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100 Clásicos de la Literatura

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Exhausto por la emoción se sentó, y entonces dijo Dick:

—Eso que hizo fue una tontería, y el viaje a España también fue absurdo.

Dick estaba tratando de contener la hilaridad que le producía aquello. ¡Que un médico de renombre se hubiera prestado a aquel experimento de aficionados!

—Señor, debo decirle que en estos casos no podemos prometer nada. En lo que respecta a la bebida, muchas veces conseguimos algo, siempre que el paciente colabore. Primero de todo tengo que ver al muchacho y tratar de ganarme su confianza para ver hasta qué punto es consciente del problema.

El joven con el que se sentó en la terraza tenía unos veinte años y era despierto y bien parecido.

—Me gustaría saber qué es lo que piensas tú —dijo Dick—. ¿Tú crees que la situación va a peor? ¿Y quieres hacer algo al respecto?

—Supongo que sí —dijo Francisco—. Soy muy desgraciado.

— ¿Tú crees que se debe a la bebida o a la anormalidad?

—Creo que la bebida es una consecuencia de lo otro. Estuvo serio un rato, pero de pronto le entró un deseo irreprimible de tomarlo todo a broma y se echó a reír, diciendo:

—No tiene remedio. En Kings me llamaban la reina de Chile. Y ese viaje a España sólo sirvió para hacerme sentir náuseas sólo de ver a una mujer.

Dick le interrumpió secamente.

—Si estás a gusto en esta situación tan confusa, nada puedo hacer yo y estoy perdiendo el tiempo contigo.

—No, no. Vamos a hablar. La mayor parte de los otros me inspiran tal desprecio.

Había rasgos de virilidad en el muchacho, pervertidos por la resistencia activa que oponía ahora a su padre. Pero tenía en los ojos la típica expresión maliciosa que los homosexuales adoptan al tratar el tema.

—Es una vida clandestina, en el mejor de los casos —le dijo Dick—. Le tendrás que dedicar toda tu vida a eso y sus consecuencias y no te va a quedar tiempo ni energías para realizar ninguna otra actividad decente o social. Si quieres enfrentarte al mundo tendrás que empezar por controlar tu sensualidad y, en primer lugar, la bebida, que es la que la provoca.

Hablaba maquinalmente, pues ya había decidido abandonar aquel caso diez minutos antes. Tuvieron una agradable conversación durante la hora siguiente, y el muchacho le habló de su país, Chile, y de sus ambiciones. Era lo más cerca que Dick había estado nunca de entender ese tipo de personalidad desde un punto de vista que no fuera el patológico. Llegó a la conclusión de que lo que le permitía a Francisco cometer desafueros era precisamente ese encanto que tenía y, para Dick, el encanto siempre había tenido una existencia independiente, ya fuera el comportamiento absurdamente heroico de la desgraciada que había muerto aquella mañana en la clínica o la valerosa elegancia que ese joven descarriado transmitía a un tema tan viejo y sórdido. Dick trató de dividir ese encanto en fragmentos lo suficientemente pequeños como para poder acumularlos, pues se daba cuenta de que la totalidad de una vida podía diferir en calidad de los elementos que la componían, y también de que la vida a partir de los cuarenta años sólo parecía poder ser observada en fragmentos. Su amor por Nicole o Rosemary, su amistad con Abe North o con Tommy Barban en el mundo destrozado de la posguerra. En todos esos contactos, cada una de las personas se había apretado a él tan estrechamente que había llegado a asumir su personalidad como propia. Parecía que la única opción era aceptarlo todo o quedarse sin nada. Era como si estuviera condenado a cargar el resto de su vida con algunos seres que había conocido y querido años atrás y a sentirse una persona completa únicamente en la medida en que ellos también lo fueran. Algo tenía que ver la soledad con aquello: era tan fácil ser amado y tan difícil amar. Mientras estaba sentado en la terraza con el joven Francisco, apareció ante sus ojos un fantasma del pasado. De entre los arbustos surgió un hombre alto que se contoneaba al andar de una manera muy curiosa y que se dirigía hacia donde estaban Dick y Francisco con cierta indecisión. Tan poco resuelto parecía a hacer notar su presencia en aquel paisaje vibrante que por un momento Dick apenas reparó en él. Pero enseguida se tuvo que levantar y darle la mano con aire abstraído mientras pensaba: «¡Dónde he ido a caer!», y trataba de acordarse de cómo se llamaba aquel tipo.

—Es usted el doctor Diver, ¿verdad?

—Vaya, vaya. Y usted es el señor Dumphry, ¿no?

—Royal Dumphry. Tuve el placer de cenar una noche en su encantador jardín.

—Claro.

Dick trató de frenar el entusiasmo del señor Dumphry y pasó al terreno de la cronología, que resultaba más impersonal.

—Fue en mil novecientos… veinticuatro. No, no, veinticinco.

Dick había permanecido de pie, pero Royal Dumphry, que tan tímido se había mostrado al principio, parecía estar ya completamente a sus anchas. Le dijo algo a Francisco en un tono frívolo que denotaba cierta confianza con él, pero aquél, claramente incómodo en su presencia, se alió con Dick para tratar de librarse de él.

—Doctor Diver. Antes de que se vaya, le quiero decir una cosa. Jamás olvidaré esa noche en su jardín, lo amables que fueron usted y su esposa. Es uno de los mejores recuerdos que tengo, uno de los más felices. Siempre he pensado que era el grupo de gente más civilizado que he conocido en mi vida.

Dick había iniciado una retirada de cangrejo hacia la puerta más próxima del hotel.

—Me alegra que tenga tan buen recuerdo. Ahora, si me lo permite, tengo que ir a ver a…

—Sí, ya entiendo —dijo Royal Dumphry en tono de conmiseración—. He oído decir que se está muriendo.

— ¿Quién se está muriendo?

—Quizá no debiera haberlo dicho. Pero es que tenemos el mismo médico.

Dick se detuvo y le miró con asombro.

— ¿De quién está hablando?

—Pues del padre de su mujer. Tal vez no debiera…

— ¿De quién?

— ¿Quiere decir que soy el primero en…?

— ¿Quiere decir que el padre de mi mujer está aquí, en Lausana?

—Creía que lo sabía. Creía que estaba aquí por esa razón.

— ¿Qué médico le está atendiendo?

Dick apuntó el nombre apresuradamente en una agenda, se disculpó y corrió a una cabina telefónica.

Al doctor Dangeu no le venía mal ver inmediatamente al doctor Diver en su casa.

El doctor Dangeu era un joven ginebrino. Por un momento se temió que iba a perder a aquel paciente tan rico, pero en cuanto habló con Dick se tranquilizó y le reveló que el señor Warren estaba, efectivamente, agonizando.

—Sólo tiene cincuenta años, pero el hígado ha dejado ya de regenerarse. El factor que lo ha precipitado es el alcoholismo.

— ¿No responde al tratamiento?

—Ya no puede tomar nada salvo líquidos. Le doy tres días más, o, como mucho, una semana.

— ¿Está enterada de su estado su hija mayor, la señorita Warren?

—Por propio deseo del paciente no lo sabe nadie salvo su criado. Hasta esta misma mañana no se lo he comunicado a él, y le ha impresionado mucho, aunque desde el principio de su enfermedad ha dado muestras de una resignación casi piadosa.

Dick reflexionó un momento.

—Bien…

Parecía que tardaba en decidirse.

—En todo caso, yo me hago cargo de todo lo que concierne a la familia. Pero me imagino que querrían consultar con algún especialista.

—Como usted vea.

—Me permito hablar en nombre de sus hijas para pedirle a usted que haga venir a uno de los especialistas más eminentes de esta zona: el doctor Herbrugge, de Ginebra.

—Sí, ya había pensado en Herbrugge.

—Entretanto, como voy a estar aquí por lo menos todo el día de hoy, seguiré en contacto con usted.

Por la tarde Dick fue a ver al señor Pardo y Ciudad Real y conversó con él.

—Tenemos muchas tierras en Chile —dijo el señor Pardo—. Mi hijo podría encargarse de administrarlas. O si no, podría colocarle en doce empresas en París, en la que él eligiera.

Fue de una ventana a otra, sacudiendo la cabeza. Caía una lluvia primaveral tan alegre que ni siquiera los cisnes habían sentido necesidad de guarecerse de ella.

— ¡Mi único hijo! ¿No se lo podría llevar usted? El español se arrodilló de pronto a los pies de Dick.

— ¿No puede usted curar a mi único hijo? Yo tengo confianza en usted. Podría llevárselo y curarlo.

—Es imposible internar a una persona por ese motivo. Y aunque pudiera no lo haría.

El español se puso en pie.

—Me he precipitado… Me he dejado llevar por…

Cuando bajaba al vestíbulo, Dick se encontró al doctor Dangeu en el ascensor.

—Iba a telefonear a su habitación —le dijo—. ¿Podemos hablar en la terraza?

— ¿Ha muerto el señor Warren? —preguntó Dick.

—Está igual. La consulta es mañana por la mañana. Pero se ha empeñado en ver a su hija… a la esposa de usted. Parece ser que hubo ciertas diferencias…

—Estoy al corriente de todo.

Los dos médicos se observaron un momento mientras reflexionaban.

— ¿Por qué no habla usted con él antes de tomar una decisión? —sugirió Dangeu—. Tendrá una muerte plácida: simplemente se irá debilitando hasta apagarse del todo.

Haciendo un esfuerzo, Dick accedió.

—Está bien.

La suite en la que Devereux Warren se estaba debilitando y apagando plácidamente era del mismo tamaño que la del señor Pardo y Ciudad Real. En todo el hotel había muchas habitaciones en las que despojos adinerados, fugitivos de la justicia y pretendientes al trono de principados mediatizados vivían de derivados del opio o barbitúricos escuchando eternamente, como en una radio inevitable, las groseras canciones de sus viejos pecados. Este rincón de Europa, más que atraerse a la gente, lo que hace es aceptarla sin hacerle preguntas inconvenientes.

 

Dos caminos se cruzan aquí: el de los que se dirigen a sanatorios antituberculosos u otros sanatorios privados en las montañas y el de los que han dejado de ser persona grata en Francia o Italia.

La suite estaba medio a oscuras. Una monja con cara de santa cuidaba al enfermo, el cual agitaba un rosario sobre las sábanas blancas con sus dedos descarnados. Seguía siendo bien parecido y su voz al hablarle a Dick, después de que Dangeu los hubiera dejado solos, aún tenía el tono distintivo de su personalidad.

—Al final de nuestra vida llegamos a comprender muchas cosas. Hasta este momento, doctor Diver, no había podido entender realmente lo que ocurrió.

Dick no dijo nada.

—He sido un mal hombre. Bien sabe usted que no tengo realmente ningún derecho a volver a ver a Nicole, y sin embargo, un Ser superior a usted y a mí nos dice que hay que compadecer y perdonar al prójimo.

Se encontraba tan débil que se le cayó el rosario de las manos y se deslizó por la superficie lisa del cubrecama. Dick lo recogió y se lo dio.

—Si pudiera ver a Nicole aunque sólo fuera por diez minutos, me iría contento de este mundo.

—No es una decisión que pueda tomar yo solo —dijo Dick—. Nicole no es fuerte.

Aunque ya había tomado una decisión, hizo como que dudaba.

—Le puedo exponer el caso a mi socio en la clínica.

—Estaré de acuerdo con lo que su socio decida, doctor. Es tanto lo que le debo a usted.

Dick se levantó rápidamente.

—Le comunicaré lo que se haya decidido por medio del doctor Dangeu.

Una vez en su habitación, telefoneó a la clínica del lago de Zug. Al cabo de un largo rato contestó Kaethe desde su casa.

—Quiero hablar con Franz.

—Franz se ha ido a la montaña. Yo me voy ahora. ¿Quieres que le diga algo, Dick?

—Se trata de Nicole. Su padre se está muriendo aquí en Lausana. Díselo a Franz. Él se dará cuenta de lo importante que es. Y dile que me telefonee inmediatamente.

—Se lo diré.

—Dile que estaré en la habitación del hotel de tres a cinco, y luego de siete a ocho, y a partir de esa hora me podrá encontrar en el comedor.

Con la preocupación de las horas se le olvidó añadir que no le debía decir nada a Nicole, y cuando se acordó, Kaethe ya había colgado el teléfono. Pero sin duda se daría cuenta de que no se lo debía decir.

Kaethe no tenía exactamente la intención de decirle a Nicole lo de la llamada mientras subía por la desierta colina de flores silvestres y vientos secretos adonde iban los pacientes a esquiar en invierno y a hacer montañismo en primavera. Al bajarse del tren vio a Nicole capitaneando a los niños en un animado juego que les había organizado. Se acercó a Nicole y, pasándole suavemente el brazo por los hombros, le dijo:

— ¡Qué bien se te dan los niños! Este verano tendrías que dedicar más tiempo a enseñarles a nadar.

El juego les había acalorado, y Nicole tuvo un reflejo tan automático liberándose del brazo de Kaethe que cayó en la grosería. Kaethe se quedó en una postura desmañada, con la mano colgando en el vacío, y entonces reaccionó también, verbalmente y de manera deplorable.

— ¿Es que creías que te iba a abrazar? —le espetó—. Era sólo por Dick. Acabo de hablar por teléfono con él y siento mucho…

— ¿Es que le ha pasado algo a Dick?

Kaethe se dio cuenta inmediatamente de su error, pero ya no se podía echar atrás y no le quedaba más remedio que contestar a Nicole, que la acosaba con la misma pregunta: «¿Qué es lo que sientes mucho?».

—No, no le pasa nada a Dick. Tengo que hablar con Franz.

—Sí. Sí, le pasa algo.

Parecía aterrada, y los niños, que estaban muy cerca, al verla se habían asustado también. Kaethe tuvo que soltarlo:

—Tu padre está enfermo en Lausana. Dick quiere hablar con Franz de eso.

— ¿Está muy grave? —preguntó Nicole, y en se momento apareció Franz con su aire de médico campechano. Kaethe, agradecida, le pasó la carga a él. Pero el mal ya estaba hecho.

—Me voy a Lausana —anunció Nicole.

—Un momento —dijo Franz—. No creo que sea aconsejable. Tengo que hablar primero por teléfono con Dick.

¡Entonces perderé el tren de bajada —protestó Nicole— y también el tren que sale a las tres de Zurich! Si mi padre se está muriendo, tengo que…

Dejó la frase en el aire, no se atrevía a decirlo.

—Tengo que ir. Tengo que correr si no quiero perder el tren.

Al decir esto ya había empezado a correr hacia la hilera de vagones chatos que coronaban la colina pelada con una explosión de vapor y ruido. Volviendo la cabeza, grito:

— ¡Si telefoneas a Dick, dile que voy para allá, Franz!

Dick estaba en su habitación del hotel leyendo The New York Herald cuando irrumpió la monja con aspecto de golondrina, y al mismo tiempo se puso a sonar el teléfono.

— ¿Se ha muerto? —le preguntó Dick a la monja, esperanzado.

—Monsieur, il est parti. Se ha marchado.

—Comment.

—II est parti. ¡Y tampoco están su criado ni el equipaje!

Parecía increíble. ¡Que un hombre en su estado se levantara y se marchara!

Dick contestó al teléfono. Era Franz.

—No deberías habérselo dicho a Nicole —protestó.

—Fue Kaethe la que cometió la imprudencia de decírselo.

—Supongo que fue culpa mía. A las mujeres sólo se les puede decir las cosas cuando ya han pasado. Bueno, en todo caso, iré a recibir a Nicole. Pero, Franz, no te puedes imaginar lo que ha pasado: el viejo se levantó de la cama y echó a andar…

— ¿Qué, qué dices? ¿Qué dices?

—Pues eso: que el viejo Warren echó a andar. ¡A andar!

— ¿Y por qué no?

—Pues porque se suponía que se estaba muriendo de un colapso general. Y se levantó y se marchó, me imagino que a Chicago… no sé, la enfermera está aquí conmigo. No sé, Franz, acabo de enterarme… llámame más tarde.

Las dos horas siguientes se le fueron prácticamente en averiguar los movimientos de Warren. El paciente había aprovechado un momento en el cambio de turno de enfermeras para bajar al bar, donde se había atizado cuatro whiskies, y luego había pagado su cuenta del hotel con un billete de mil dólares, dejando instrucciones en recepción para que le mandaran la vuelta a sus señas, y se había marchado, se suponía que a América. Una carrera de última hora de Dick y Dangeu a la estación para ver si conseguían llegar antes de que se hubiera ido dio como único resultado que Dick no fuera a recibir a Nicole; cuando por fin se encontraron en el vestíbulo del hotel, ella parecía de pronto muy cansada y tenía los labios fruncidos de una manera que inquietó a Dick.

— ¿Cómo está papá? —le preguntó.

—Mucho mejor. Se ve que, a pesar de todo, aún le quedaban muchas energías.

Vaciló, y luego se lo dijo con toda naturalidad.

—Lo cierto es que se levantó y se fue.

Como tenía ganas de beber algo, pues se le había pasado la hora de la cena en la búsqueda, la condujo, confusa como estaba, al bar-restaurante, y después de que se sentaran en dos sillones de cuero y de pedir un whisky con soda y hielo y una cerveza, continuó:

—El médico que le atendía debió equivocarse en el diagnóstico o algo así. Espera un momento. Ni siquiera he tenido tiempo de pensarlo.

— ¿Se ha ido?

—Cogió el tren de la tarde para París. Permanecieron un rato en silencio. Nicole parecía sumida en una inmensa y trágica apatía.

—Fue una reacción instintiva —dijo por fin Dick—. Se estaba muriendo realmente, pero trató de recuperar el ritmo vital. No es la primera persona que salta de su lecho de muerte. Es como un viejo reloj: lo sacudes y por puro hábito se pone a andar de nuevo. Tu padre…

—No me lo digas. No quiero saberlo —dijo Nicole.

—Lo que más fuerza le dio fue el miedo —prosiguió Dick—. Le entró miedo y por eso saltó de la cama. Es probable que viva hasta los noventa años.

No quiero oír nada más —dijo ella—. Por favor. No lo puedo soportar.

—Está bien. El jovenzuelo al que vine a ver es un caso perdido. Podemos irnos mañana mismo.

—No sé por qué tienes que entrar en contacto con ese tipo de cosas —estalló Nicole.

—Ah, ¿no lo sabes? Hay veces que tampoco 1o sé yo. Ella le tocó la mano.

—Oh, perdona, Dick. No sé cómo he dicho eso.

Alguien había llevado un gramófono al bar y se quedaron un rato en silencio escuchando La boda de la muñeca pintada.

III

Pasó una semana. Una mañana, al ir a ver si había correo para él, Dick se dio cuenta de que se había producido un cierto alboroto afuera: uno de los pacientes, Von Cohn Morris, se marchaba. Sus padres, que eran australianos, estaban colocando su equipaje con vehemencia en una gran limusina y, a su lado, el doctor Ladislau trataba sin ningún resultado de oponer sus gestos de protesta a los violentos ademanes de Morris padre. Morris hijo estaba observando aquella operación de embarque con indiferencia no exenta de ironía cuando se acercó el doctor Diver.

— ¿No es esto un poco precipitado, señor Morris?

El señor Morris dio un respingo al ver a Dick. Su cara rubicunda y los grandes cuadros de su traje parecían apagarse y encenderse como luces eléctricas. Se acercó a Dick como si le fuera a pegar.

—Ya era hora de que nos marcháramos. Nosotros y los que vinieron con nosotros —empezó a decir, e hizo una pausa para tomar aliento—. Ya era hora, doctor Diver. Ya era hora.

— ¿Por qué no viene a mi despacho? —sugirió Dick.

— ¡No! Hablaré con usted, pero no quiero saber nada de usted y su clínica.

Amenazó a Dick con un dedo.

—Se lo estaba diciendo a este médico. Ha sido una pérdida de tiempo y de dinero.

El doctor Ladislau esbozó un gesto que pretendía ser una negación, lo que puso de manifiesto su tendencia, tan eslava, a evadirse con gestos vagos. Dick nunca había sentido ninguna simpatía por Ladislau. Se las arregló para arrastrar al australiano, en su acaloramiento, hacia su despacho y trató de convencerle de que entrara, pero él se negó.

—Es usted precisamente el culpable, doctor Diver. ¡Usted! Acudí al doctor Ladislau porque no había manera de encontrarlo a usted, doctor Diver, y porque el doctor Gregorovius no va a regresar hasta esta tarde, y yo no podía esperar. ¡No señor! Después de que mi hijo me lo contara todo no podía esperar ni un minuto más.

Se acercó con aire amenazador a Dick, que mantenía las manos lo suficientemente separadas del cuerpo como para contener un ataque suyo en caso necesario.

—Mi hijo está aquí para curarse de su alcoholismo y nos ha dicho que ha notado en su aliento que usted también bebe. ¡Sí señor!

Oliscó exageradamente para ver si notaba algo, pero no pareció tener mucho éxito.

—Y Von Cohn dice que notó que usted había bebido, no una vez sino dos. Mi señora y yo no hemos probado una gota de alcohol en nuestra vida. Ponernos a Von Cohn en sus manos para que lo cure ¡y en un mes nota dos veces por su aliento que usted ha bebido! ¿Qué manera de curar es ésa?

Dick no sabía muy bien qué hacer: el señor Morris era muy capaz de hacer una escena en la explanada de la clínica.

—Tenga usted en cuenta, señor Morris, que algunas personas no van a renunciar a lo que para ellas es un alimento sólo porque su hijo…

— ¡Pero usted es un médico, maldita sea! —gritó furioso Morris—. Si un obrero se bebe una cerveza, allá él. Pero usted se supone que está aquí para curar.

—Bueno, ya está bien. Su hijo vino aquí porque era un cleptómano.

— ¿Y por qué lo era? —dijo casi chillando—. Por la bebida. Por la negra bebida. ¿Sabe de qué color es el negro? ¡Negro! ¿Sabe por qué colgaron a un tío mío? ¡Por la bebida! ¡Y mando a mi hijo a un sanatorio y hay un médico que apesta a alcohol!

—Haga el favor de marcharse.

— ¿Que haga el favor? ¡Somos nosotros los que queremos irnos!

—Si se mostrara usted un poco más sereno, le podríamos decir cuáles han sido los resultados del tratamiento hasta la fecha. Naturalmente, dada su actitud, no queremos que su hijo siga siendo paciente nuestro.

— ¿Sereno? ¿Se atreve usted a hablarme a mí de estar sereno?

Dick llamó al doctor Ladislau y, al acercarse, le dijo:

— ¿Haría el favor de despedir al paciente y a su familia en representación de la clínica?

 

Le hizo un ligero saludo a Morris y se metió en su despacho, quedándose rígido un rato nada más cerrar la puerta. Estuvo observando hasta que se alejó el coche la partida de aquellos padres groseros con su retoño insulso y degenerado. Era fácil pronosticar el paso de aquella familia por Europa, intimidando a gente superior a ellos con su exceso de ignorancia y de dinero. Pero lo que ocupó el pensamiento de Dick tras la desaparición de aquella caravana fue la cuestión de si podía haber provocado él el incidente en alguna medida. En las comidas bebía clarete, antes de acostarse se tomaba algo caliente mezclado por lo general con ron y a veces se tomaba una ginebra o dos por la tarde, pero la ginebra era la bebida más difícil de detectar en el aliento. Estaba tomando, como promedio, casi medio litro de alcohol al día, demasiado para que su organismo lo pudiera eliminar.

Venciendo la tentación que sentía de justificar su hábito, fue a su escritorio y se puso por escrito, como si fuera una receta, un régimen para reducir a la mitad la cantidad de alcohol que consumía. A los médicos, a los chóferes y a los pastores protestantes no se les debía notar nunca en el aliento que habían bebido, como no ocurría con los pintores, los corredores de comercio y los oficiales de caballería. Lo único que Dick se reprochaba era su falta de discreción. Pero el asunto no se había aclarado ni mucho menos media hora después cuando Franz, que se sentía como nuevo después de pasar quince días en la montaña, apareció en la clínica, tan ansioso de reanudar su trabajo que ya estaba inmerso en él antes incluso de llegar a su despacho. Allí lo encontró Dick.

— ¿Qué tal en el Everest?

—Con la marcha que llevábamos desde luego podíamos haber escalado el Everest. No creas que no lo pensamos. ¿Qué tal por aquí? ¿Cómo están mi Kaethe y tu Nicole?

—Por el lado doméstico, todo bien. Pero ¡qué escena tan desagradable hemos tenido esta mañana, Franz!

— ¿Sí? ¿Qué es lo que pasó?

Dick se paseó por la habitación mientras Franz llamaba por teléfono a su casa. En cuanto terminó de hablar con su familia, dijo Dick:

—Morris padre se llevó a su hijo. ¡Menudo alboroto armó!

A Franz le desapareció toda la animación del rostro.

—Sabía que se había marchado porque me he encontrado a Ladislau en la terraza.

— ¿Y qué te ha dicho Ladislau?

—Únicamente que el joven Morris se había ido. Que tú me contarías lo que había pasado. ¿Qué ha pasado, pues? —Las típicas razones absurdas.

—Ese chico era un diablo.

—Era un caso para anestesia, estoy de acuerdo. Bueno, la cosa es que cuando aparecí yo el padre ya había amilanado a Ladislau de tal manera que parecía un súbdito de las colonias. ¿Qué vamos a hacer con Ladislau? ¿Crees que debería seguir aquí? Yo creo que no. Es un pobre hombre. No sabe hacer frente a ninguna situación.

Dick dudaba entre decir la verdad o no y dio unos pasos como para darse tiempo y poder resumir mejor su relato. Franz estaba apoyado en el borde de su escritorio; todavía no se había quitado el capote de hilo y los guantes que usaba para viajar. Dick dijo:

—Una de las cosas que el chico dijo a su padre fue que tu distinguido colaborador era un borracho. Ese hombre es un fanático, y su vástago, al parecer, descubrió huellas de vino del país en mí.

Franz se sentó, musitando algo mientras se mordía el labio inferior.

—Ya me lo contarás todo con detalle —dijo al fin.

— ¿Y por qué no ahora? —sugirió Dick—. Tú me conoces. Sabes que lo último que haría sería abusar de la bebida.

Sus ojos se encontraron con los de Franz, un doble destello que duró unos segundos.

—Ladislau dejó que ese hombre se excitara tanto que tuve que ponerme a la defensiva. Podía haber habido otros pacientes delante, y ya te puedes suponer lo difícil que puede ser defenderse en una situación así.

Franz se quitó los guantes y el capote. Abrió la puerta y le dijo a su secretaria: «Que nadie nos moleste». Nada más volver se puso a mirar el correo que tenía sobre la larga mesa sin saber muy bien lo que hacía, como suele ocurrir en esas situaciones: trataba en realidad de hallar una máscara apropiada para lo que tenía que decir.

—Dick, sé perfectamente que eres una persona sobria y equilibrada, aun cuando no estemos totalmente de acuerdo en lo que concierne al alcohol. Pero ha llegado el momento… Dick, quiero ser franco contigo. No me ha pasado desapercibido que en varias ocasiones habías estado bebiendo cuando no era el momento de hacerlo. Habrá alguna razón. ¿Por qué no te tomas otras vacaciones? Te sentará bien la abstinencia.

—Ausencia —le corrigió Dick maquinalmente—. Marcharme no es ninguna solución.

Se sentían los dos irritados; para Franz, sobre todo, era un fastidio encontrarse con aquello a su vuelta.

—A veces parece que no tengas sentido común, Dick.

—Nunca he entendido qué quiere decir el sentido común cuando se trata de problemas complicados. A menos que quiera decir que un médico general puede ser más eficaz, para no importa qué caso, que un especialista.

A Dick le repugnaba aquella situación de manera indecible. Tener que dar explicaciones, poner parches, no era natural a su edad. Era preferible seguir escuchando el eco resquebrajado de una antigua verdad.

—Esto no tiene ningún futuro —dijo de pronto.

—Ya lo había pensado —reconoció Franz—. Has perdido la fe en este proyecto, Dick.

—Es cierto. Será mejor que lo deje. Podríamos llegar a un acuerdo para reembolsar gradualmente a Nicole el dinero que ha puesto.

—También había pensado en eso, Dick. Lo veía venir. Voy a conseguir financiación de otra fuente y creo que podrás recuperar tu inversión para fines de este año.

Dick no pretendía tomar una decisión tan rápida y le sorprendió que Franz accediera a la ruptura con tanta facilidad, pero se sintió aliviado. Desde hacía mucho tiempo venía sintiendo, y ello no dejaba de desesperarle, que se estaban desintegrando los principios morales de su profesión hasta no llegar a ser más que un peso muerto.

IV

Los Diver decidieron regresar a la Riviera, que consideraban su casa. Como habían vuelto a alquilar Villa Diana para el verano, optaron por dividir el tiempo que quedaba entre balnearios alemanes y ciudades francesas en las que había catedrales, donde siempre se sentían a gusto por unos días. Dick escribía algo, pero sin ninguna meta precisa. Era uno de esos periodos de la vida en los que sólo cabía esperar, no que Nicole se restableciera, puesto que su salud siempre parecía mejorar con los viajes, ni tampoco que surgiera un trabajo, sino simplemente esperar. El único factor que daba algún sentido a ese periodo eran los niños. El interés de Dick por ellos aumentaba conforme se hacían mayores, y ya tenían once y nueve años. Se las había arreglado para llegar hasta sus hijos saltándose a la gente que contrataba para que se ocupara de ellos, pues seguía el principio de que tanto el forzar a los niños a que hicieran cosas como el temor a forzarles no podían sustituir adecuadamente a la observación paciente y atenta y la comprobación, balance y evaluación de las cuentas rendidas, de forma que nunca descendieran por debajo de un cierto nivel en lo que concernía a sus obligaciones. Llegó a conocerlos mucho mejor que Nicole y, con la ayuda de los vinos de varios países, que le ponían de muy buen humor, hablaba y jugaba con ellos largo rato. Poseían ese encanto melancólico, casi triste, de los niños que aprenden muy pronto a no llorar o reír con total espontaneidad; no parecía que nada en general les produjera gran emoción y parecían aceptar la simple disciplina a la que estaban sujetos y los simples placeres que les estaban permitidos. Habían sido educados para no exteriorizar demasiado sus sentimientos, según el criterio que, de acuerdo con la experiencia de las familias tradicionales del mundo occidental, parecía aconsejable. Dick, por ejemplo, era de la opinión de que lo que más desarrollaba el sentido de la observación era el silencio impuesto.

V

Nicole fue hasta la ventana y se inclinó sobre el alféizar para observar la disputa cada vez más acalorada que estaba teniendo lugar en la terraza. El reflejo del sol abrileño daba un tono rosado al rostro beatífico de Augustine, la cocinera, y azul al cuchillo de carnicero que ésta esgrimía en su mano temblona de borracha. Había estado trabajando para ellos desde su regreso a Villa Diana en febrero.