cuatro patas por las escaleras de servicio del Ritz y todo el polvo de alfombras que habrá tenido que inhalar.

Rosemary le interrumpió.

Pero ¿es ésa realmente Mary North?

Estaba mirando a una mujer que caminaba hacia donde estaban ellos, rodeada de un pequeño grupo que se comportaba como si estuviera acostumbrado a que lo miraran. Cuando estaba a tres metros de distancia, Mary fijó la mirada una ráfaga de segundo sobre los Diver y luego la apartó. Era una de esas lamentables miradas con las que se quiere indicar a los que son objeto de ellas que se les ha visto perfectamente pero que se va a hacer como si no se les hubiera visto, el tipo de mirada que ni los Diver ni Rosemary Hoyt se hubieran permitido lanzar a nadie en su vida. A Dick le hizo mucha gracia que Mary, al ver que estaba con ellos Rosemary, cambiara de planes y se acercara. Le habló a Nicole en tono agradable y cordial, saludó a Dick sin sonreír, con un gesto rápido, como si tuviera miedo de que pudiera contagiarle —gesto al que respondió Dick con una irónica reverencia— y por fin saludó a Rosemary.

—Había oído decir que estabas aquí. ¿Por mucho tiempo?

—Mañana me voy —contestó Rosemary.

Ella también se había dado cuenta de que Mary se había acercado, no por los Diver sino para hablar con ella, y se sintió obligada a recibir su saludo con cierta frialdad. No, no podía cenar con ella esa noche.

Mary se volvió a Nicole y la miró de una manera que parecía demostrar afecto mezclado con lástima.

— ¿Cómo están tus hijos? —preguntó.

En ese momento se acercaban y Nicole tuvo que escuchar una petición suya de que impusiera su autoridad sobre la de la institutriz en algo relacionado con el baño.

—No —contestó Dick por ella—. Tenéis que obedecer a Mademoiselle.

Nicole estaba de acuerdo en que había que respaldar la autoridad delegada y no accedió a lo que le pedían, por lo que Mary, que, al igual que las protagonistas de las novelas de Anita Loos, sólo hacía frente a los hechos consumados y, de hecho, era incapaz hasta de enseñar a un perrito de lanas lo que tenía que hacer, miró a Dick como si fuera un ser dominante y brutal. Dick, exasperado ya por aquella tediosa comedia, le preguntó con burlona solicitud:

— ¿Y cómo están tus hijos… y sus tías?

Mary no respondió. Les dejó, pasando antes una mano compasiva por la cabeza reacia de Lanier. En cuanto se marchó, Dick dijo:

— ¡Cuando pienso en todo el tiempo que empleé en ella!

—Yo le tengo cariño —dijo Nicole.

El resentimiento de Dick había sorprendido a Rosemary, que pensaba que era una persona nada rencorosa y muy comprensiva. De pronto se acordó de lo que le habían dicho de él. Mientras conversaba en el barco con una gente del Departamento de Estado —norteamericanos europeizados que habían llegado a una situación en la que ya no parecían pertenecer a nación alguna, o por lo menos a ninguna de las grandes Potencias, aunque tal vez sí a algún. Estado de tipo balcánico compuesto de ciudadanos similares—, había surgido el nombre de la universalmente famosa Baby Warren y alguien había comentado que a la hermana menor de Baby la había echado a perder un médico disoluto. «No se le recibe ya en ninguna parte», había dicho aquella mujer.

 

Esa frase inquietó a Rosemary, si bien no le cabía pensar que los Diver se relacionaran en sociedad de una manera en fa que el hecho aquel, si es que realmente era un hecho, pudiera tener algún sentido. Pero, no obstante, el eco de una opinión pública organizada y hostil resonó en sus oídos. «No se le recibe ya en ninguna parte». Se imaginaba a Dick subiendo las escalinatas de alguna mansión, mostrando su tarjeta de visita y oyendo que el mayordomo le decía: «Aquí ya no se le recibe», y luego continuando avenida abajo para escuchar lo mismo de boca de otros innumerables mayordomos de innumerables embajadores, ministros y encargados de negocios…

Nicole está pensando en algún pretexto para marcharse. Suponía que Dick, que tenía un estímulo para sentirse animado, se iba a mostrar cada vez más encantador para recuperar su influjo sobre Rosemary y efectivamente, al momento trató de suavizar todas las cosas desagradables que había dicho:

—Mary está muy bien. Ha sabido hacer muy bien las cosas. Pero resulta difícil seguir queriendo a alguien que sabes que ya no te quiere.

Rosemary, siguiéndole la corriente, cimbreó el cuerpo inclinándose hacia él y dijo con voz suave:

— ¡Pero con lo encantador que tú eres! Me parece inconcebible que la gente no te lo perdone todo, les hagas lo que les hagas.

Pero luego, al darse cuenta de que con su exuberancia se había metido en un terreno que era propiedad de Nicole, se puso a mirar la arena en un punto situado exactamente entre ambos.

—Quería preguntaros a los dos qué os han parecido mis últimas películas, si es que las habéis visto.

—Nicole no dijo nada, puesto que sólo había visto una y no le había parecido gran cosa.

—Voy a tardar un poco en explicártelo —dijo Dick—. Vamos a suponer que Nicole te dice que Lanier está enfermo. ¿Qué haces tú en la vida real? ¿Qué hace la gente? Pues actúa; con la cara, con el tono de voz, con las palabras que dicen. La cara expresa tristeza, la voz sorpresa, las palabras compasión.

—Sí. Ya comprendo.

—Pero en el teatro, no. En el teatro las mejores actrices han conseguido la fama parodiando las reacciones emotivas reales: miedo, amor y compasión.

—Entiendo.

Pero no entendía nada.

Nicole, que había perdido el hilo de lo que decía Dick, se estaba impacientando cada vez más mientras él seguía.

—El peligro para una actriz está en las reacciones. Vamos a suponer ahora que alguien te dice: «Tu amante se ha muerto». En la vida real, probablemente te quedarías hundida. Pero en el escenario estás tratando de entretener; el público puede «reaccionar» por sí solo. En primer lugar, la actriz tiene que recordar el diálogo y luego tiene que conseguir atraerse la atención del público y hacer que éste deje de pensar en el chino asesinado o lo que sea. De modo que tiene que hacer algo inesperado. Si el público piensa que el personaje es una mujer sin sentimientos, reacciona con ternura, y si piensa que es una mujer tierna, reacciona con dureza. Reacciona de manera distinta al personaje. ¿Me entiendes?

—Pues no del todo —reconoció Rosemary—. ¿Qué quieres decir con lo de manera distinta al personaje?

—Haces algo que no se espera del personaje para que el público deje de pensar en el hecho objetivo y vuelva a concentrarse en ti. Una vez logrado esto, vuelves otra vez a tu personaje.

Nicole no podía soportar ya más. Se puso en pie bruscamente sin tratar de disimular lo más mínimo su impaciencia. Rosemary, que hacía ya rato que se había dado cuenta de que le pasaba algo, se volvió en tono conciliador hacia Topsy.

— ¿Te gustaría ser una actriz cuando seas mayor? Creo que serías una actriz estupenda.

Nicole fijó en ella una mirada llena de intención y, con el tono de voz de su abuelo, dijo pausadamente y con toda claridad:

—Me parece totalmente inadmisible que se trate de meter esas ideas en la cabeza a los hijos de otros. Recuerda que podemos tener otros planes muy diferentes para ellos.

Y luego, volviéndose a Dick con brusquedad:

—Me voy a casa en el coche. Mandaré a Michelle para que os recoja a ti y a los niños.

— ¡Pero si hace meses que no conduces! —protestó Dick.

—Pero no se me ha olvidado.

Sin ni siquiera mirar a Rosemary, cuyo rostro había «reaccionado» de manera violenta, Nicole se alejó de la sombrilla.

Entró en la caseta para ponerse el pijama de playa con el rostro todavía alterado. Pero en cuanto salió a la carretera de pinos arqueados y cambió el ambiente —una ardilla que saltaba a una rama, la brisa que rozaba las hojas, el canto de un gallo que partía el aire en la lejanía, un asomo de sol a través de la calma y, finalmente, las voces de la playa cada vez más lejanas—, Nicole se relajó y se sintió feliz y como nueva. Sus pensamientos eran tan claros como el límpido sonido de una campana; tenía la sensación de estar curada y de ir en una nueva dirección. Su personalidad empezaba a florecer como una exuberante rosa a medida que volvía a internarse con dificultad por los laberintos por los que había andado errante durante años. Odiaba la playa. Había llegado a aborrecer todos los lugares en los que había figurado como planeta del sol que era Dick.

«Casi he conseguido ya ser yo misma —pensó—. Me estoy manteniendo prácticamente sola, sin su ayuda».

Y como una niña dichosa que deseara ser mujer cuanto antes, y más o menos consciente de que Dick había hecho todo lo posible para que llegara a serlo, se tumbó en la cama en cuanto llegó a la casa y le escribió a Tommy Barban, que estaba en Niza, una carta breve y provocativa.

Pero eso fue durante el día. Al llegar la tarde, como era inevitable, ya no se sentía con tantas energías, su estado de ánimo sufrió un bajón y las flechas que había lanzado se perdieron en el crepúsculo. Ignoraba lo que estaría pensando Dick y ello le inquietaba. De nuevo tenía la sensación de que la manera de actuar de Dick en esos días estaba inspirada por algún plan y sus planes los temía: siempre funcionaban y había en ellos una lógica exhaustiva que Nicole era incapaz de abarcar. De algún modo se había acostumbrado a que fuera él el que pensara por todos, y cuando Dick no estaba, antes de dar el menor paso siempre pensaba automáticamente en lo que él hubiera hecho; por eso ahora no se sentía preparada para oponer su propia voluntad a la de él. Y, sin embargo, tenía que pensar por sí sola. Por fin se había aprendido el número de la horrible puerta que llevaba al mundo de los sueños, el umbral de una salida que no era tal salida. Sabía que el mayor pecado que podía cometer tanto en aquel momento como en el futuro era engañarse a sí misma. Le había costado mucho aprender aquella lección, pero al fin la había aprendido. Si te niegas a pensar, otros tienen que pensar por ti y les cedes el poder, dejas que perviertan y reglamenten tus inclinaciones naturales, que te civilicen y te esterilicen.

La cena fue tranquila. Dick bebió mucha cerveza y bromeó con los niños en la habitación medio en penumbra. Después tocó algunas canciones de Schubert y unas piezas nuevas de jazz que les habían mandado de América y que Nicole tarareó a sus espaldas con su voz áspera y rica de contralto.

Gracias padre.

Gracias madre.

Gracias por haberos conocido.

—Ésta no me gusta —dijo Dick, y se dispuso a volver la página.

— ¡Venga, tócala! —exclamó Nicole—. No me voy a pasar el resto de mi vida asustándome cada vez que oiga la palabra «padre».

¡Gracias al caballo que tiró del coche esa noche!

Gracias a los dos por estar algo borrachos.

Más tarde se sentaron con los niños en la azotea de estilo morisco y vieron en la costa, a lo lejos, los fuegos artificiales de dos casinos, muy distantes entre sí. Daba tristeza y sensación de soledad no sentir ya nada el uno por el otro. A la mañana siguiente, cuando Nicole regresó de hacer unas compras en Cannes, se encontró una nota de Dick en la que le decía que había cogido el coche pequeño y se había ido a Provenza a pasar unos días solo. No había terminado todavía de leer la nota cuando sonó el teléfono. Era Tommy Barban, desde Montecarlo, para decirle que había recibido su carta y que salía inmediatamente para allá en su coche. Al decirle que se alegraba mucho de que fuera, Nicole sintió el calor de sus propios labios en el teléfono.