Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—Sí, te quiero. No hay duda, estoy enamorada de ti.

No obstante, se encontraban extrañamente apartados unas veces y otras tan juntos que entre ellos desaparecía la visión. Sintiendo esto dolorosamente exclamó:

—Será una lucha. —Pero al mirarle de nuevo, percibió la forma de sus ojos, las líneas de su boca y otras particularidades que le agradaban, y añadió—: Donde yo quisiera luchar, tú tendrás compasión. Tú eres más delicado que yo, eres mucho más sensible.

Él la miró, sonriendo y percibió mucho las pequeñeces particulares que la hacían tan deliciosa. Era suya para siempre. Pasando aquella barrera, goces innumerables se presentaban ante ellos.

—No es que sea mejor —contestó él—. Solo es que soy mayor, más perezoso y un hombre en lugar de una mujer.

—Un hombre —repetía ella.

Un curioso sentido de posesión la embargó, se le ocurrió que ya podía tocarle y con suavidad le pasó la mano por la cara. Los dedos de él se posaron donde puso ella la mano, y el roce le sumergió de nuevo en un estado en el que todo le parecía irreal. Este cuerpo suyo, el mundo entero, perdieron consistencia.

—¿Qué ha pasado? —empezó él—. ¿Por qué te dije que te casaras conmigo? ¿Cómo ocurrió todo?

—¿Me pediste que me casara contigo? —dudó ella. Parecían alejarse de nuevo.

—Nos sentamos en el césped —recordó él.

—Sí, así fue —confirmó Rachel.

Este recuerdo sirvió nuevamente de lazo de unión. Andaban en silencio, pero sin cesar de coordinar ideas. Sus ojos solo percibían lo que les rodeaba a ambos.

Otra vez intentaría él enumerarle todos sus defectos, y explicarle por qué la amaba. Ella le describía qué sintió en tal ocasión o en tal otra; y juntos descifrarían todos sus sentimientos. Tan bello les parecía el sonido de sus palabras que hablaban por el mero placer de oírse. Intercalaban silencios largos entre su conversación. Pero no eran ya silencios de lucha y confusión, sino pausas que les reanimaban y tras las cuales el pensamiento fluía fácil. Siguieron hablando con naturalidad de cosas vulgares. De las flores, de por qué eran tan rojas y los árboles por qué crecían tan rectos en los jardines y allí encorvados y torcidos como el brazo de un anciano. Lentamente, como si fuera la sangre que cantase en sus venas o el agua de un arroyo que corriese entre las piedras, Rachel se dio cuenta de que un nuevo sentimiento nacía en ella.

—¡Esto es la felicidad! —dijo con convencimiento y en voz alta a Terence—. Esto tiene que ser la felicidad.

Hewet contestó inmediatamente.

—No hay duda, esto es ser feliz.

Aquella sensación les había invadido a ambos.

Se extendieron en consideraciones sobre el nacimiento de aquel sentimiento y cómo lo sentían cada uno de ellos. A pesar de ser muchas las voces que los de atrás les daban, no las oyeron. Sumidos en sus sutilezas, la repetición del nombre de Hewet sonaba como el crujir de una rama seca, o el trino de un pájaro.

El sonido de la brisa murmurando al mover la hierba fue acrecentándose sin que ellos lo advirtieran, como tampoco el sonido de unas pisadas que se acercaban. Una mano fuerte como el hierro cayó sobre el hombro de Rachel, produciéndole la sensación de que descendía del cielo. Cayó al suelo y sintió la hierba cruzar por sus ojos y oídos, y metérsele hasta en la boca. A través de unos troncos altos que se movían vio una figura grande y sin forma entre ella y el cielo. Se quedó sin habla y casi sin sentido. Al fin se vio tendida boca arriba. Todas las hierbas se movían a su alrededor, temblando como por efecto de su fuerte respiración. Sobre ella, dos figuras altas. Terence y Helen. Los dos estaban muy acalorados, reían y hablaban a un mismo tiempo. Frases entrecortadas llegaban a Rachel, tendida en el suelo. Creyó oír hablar primero de amor, y después de matrimonio. Se incorporó, quedando medio sentada, y sintió el abrazo tierno que Helen le daba. Comprendió que compartía su felicidad y se lo agradeció devolviéndole el abrazo con toda su alma.

Cuando Rachel se serenó, el césped volvió a ser liso y pegajoso, el cielo horizontal y la tierra con suaves ondulaciones. Fue la primera a percibir que a cierta distancia unas cuantas personas esperaban con paciencia su regreso.

—¿Quiénes son? —preguntó.

El señor Flushing se acercó, guiándoles por un prado verde al borde del río hasta llegar a un camino bordeado de árboles. Pronto advirtieron indicios de que se aproximaban a lugares habitados. Al poco rato de marchar llegaron al pueblo, objeto de su viaje.

Avanzando con cautela, observaron a las mujeres que en cuclillas y formando grupos triangulares movían sus manos amasando algo en unos grandes tazones. Inmediatamente advirtieron que eran observadas. Entonces el señor Flushing avanzó hacia un hombre alto y delgado de aspecto majestuoso. A su lado el hombre blanco parecía pequeño, feo y afectado. Las mujeres no parecieron hacer gran caso de los extranjeros, exceptuando sus manos, que se detuvieron por un momento. Sus ojos almendrados les miraban con gesto inexpresivo. Era la mirada a quien se hallaba tan lejos de ellas que ni con palabras podían comprenderse. Sus manos se afanaban de nuevo, pero la mirada continuaba fija en ellos. Les seguía mientras andaban y ojeaban las chozas, donde se distinguían las escopetas apoyadas en los rincones y en el suelo tazones y montones de leña. En la obscuridad interior unos ojos infantiles llenos de extrañeza se clavaban en ellos junto con otros semi vidriosos de alguna anciana. Conforme iban de un lado a otro, estas miradas les seguían recorriendo sus piernas, sus cuerpos, sus cabezas con hostil curiosidad. Parecía que un enjambre de silenciosos insectos rodeara a los visitantes.

Al retirarse el mantoncillo y sacar el pecho para dar alimento a su niño, los ojos de aquella mujer no se apartaron de sus rostros. Esto les molestaba tanto que tuvieron que alejarse de allí, incapaces de soportar por más tiempo aquella mirada fija.

Cuando les ofrecían caramelos o dulces, estiraban unas manos grandes y coloradas para tomarlos, sintiéndose cohibidos ante aquellos seres suaves y de instintos sensibles.

Al poco rato el pueblo ya no los tomaba en cuenta, seguían normalmente sus quehaceres. Las mujeres trabajaban incansablemente. Su habla era como un grito estridente e ininteligible, y a veces elevaban un canto melancólico y tristón.

Terence y Rachel se reunieron bajo un árbol.

—La indiferencia de esta gente nos hace sentirnos insignificantes, ¿no te parece? —dijo Hewet.

Rachel asintió.

Se volvieron, pasearon por entre los árboles cogidos del brazo y sin temor a que los viesen. No habrían ido muy lejos, antes de que mutuamente se jurasen amor eterno, felicidad y alegría, pero… ¿por qué era tan doloroso quererse?, ¿por qué había tanto dolor en la felicidad? La vista del pueblo había causado en ellos distintos efectos. Hirst siguió abstraído en sus pensamientos, que eran amargos y poco felices. Sentíase muy solo, y Helen, de pie en medio de los nativos, se sentía abrumada por negros presentimientos. Se culpaba por aventurarse en aquella expedición, por avanzar tan adentro y exponerse tanto. Vio como en una visión, el hundimiento de un barco en un río inglés. Sabía que era morboso imaginarse tales cosas, no obstante buscó a la pareja entre los árboles, creyendo así librarles del peligro. Cuando el sol empezó a declinar y el barco dio la vuelta, disponiéndose para el regreso hacia la civilización, sus temores se calmaron.

En la semioscuridad de la cubierta veíase solo la punta de los cigarrillos. Las palabras surcaban la obscuridad sin energía ni objeto. El día había sido largo y muy caluroso, y el aire fresco de la noche caía como unos dedos suaves sobre los párpados, invitando al descanso. Una forma blanca se movió y desapareció. Después de dar unos pasos, el señor Flushing y Hirst la siguieron. Quedaron tres sillas ocupadas por silenciosos cuerpos. La luz en lo alto del mástil junto a la de las estrellas les señalaba formas sin perfil definido. En aquella obscuridad, el alejamiento y la soledad hízoles sentirse más unidos. Durante un rato nadie habló. Por fin Helen suspiró:

—Conque los dos sois muy felices, ¿eh?

Como si el aire la purificase, su voz sonó más espiritual y dulce que otras veces.

A poca distancia dos voces contestaron:

—Sí.

A través de la obscuridad intentó distinguirlos, ¿qué podía decirles? Rachel pasaba ya a otra tutela. Comprendió que debía decirles algo, pero se sentía vieja y deprimida.

—¿Os dais cuenta de lo que habéis empezado? —preguntóles—. Ella es joven, los dos sois jóvenes, y el matrimonio… —se calló.

Le rogaron que continuase, y tan sinceras eran sus voces, que añadió:

—¡Matrimonio! No es tan sencillo como parece.

—Esto es lo que queremos saber —contestaron ellos. Helen adivinó que se miraban.

—Depende de los dos —afirmó ella.

Terence dijo en tono jovial y ligero, como para ahuyentar su depresión:

—Tengo veintiséis años y cuento con unas 700 libras al año. Mi carácter en general es bueno, salud excelente a pesar de notar Hirst en mí cierta tendencia a la gota. Además me creo inteligente. —Calló como esperando su confirmación.

Helen asintió.

—Aunque, desgraciadamente, algo perezoso. Pienso dejar a Rachel que haga siempre lo que desee… Bajo otro aspecto, ¿me encuentra usted satisfactorio? —preguntó con cierta timidez.

—Sí, todo lo que conozco de usted me gusta —replicó Helen—. Pero es que le conozco tan poco…

—Viviremos en Londres —continuó él.

Ambos a una le preguntaron si no les creía las personas más felices de la tierra.

—¡Psch! —chistó Helen—. Tenemos detrás a la señora Flushing.

 

Guardaron silencio. Terence y Rachel intuían que su felicidad le causaba tristeza y esto les afligía.

—Hemos hablado demasiado de nosotros mismos —dijo Terence—. Díganos algo de usted.

—Sí, dinos algo —repitió Rachel.

Los dos parecían creer que todo el mundo podía decir algo lleno de profundidad.

—¿Qué puedo decirles? —reflexionó Helen, hablando como si más bien lo hiciera consigo misma, de un modo tan vago como la profetisa que transmite un mensaje.

—Después de todo, aunque reprenda a veces a Rachel, tampoco soy muy sensata. Más vieja, sí, claro es; he recorrido ya la mitad del camino y ella no ha hecho más que empezar. Es un embrollo; a veces, creo yo, una desilusión. Los grandes acontecimientos no son tan grandes tal vez, como uno espera. Pero son interesantes. ¡Oh, sí! Estáis seguros de encontrarlo de este modo. Además, existen alegrías inesperadas. Sí, seréis muy felices, estoy convencida de ello.

Helen les miró pensativa unos momentos.

—Debes escribirle a tu padre. No dudo que seréis muy felices, y ahora, si tenéis algo de sentido común, os iréis a dormir, que es lo que voy a hacer yo. ¡Buenas noches! —Y traspuso las cortinas de la tienda.

La pareja apoyóse en la baranda. A sus pies las aguas obscuras se escurrían rápida y silenciosamente. El cigarrillo se apagó al caer entre ellas.

Rachel, mirando al cielo, preguntó:

—¿Estamos sobre la cubierta de un barco en un río de Sudamérica? ¿Soy yo Rachel y tú Terence?

El mundo inmenso se extendía a su alrededor. Se adivinaban árboles de redondeadas copas. Levantaron la vista sobre las más altas ramas de los árboles, fijándose en las estrellas y el cielo que les cubría; se elevaban como si corrieran distancias enormes… hasta darse cuenta que estaban uno junto a otro, cogidos a la baranda de la embarcación.

—Te olvidaste de mí por completo —la reconvino Terence, cogiéndola del brazo. Pasearon por la cubierta—, y yo nunca te olvido.

—¡Oh, no! —dijo ella—, no te olvidaba, solo que las estrellas… la noche… la obscuridad…

—Eres como un pájaro medio dormido en su nido, Rachel. Estás dormida y hablas en sueños.

Todo lo que les rodeaba era tranquilidad, dulzura y obscuridad. Gozaban de la delicia de estar reunidos en aquella inmensidad.

XXII

Igual que aquel día en el bosque, se vieron obligados a revelar lo que ambos sentían. Ahora el mismo deseo se esparció entre los conocidos. El mundo que para ellos consistía ahora en el hotel y la villa, se mostró satisfecho de aquella boda en perspectiva. Les excusó de formar parte en la vida activa y les permitió ausentarse por algún tiempo. Se les dejaba apartar de los formulismos sociales.

Salían a pasear solos, se sentaban aparte, o recorrían lugares escondidos donde las flores no habían sido cortadas nunca por nadie y los árboles y las plantas crecían solitarios. En esa soledad podían expresarse aquellos vagos y hermosos deseos que ningún interés tenían para el resto de las gentes. Deseos de un mundo, como éste en el que habitaban ahora, que les pertenecería enteramente, donde reinarían la comprensión y la bondad, y donde nunca se producirían querellas, porque sería malgastar el tiempo.

Hablarían de todas estas cosas entre los libros, a pleno sol, o sentados a la sombra de un árbol silencioso. Nada habría que les inquietase o tuviera perplejos por no poder ser expresado. Podría acaecer algo inesperado, pero incluso las cosas más vulgares resultarían hermosas y, en cierto modo, preferibles a cualquier trance o misterio porque serían más sólidas, reclamarían una voluntad y cualquier esfuerzo en tales condiciones resultaría un placer y no una tarea enojosa.

Mientras Rachel tocaba el piano, Terence se sentó junto a ella anotando sus impresiones acerca de cómo veía el mundo ahora, cuando estaban próximos a casarse. Era muy distinto, ciertamente. El libro que se titularía Silencio ya no podía ser el mismo. ¡Cómo había cambiado ese mundo!: era más sólido, más coherente, más importante, más profundo. La tierra misma le pareció que había ganado en profundidad, pero no en sus accidentes, colinas, campos y ciudades, sino en sus grandes masas. Estuvo asomado durante diez minutos a la ventana no fijándose más que en los seres humanos que podían observarse a través de ella; sospechó que los comprendía mejor que Rachel. Ella estaba sumergida en su música olvidando todo lo demás. Pero también le gustaba así, con esa especie de despersonalización que se producía en ella en tales momentos. Después, escritas unas cuantas frases entre signos de interrogación, observó en voz alta: «Bajo la palabra “Mujer” he escrito: “Realmente, no son tan vanidosas como los hombres. La ausencia de una confianza recíproca trae como consecuencia los más graves errores. ¿Se trata de una equivocación atávica de nuestro sexo o, simplemente, de la realidad misma?”… ¿Qué opinas acerca de esto, Rachel?».

Hizo una pausa con el lápiz en la mano y un pliego de papel sobre las rodillas. Rachel no contestó; había ido ascendiendo por una lenta sonata de Beethoven, como quien sube por una escalera ruinosa, decididamente al principio, pero avanzando con dificultad y penosamente a cada nuevo peldaño, hasta llegar a un punto en el que le era forzoso volverse atrás.

—«Se acostumbra a decir —prosiguió leyendo Terence— que las mujeres son más prácticas, menos idealistas que los hombres, e incluso que poseen una gran destreza en su modo de conducirse, pero que carecen totalmente del sentido del honor». Y ahora pregunto: ¿qué significa la expresión masculina “el honor”? ¿A qué corresponde en vuestro sexo?».

Volviendo a subir una vez más los peldaños de su escalera, Rachel desaprovechó esta oportunidad de descubrir los secretos de su sexo. Sin embargo, había progresado tanto en el camino de la prudencia que pudo haberlos confesado sin inconvenientes para ella.

Poniendo punto final a un acorde, exclamó al fin:

—No, Terence, no puede ser: ni aunque estuviera aquí el mejor músico de Sudamérica, por no decir de Europa y de Asia juntas, podría ejecutar bien una sola nota interrumpiéndole a cada momento como haces tú conmigo.

—No tengo ninguna objeción que hacer a tus acordes —observó él—. En realidad, me resultan muy útiles mientras escribo; pero todas esas cosas, a las que no pareces haber prestado atención, son como viejos perros gruñones que nos salen al paso.

Observó las pequeñas tarjetas de felicitación enviadas por sus amigos y extendidas sobre la mesa: «… con nuestros mejores deseos para vuestra felicidad», leyó en ellas Terence.

—Son correctas —observó—, pero ¿responden realmente a algo sentido?

—¡Completamente absurdas! —exclamó Rachel—. ¡Piensa en las palabras comparadas con los sonidos! Novelas, comedias, narraciones… —añadió revolviendo los libros de amarillas y rojas cubiertas apilados a un extremo de la mesa.

—Bien, Rachel, pero es que tú has leído lo que no tiene ya ningún valor. Nadie sueña ahora con volver a esta clase de libros, que se han quedado anticuados con sus temas y descripciones. Lo que debes leer es poesía, mucha poesía.

Hewet cogió uno de los libros y empezó a leer en él en voz alta y con intención irónica; pero ella apenas le prestaba atención, permaneciendo pensativa unos momentos y, exclamando después:

—Para ti, Terence, el mundo no está compuesto sino de grandes masas de materia, sobre las que nosotros no somos más que pequeños retazos de luz —y observando los suaves reflejos del sol deslizándose sobre la alfombra y las paredes, añadió—: así, como éstos.

—No —respondió Hewet—, creo en la solidez de mis sentimientos, como si estuvieran firmemente arraigados en las entrañas de la tierra. Cuando te vi por primera vez me pareciste una criatura que hubiese vivido siempre entre perlas. Tus manos estaban húmedas aún, acuérdate…

—Y tú, en cambio, me pareciste un poco pedante. Sin embargo, al hablar contigo, me empezaste a gustar.

—Te enamoraste —corrigió él—. Estuviste siempre enamorada de mí, aunque ni tú misma lo supieras.

—No, no estaba enamorada entonces, si enamorarse es lo que la gente dice; pero se engaña. ¡Cuántas, cuántas falsedades!

Cogió un puñado de felicitaciones. Allí estaban las de Evelyn, el señor Pepper, la señora Thornbury, la señorita Allan y Susan Warrington. Resultaba sorprendente cómo todas estas personas, tan distintas, habían empleado casi las mismas palabras para congratularse de que se hubieran prometido. Ninguna de ellas había sentido, podía sentir o creerse con derecho a que así fuera, ni tan solo por un instante, todo lo que ella era capaz de sentir. La simplicidad, la arrogancia y el ardimiento de su juventud, concentrados ahora sobre un punto determinado, como era el de su amor hacia él, impresionaron a Terence. Pero él veía las cosas de otro modo. El mundo era distinto, sí, había cambiado, mas no en aquel sentido. Él continuaba defendiendo las cosas que alabó siempre, y sobre todo —ahora, tal vez, más que nunca— la solidaridad con el resto de las gentes. Le arrebató las cartas que tenía en la mano y dijo:

—Claro que son absurdas, Rachel; claro que escriben estas cosas solo porque todo el mundo lo hace; pero aún así, ¿verdad que es muy agradable la señorita Allan? No puedes negarlo. Y la señora Thornbury también lo es; ha tenido muchos hijos, te lo concedo, ¿pero no existe en ello también una cierta belleza, una «primaria simplicidad», como diría Flushing? Ella parece más bien un gran árbol centenario moviendo suavemente sus ramas a la luz de la luna, o un río cuyas aguas se van deslizando sin cesar.

Pero Rachel era incapaz de concebir en estos instantes que nada de cuanto sucediera en el mundo pudiese tener relación alguna con su propio destino y el de Terence.

—Yo no deseo tener hijos —contestó—. No quiero que mis ojos se vuelvan como los de estas señoras respetables que te contemplan de pies a cabeza y de cabeza a pies como si se tratara de un caballo.

—Nosotros podremos tener un hijo y una hija —dijo Terence, dejando las cartas encima de la mesa—, porque ellos poseerán la inestimable ventaja de ser solo nuestros.

Entonces se pusieron a trazar un bosquejo de la educación que darían a esos hijos si llegaban a tenerlos. A la niña se le haría que contemplase grandes cuadros pintados de azul que le sugirieran el pensamiento del infinito, pues las mujeres propenden al lado práctico de las cosas. El niño debería aprender a reírse de los grandes hombres… «No debe llegar a parecerse tampoco —añadió Rachel— a St. John Hirst». Pero Terence confesó su gran admiración hacia él; estaba seriamente convencido de sus grandes cualidades.

—Su cabeza —dijo— es un proyectil lanzado contra cualquier falsedad. ¿Qué sería de nosotros sin hombres como él? Pero no lo comprenderéis nunca vosotras porque, a pesar de todas vuestras virtudes, no os obstinaréis nunca con todas vuestras fuerzas, con todas las fibras de vuestro ser, en perseguir la verdad. Sois esencialmente femeninas, no vais al fondo de los hechos.

Ella no se tomó el trabajo de contradecirle ni de buscar algún argumento incontestable contra los méritos de aquel a quien Terence admiraba tanto.

El reloj dio las doce en lugar de las once.

—Hemos malgastado toda la mañana. Yo debí haber escrito en mi libro, y tú contestado a todas esas cartas.

—Hemos pasado solos muy pocas horas —dijo Rachel—. Y mi padre llegará dentro de uno o dos días.

Sin embargo, cogió pluma y papel y se puso a escribir: «Mi querida Evelyn…».

Terence, entretanto, se dedicó a leer cosas escritas por otros autores, como un medio que consideraba esencial para la composición de sus libros. Durante largo rato no se escuchó más que el tictac del reloj y el sincopado carraspeo de la pluma de Rachel escribiendo frases muy parecidas a las que ella acababa de condenar. De pronto, interrumpió su tarea y se puso a mirar a Terence hundido en su sillón; después, dirigió su mirada a las paredes, a la cama que estaba en un rincón, y a los cristales de la ventana en los que aparecían reflejados los árboles recortándose sobre el cielo; escuchó el tictac del reloj, y se puso a pensar en el abismo sorprendente que existía entre todo aquello y las cuartillas que tenía delante de sí. ¿No llegaría un tiempo en el que todo fuera indivisible en el mundo? Hasta por lo que al mismo Terence se refería, ¡cuántas cosas permanecían ignoradas entre ellos!, ¡cuán poco sabía ella, por ejemplo, de lo que estaría pensando él en estos instantes!

Acabó la frase que había dejado interrumpida en su carta —una frase torpe y estúpida—, y añadió que los dos se sentían muy dichosos y se casarían, probablemente, en el otoño; se proponían vivir en Londres «donde esperamos encontrarnos y volver a ver a nuestro regreso». Tras unos momentos de duda entre las expresiones «afectuosamente» y «sinceramente» eligió aquélla y firmó la carta. Se disponía a empezar otra cuando Terence la interrumpió para citarle algunos trozos del libro que estaba leyendo. Se trataba de una novela en la que el protagonista, Hugh, hombre de letras también, no había comprendido exactamente la índole de las relaciones entre hombre y mujer hasta que llega al matrimonio. Al principio, fue feliz con su esposa; pero después de darle ésta un hijo, empieza a distanciarse, a hastiarse de ella, hasta olvidarla por completo. «Eran distintos entre sí. Tal vez en un lejano futuro, cuando generaciones de hombres se hayan combatido y engañado como nos engañamos y combatirnos nosotros, las mujeres lleguen a ser, en lugar de lo que ahora parece constituir la razón de su existencia, no la enemiga y el parásito del hombre, sino su verdadera amiga y compañera».

 

—Al final, Hugh vuelve de nuevo a su mujer. Era su obligación como hombre casado. ¡Señor! —concluyó Terence—, ¿tú crees que podrá sucedemos algo semejante a nosotros?

Ella, en lugar de responder, preguntó:

—¿Por qué no se escriben las cosas que se sienten? Ésa es la dificultad —contestó Terence dejando el libro.

—Bien; entonces, ¿qué crees tú que será de nosotros cuando nos casemos?…

—Ven, siéntate en el suelo —le dijo él— y déjame que te miré.

Rachel apoyó el mentón sobre las rodillas y se quedó mirándole fijamente. Él la contempló con detenimiento.

—No eres hermosa, pero me gustas como eres. Adoro tus cabellos, tus ojos… Tu boca es demasiado grande, y a tus mejillas les falta color. Pero me subyugas de tal modo, que al mirarte es como si me arrebataras el aliento.

Se acercó tanto a ella, contemplándola fijamente, que ella retrocedió un poco sus espaldas.

—Hay momentos —continuó Terence— en los que, si estuviéramos juntos sobre un acantilado, harías que me arrojase al mar.

Hipnotizada por aquel mirarse entrambos fijamente a los ojos, ella repitió: «Si estuviéramos juntos sobre un acantilado…».

Ser arrojado al mar, ser llevado de aquí para allá. La idea le sonó extrañamente sugestiva. Se puso en pie de un salto. Movióse por la habitación apartando sillas y mesitas, como si en realidad nadase. Él la miró gozoso. Parecía abrirse camino, saliendo triunfante de los obstáculos que se interponían en su vida.

—Seguiré enamorado de ti toda mi vida. Nuestra boda será el logro de mi mayor ilusión. No tendremos un momento de paz. —La cogió en sus brazos al pasar junto a él y lucharon por dominarse, imaginándose estar en una roca, con el mar embravecido a sus pies. Al final cayó al suelo jadeante—. ¡Soy una sirena!, puedo nadar —clamó. Así terminaron de jugar. Se había rajado el traje, y restablecida ya la paz, fue en busca de una aguja e hilo y se cosió el roto.

—Ahora —dijo ella—, estate quieto y háblame del mundo. Cuéntame todo lo que alguna vez haya ocurrido, y yo te diré… déjame pensar qué puedo decirte. Te referiré algo de la señorita Montgomerie y la reunión del río. La dejamos con un pie en el bote y otro en la playa.

Así pasaban grandes ratos, rememorando sus vidas y el carácter de los amigos y familiares. Terence, ya no solo sabía lo que pudieran decir las tías de Rachel en distintas ocasiones, sino hasta la forma en que tenían amuebladas sus habitaciones y los sombreros que se ponían. Podía sostener un diálogo como si imitara a la señora Hunt hablando con Rachel y estar presente a un té, incluyendo al Reverendo William Johnson y las señoritas Macquoid de la Ciencia Cristiana. Las experiencias de Rachel eran en su mayor parte ingenuas y algo humorísticas. Él le contaba no solo lo que había pasado, sino lo que pensaba y sentía y le dibujaba semblanzas que la fascinaban de lo que otros hombres y mujeres pudieran estar pensando o sintiendo. Rachel deseaba volver a Inglaterra para ver realmente aquellos seres que él le pintaba. Terence tenía la virtud, con sus relatos, de saber hacerlo todo altamente interesante. Así podía ella comprender el porqué de muchas cosas que ignoraba. No era la gente tan solitaria ni tan poco comunicativa como ella suponía. Tenía que descubrir dónde existía la vanidad, primero en sus propios actos; además en Helen, en Ridley, en John Hirst, todos poseían una pequeña dosis de vanidad. La encontraría en diez personas de cada doce que tratase. Una vez unidos entre sí por tan extraño lazo, los vería no aislados y temerosos, sino casi indistinguibles, llegando a profesarles afecto por la semejanza con ella que encontraría en todos. Ella debía defender su creencia de que los seres humanos eran tan variados como las fieras del parque zoológico; que tenían rayas, listas, pelambres y jorobas.

Así discutían sobre la lista de sus conocidos, divagando en anécdota, teoría y especulación. Y así también fueron conociéndose mutuamente. Las horas se les iban volando y rebosando felicidad. Después de una noche solitaria, estaban siempre dispuestos a empezar de nuevo. Las virtudes que la señora Ambrose encontraba en la posibilidad de hablar libremente entre hombre y mujer, las saboreaban ahora Rachel y Terence, aunque en una medida lógica. Mucho más que en la naturaleza del sexo, se enfrascaban en su poesía. El hablar sin restricción, ahondaba y ensanchaba la pequeña visión de la muchacha. A cambio de lo que él le enseñaba, ella mostró tal curiosidad y sensibilidad de percepción, que hasta le hizo dudar de que todo don adquirido por la lectura de la vida pudiera no igualar a aquel sentir del placer y el dolor. ¿Qué más podía darle la experiencia después de aquello, sino una especie de equilibrio interno? ¿Acaso había alguna forma exterior que cubriese tanta delicadeza? Miraba su rostro y creía verlo a través del tiempo cuando los ojos fuesen algo menos brillantes y en la frente se iniciasen pequeñas arrugas, signo de edad madura que se enfrenta con algo duro y fuerte, con lo que en la adolescencia ni siquiera sueña. Su imaginación volaba a la vida de los dos en Londres. El pensamiento de Inglaterra era delicioso, porque juntos verían de nuevo cosas queridas. Veía el país en junio. Habría noches de verano en el campo; los ruiseñores cantarían en los caminos y allí escaparían ellos cuando la habitación estuviese demasiado caldeada; habría prados relucientes y salpicados de fuertes y sanas vacas, nubes que bajarían a perderse entre las cuestas verdes y lejanas. Al estar sentado junto a ella, deseaba con frecuencia haber llegado ya al fin de la vida, habiendo cumplido su misión con Rachel.

Fue a la ventana y exclamó:

—¡Señor, qué bien sienta pensar en caminos llenos de barro, con zarzas y espinas! Tú ya los conoces. Prados y granjas repletas de cerdos y vacas; hombres marchando al lado de sus carretas cargados con los azadones. Nada hay aquí que pueda compararse con esto. La tierra colorada y pedregosa, el cielo brillante y azul, las casas tan blancas que dañan la vista, ¡cuánto cansa todo esto! El aire sin una nube ni una ráfaga. Daría cualquier cosa por ver niebla.

Rachel meditaba también sobre el campo inglés. Las tierras llanas que desembocaban al mar, los bosques y las grandes y rectas carreteras. En las torres de las iglesias, en los pájaros y la obscuridad, en las casas agrupadas en los valles y el ruido de la lluvia sobre los cristales de las ventanas.

—Sí, Londres, Londres es el sitio ideal —continuó Terence.

Miraban la alfombra, como si Londres se les apareciese en el suelo, con todas sus torres, espirales y edificios destacándose en su denso humo.