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100 Clásicos de la Literatura

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A la mañana siguiente, acompañado de un guía y otros dos hombres, Dick emprendió el ascenso al Birkkarspitze. ¡Qué magnífica sensación oír desde arriba los cencerros de las vacas que pastaban en los prados más altos! Dick deseaba que llegara ya la noche para estar en el albergue feliz con su fatiga y confiado en la autoridad del guía, deleitándose en su propio anonimato. Pero al mediodía el tiempo cambió. Cayó aguanieve y granizo y los truenos retumbaron en las montañas. Dick y uno de los otros dos excursionistas querían seguir, pero el guía se negó. Con gran pesar iniciaron el camino de regreso a Innsbruck, lleno de dificultades, con intención de volver a salir al día siguiente.

Después de haber cenado y de haberse bebido una botella de vino del país bastante fuerte en el comedor desierto, Dick sintió una gran desazón; sin saber por qué, hasta que se acordó del jardín. Se había cruzado con la muchacha en el vestíbulo antes de la cena y esta vez ella le había mirado con interés, pero aquello le seguía preocupando: ¿Por qué? Si en mis tiempos podía haber conseguido a casi todas las mujeres bonitas que hubiera querido, ¿por qué empezar ahora? ¿Con un fantasma, con un fragmento de mi deseo? ¿Por qué?

Su imaginación trataba de arrastrarle, pero al final acabaron triunfando su viejo ascetismo y la falta de costumbre que en realidad tenía: ¡Cielo santo! Lo mismo podría volver a la Riviera y acostarme con Janice Caricamento o con la chica de los Wilburhazy. ¿Voy a empequeñecer todo lo de estos años con algo tan vulgar y de tan poco valor?

Pero no conseguía calmarse, y se fue a la terraza y subió a su cuarto a reflexionar. El estar solo física y espiritualmente engendra soledad y la soledad engendra más soledad.

Una vez arriba, se puso a dar vueltas por la habitación pensando en aquello que le preocupaba y extendió las ropas de hacer montañismo sobre el radiador tibio para que se secaran. Volvió a ver el telegrama de Nicole, que todavía no había abierto, con el que ella le acompañaba diariamente en su viaje. No había querido abrirlo antes de la cena, tal vez por lo del jardín. Era un telegrama de Buffalo reexpedido desde Zurich.

Tu padre ha muerto esta noche plácidamente.

Holmes

Sintió un dolor tan agudo que tuvo que juntar todas sus fuerzas para poder resistirlo, pero no pudo evitar que se le extendiera por los riñones, por el estómago, por la garganta.

Volvió a leer el telegrama. Se sentó en la cama, jadeante y con la mirada fija. Su primera reacción fue la típica reacción egoísta de un niño ante la muerte de su padre o de su madre: ¿Qué va a ser de mí ahora que no puedo contar con la protección más segura que tenía, la primera que tuve?

Una vez dominado ese terror ancestral, se puso otra vez a dar vueltas por la habitación, deteniéndose de vez en cuando a mirar el telegrama. Holmes era oficialmente coadjutor de su padre, pero, de hecho, y desde hacía ya diez años, era el párroco. ¿De qué había muerto? De viejo: tenía setenta y cinco años. Había vivido muchos años.

A Dick le entristecía que hubiera muerto solo. Su mujer y sus hermanos y hermanas habían muerto antes que él; tenía primos en Virginia, pero eran pobres y no podían permitirse viajar al norte. De modo que el telegrama lo había tenido que firmar Holmes. Dick quería mucho a su padre: siempre que tenía que tomar alguna decisión pensaba primero en lo que su padre hubiera opinado o hubiera hecho. Había nacido varios meses después de la muerte de dos hermanas de corta edad, y su padre, previendo cuál sería la reacción de su madre, había evitado que se convirtiera en un niño malcriado al encargarse él mismo de su educación. Aunque era un hombre sin gran vitalidad, se había impuesto aquella tarea.

En el verano padre e hijo bajaban caminando al centro para que les limpiaran los zapatos, Dick con su traje de marinero de dril almidonado y su padre siempre con su hábito de clérigo de corte impecable, muy orgulloso de su hijo, que era un niño muy guapo. Le enseñaba a Dick todo lo que sabía de la vida, que no era demasiado pero casi todo verdad, cosas simples, normas de conducta que correspondían a su rango de clérigo. «Una vez, en una ciudad a la que acababa de llegar, poco después de que me ordenaran, entré en una sala llena de gente y no sabía muy bien quién era la dueña de la casa. Varias personas que conocía se acercaron a mí, pero no les hice caso porque acababa de ver a una señora de pelo gris sentada junto a una ventana al otro extremo de la sala. Fui hasta ella y me presenté. Después de eso hice muchos amigos en aquella ciudad».

Su padre había hecho aquello porque tenía buen corazón. Estaba seguro de lo que era y muy orgulloso de aquellas dos viudas tan dignas que le habían inculcado que no había nada superior a los «buenos instintos», el honor, la cortesía y el valor.

Siempre consideró que el pequeño capital que había h fado su esposa pertenecía a su hijo, y mientras cursaba estudios superiores y luego en la Facultad de Medicina le envió regularmente un cheque que cubría todos sus gastos cuatro veces al año. Era uno de esos hombres de los que en la era próspera se decía sentenciosamente: «Era todo un caballero, pero no tenía mucha energía».

Dick hizo que le trajeran un periódico. Sin dejar de dar vueltas y de leer y releer el telegrama que seguía abierto en su buró, decidió en qué barco se iba a ir a América. Luego puso una conferencia a Nicole en Zurich, y mientras esperaba que se la dieran se acordó de muchas cosas y se preguntó si había sido siempre todo lo bueno que había querido ser.

XIX

Al estar todavía bajo la profunda impresión que le había causado la muerte de su padre, la espléndida fachada de su patria, el puerto de Nueva York, le pareció a Dick un espectáculo a la vez triste y grandioso. Pero una vez en tierra, esa sensación que había tenido durante una hora se esfumó y ya no la volvió a tener ni en las calles ni en los hoteles ni en los trenes que le llevaron primero a Buffalo y luego a l sur, a Virginia, acompañando el cadáver de su padre. Sólo en el tren correo que avanzaba lentamente por la tierra arcillosa del condado de Westmoreland, entre bosques de arbustos y matorrales, se volvió a sentir identificado con todo lo que le rodeaba. En la estación vio una estrella que reconoció, y la luna fría sobre la bahía de Chesapeake. Oyó el chirrido de las ruedas de las calesas al girar, las entrañables voces con su tono de presuntuosa inocencia, el rumor de los indolentes ríos primigenios, que discurrían suavemente con los suaves nombres que les habían puesto los indios.

Al día siguiente enterraron a su padre en el cementerio, entre un centenar de Divers, Dorseys y Hunters. Sin duda se sentiría más a gusto allí, rodeado de todos aquellos familiares suyos. Arrojaron flores sobre la tierra parduzca removida.

Ya no había nada que atara a Dick a aquella tierra y no creía que fuera a volver nunca. Se arrodilló en el duro suelo. Conocía muy bien a todos aquellos muertos. Conocía sus rostros curtidos por la intemperie y sus expresivos ojos azules, sus cuerpos enjutos y tensos y sus almas forjadas por la nueva tierra en la sombría espesura del siglo.

—Adiós, padre mío. Adiós, antepasados. Adiós a todos.

En los embarcaderos de los vapores, con sus largos techos, uno se encuentra en un país que no es todavía aquél al que se dirige pero tampoco es ya el país del que va a partir. La nebulosa bóveda amarilla se llena del eco de todos los gritos. Al retumbo de los carretones se suma el de los baúles que se acumulan, el chirrido estridente de las grúas, el primer olor a mar. Uno anda apresurado aunque haya tiempo de sobra. Detrás queda el pasado, el continente. El futuro es la boca resplandeciente al costado del buque. El pasillo turbulento y mal iluminado es el presente, pero un presente demasiado confuso.

Al subir por la pasarela, la visión del mundo se reajusta, se encoge. Se es ciudadano de una república más pequeña que Andorra y ya no se está seguro de nada. Los hombres que están en la oficina del sobrecargo tienen una forma tan rara como los camarotes; los pasajeros y sus amigos lo miran todo con desdén. Luego llegan el lúgubre pitido ensordecedor, la tremenda vibración, y el barco, la idea humana, se pone en movimiento. El embarcadero y las caras que hay en él pasan de largo y por un instante el barco es un fragmento de ellos arrancado accidentalmente. De pronto las caras apenas se distinguen, ya no tienen voz, y el embarcadero es uno de tantos puntos borrosos a lo largo de los muelles. El puerto corre rápido hacia el mar.

Y con él corría Albert McKisco, que era, según los periódicos, la carga más preciada del buque. McKisco estaba de moda. Sus novelas eran refritos de las obras de los mejores novelistas de la época, toda una hazaña que no cabía menospreciar, y además, tenía un gran talento para edulcorar y degradar lo que copiaba, de modo que muchos lectores estaban encantados con lo fácil que les resultaba leer lo que él escribía. El éxito había mejorado su carácter, le había hecho más humilde. No se hacía ilusiones con respecto a sus aptitudes literarias: sabía que poseía más capacidad de trabajo que muchos hombres de superior talento y estaba decidido a disfrutar del éxito que había obtenido. «Todavía no he hecho nada que valga la pena», solía decir. «No creo poseer realmente genio. Pero si sigo intentándolo, tal vez llegue a escribir algún día un buen libro». Peores intenciones que ésas han dado excelentes resultados. Las innumerables humillaciones del pasado habían quedado olvidadas. En realidad, la base psicológica de su éxito había sido su duelo con Tommy Barban, a raíz del cual, y a medida que se iba haciendo más borroso en su memoria, se había creado un amor propio del que carecía. Al reconocer a Dick el segundo día de travesía, estuvo considerando primero si le saludaba o no, y luego se presentó en un tono cordial y tomó asiento a su Hado. Dick dejó lo que estaba leyendo y, pasados unos minutos, que fue lo que tardó en comprender que McKisco había sufrido un cambio, que ya no tenía aquel complejo de inferioridad tan molesto, descubrió que se alegraba de hablar con él. Mckisco estaba «muy impuesto» en más temas de los que dominaba el propio Goethe. Era interesante escuchar las innumerables mezcolanzas superficiales de ideas que presentaba como opiniones propias. Empezaron a tratarse y Dick comió varias veces con ellos. Los McKisco habían sido invitados a la mesa del capitán para las comidas, pero con incipiente esnobismo le dijeron a Dick que «no soportaban a aquella gente».

 

A Violet se la veía muy encopetada. La vestían los mejores modistos y no cesaba de maravillarse con los pequeños descubrimientos que las chicas de buena familia suelen hacer en la adolescencia. En realidad, podía haber aprendido todas aquellas cosas de su madre en Boise, pero su alma se había despertado melancólicamente en los pequeños cines de Idaho y no le había quedado tiempo para su madre. Ahora había sido «aceptada» —en un medio que comprendía a otros varios millones de personas— y era muy feliz, aunque su marido aún tenía que hacerla callar cuando daba muestras de excesiva ingenuidad.

Los McKisco se bajaron en Gibraltar. A la tarde siguiente, en Nápoles, en el autobús que les llevaba del hotel a la estación, Dick entabló conversación con una familia integrada por dos muchachas y su madre, que parecían desorientadas y nada felices. Ya se había fijado en ellas en el barco. Le invadió un deseo irresistible de ayudarlas, o de sentirse admirado. Consiguió hacerlas reír, las invitó a beber vino y observó satisfecho cómo iban recobrando su natural egoísmo. Les hizo creer que eran esto y lo otro y, siguiendo su plan hasta el final, bebió más de la cuenta para mantener la ilusión, y durante todo ese tiempo las mujeres estuvieron convencidas de que les había llovido un regalo del cielo. Se separó de ellas cuando la noche empezó a decaer y el tren a traquetear y resoplar entre Cassino y Frosinone. Después de unas extrañas despedidas a la americana en la estación de Roma, Dick se fue al Hotel Quirinal más bien agotado.

Mientras aguardaba en recepción, levantó de pronto la cabeza, asombrado. Como si estuviera bajo los efectos de una bebida que le bajaba ardiendo por el estómago y de repente enviaba una llamarada al cerebro, vio a la persona que había ido a ver, la persona por la que había cruzado el Mediterráneo.

Rosemary le vio al mismo tiempo; le reconoció antes incluso de identificarlo. Le miró sorprendida y, dejando a la muchacha con la que estaba, se apresuró a ir a su encuentro. Procurando mantenerse erguido y conteniendo la respiración, Dick se volvió hacia ella. Al verla cruzar el vestíbulo con su belleza reluciente, como un caballo joven recién aceitado y con los cascos barnizados, se sintió como si despertara bruscamente de un sueño. Pero fue todo tan rápido que lo único que pudo hacer fue tratar de que no se diera cuenta de lo fatigado que estaba. En respuesta a la mirada confiada y llena de ilusiones de ella improvisó una forzada pantomima con la que quería decir: «¡Con lo grande que es el mundo y te encuentro precisamente aquí!».

Ella puso sus manos enguantadas sobre las suyas en el mostrador de recepción.

—Dick… estamos rodando Qué grande era Roma. O por lo menos, eso creo. Podemos dejarlo cualquier día.

La miró fijamente, tratando de cohibirla un poco para que no viera tan claramente su cara sin afeitar y el cuello arrugado de la camisa con la que había dormido. Afortunadamente, ella tenía prisa.

—Empezamos muy temprano porque a eso de las once el cielo se nubla. Telefonéame a las dos.

Una vez en su cuarto, Dick consiguió calmarse. Pidió que lo despertaran al mediodía, se desnudó y se sumió literalmente en un profundo sueño.

No se despertó cuando lo llamaron sino a las dos, totalmente repuesto ya. Deshizo la maleta y dio los trajes a planchar y la ropa sucia a lavar. Se afeitó, se sumergió durante media hora en un baño caliente y luego desayunó. Caía el sol en Via Nazionale y dejó que entrara en su habitación abriendo las dobles cortinas con un tintineo de anillas metálicas. Mientras aguardaba a que le plancharan un traje, leyó en el Corriere della Sera sobre «una novella di Sinclair Lewis Wall Street nella quale l’autore analizza la vita sociale di una piccola cittá Americana». Luego trató de pensar en Rosemary.

Al principio no se le ocurría nada. Era joven y atractiva. De acuerdo. Pero también lo era Topsy. Suponía que en los últimos cuatro años habría tenido amantes y los habría querido. Bueno, ¿y qué? Uno no puede saber nunca el lugar que ocupa realmente en la vida de otra persona. Y, sin embargo, de esa inseguridad había nacido su afecto. Las mejores relaciones se establecen cuando uno quiere que perduren a pesar de conocer los obstáculos. El pasado volvía y Dick quería contener aquella elocuente entrega de sí misma que le hacía ella en su preciosa envoltura hasta que fuera sólo suya, hasta que ya no existiera fuera de él. Trató de pasar revista a todas las cosas hacia las que se podía sentir atraída: eran menos que cuatro años atrás. A los dieciocho años se puede ver a alguien que tiene treinta y cuatro a través del velo nebuloso de la adolescencia, pero a los veintidós años se ve a las personas de treinta y ocho con suficiente claridad. Además, en la época de su anterior encuentro, Dick estaba en un estado de especial sensibilidad afectiva, pero desde entonces su capacidad de entusiasmarse se había mermado bastante.

Cuando volvió el mozo, se puso una camisa blanca de cuello duro y una corbata negra con una perla; la cadena que sujetaba sus gafas de leer pasaba por otra perla del mismo tamaño que colgaba una pulgada más o menos por debajo. Al haber dormido, su cara había recobrado el tono marrón rojizo de muchos veranos en la Riviera, y para calentar el cuerpo se puso a hacer el pino sobre una silla hasta que se le cayeron de los bolsillos la estilográfica y unas monedas. A las tres llamó a Rosemary, la cual le invitó a subir. Como los ejercicios acrobáticos le habían dejado un poco aturdido, se detuvo en el bar a tomar un gin-tonic.

— ¡Hola, doctor Diver!

Sólo debido a la presencia de Rosemary en el hotel pudo reconocer Dick inmediatamente al que lo llamaba. Era Collis Clay. Se le veía tan seguro de sí mismo como siempre, con aspecto de irle bien las cosas y unos carrillos enormes que antes no tenía.

— ¿Sabe que Rosemary está aquí? —dijo Collis.

—Sí. Me la he encontrado.

—Estaba en Florencia y me enteré de que ella estaba aquí, así que me vine la semana pasada. No hay quien reconozca a la niña de mamá. Bueno, quiero decir —se corrigió—: Que era una chica tan bien educada por su madre y ahora es una mujer de mundo, ¿no? No se puede imaginar cómo tiene a estos chicos romanos. Hace lo que quiere con ellos.

— ¿Usted está estudiando en Florencia?

— ¿Yo? Sí, claro. Estudio arquitectura allí. Regreso el domingo. Me voy a quedar a ver las carreras.

Con gran dificultad, Dick consiguió impedir que pusiera su bebida a la cuenta que tenía en el bar, que parecía ya un informe de la bolsa de valores.

XX

Una vez que salió del ascensor, Dick siguió por un corredor tortuoso y al fin oyó una voz distante que salía de una puerta entreabierta y dirigió sus pasos hacia allí. Rosemary llevaba un pijama negro; en la habitación estaba todavía el carrito con los restos de la comida. Estaba tomando café.

—Sigues siendo muy guapa —dijo Dick—. Un poco más guapa incluso.

— ¿Quieres café, jovencito?

—Perdona el aspecto que tenía esta mañana.

—Sí, tenías mal aspecto. ¿Te encuentras bien ya? ¿Quieres café?

—No, gracias.

—Estás otra vez muy bien. Esta mañana me asusté. Mamá va a venir el mes que viene, si seguimos rodando aquí. Siempre me pregunta si te he visto por aquí, como si pensara que vivimos en casas contiguas. A mamá siempre le gustaste. Pensaba que eras una persona que valía la pena que conociera.

—Pues me alegro de que todavía se acuerde de mí.

— ¡Claro que se acuerda! —le aseguró Rosemary—. Muchísimo, además.

—Te he visto en alguna película que otra —dijo Dick—. Una vez hice que proyectaran La niña de papá sólo para mí.

—Pues en esta de ahora tengo un papel muy bueno, si no lo cortan.

Rosemary se levantó y le rozó el hombro a Dick al pasar por detrás de él. Llamó a recepción para que se llevaran el carrito y luego se acomodó en un sillón.

—Cuando te conocí era sólo una niña; Dick. Ahora soy una mujer.

—Quiero que me cuentes todo lo que has hecho estos años.

— ¿Cómo está Nicole? ¿Y Lanier y Topsy?

—Están todos muy bien. Se acuerdan mucho de ti.

Sonó el teléfono. Mientras ella lo contestaba, Dick se puso a hojear dos novelas, una de Edna Ferber y la otra de Albert McKisco. Entró el camarero a llevarse el carrito. Privada de su presencia, Rosemary parecía más sola con su pijama negro.

—Tengo una visita… No, no muy bien. Tengo que ir a probarme un vestido para la película y puede que tarde mucho… No, ahora no.

Como si se hubiera sentido liberada al desaparecer el carrito, Rosemary sonrió a Dick. Era una sonrisa que parecía querer decir que los dos juntos habían conseguido librarse de todas las penalidades del mundo y ahora estaban en paz en su paraíso particular.

—Ya está hecho —dijo—. No sé si sabrás que me he pasado la última hora preparándome para recibirte.

Pero el teléfono volvió a sonar. Dick se levantó para quitar su sombrero de la cama y ponerlo en la banqueta del equipaje y Rosemary, alarmada, tapó el micrófono con la mano.

— ¡No te estarás yendo!

—No.

Cuando terminó de hablar, Dick trató de conseguir que le dedicara la tarde a él, diciendo:

—Ahora espero que la gente me dé nutrimento.

—Yo también —convino Rosemary—. El hombre que me acaba de telefonear conoció una vez a un primo segundo mío. ¿Te imaginas que se pueda llamar a alguien por un motivo así?

Dejó la habitación a media luz en preparación para el amor. ¿Para qué si no iba a querer ocultarse a su vista? Las palabras que Dick le dirigía eran como cartas, como si tardaran un tiempo en llegar a ella después de que las hubiera pronunciado.

—Me cuesta estar aquí sentado, tan cerca de ti, sin besarte.

Entonces se besaron apasionadamente en el centro de la habitación. Ella se apretó contra él y luego volvió a su sillón.

No podían seguir así, en aquella situación meramente agradable. Había que avanzar o retroceder. Cuando, una vez más, sonó el teléfono, Dick fue al dormitorio y se tendió en la cama, con la novela de McKisco abierta. Enseguida entró Rosemary y se sentó junto a él.

—Tienes unas pestañas larguísimas —observó.

—Nos encontramos de nuevo en la fiesta de fin de curso. Entre los presentes está la señorita Rosemary Hoyt, que se vuelve loca por las pestañas…

Rosemary le besó y Dick la atrajo hacia sí para que se echara en la cama junto a él, y entonces se besaron hasta quedar ambos sin aliento. Rosemary tenía una respiración joven, apasionada y excitante. Sus labios estaban levemente agrietados pero eran suaves en las comisuras.

Eran todo brazos y piernas y pies y ropas y se debatían, él con los brazos y la espalda y ella con la garganta y los pechos, y de pronto Rosemary susurró:

—Ahora no. Estas cosas tienen que seguir un cierto ritmo.

Como un niño llamado al orden, tuvo que reprimir bruscamente su pasión, apartándola a algún lugar de su cerebro, pero abrazó su cuerpo frágil y la alzó ligeramente por encima de él.

—No importa, cariño —le dijo sonriente.

Al mirar su rostro desde la nueva posición, vio que había cambiado: se reflejaba en él el brillo eterno de la luna.

—Sería justicia divina si fueras tú —dijo ella.

Se separó de él, fue hasta el espejo y se atusó el pelo desordenado con las manos. Luego acercó una silla a la cama y le acarició la mejilla a Dick.

—Dime toda la verdad sobre ti —le pidió él.

—Siempre te la he dicho.

—En parte. Pero nada concuerda.

Los dos se echaron a reír, pero Dick continuó:

— ¿De verdad eres virgen?

— ¡Nooo! —cantó—. Me he acostado con seiscientos cuarenta hombres, si es eso lo que quieres que te diga.

 

—No es asunto mío.

— ¿Es que quieres estudiarme para luego sacarme en alguna tesis?

—Eres una chica de veintidós años perfectamente normal viviendo en el año 1928. Me imagino que habrás tenido más de una experiencia amorosa.

—Sí, pero todas se… frustraron —dijo.

Dick no acababa de creerla. No sabía si estaba levantando deliberadamente una barrera entre los dos o si todo era un medio de conseguir que valorara más su gesto cuando finalmente se entregara a él.

—Vamos a dar un paseo por el Pincio —sugirió Dick.

Se alisó las arrugas del traje y se pasó la mano por el pelo. De algún modo, el momento había pasado igual que había llegado. Durante tres años Dick había sido el modelo con el que Rosemary comparaba a todos los demás hombres y era inevitable que lo hubiera idealizado hasta otorgarle la estatura de un héroe. No quería que fuera como todos los demás y, sin embargo, allí estaba él, con las mismas exigencias que los otros, como si quisiera arrebatarle algo que era suyo y llevárselo en el bolsillo. Mientras paseaban por el césped entre querubines y filósofos, faunos y cascadas, se agarró de su brazo acomodándose en él con una serie de pequeños reajustes, como si deseara hallar la posición definitiva porque se iba a quedar allí para siempre. Arrancó una ramita y la partió, pero no encontró jugo en ella. De pronto, al ver en el rostro de Dick lo que deseaba ver, le cogió la mano enguantada y se la besó. Luego se puso a juguetear como una chiquilla hasta que le hizo sonreír, y ella se echó a reír y empezaron a pasarlo bien.

—No puedo salir contigo esta noche, cariño, porque quedé con una gente hace mucho tiempo. Pero si te levantas temprano, te llevo mañana al rodaje.

Dick cenó solo en el hotel, se fue temprano a la cama, y a la mañana siguiente se encontró con Rosemary en el vestíbulo a las seis y media. En el coche, a su lado, resplandecía en toda su frescura, como recién creada, con el primer sol de la mañana. Salieron por Porta San Sebastiano y bajaron por Via Appia hasta llegar al inmenso decorado que representaba el Foro y que era más grande que el verdadero. Rosemary dejó a Dick en manos de un hombre que le sirvió de guía entre los grandes arcos y por las gradas y la arena del circo.

Rosemary estaba rodando en un decorado que representaba una mazmorra para prisioneros cristianos y al rato fueron allí y vieron a Nicotera, uno de los muchos Valentinos en potencia, pavoneándose y haciendo poses ante una docena de «cautivas» de ojos melancólicos e inquietantes a causa del rimmel.

Apareció Rosemary con una túnica que le llegaba a las rodillas.

—No te pierdas esto —le susurró a Dick—. Quiero que me des tu opinión. Todos los que han visto las primeras copias dicen…

— ¿Qué son las primeras copias?

—Las tomas del día anterior, que se pasan para que las vea el director. Todos dicen que es la primera vez que tengo sex-appeal en una película.

—Pues yo no lo noto.

— ¡Claro, tú no! Pero lo tengo.

Nicotera, en su piel de leopardo, se enfrascó en una conversación con Rosemary, mientras el electricista discutía con el director a la vez que se apoyaba en él. Finalmente, el director lo apartó bruscamente y se secó la frente sudorosa, y el guía de Dick comentó:

—Está otra vez cabreado. ¡Y qué cabreado!

— ¿Quién? —preguntó Dick. Pero antes de que el otro pudiera contestar, el director se acercó a ellos con paso rápido.

— ¿Quién está cabreado? ¡Tú eres el que está cabreado!

Se volvió a Dick y le habló con vehemencia, como si fuera miembro de un jurado:

—Cuando está él cabreado, se cree que todos los demás están tan cabreados como él.

Fijó su mirada iracunda en el guía un instante más y luego se puso a dar palmadas.

— ¡Venga! ¡Todo el mundo a sus puestos!

Era como ir de visita a la casa de una familia numerosa en la que reinara el caos. Se le acercó a Dick una actriz y estuvo un rato hablando con él totalmente convencida de que era un actor que acababa de llegar de Londres.

Al darse cuenta de su error, echó a correr despavorida. La mayoría de aquellos cineastas se sentían, o bien claramente superiores a la gente de fuera, o bien claramente inferiores, pero el primer sentimiento era el que predominaba. Eran gente a la vez arriesgada e industriosa; habían pasado a ocupar un lugar prominente en una nación que desde hacía una década sólo quería divertirse.

El rodaje finalizó porque empezaba a nublarse. Si bien la luz era perfecta para un pintor, para la cámara no podía compararse con el aire transparente de California. Nicotera siguió a Rosemary hasta el coche y le susurró algo al oído. Ella le miró sin sonreír al despedirse de él.

Dick y Rosemary comieron en el Castelli dei Cesari, un restaurante espléndido situado en una antigua villa desde la que se dominaban las ruinas de un foro de un periodo indeterminado de la decadencia. Rosemary tomó un combinado y un poco de vino y Dick bebió lo suficiente para que se disipara la sensación de insatisfacción que tenía. Después regresaron al hotel en el coche, sintiéndose animados y felices.

XXI

Rosemary tenía otro compromiso para cenar, una fiesta de cumpleaños de uno de los del equipo. Dick se encontró a Collis Clay en el vestíbulo del hotel, pero quería cenar solo y se inventó que tenía un compromiso para cenar en el Excelsior. Se tomó un combinado con Collis y el vago descontento que sentía se convirtió en impaciencia: ya no tenía ninguna excusa para seguir faltando de la clínica. Lo de Rosemary, más que una obsesión amorosa, era un recuerdo romántico. Nicole era su mujer. A menudo se sentía angustiado a causa suya, pero no por eso dejaba de ser su mujer. Dedicarle tiempo a Rosemary era darse gusto a sí mismo egoístamente. Pero dedicarle tiempo a Collis era perderlo de la manera más inútil.

En la entrada del Excelsior se encontró con Baby Warren. Sus ojos grandes y bonitos, que parecían exactamente de jaspe, se quedaron fijos en él con sorpresa y curiosidad.

— ¡Pero Dick, yo te hacía en América! ¿Está Nicole contigo?

—He regresado por Nápoles.

El brazalete negro que llevaba le recordó a Baby qué tenía que decir:

—Siento mucho lo ocurrido.

Como era inevitable, cenaron juntos.

—Cuéntamelo todo —pidió Baby.

Dick le dio una versión de los hechos y Baby frunció el ceño. Necesitaba echarle la culpa a alguien de la tragedia de su hermana.

— ¿Tú crees que el doctor Dohmler hizo lo que debía haber hecho con ella desde el principio?

—Hoy día los tratamientos no difieren mucho entre sí. Naturalmente, siempre se procura encontrar la persona adecuada para cada caso.

—Dick, no es que pretenda darte consejos ni saber mucho al respecto, pero ¿no crees que un cambio le podría sentar bien? ¿No sería mejor que saliera de ese ambiente, siempre rodeada de enfermos, y llevara una vida normal, como el resto de la gente?

—Pero tú tenías mucho interés en lo de la clínica —le recordó—. Me dijiste que nunca te ibas a sentir realmente tranquila con respecto a ella…

—Pero eso fue cuando estabais llevando aquella vida de ermitaños en la Riviera, en lo alto de una colina aislados del resto de la humanidad. Yo no digo que volváis a llevar esa vida. Estoy pensando, por ejemplo, en Londres. Los ingleses son la raza más equilibrada del mundo.

—No, no lo son —protestó Dick.

—Sí lo son. Yo los conozco muy bien. Lo que quiero decir es que sería estupendo que alquilarais una casa en Londres para la primavera. Sé de una casa en Talbot Square, que podríais alquilar amueblada, que es un ensueño. Viviríais entre ingleses, gente sensata y muy equilibrada.

Baby habría pasado a continuación a repetirle todos los viejos clichés propagandísticos de la guerra del 14 si él no se hubiera echado a reír, diciendo: