Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—Acabo de leer un libro de Michael Arlen, y si eso es… Baby, blandiendo la cuchara de la ensalada, acabó con Michael Arlen de un solo movimiento.

—Arlen sólo escribe sobre degenerados. Yo me refiero a los ingleses que valen la pena.

Mientras ella ponía de esa manera el punto final sobre sus amigos, éstos fueron sustituidos en la mente de Dick únicamente por una visión de los rostros ajenos e inexpresivos que poblaban los pequeños hoteles de Europa.

—Desde luego, no es asunto mío —repitió Baby como preliminar para un nuevo ataque—, pero dejarla totalmente sola en un ambiente como ése…

—Tuve que ir a América porque mi padre murió.

—No, si lo entiendo. Ya te he dicho que lo sentía. Se puso a jugar nerviosamente con las uvas de cristal de su collar.

—Pero ahora tenemos tanto dinero. Hay dinero de sobra para cualquier cosa, y debería emplearse en curar a Nicole.

—En primer lugar, no me veo viviendo en Londres.

—Pero ¿por qué no? No veo por qué no vas a poder trabajar allí tan bien como en cualquier otra parte.

Dick se retrepó en su asiento y la observó. No cabía duda de que, si alguna vez había sospechado la sórdida verdad, la verdadera razón de la enfermedad de Nicole, había decidido negársela a sí misma y la había arrinconado en algún armario polvoriento como hacía con las pinturas que compraba por equivocación.

Continuaron la conversación en el Ulpia, que estaba en un sótano lleno de toneles de vino; un guitarrista muy dotado rasgueaba estruendosamente los acordes de Suona Fan para Mia. Collis Clay se acercó a saludarlos y se sentó con ellos.

—Es posible que yo no fuera la persona adecuada para Nicole —dijo Dick—. Pero, en todo caso, es muy probable que se hubiera casado con alguien parecido a mí, alguien n quien ella pensara que podía apoyarse… indefinidamente.

— ¿Tú crees que podría ser más feliz con algún otro? —exclamó de pronto Baby, como si estuviera pensando en voz alta—. Porque si es así, se podría arreglar.

Pero en cuanto vio a Dick estallar en una risa incontrolable, se dio cuenta de lo ridícula que había sido su observación.

—Bueno, ya me entiendes —dijo, como para tranquilizarle—. No te vayas a creer que no estamos agradecidos por todo lo que has hecho. Y nos consta que no ha sido fácil.

— ¡Por Dios, Baby!, —protestó—. Si yo no quisiera a Nicole, tal vez fuera diferente.

—Pero ¿realmente la quieres? —preguntó alarmada. Collis estaba empezando a enterarse de la conversación y Dick se apresuró a cambiar de tema:

— ¿Y por qué no hablamos de otra cosa? De ti, por ejemplo. ¿Por qué no te casas? Alguien nos dijo que estabas prometida a Lord Paley, el primo de…

—Oh, no.

Se volvió tímida y esquiva.

—Eso fue el año pasado.

— ¿Por qué no te casas? —insistió Dick con obstinación.

—No sé. A uno de los hombres que quise lo mataron en la guerra y el otro me dejó.

—Cuéntamelo. Háblame de tu vida privada, Baby, de lo que piensas de las cosas. Nunca lo haces. Siempre hablamos de Nicole.

—Los dos eran ingleses. No creo que haya en el mundo un tipo de hombre superior a un inglés de primera, ¿no estás de acuerdo? O si lo hay, yo no lo he conocido. Este hombre… Oh, es una historia muy larga. Detesto las historias largas. ¿Tú no?

— ¡Desde luego! —dijo Collis.

—Yo no. Me gustan si son buenas.

—Eso es algo que tú haces tan bien, Dick. Eres capaz de mantener a un grupo animado con una frasecita de nada o un comentario de cuando en cuando. Me parece un don envidiable.

—Es un truco —se limitó a decir Dick. Con ésa eran tres las opiniones de ella con las que no estaba de acuerdo.

—Por supuesto, me gusta observar las convenciones sociales. Me gusta que las cosas sean como deben de ser, y en gran escala. A ti tal vez no te guste eso, pero debes reconocer que es un signo de solidez en mí.

Esta vez Dick ni siquiera se molestó en disentir de su opinión.

—Por supuesto, sé que la gente va diciendo que Baby Warren recorre toda Europa siempre a la caza de la última novedad y se está perdiendo lo mejor de la vida, pero creo, por el contrario, que soy una de las pocas personas que sabe discernir realmente qué es lo mejor. He conocido a la gente más interesante de mi época.

Su voz se hizo opaca contra el sonido agudo de un nuevo número de guitarra, pero logró imponerse a él.

—He cometido muy pocos errores graves.

—Sólo los más graves, Baby.

Había notado un destello burlón en la mirada de Dick y cambió de conversación. Parecía imposible que pudieran tener nada en común. Sin embargo, había algo en ella que Dick admiraba, y se despidió de ella en el Excelsior con una serie de lisonjas que la dejaron deslumbrada.

Al día siguiente, Rosemary insistió en invitar a comer a Dick. Fueron a una pequeña trattoria que llevaba un italiano que había estado trabajando en América y comieron huevos con jamón y waffles. Después volvieron al hotel. Dick había descubierto que no estaba enamorado de ella, ni ella tampoco lo estaba de él, pero aquel descubrimiento, en lugar de ser causa de que disminuyera su pasión por ella, había hecho que aumentara. Ahora que sabía que no iba a ocupar un lugar más importante en su vida, se había convertido para él en una mujer misteriosa. Suponía que era eso simplemente lo que querían decir muchos hombres cuando decían que estaban enamorados.

Pero aquello nada tenía que ver con la apasionada sumisión del alma, la inmersión de todos los colores en un solo tinte oscuro que había sido su amor por Nicole. Cuando pensaba, por ejemplo, en la posibilidad de que Nicole muriera, o se hundiera en un vacío mental absoluto, o se enamorara de otro hombre, se sentía físicamente enfermo. Nicotera estaba en la salita de Rosemary y los dos hablaban de algún asunto profesional. Cuando Rosemary le dio a entender que ya era hora de que se fuera, se marchó entre protestas jocosas y dirigiéndole a Dick una mirada bastante insolente. Como de costumbre, el teléfono no cesó de sonar, y Rosemary estuvo hablando unos diez minutos mientras Dick se impacientaba cada vez más.

—Vamos a mi habitación —sugirió, y ella aceptó. Rosemary se echó en el amplio sofá con la cabeza apoyada en las rodillas de Dick y él se puso a jugar con los graciosos mechones que le caían sobre la frente.

— ¿Me dejas que siga siendo curioso? —preguntó.

— ¿Qué quieres saber?

—De hombres. Tengo curiosidad, por no decir un deseo enfermizo.

— ¿Lo que quieres saber es cuánto tardé después de conocerte a ti?

—O antes.

—Oh, no.

Pareció ofenderse.

—No hubo nada antes. Tú fuiste el primer hombre por el que sentí algo. Y sigues siendo el único por el que realmente siento algo.

Reflexionó un instante.

—Creo que fue un año después, más o menos.

— ¿Quién era?

—Oh, un hombre.

Ante su evasiva, la acosó.

— ¿A que yo mismo te lo puedo decir? La primera historia fue insatisfactoria y después hubo una gran laguna. La segunda fue mejor, pero en realidad no estabas enamorada de él. La tercera estuvo bien…

Era una tortura para él, pero siguió.

—Luego tuviste lo que era evidentemente una verdadera relación, pero para entonces ya habías empezada a preocuparte de no tener nada que ofrecer al hombre que finalmente amaras.

Se sentía cada vez más intransigente.

—Después tuviste media docena de aventuritas intrascendentes, hasta el momento actual. ¿Ha sido así o no? Ella rompió a reír, pero tenía lágrimas en los ojos.

No has acertado ni una —dijo, y Dick sintió un gran alivio—. Pero algún día encontraré a alguien a quien pueda amar de verdad y no le dejaré escapar.

En ese momento sonó el teléfono y Dick reconoció la voz de Nicotera, que preguntaba por Rosemary. Tapó el micrófono con la mano.

— ¿Quieres hablar con él?

Rosemary fue al teléfono y farfulló unas palabras en italiano que Dick no entendió.

—El día se pasa rápido con tanto hablar por teléfono —dijo Dick—. Son más de las cuatro y tengo una cita a las cinco. Más vale que vayas a divertirte con tu signora Nicotera.

—No seas tonto.

—Pues entonces, creo que mientras esté yo aquí no deberías contar con él.

—No es tan fácil como crees.

Se había puesto a llorar de pronto.

—Dick, de verdad te quiero. No he querido a nadie como a ti. Pero ¿qué me puedes ofrecer tú?

— ¿Y qué puede ofrecerle a nadie ese Nicotera?

—Es distinto.

«Porque la juventud atrae a la juventud».

— ¡Es un latino aceitoso! —dijo. Estaba loco de celos; no quería volver a sufrir.

—Es sólo un crío —dijo Rosemary, lloriqueando—: Sabes muy bien que para mí no hay nadie por encima de ti.

Dick reaccionó rodeándola con los brazos, pero ella se echó hacia atrás como si le fallaran las fuerzas. La tuvo así abrazada un rato, como si fueran las últimas notas de un adagio. Tenía los ojos cerrados y le colgaban los cabellos como a una ahogada.

—Dick, suéltame. No me he sentido más confusa en toda mi vida.

Era un pájaro malhumorado de penacho rojo e instintivamente se apartó de él, como si sus celos injustificados amenazaran con aplastar otros atributos que ella valoraba, como el respeto y la comprensión.

—Quiero saber la verdad —dijo Dick.

—De acuerdo. Nos vemos mucho y quiere casarse conmigo, pero yo no quiero. Eso es todo. ¿Qué quieres que haga yo? Tú nunca me has dicho que quieras casarte conmigo. ¿Qué quieres, que me pase el resto de mi vida tonteando con imbéciles como Collis Clay?

 

— ¿Estabas anoche con Nicotera?

— ¿Y a ti qué te importa? —contestó entre sollozos—. Perdóname, Dick. Claro que te importa. Tú y mamá sois las únicas personas que quiero en el mundo.

— ¿Y Nicotera?

— ¡Y yo qué sé!

Sus respuestas tenían un aire tan evasivo que la menor cosa que decía adquiría un significado oculto.

— ¿Es lo mismo que sentías por mí en París?

—Me siento a gusto y feliz cuando estoy contigo. En París era diferente. ¡Pero cómo se puede saber lo que se ha sentido años atrás! ¿Acaso tú puedes?

Dick se levantó y fue a coger la ropa que se iba a poner para salir. Aunque se le llenara el corazón de toda la amargura y el odio del mundo, no se iba a volver a enamorar de ella.

— ¡Nicotera no me importa nada! —afirmó Rosemary—. Pero mañana tengo que ir a Livorno con todo el equipo. ¡Oh, por qué habrá tenido que pasar esto!

De nuevo se puso a llorar.

— ¡Qué rabia me da! ¿Por qué tuviste que venir? ¿No habría sido mejor que nos hubiéramos quedado con el recuerdo? Me siento como si me hubiera peleado con mamá.

Al empezar Dick a vestirse, Rosemary se levantó y fue hacia la puerta.

—No voy a ir a la fiesta de esta noche.

Era su último esfuerzo.

—Me quedaré contigo. De todas maneras, no me apetece nada ir.

Dick empezó a sentir una nueva oleada de emoción, pero se contuvo.

—Estaré en mi cuarto —dijo ella—. Adiós, Dick. —Adiós.

— ¡Qué rabia me da! ¡Qué rabia! Pero ¿qué es lo que nos pasa realmente?

—Hace mucho tiempo que me lo pregunto. — ¿Y por qué me lo has tenido que volver a traer?

—Debo ser como la Peste —dijo Dick pausadamente——. Parece que ya no puedo hacer feliz a nadie.

XXII

Después de la cena, había cinco personas en el bar del Quirinal: una fulana italiana de bastante clase, que estaba sentada en un taburete e insistía en darle conversación al barman, el cual se limitaba a decir de vez en cuando con aire de aburrimiento: «Sí… Sí… Sí», un egipcio menudo con pretensiones sociales, que sin duda se sentía solo pero desconfiaba de la mujer, y los dos americanos.

Dick era siempre vivamente consciente de su entorno, mientras que a Collis Clay, que vivía de una manera vaga, las impresiones más agudas se le disolvían en un aparato de registro que se le había atrofiado a una edad muy temprana, de modo que el primero hablaba y el segundo escuchaba como el que está sentado donde hay una corriente de aire.

Dick, que se había quedado agotado con todo lo que había ocurrido esa tarde, se estaba desquitando con los habitantes de Italia. Miraba en torno suyo como si esperara que algún italiano que se encontrara en el bar oyera lo que decía y se sintiera ofendido.

—Esta tarde fui a tomar el té con mi cuñada. Nos dieron la última mesa libre y entonces aparecieron dos tipos y se pusieron mirar a ver si encontraban una mesa, pero no había ninguna libre. Así que uno de ellos se acercó a donde estábamos y dijo: «¿No está reservada esta mesa para la princesa Orsini?», y yo le dije: «No había nada que lo indicara», y él dijo: «Pues creo que está reservada para la princesa Orsini». No le pude ni contestar.

— ¿Y qué hizo él?

—Se marchó.

Dick se revolvió en su silla.

—No me gusta esta gente. El otro día dejé a Rosemary dos minutos delante de una tienda y un militar se puso a dar vueltas delante de ella haciendo ademán de quitarse la gorra.

—No sé —dijo Collis al cabo de un rato—. Prefiero estar aquí que en París con alguien tratando de robarme la cartera cada minuto.

Lo estaba pasando muy bien y se resistía contra todo lo que amenazara con aguarle la fiesta.

—No sé —insistió—. No se está tan mal aquí.

Dick trató de representarse alguna imagen de los últimos días que se le hubiera quedado grabada en la mente. El paseo hasta las oficinas del American Express pasando por delante de las olorosas pastelerías de Via Nazionale y luego atravesando el pestilente túnel que desembocaba en las escalinatas de la Plaza de España, donde se elevaba su espíritu al ver los puestos de flores y la casa en la que había muerto Keats. Sólo le importaba la gente; en los lugares apenas se fijaba: lo único que le interesaba de ellos era el tiempo que hacía hasta que algún hecho tangible les daba color. El color de Roma era el del final de su sueño con respecto a Rosemary.

Apareció un botones que le entregó una nota:

«No he ido a la fiesta —decía—. Estoy en mi habitación. Nos vamos a Livorno mañana a primera hora».

Dick le volvió a dar la nota al muchacho con una propina.

—Dile a la señorita Hoyt que no me has encontrado.

Luego se volvió a Collis y le sugirió ir al Bonbonieri.

Examinaron a la fulana que estaba en el bar con el mínimo de interés que exigía su profesión y ella los miró a su vez, provocativa. Atravesaron el desierto vestíbulo animado por los tapices que conservaban en los pomposos pliegues el polvo de la época victoriana y saludaron con un gesto al portero de noche, que devolvió el saludo con el rencoroso servilismo propio de los sirvientes nocturnos. Luego tomaron un taxi que los llevó por calles tristonas en el relente de la noche de noviembre. No se veía ninguna mujer por las calles, sólo hombres pálidos con abrigos oscuros abotonados hasta el cuello que formaban pequeños grupos junto a los bordillos de fría piedra.

— ¡Ay Dios! —suspiró Dick.

— ¿Qué ocurre?

—Estaba pensando en el hombre ese de esta tarde. «Esta mesa está reservada para la princesa Orsini». ¿Sabe lo que son esas viejas familias romanas? Un hatajo de bandidos. Ellos fueron los que se apoderaron de los templos y los palacios después de la caída de Roma y saquearon al pueblo.

—A mí me gusta Roma —insistió Collis—. ¿Por qué no prueba a ir a las carreras?

—No me gustan las carreras.

—Pero va cantidad de mujeres…

—Estoy seguro de que aquí no hay nada que me pueda gustar. A mí me gusta Francia, donde todo el mundo se cree que es Napoleón. Aquí todo el mundo se cree que es Jesucristo.

En el Bonbonieri bajaron al cabaret, una sala hecha con paneles de aspecto irremediablemente transitorio en medio de la fría piedra. Una orquesta tocaba desganadamente un tango y unas doce parejas ocupaban la amplia pista con esos pasos de baile complicados y afectados que a un norteamericano le ofenden a la vista. El exceso de camareros excluía la posibilidad de que se produjera el tipo de alboroto que hasta unos pocos tipos bulliciosos pueden crear. Lo único que animaba aquella escena era un aire general de estar esperando que algo —no se sabía si el baile, la noche o el equilibrio de fuerzas que la sostenían— cesara. Era suficiente para convencer al cliente impresionable de que lo que andaba buscando, fuera lo que fuera, no lo iba a encontrar allí.

Para Dick aquello estaba clarísimo. Miró en torno a sí confiando en encontrar algo que pudiera distraer su mente, ya que no despertar su imaginación, durante una hora. Pero no había nada, y al cabo de un rato se volvió a Collis. Había hecho partícipe a éste de algunos de sus pensamientos actuales y ya estaba harto de tener un público con tan poca memoria y tan poco receptivo. Media hora con Collis bastaba para que su propia energía vital se viera claramente afectada.

Se bebieron una botella de vino espumoso italiano y Dick se puso pálido y empezó a armar bulla. Invitó al director de la orquesta a que fuera a su mesa. Era un negro de las Bahamas engreído y desagradable, y a los pocos minutos se pusieron a discutir.

—Usted dijo que me sentara.

—Está bien. Y le di cincuenta liras, ¿no?

—Está bien. Está bien. Está bien.

—Está bien. Le di cincuenta liras, ¿no? ¡Y entonces usted me dijo que pusiera algo más en la trompeta! —Usted me dijo que me sentara. ¿Sí o no?

—Le dije que se sentara pero le di cincuenta liras. ¿Sí o no?

—Está bien. Está bien.

El negro se levantó con aire desabrido y se marchó, dejando a Dick de peor humor aún del que estaba. Pero vio una chica al otro extremo de la sala que le sonreía e inmediatamente las difusas formas romanas que le rodeaban adquirieron un aire más asequible y cotidiano. Era una inglesita rubia con una cara muy inglesa, bonita y de aspecto saludable, y le volvió a sonreír. Dick entendía perfectamente aquel tipo de sonrisa, que negaba toda posibilidad de contacto carnal aun cuando pareciera que lo estaba proponiendo.

—O no sé jugar al bridge o ésa ha sido una jugada muy rápida —dijo Collis.

Dick se levantó y atravesó la sala hasta llegar a donde estaba ella.

— ¿Quiere bailar?

El inglés de mediana edad con el que estaba sentada dijo, casi disculpándose:

—Yo me voy a ir pronto.

Tan excitado estaba Dick que se le había pasado la embriaguez. Bailó con la muchacha, que le sugería las cosas más agradables de Inglaterra; en su voz diáfana estaba implícita la historia de unos jardines tranquilos rodeados por el mar. Se echó ligeramente hacia atrás para mirarla; sentía tan sinceramente lo que le decía que le temblaba la voz. Ella prometió ir a sentarse con ellos dos en cuanto se marchara su acompañante. Éste, cuando Dick la acompañó a la mesa después del baile, se deshizo en disculpas y sonrisas.

De vuelta en su mesa, Dick pidió otra botella de vino espumoso.

—Se parece a una artista de cine —dijo—. No me acuerdo de cuál.

Miró hacia donde estaba la muchacha con impaciencia.

—No sé por qué no viene ya.

—Me gustaría trabajar en el cine —dijo Collis; pensativo—. Mi padre espera que trabaje con él, pero no me atrae mucho. ¡Veinte años sentado en una oficina en Birmingham!

Parecía resistirse con la voz a la presión de la civilización materialista.

— ¿Es que lo considera un trabajo indigno de usted? —sugirió Dick.

—No, no quiero decir eso.

—Yo creo que sí.

— ¿Y usted qué sabe? ¿Por qué no se pone a ejercer la medicina, si tanto le gusta trabajar?

Dick había conseguido que también el otro se pusiera de pésimo humor, pero como al mismo tiempo la bebida los tenía en un estado de semiinconsciencia, enseguida olvidaron el incidente. Collis se levantó para irse y se dieron un apretón de manos cordial.

—Piénseselo bien —dijo Dick en tono solemne.

— ¿Qué es lo que me tengo que pensar bien? —Pues eso.

Tenía idea de que era algo relacionado con que tenía que ponerse a trabajar con su padre. Un buen consejo.

Clay se esfumó. Dick se acabó la botella y luego volvió a bailar con la chica inglesa, forzando a su cuerpo reacio a dar vueltas atrevidas y pasos de marcha llenos de decisión por la pista de baile. Y de pronto ocurrió algo inexplicable. Estaba bailando con la chica, paró la orquesta y ella había desaparecido.

— ¿La ha visto usted?

— ¿A quién?

—A la chica con la que estaba bailando. Ha desaparecido de repente. Tiene que estar aún en el local…

— ¡No! ¡No! Ésos son los lavabos de señoras.

Se quedó en la barra del bar. Había otros dos hombres allí, pero no se le ocurría nada con que iniciar una conversación. Les podría haber contado todo lo que sabía de Roma y los orígenes violentos de las familias Colonna y Gaetani, pero se daba cuenta de que, como comienzo, resultaba más bien abrupto. De la repisa de los cigarros se cayó de repente al suelo toda una hilera de muñecas rusas; se armó el alboroto consiguiente y Dick tenía la sensación de ser él el que lo había causado, así que volvió al cabaret y se tomó un café cargado. Collis se había marchado, la inglesita se había marchado y no parecía que pudiera hacer otra cosa que regresar al hotel y dejarse caer en la cama, deprimido como estaba. Pagó la cuenta y recogió el sombrero y el abrigo.

Había agua sucia en los arroyos y entre los toscos adoquines; empañaba el aire de la mañana una bruma pantanosa de la Campagna, como el sudor de cultivos agotados. Dick se vio rodeado por un cuarteto de taxistas a los que les bailaban los ojillos en sus bolsas oscuras. Apartó de un manotazo a uno de ellos que en su insistencia parecía echársele encima.

—Quanto a Hotel Quirinal.

—Cento lire.

Seis dólares. Hizo un gesto negativo con la cabeza y ofreció treinta liras, que era el doble de la tarifa de día, pero se encogieron de hombros como un solo hombre e hicieron ademán de alejarse.

—Trente-cinque liras e mancie —dijo con firmeza.

—Cento lire.

 

Se puso a hablar en inglés.

— ¡Pero si está a menos de un kilómetro! Les pago cuarenta liras.

—Oh, no.

Estaba muy cansado. Abrió la puerta de uno de los taxis y se metió dentro.

— ¡Hotel Quirinal! —dijo al taxista, que seguía obstinado fuera del taxi—. Deje de mirarme con esa cara de burla y lléveme al Quirinal.

—Ah, no.

Dick salió del taxi. Junto a la puerta del Bonbonieri un hombre estaba discutiendo con los taxistas y trató de explicarle a Dick cuál era la actitud de éstos; uno de ellos volvió a acercarse, insistiendo y gesticulando, y Dick lo apartó de un empujón.

—Quiero ir al Hotel Quirinal.

—Dise quiere siento lire —explicó el intérprete.

—Sí, ya lo sé. Le doy cincuenta liras. Lárguese de una vez.

Esto último se lo había dicho al que más insistía, que había vuelto a pegársele. El hombre le miró y escupió con desprecio.

Dick sintió cómo se le acumulaba de golpe toda la vehemente impaciencia de esa semana hasta no quedarle otro desahogo que la violencia, que era el recurso tradicional, el recurso honorable de su país; dio un paso adelante y abofeteó a aquel hombre.

Se lanzaron todos sobre él, amenazantes, agitando los brazos y tratando de rodearle sin conseguirlo. Dick, de espaldas contra la pared, asestaba golpes al azar, medio riéndose, y durante unos minutos representaron ante la puerta aquella parodia de pelea, en la que todo eran empujones, acometidas frustradas y puñetazos en el vacío. De pronto Dick dio un traspié y se cayó al suelo; se había hecho daño, pero trató de levantarse luchando contra brazos que de repente se apartaron. Había intervenido alguien, una voz nueva, y empezó una nueva discusión, pero él se apoyó en la pared, jadeante y furioso por el oprobio de que había sido objeto. Se daba cuenta de que nadie se ponía de su parte, pero se negaba a considerar que la razón no fuera suya. Iban a ir a la comisaría de policía a zanjar aquel asunto. Recuperaron su sombrero y se lo entregaron; alguien le agarró del brazo sin hacer presión apenas y, junto con los taxistas, dio la vuelta a la esquina y entró en una habitación inhóspita en donde unos carabiniere holgazaneaban a la luz mortecina de una bombilla.

Ante una mesa estaba sentado un capitán, a quien el solícito individuo que había parado la pelea le explicó detalladamente en italiano lo que había pasado, señalando de vez en cuando a Dick y dejándose interrumpir por los taxistas, que soltaban entrecortados insultos y acusaciones. El capitán comenzó a sacudir la cabeza con impaciencia. Levantó la mano y la hidra de cuatro cabezas, con unas cuantas exclamaciones últimas, cesó su discurso. Luego se volvió a Dick.

— ¿Habla italiano? —preguntó.

—No.

— ¿Habla français?

—Oué —dijo Dick, mirándole ceñudo.

—Alors. Écoute. Va au Quirinal. Espèce d'endormi. Écoute: vous êtes saoûl. Payez ce que le chauffeur demande. Comprenez-vous?

Dick negó con la cabeza.

—Non, je ne veux pas.

—Comme?

—Je paierai quarante lires. C’est bien assez. El capitán se levantó.

—Écoute! —gritó en tono amenazador—. Vous étes saoúl. Vous avez battu le chauffeur. Comme ci, comme ça.

Se puso a dar golpes al aire, acalorado, con la mano derecha y luego con la izquierda.

—C'est bon que je vous donne la liberté ce qu'il Payez un dit. Cento lire Va au Quirina.

Furioso al sentirse humillado, Dick se encaró con él.

—Muy bien.

Se dirigió ciego de rabia a la puerta. Ante él, mirándole con aire socarrón, estaba el que le había llevado a la comisaría.

— ¡Me iré! —gritó—. Pero antes le voy a dar su merecido a este tipo.

Pasó ante los carabinieri, que le miraban boquiabiertos, y al llegar al que sonreía burlón le asestó un formidable directo con la izquierda en la mandíbula. El hombre cayó desplomado.

Por un momento se quedó contemplándolo con salvaje expresión de triunfo. Pero justo cuando le empezaba a entrar un asomo de duda todo pareció dar vueltas en torno a él. Lo derribaron a porrazos y se pusieron a darle puñetazos y puntapiés con las botas a un ritmo salvaje. Sintió que se le partía la nariz como si fuera un trozo de madera y que se le saltaban los ojos como si estuvieran sujetos con gomas dentro de la cabeza. De un fuerte pisotón le hicieron astillas una costilla. Perdió el conocimiento momentáneamente y cuando lo recobró lo habían sentado y le estaban poniendo unas esposas. Se resistió automáticamente. El teniente de paisano al que había derribado se tocaba la mandíbula con un pañuelo y luego lo examinaba para ver si tenía sangre. Se acercó a Dick, afirmó los pies en el suelo y, tomando impulso con el brazo, lo tumbó de un solo golpe.

Mientras el doctor Diver yacía inmóvil en el suelo, le echaron agua encima con un cubo. Luego le arrastraron, amarrándole por las muñecas y, logrando abrir un ojo apenas, reconoció, a través de una bruma ensangrentada, el rostro espectral de uno de los taxistas.

—Vaya al Hotel Excelsior —le dijo con un hilillo de voz—. Avise a la señorita Warren. ¡Doscientas liras! Señorita Warren. Due centi lire. ¡Oh, cerdos…! Oh Dios…

Se ahogaba y sollozaba mientras le seguían arrastrando a través de la bruma ensangrentada por vagas superficies irregulares hasta que llegaron a un cuartucho y lo dejaron caer sobre un suelo empedrado. Los demás salieron, se oyó un portazo y se encontró solo.

XXIII

Baby Warren había estado tendida en la cama hasta la una leyendo uno de los relatos curiosamente insulsos de Marion Crawford cuya acción ocurría en Roma; cuando lo terminó, se levantó y se puso a mirar por la ventana lo que pasaba en la calle. Enfrente del hotel, dos carabinieri, de apariencia ridícula con las capas que los envolvían y las gorras de arlequín, se movían pesadamente de un lado a otro, como la vela mayor de un barco al virar éste, y mirándolos se acordó del oficial de la Guardia que le había dirigido miradas intensas durante el almuerzo. Tenía la arrogancia propia de los hombres altos de un país de bajos, como si no tuviera otra obligación que la de ser alto. Si se le hubiera acercado y le hubiera dicho: «¡Vámonos!», le habría contestado: «¿Y por qué no?», o al menos eso era lo que pensaba ahora, pues todo le seguía pareciendo irreal en aquel ambiente que le era tan ajeno.

—Vagaron sus pensamientos, pasando lentamente del oficial a los dos carabinieri y de éstos a Dick. Se volvió a meter en la cama y apagó la luz.

Un poco antes de las cuatro la despertaron bruscamente unos golpes en la puerta.

—Sí. ¿Quién es?

—El portero, señora.

Se puso el kimono y abrió la puerta con aire soñoliento.

—Su amigo Divere está en lío. Lío con la policía y está en prisión. Mandó taxi para decir y el taxista dice que prometió doscientas liras.

Hizo una prudente pausa para ver si estaba de acuerdo con esa cifra y luego siguió.

—El taxista dice que el señor Divere está en mucho lío. Ha peleado con la policía y está herido muy mal. —Bajo enseguida.

El corazón le latía furiosamente mientras se vestía. Diez minutos después salía del ascensor al vestíbulo en penumbra. El taxista que había traído el recado se había marchado ya; el portero le consiguió otro taxi y le dijo al taxista las señas de la cárcel. Mientras iban en el taxi, la oscuridad empezaba a disiparse lentamente y los nervios de Baby, aún no despiertos del todo, se resentían de aquel inestable equilibrio entre la noche y el día. En su mente inició una carrera contra el día. A veces, en las anchas avenidas, era ella la que ganaba, pero cada vez que la incipiente claridad hacía una pequeña pausa, se veía empujada por ráfagas de viento que, impacientes, la obligaban a continuar su lenta ascensión. El taxi pasó ante una ruidosa fuente cuya agua al caer formaba una sombra voluminosa, torció y se metió en una callejuela de trazado tan curvo que los edificios se habían combado y estirado para poder seguirlo, pasó dando tumbos y traqueteando por suelos adoquinados y se paró con una sacudida ante dos garitas de centinela que destacaban contra un muro húmedo y verdoso. De pronto, desde la oscuridad violácea de un corredor llegó la voz de Dick, que gritaba desgañitándose.

— ¿No hay ningún inglés? ¿No hay ningún americano? ¿No hay ningún inglés? ¿No hay ningún…? ¡Oh Dios! ¡Cerdos italianos!