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100 Clásicos de la Literatura

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Por la mañana dejaron Santa Marina muy temprano, yendo en coche unos veinte kilómetros y en caballerías unos ocho. La excursión se componía de seis personas y llegó al margen del río al obscurecer el día. A buen trote, por entre los árboles, llegaron el señor y la señora Flushing, Helen Ambrose, Rachel, Terence y John Hirst. Las caballerías, cansadas, se detuvieron como de común acuerdo y los expedicionarios desmontaron. La señora Flushing, entusiasmada, dio unos pasos acercándose a la orilla del río. El día había sido caluroso, pero ella disfrutó yendo montada y respirando el aire libre. Dejó el hotel, que no le gustaba, y se encontraba a su gusto con los que le acompañaban en la expedición. El río mugía con ímpetu al correr en la obscuridad. Escasamente se distinguía la oscilante superficie. En el aire sonaba el ruido de las aguas. Se detuvieron en un espacio despejado que había entre unos grandes troncos. Sobre el río, una luz verde que subía y bajaba en suave movimiento les indicaba el lugar donde les aguardaba la lancha. Ya en ella y sobre la cubierta vieron que se trataba de una pequeña embarcación cuyo motor vibraba suavemente a sus pies y que arrancó pausadamente. Parecía que andaban por el corazón de la noche. Los árboles semejaban entrelazados ante ellos, se oía por todos lados el crujir de las hojas. La gran obscuridad ahuyentaba todo deseo de comunicarse. Sus palabras sonaban huecas e insignificantes. Después de recorrer la cubierta tres o cuatro veces formaron un grupo bostezando hondamente y mirando el paisaje sombrío que dejaban a su espalda.

La señora Flushing intentaba ver dónde podría echarse a dormir. Abajo era inútil intentarlo. Cerca del motor, con fuerte olor a combustible, tampoco. Sobre cubierta no se podía dormir por los insectos. Era lo que Helen había previsto. La imposibilidad de desnudarse y descansar surgía con todos sus inconvenientes a pesar de estar todos medio dormidos y ser casi invisibles unos a otros. Con la ayuda de Hirst armaron una tienda de campaña en un extremo de la cubierta, y éste convenció a las señoras de que allí resguardadas podrían desnudarse y descansar. Salieron a relucir colchones y mantas y las tres ' se tendieron una junto a otra al aire puro de la noche.

Los caballeros fumaron varios cigarrillos, echaron las colillas encendidas al río, miraron un rato el balanceo de las aguas, se desnudaron y al otro extremo de donde estaban las señoras se acondicionaron para dormir. Estaban tan rendidos que pronto estuvieron ajenos a todo, sirviéndoles de cortina la misma obscuridad que les cubría.

El primero en dormirse fue Wilfred Flushing, después Hirst. Hewet despierto, miraba en dirección al cielo. El suave balanceo y las formas negras que constantemente pasaban ante su vista le impedían pensar con claridad. La proximidad de Rachel le llenaba de tranquilo bienestar, si bien le impedía discurrir. El saberla tan cerca le imposibilitaba pensar serenamente en ella tanto como le resultaba imposible verla en esta densa y obscura noche. De manera extraña se identificó con el barco. Si hubiera sido inútil levantarse y empuñar el timón, igualmente lo era luchar por más tiempo con la potencia irresistible de sus sentimientos. Una fuerza superior le impelía hacia adelante, lejos de todo lo que conociera, franqueando barreras, dejando atrás todas las señales, irrumpiendo en mares desconocidos con la misma serenidad que ahora surcaban la superficie del río. Una profunda paz le envolvía sumiéndole en honda inconsciencia. Miraba las altas copas de los árboles cambiar ligeramente su postura al pasar la embarcación. Veía los árboles sobre el fondo estrellado del firmamento encorvarse y estirarse, bajar y subir altísimos hasta que, contemplándolos, se sumió en sueños. Soñó que yacía bajo la sombra de otras grandes copas de árboles contemplando el cielo. Al despertarse a la mañana siguiente vieron a la derecha un terraplén de arena poblado de árboles. En la ribera izquierda había un pantano donde temblaban altas hierbas y bambúes, sobre cuyos tallos se balanceaban numerosos pájaros de un alegre colorido verde y amarillo. La mañana era calurosa y estaba en silencio. Al terminar el desayuno se sentaron formando semicírculo en la proa de la cubierta. Un toldo les protegía del intenso calor del sol y la brisa de la marcha les refrescaba ligeramente. La señora Flushing adornaba con pinceladas y rayas la tienda de campaña. Sus movimientos, bruscos y expresivos, se parecían a los de un pájaro nervioso que picoteara los granitos del suelo. Los otros expedicionarios tenían libros, trozos de papel o bordados, con los cuales se ocupaban aparte de mirar el paisaje. En una ocasión Hewet leyó en alta voz un poema. Seguían avanzando bajo la sombra de los árboles. Tan pronto veían una nidada de pájaros color grana comiendo en uno de los pequeños islotes como una cotorra azulada y verdosa volaba gritando de un árbol a otro. Conforme avanzaban todo el paisaje crecía en intensidad indómita. Los árboles y la naturaleza parecía que se alegraban por la fuerza de su entrelazamiento. Aquí y allá se elevaba algún árbol gigantesco por encima de los excursionista, balanceando ágilmente en la altura su verde quitasol.

Hewet volvía de nuevo a sus libros. La mañana transcurría tan plácida como lo fue la noche. Sólo variaba la intensidad del paisaje en la claridad del día. Hewet, al ver a Rachel y oír su voz tan cercana, sentía la proximidad de algún acontecimiento que estuviese estacionado junto a ellos. Sabía que un impulso desconocido lo guiaba. Volvió otra vez a su libro leyendo: «Quienquiera que seas, ahora estoy en tus manos. Sólo una cosa importa; lo demás es inútil».

Un pájaro soltó una carcajada salvaje; un mono chilló una pregunta maliciosa; y como el fuego se renueva al calor del sol, así los ruidos de la selva se sucedían. Gradualmente el río fue estrechándose y las orillas iban bajando a un mismo nivel, cuajadas de árboles y malezas. La selva devolvía ecos lejanos. Chillidos repentinos y estridentes, seguidos de un absoluto silencio. Como en las catedrales, cuando la voz del predicador enmudece y su eco resuena todavía, saltando de un rincón a otro por la bóveda.

El señor Flushing se levantó, hablando con uno de los marineros y anunciando que después de comer, la embarcación se detendría para que pudieran visitar el bosque.

—Por aquí encontraremos todavía senderos. No nos hemos alejado mucho de la civilización. —Echó un vistazo a la pintura de su esposa. Demasiado cortés para alabarla públicamente, se contentó con tapar la mitad con una mano, y con la otra hacer un gesto de ponderación—. ¿No lo encuentran maravilloso?

Helen siguió su mirada y no halló palabras para juzgar lo que veía.

—De ahí tomarían su estilo los del reinado de Isabel —susurró Hewet, mirando la profusión de hojas y capullos y demás prodigiosos frutos—. Si Shakespeare lo hubiera visto…

—¡Aborrezco a Shakespeare! —exclamó la señora Flushing, y Wilfred replicó, admirándola:

—Creo que eres la única persona que se atreve a decir semejante cosa, Alice.

Pero la señora Flushing siguió imperturbable pintando, sin dar mucha importancia al cumplido de su marido. Pintaba sin interrupción. A veces, murmurando a medias una palabra o un gemido.

La mañana era ya muy calurosa.

—¡Miren a Hirst! —cuchicheó el señor Flushing.

La hoja de papel en que escribía había caído al suelo y con la cabeza echada hacia atrás roncaba sonoramente. Hewet recogió la hoja del suelo y la estiró bien, para que Rachel pudiera verla. Era una continuación del poema que iniciara en la capilla, pero de una inmoralidad tal, que la mitad le resultó incomprensible. Hewet empezó a poner palabras en los claros que Hirst había dejado, pero cesó de pronto. Su lápiz rodó sobre la cubierta. Gradualmente se acercaban a la ribera derecha. La claridad que les iluminaba tenía un matiz verdoso.

La señora Flushing dejó sus pinceles y miró hacia adelante en silencio. Hirst se despertó. Sonó la llamada para comer, y mientras lo hacían se detuvo la barca a muy poca distancia de la ribera. La lancha que llevaban a remolque fue acercada y a ella subieron las señoras. Para librarse del aburrimiento, Helen llevaba un libro de memorias y la señora Flushing su caja de pinturas. Así equipadas, se acercaron a la orilla, saltando a tierra muy cerca de la entrada del bosque. No anduvieron mucho por el camino paralelo al río antes de que Helen dijese que hacía un calor sofocante. La brisa del río cesó y una atmósfera calurosa y pegajosa impregnada de fuertes olores venía del interior del bosque.

—Me sentaré aquí —dijo Helen, apuntando un tronco de árbol caído casi cubierto de enredaderas.

Se sentó, abrió su quitasol y miró al río que atravesaban grandes troncos de árbol.

—Estoy de acuerdo —dijo la señora Flushing, y procedió a abrir su caja de pinturas.

Su marido se paseó por si percibía alguna bonita perspectiva para que ella la pintase. Hirst sentóse junto a Helen, en plan de entablar conversación. Terence y Rachel quedaban en pie solos. Él vio llegada su hora, tal como el destino la deparaba; y a pesar de comprenderlo, sintióse completamente tranquilo y dueño de sí mismo. Habló a Helen, animándola a que fuese con ellos a dar un paseo. Rachel se unió también en el ruego.

—De todas las personas que he conocido —dijo él—, es usted la menos atrevida. Parece estar sentada en unas sillas verdes de Hyde Park. ¿Va a pasarse ahí la tarde entera? ¿No paseará?

—¡Oh, no! Aquí solo debe emplearse la vista —contestó con una voz medio adormilada.

—¿Qué sacaréis de andar? Sudar y estar cansados para la hora del té, y nosotros frescos y contentos —añadió Hirst.

En sus ojos vieron los reflejos dorados y verdosos del cielo y de las ramas. Aceptaban como un hecho que Rachel y Terence se propusieran pasear por el bosque.

 

—¡Adiós! —dijo Rachel.

—¡Adiós! Y cuidado con las serpientes —gritó Hirst. Se acomodó más confortablemente a la sombra de un árbol caído muy cerca de donde se sentaba Helen.

Al alejarse, el señor Flushing les llamó:

—Saldremos dentro de una hora. Hewet, por favor, acuérdese, una hora.

Obra de los hombres o dispuesto así por la naturaleza, había un camino ancho que se adentraba en el bosque. Semejaba una avenida en un bosque inglés, salvo que los arbustos tropicales, con sus hojas largas como sables, crecían por todos lados. El suelo se cubría de un musgo húmedo, salpicado de florecillas amarillas y no del fino césped de los parques ingleses. Conforme se adentraban en la profundidad de los árboles, la luz se tamizaba más y los ruidos del mundo se cambiaban por los crujidos y sonidos especiales de la selva, que les producían la sensación del mar. El camino se estrechaba y torcía, bordeado por densas enredaderas que enlazaban un árbol con otro y estallaban aquí y allá en grupos de flores en forma de estrellas, de ricas y variadas tonalidades granate. Los crujidos eran a veces interrumpidos por el grito estridente de algún animal asustado. Con el aire les llegaban lánguidas oleadas de perfumados olores. De vez en cuando, entre la claridad verdosa había un espacio libre que dejaba entrar con toda su hermosura chorros de sol en los que revoloteaban enormes mariposas rojas y negras.

Terence, y Rachel avanzaban en silencio, pero sentían la necesidad de hablarse. ¿Cuál de los dos iniciaría la conversación?

Hewet cogió una fruta encarnada y la tiró a lo alto con toda su fuerza. Cuando llegase al suelo, entonces él hablaría. Oyeron el ruido especial de unas alas abriéndose para volar; el de la fruta al tropezar entre las hojas y su sonido sordo al llegar al suelo. El silencio era cada vez más profundo.

—¿Te asusta esto? —preguntó Terence cuando se apagó el ruido de la fruta al caer.

—¡Oh! —contestó ella—. Me gusta —y repitió—, me gusta.

Andaba ligero, e iba más enderezado que de costumbre. Hubo otra pausa.

—¿Te gusta estar conmigo? —preguntó Terence.

—Sí —replicó ella.

Calló por un momento. El silencio parecía envolverlo todo.

—Es lo mismo que yo siento desde que te conocí —replicó él—. Nosotros somos felices juntos. —Hablaba como si lo hiciera consigo mismo y Rachel parecía no escucharlo, andando en silencio.

—Muy felices —contestó Rachel tras una pausa. Siguieron un rato en silencio. Inconscientemente sus pasos se aligeraban.

—Nos queremos —dijo Terence.

—Sí, nos queremos —repitió Rachel.

El silencio se rompía por el sonido de sus voces que adquirían un tono extraño y poco familiar, distinto a sus palabras. Paráronse, uniéndose en estrecho abrazo y después sentáronse sobre el mullido suelo, uno junto a otro. Oyeron el crujir de los árboles y el aullido de una fiera, pero todo les pareció remoto.

—Nos amamos los dos —repetía Terence.

Ambos estaban muy pálidos y callados. Él no se atrevía a volver a besarla. Ella se acercó poco a poco y apoyó la cara contra su hombro. Así permanecieron un rato. Una vez dijo ella «Terence» y él le contestó «Rachel».

—¡Es espantoso! —murmuró ella, después de otra pausa, y al hacerlo pensaba tanto en el sombrío eco de las aguas agitándose distantes en sus propios pensamientos. Observó que por el rostro de Terence se deslizaban unas lágrimas. Parecía que había transcurrido mucho tiempo cuando él sacó el reloj.

—Flushing dijo una hora y hemos estado ya más de hora y media.

—Y tardaremos otro tanto en volver —dijo Rachel.

Se levantó muy despacio, estiró los brazos y dio un hondo suspiro, mitad gemido, mitad bostezo. Parecía muy cansada y estaba pálida.

—¿Por dónde? —preguntó.

Volvieron por el camino cubierto de verdor. Los crujidos continuaban en lo alto, mezclados a los gritos de distintos animales. Las mariposas seguían circulando en los claros de luz.

Al principio Terence parecía seguro del camino que seguían, pero conforme andaban, empezó a dudar. Tuvieron que detenerse, orientarse y seguir de nuevo. Sabían la dirección del río, pero no estaban seguros de dar con el punto en que dejaron a los otros. Rachel le seguía, deteniéndose cuando él se paraba.

—No quiero llegar tarde —dijo él— porque… —Puso una flor en manos de ella, y sus dedos la oprimieron.

—Llegaremos tarde, tarde, horriblemente tarde —repetía él como si hablara en un sueño—. Ahora ya está. Recuerdo esta vuelta.

De nuevo se encontraron en el camino ancho, como una avenida inglesa, por donde empezaron a andar al separarse de los otros. Andaban callados como sonámbulos, que sólo a medias tuvieran conciencia de su ser.

Rachel exclamó de repente:

—¡Helen!

Al sol, en el espacio al borde del bosque, vieron a Helen sentada todavía en el tronco del árbol. Su traje blanco deslumbraba mucho a la luz del sol. Hirst, inclinado sobre el codo, estaba a su lado. Instintivamente se detuvieron. La presencia de los demás parecía clavarlos en la tierra. Oprimiéronse la mano en silencio por unos momentos.

—Debemos seguir —insistió por fin Rachel en voz baja.

Hicieron un esfuerzo y acortaron la distancia que los separaba de la pareja sentada sobre el tronco caído. Al aproximarse, Helen se volvió, los miró un rato sin pronunciar palabra, y al llegar junto a ella, dijo en voz baja:

—¿Vieron al señor Flushing? Ha ido a buscarles. Pensó que se podían perder, aunque ya le dije que no era probable.

Hirst se volvió, mirando a las ramas cruzarse en el aire sobre él.

—¿Vale la pena el paseo? —preguntó con voz adormilada.

Hewet se sentó a su lado en la hierba y empezó a abanicarse.

—Calor —dijo.

Rachel se balanceaba al otro lado de Helen en el filo del tronco.

—Mucho calor —repitió ella.

—Se os ve cansadísimos —observó Hirst.

—Debe ser agobiante pasear bajo esos árboles —exclamó Helen, recogiendo su libro y sacudiéndole los trocitos de hierba que quedaron entre las páginas.

Todos guardaron silencio, mirando la corriente del río hincharse al tropezar con los árboles caídos. Así les interrumpió el señor Flushing. Salió de los árboles a cien metros de ellos y exclamó con voz fuerte:

—¡Ah! ¿Con que dieron con el camino? Pero es tarde, mucho más tarde de lo que quedamos, Hewet.

Se le notaba ligeramente contrariado, y su misión de director de la expedición le hacía adoptar un tono algo autoritario. Hablaba aprisa, usando palabras fuertes, que carecían de sentido.

—Llegar tarde no importa gran cosa, claro —dijo—; pero como es cuestión de tener los hombres a punto.

Llegaron junto a la orilla, donde les esperaba el bote. El intenso calor iba disminuyendo, y tornando el té, los Flushing se sintieron más comunicativos. Terence, oyéndoles hablar, sentía que la existencia tomaba dos distintos caminos. Allí estaban los Flushing hablando incansablemente, como si se remontasen a las alturas, mientras él y Rachel caían en el centro del mundo unidos.

La señora Flushing, con su fino instinto, intentó sacar en claro algo que suponía oculto. Se fijó en Terence con sus ojos de vivo azul y se dirigió a él.

Quería saber qué haría él si el barco se estrellara contra una roca y se iba a pique. ¿Le importaría algo fuera de salvar la vida?

—Hay sólo dos criaturas que la mujer normal quiere verdaderamente —continuó ella—. Su hijo y su perro; y no creo que los hombres lleguen a tanto. Se lee tanto de amor —por eso la poesía es tan aburrida—. ¿Pero qué pasa en la vida real, eh? No es el amor lo que cuenta.

Terence dijo algo entre dientes.

El señor Flushing, que fumaba un cigarrillo, contestó a su esposa:

—Debes recordar, Alice, que tu crianza fue poco natural, nada corriente. No tenía madre —explicó, perdiendo algo de la formalidad de su tono— y su padre era un hombre delicioso, no lo dudo, pero que sólo se ocupaba en caballos de carreras y estatuas griegas. Cuéntales lo del baño, Alice.

—En las cuadras posteriores —dijo la señora Flushing—, cubiertas de hielo en invierno, teníamos que guarecernos, de lo contrario, nos azotaban. Los más fuertes vivimos, los otros murieron. Lo que se dice el sobrevivir de los más fuertes. Era un plan excelente, no lo dudo, ¡sobre todo si usted tiene trece criaturas!

—¡Y todo esto ha pasado en el corazón de Inglaterra, en pleno siglo XIX! —exclamó el señor Flushing, volviéndose hacia Helen.

—Yo trataría a mis hijos del mismo modo, si los tuviera —dijo la señora Flushing.

Cada palabra sonó con claridad a los oídos de Terence. Pero ¿qué decían? ¿de quién hablaban? ¿quiénes eran aquellos seres fantásticos hablando allá en lo alto?

Cuando terminaron de beber el té se levantaron, acodándose en la barandilla de cubierta. El sol se ponía, el agua se tornaba obscura y rojiza. El río se ensanchó de nuevo y pasaron junto a un islote que semejaba un pegote obscuro en el centro de la corriente. Dos grandes pajarracos les miraron con curiosidad. La playa no presentaba más señales que las huellas de sus patas. Las ramas de los árboles en la ribera eran más retorcidos y angulosos. El verde de las hojas más vivo y salpicado de oro. Hirst, inclinado a proa, empezó a hablar.

—Se siente uno muy extraño, ¿no les parece? Estos árboles se apoderan de los nervios. ¡Es todo tan absurdo! Dios todopoderoso, ¿qué persona normal hubiera concebido un paraje tan salvaje como éste para llenarlo de monos y demás reptiles? Si viviese aquí, acabaría loco, loco de remate.

Terence intentó contestarle, pero la señora Ambrose se adelantó. Le dijo que mirase el conjunto de aquellas masas, que contemplase el colorido maravilloso y la forma de los árboles. Parecía como si quisiese proteger a Terence de la proximidad de los demás.

—Sí —dijo el señor Flushing—; a mi juicio, la ausencia de la gente es lo que produce esta impresión. Debe admitir, Hirst, que aun una pequeña ciudad italiana vulgarizaría la escena entera. Gusta precisamente su inmensidad, el sentido elemental de su grandeza.

Hizo un gesto con la mano hacia los árboles y una ligera pausa, mirando la gran masa verde que se envolvía en silencio.

—Reconozco que nos hace sentir insignificantes.

Viendo como Flushing, con sus palabras, razonaba y procuraba convencer a Hirst, Terence atrajo a Rachel a su lado, apuntando ostensiblemente a un enorme y retorcido tronco caído y medio hundido en el agua. Deseaba, a toda costa, estar cerca de ella, pero vio que no podía decirle nada. Oyeron a Flushing que seguía disertando sobre su esposa, después de arte, y también del futuro del país. Palabras sin sentido que flotaron en el aire. Como empezaba a refrescar, el señor Flushing se paseó por la cubierta con Hirst. Llegaron a sus oídos fragmentos de la conversación: arte, emoción, verdad, realidad.

—¿Es esto verdad, o es sólo un sueño? —murmuró Rachel cuando hubieron pasado.

—Es verdad, realidad —replicó él.

El aire refrescó y hubo un deseo general de movimiento. Al descender la obscuridad, las palabras de los demás parecían encogerse y evaporarse, como se desvanecen las cenizas de un papel quemado. Rachel y Terence quedaron completamente silenciosos. Fuertes sacudidas de intenso goce les estremecieron en su interior. La calma renacía de nuevo.

XXI

Gracias a la disciplina del señor Flushing llegaron a su debido tiempo a los sitios estratégicos fijados de antemano, y cuando, a la mañana siguiente, después del desayuno, sacaron las sillas para formar el corro acostumbrado, se hallaban a muy pocas millas de distancia del campamento nativo, meta de su viaje.

El señor Flushing, al sentarse, les aconsejó que fijaran la vista en la ribera izquierda. Pronto pasarían por un claro en el que había una choza donde Mackenzie, el famoso explorador, había muerto de las fiebres, haría unos diez años.

—Mackenzie —continuó— fue el hombre que exploró más tierra adentro.

Todos los ojos se volvieron hacia ella, obedeciéndole. Rachel no vio nada. Aquellas advertencias de que mirase aquí o allá la irritaban, como las interrupciones molestan a las personas abstraídas en sus pensamientos. Le incomodaba todo lo que se decía, le molestaba el movimiento de los demás por evitar que pudiese hablar con Terence. Helen la observó mirando malhumorada un gran rollo de cuerda, y sin parar atención en lo que decían. El señor Flushing y Hirst se entretenían en conversar sobre el futuro del país bajo el aspecto político y en deducir hasta qué grado había sido explorado. Los demás, en distintas posturas, más o menos cómodas, observaban en silencio. La señora Ambrose sentía interiormente cierto presentimiento, aunque no sabía a qué atribuirlo. Mirando a las riberas, como le aconsejó el señor Flushing, pensó que era bello, pero el tiempo resultaba bochornoso. No le gustaba ser víctima de emociones que no sabía definir y conforme avanzaba la calurosa mañana se sintió irrazonablemente conmovida. Si aquella sensación debía atribuirla a lo desconocido del bosque o a otra causa menos definida, no podía averiguarlo. Su entendimiento se alejaba de allí, ocupándose en su angustia de Ridley y sus hijos. Pensaba en cosas lejanas, tales como la vejez, la pobreza y la muerte. Hirst parecía igualmente deprimido. Se había forjado ilusiones con aquella expedición, tomándola como una vacación, en la que podían ocurrir cosas maravillosas. En cambio, nada nuevo se había presentado allí. Estaban incómodos, ¡como siempre! Esto era lo que ocurría por formarse ilusiones de antemano; siempre salía uno defraudado. Echó la culpa a Wilfred Flushing, siempre tan bien vestido y tan formal. También alcanzó su enojo a Hewet y Rachel. ¿Por qué no hablaban? Los observó, sentados en silencio y como abstraídos. Solo el verlos le incomodaba. Supuso que estarían en relaciones, o a punto de estarlo. Pero en lugar de resultar de ello algo romántico y excitante, allí se les veía tan sosos como todos los demás. También le molestaba el suponerlos enamorados. Se acercó a Helen, diciéndole lo mal que había pasado la noche. Resultaba incómodo estar tendido sobre cubierta, sintiendo a veces un calor sofocante y otras frío. Además, con el brillo de las estrellas no había podido conciliar el sueño. Estuvo toda la noche despierto y cuando hubo bastante claridad, escribió veinte renglones de su poema. Le pidió su opinión sobre el mismo. Aunque hablaba casi como siempre, Helen hubiese podido comprobar que estaba impaciente y conmovido. Cuando iba a contestar oyó exclamar al señor Flushing: «¡Ahí!».

 

Vieron una choza en la orilla, en un sitio desolado y tristón, con una rendija en el techo. La tierra que la rodeaba era amarillenta, con señales de varias fogatas y varias latas viejas.

—¿Encontraron su cuerpo ahí? —exclamó vivamente la señora Flushing, inclinándose hacia adelante sobre la barandilla, en su afán de ver el lugar.

—Encontraron su cuerpo y un libro de apuntes —contestó su marido.

Pero la barca les llevó pronto lejos.

Hacía tanto calor que no se movían, excepto para cambiar algo de postura. Sus ojos se concentraban en las riberas, donde se repetían los verdes reflejos. Sus labios se oprimían como si esto les sugiriera pensamientos varios. Los de Hirst se movían intermitentemente, buscando rimas incansable. Todos permanecieron en silencio un buen rato.

—Casi le recuerda uno el espectáculo de un parque inglés —dijo el señor Flushing.

El cambio no pudo ser más radical. A amibos lados del río se veían grandes espacios bien cuidados de fina hierba, con árboles frutales. Todo denotaba ya la labor y el trabajo del hombre. Tan lejos como alcanzaba la vista, aquel espacio subía y bajaba en ondulaciones que hacían más vivo el recuerdo de un parque cuidado. El cambio de escenario sugirió un cambio de ambiente, que sentó bien a todos. Se levantaron y fueron a apoyarse en la baranda.

—Podía ser Arundel o Windsor —dijo el señor Flushing—, si se cortara ese arbusto de flores amarillas, ¡miren!

Hileras de espaldas obscuras se detuvieron por un momento y luego saltaron en abierta carrera fuera de la visión del hombre, por los ondulados campos. Por un instante nadie podía creer que habían visto animales vivos en pleno día. Era una manada de gacelas salvajes. El espectáculo les reanimó como si fueran criaturas.

—¡En mi vida he visto nada más grande que una liebre! —exclamó Hirst con sincero entusiasmo—. ¡Qué tonto fui al no traerme el Kodak!

Poco después se detuvo la embarcación. El capitán fue a explicar al señor Flushing que quizás a los pasajeros les gustaría bajar y pasearse un poco. Si en el término de una hora regresaban, él les llevaría al pueblecito, pero si preferían ir andando, éste solo estaba a una milla, y él les esperaría en el lugar de embarque.

Bajaron a tierra, los marineros sacaron pasas y tabaco. Se apoyaron en la barandilla y vieron alejarse a los seis ingleses que tan extraños resultaban en aquellos parajes con sus vestidos y abrigos. Un chiste, nada correcto, les hizo soltar la carcajada a todos; después se tendieron a sus anchas sobre la cubierta. Al desembarcar, Terence y Rachel se reunieron, adelantándose a los demás.

—Gracias a Dios —exclamó Terence, respirando a sus anchas—. Por fin estamos solos.

—Y si seguimos caminando adelantados podremos hablar —dijo Rachel. Pero a pesar de las palabras de la muchacha estuvieron callados.

—¿Me quieres? —dijo por fin Terence, rompiendo el silencio doloroso.

Hablar o callar representaba igualmente un esfuerzo. En presencia del ser querido, las palabras resultaban demasiado triviales o aparatosas. Ella murmuró algo ininteligible, finalizando:

—¿Y… tú?

—Sí, sí —replicó él.

Tenían muchas cosas que decirse, y a pesar de estar solos, parecía necesario que se acercasen más todavía. Había que saltar la barrera que parecía haberse interpuesto entre ellos desde la última vez que hablaron. Era difícil y embarazoso.

—Voy a empezar desde el principio —dijo él con resolución—. En primer lugar no me he enamorado nunca de nadie, pero en mi vida ha habido otras mujeres. Tengo grandes defectos. Soy muy perezoso. Tengo días de inmotivado malhumor. Tienes que saber todo lo peor de mí. Soy codicioso. Me abruma un sentimiento de inutilidad, de incompetencia. No debiera nunca haberte pedido que te casaras conmigo. Soy un poco afectado, ambicioso.

—¡Oh, nuestras faltas! ¿Qué más da? —exclamó ella, y a renglón seguido—: ¿Estoy enamorada? ¿Es esto querer? ¿Tenemos que casarnos?

Vencido por el encanto de su voz y su presencia, exclamó él:

—¡Oh! Eres libre, Rachel. Así, el tiempo no te cambiará, ni el matrimonio ni los hijos.

Las voces de los que les seguían llegaban en oleadas. La risa de la señora Flushing les llegó clara por encima de todos los ruidos.

—Matrimonio —repitió Rachel.

Los gritos se renovaron, advirtiéndoles que iban demasiado hacia la izquierda. Cambiando de rumbo, continuó él:

—¡Sí, matrimonio! —Y volvió a emprenderla con su autobiografía.

Ella murmuró que no podía describir su vida, aunque siempre le pareció que no tenía nada de particular.

Una visión de cómo andaría con ella por las calles de Londres vino a la vista de Hewet.

—Nos iremos a pasear reunidos —dijo él.

La simplicidad de la conversación les alivió, y por primera vez rieron. Hubiesen deseado cogerse de la mano, pero la conciencia de que les miraban no les abandonaba.

—Libros, gentes, espectáculos, la señora Hutt, Greely, Hutchinson —murmuró Hewet.

Con cada palabra la nube que les había envuelto, haciéndoles parecer irreales la tarde anterior se evaporaba y alejaba, y su contacto se hacía más natural. Vieron el mundo que conocían más claro y risueño que nunca se les apareciera antes. Como en aquella ocasión en el hotel, cuando se sentó en la ventana, el mundo se presentaba ante la mirada de Rachel, muy real y en sus verdaderas proporciones. Se fijaba en Terence con curiosidad de vez en cuando, observó su traje gris y su corbata morada, analizando al hombre con quien iba a compartir el resto de su vida. Después de una de aquellas miradas, murmuró: