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100 Clásicos de la Literatura

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—¡Gente inglesa, fuera! —dijo la señora Flushing con un mohín malicioso—. Son terriblemente aburridos. Pero no nos quedemos aquí.

Y cogiendo a Rachel por un brazo la guio:

—Venga arriba a mi cuarto.

Pasaron ante Hewet, Evelyn, los Elliot y los Thornbury. Hewet se adelantó.

—La señorita Vinrace ha prometido comer conmigo —dijo enérgicamente la señora Flushing. Y lo dejó con la palabra en la boca.

Subió rápidamente las escaleras como si la persiguiese toda la clase media inglesa.

—¿Qué le ha parecido? —preguntó al llegar a lo alto casi sin respiración.

Todo el enojo contenido se desató en palabras que salían a borbotones.

—¡Detestable! —exclamó Rachel—. En mi vida oí nada semejante. ¿Cómo se ha atrevido? ¿Qué quería dar a entender Míster Bax con sus palabras?

Todos los puntos del sermón fueron saliendo atropelladamente. Estaba demasiado indignada para poder analizar sus sentimientos y la señora Flushing la escuchaba encantada y divertida.

—Siga, siga —reía dando palmadas—. Es delicioso oírla.

—Pero, ¿por qué asiste usted? —preguntó Rachel.

—Si la memoria no me es infiel, he asistido todos los domingos de mi vida —contestó riendo la señora Flushing, como si aquello fuera suficiente justificación.

Rachel se volvió bruscamente hacia la ventana. No acertaba a comprender cuál era el motivo de aquella furia interna que la dominaba. La vista de Terence en el vestíbulo la había calmado algo y ahora era solo indignación lo que sentía. Dirigió la vista hacia su Villa y al verla se tranquilizó, recobrando la calma. Recordó que estaba con una señora a la que solo conocía superficialmente. Volvióse hacia ella y la miró. La señora Flushing estaba sentada a los pies de la cama y la miraba con los labios entreabiertos mostrando una doble hilera de dientes blanquísimos.

—Dígame —preguntó sin cesar de mirarla—, ¿a cuál de los dos prefiere? ¿Al señor Hewet o al señor Hirst?

—Al señor Hewet —dijo Rachel sencillamente, pero su voz no sonó muy natural.

—¿Cuál? ¿El que lee los poemas griegos en la iglesia? —inquirió la señora Flushing.

Y mientras le describía la escena de la capilla, Rachel buscó una silla. Era una de las habitaciones más lujosas del Hotel. Había butacas y divanes, pero casi todo estaba ocupado por lienzos con manchones de pintura al óleo.

—No los mire, por favor —suplicó la señora Flushing al observar a Rachel, y empezó a volverlos rápidamente.

Rachel se apoderó de uno de ellos y la señora Flushing con vanidad de artista preguntó:

—¿Qué le parece?

Rachel, silenciosa, fue ojeándolos. Todos revelaban claramente la personalidad de la ejecutante. Estaban inacabados, luciendo vigorosas pinceladas. No pasaban de ser grandes bocetos.

—Yo veo todas las cosas con vida —dijo la señora Flushing, cogiendo uno de los cuadros y empezó a trabajar en él con un carboncillo.

Rachel miró inquieta a su alrededor.

—Abra el armario —dijo la señora Flushing con varios pinceles en la boca— y distráigase viendo lo que hay dentro.

Como Rachel titubease, se levantó y abriendo las puertas de par en par, arrojó sobre la cama una gran cantidad de mantones, telas bordadas, encajes. Rachel los contemplaba y la señora Flushing volvió a arrojar otra cantidad no menor que la primera, y además broches, pendientes, pulseras, borlones y peinecillos, todo cayó sobre la cama hecho un revoltijo. Entonces volvió a su taburete y siguió trabajando en silencio. Todas las piezas eran de colores vivos y estridentes, formando un conjunto abigarrado y de líneas alucinantes. Plumas, peinetas de concha de cien tonalidades en abigarrado montón.

—Las indígenas los usan desde hace cientos de años —comentó la señora Flushing—. Mi marido, montando a caballo, se mete por todos los rincones y los encuentra, no se dan cuenta de su valor y los conseguimos baratos. Luego los vendemos a las elegantes de Londres.

Rio como si la absurda apariencia de las elegantes la divirtiese.

Después de pintar durante unos minutos, fijó la vista en Rachel y dijo:

—Le diré lo que me gustaría hacer. Subir allá arriba y explorar por mi cuenta. Es tonto quedarse aquí rodeados de gente ñoña, como si estuviésemos en una playa de moda de Inglaterra. Quisiera subir por las riberas del río y visitar a los nativos en sus campamentos. Mi marido ya lo ha hecho. Es cuestión de pasar unos días bajo tiendas de campaña. Por las noches nos acostaríamos bajo los árboles y por el día nos embarcaríamos y remaríamos río arriba. Si viésemos algo que nos llamase la atención, gritaríamos para que se detuviesen.

Se levantó y con una larga aguja dorada empezó a apuñalar la cama. Miró a Rachel observando el efecto que en ésta producían sus palabras.

—Debemos formar un grupo —prosiguió—. Unas diez personas podrían alquilar una lancha. Usted y su tía, el señor Hirst y el señor Hewet. ¿Dónde tiene un lápiz?

Conforme maduraba su plan iba entusiasmándose. Sentada al borde de la cama escribió una lista de apellidos, todos invariablemente mal escritos. Rachel se contagió de su entusiasmo. La idea resultaba deliciosa. Había tenido siempre grandes deseos de ver el río, y la perspectiva de estar con Terence le pareció demasiado bella para convertirse en realidad.

Hizo lo posible para ayudar a la señora Flushing sugiriéndole nombres y contando los días de la semana con los dedos. La señora Flushing quería saber todo lo concerniente a las personas que le nombraba. A qué familia pertenecían, a qué se dedicaban. A su vez contaba historias extravagantes, pero lógicas, con su temperamento de artista. Historias de personas con igual nombre, que ella conocía aunque no pertenecían a aquellas familias, pero que recordaba por concluir en Chulingley. Al final, la señora Flushing buscó la ayuda de un diario. El método de concertar fechas con los dedos no daba buen resultado. Abrió y cerró todos los cajones de su escritorio y gritó a pleno pulmón:

—¡Yarmouth, Yarmourá! ¡Porra de mujer! Cuando se necesita, nunca se la encuentra.

En aquel momento sonó el gong frenéticamente. La señora Flushing tiró de la campanilla con violencia. Se abrió la puerta y dio paso a una camarera guapa y casi de tan buena presencia como su señora.

—¡Ah, Yarmourá! —dijo la señora Flushing—. Búsqueme un diario y averigüe qué fecha será dentro de diez días. Pregúntele al portero cuántos hombres se necesitarían para mover una lancha en que fuésemos ocho personas. Es para ir por el río durante una semana. Entérese de cuánto costaría todo. Anótelo en una hoja y déjelo sobre el tocador. ¡Vamos! —observó, señalando la puerta con tono autoritario para que Rachel saliese y guiase el camino—. ¡Oh, Yarmourá! —dijo antes de salir—. Guarde todo eso y cuelgue cada cosa en su sitio como una chica buena. Sabe cómo molesta al señor Flushing encontrarlo todo revuelto.

Yarmourá contestaba a todo: «Sí, señora».

Al entrar en el espacioso comedor se notaba en todo el aspecto dominguero. La mesa de los Flushing, situada cerca de una ventana, les permitía ver a cuantos entraban. La curiosidad de la señora Flushing era concienzuda.

—La señora Paley —cuchicheó al verla pasar en su silla de ruedas que empujaba Arthur—. Los Thornbury vienen después. Es tan agradable —dijo tocando a Rachel para que viese—. ¿Cómo se llama?

La señora excesivamente maquillada y compuesta que siempre llegaba tarde con su taconeo característico y una sonrisita forzada como quien se presenta en un escenario, tembló bajo la mirada descarada y despreciativa de la señora Flushing. Su mirada expresaba a las claras toda su hostilidad por aquella tribu de señoras como ella decía. Seguidamente llegaron los dos jóvenes que la señora Flushing bautizó llamándoles los Hirst. El señor Flushing trataba a su esposa con una mezcla de admiración e indulgencia, allanando con su suavidad y fluidez de palabra la brusquedad de su esposa. Mientras ella exclamaba inquieta, él describía un esquema de la historia sudamericana. Atendía con paciencia a cualquier interrupción de su esposa y después reanudaba su tema con la misma calma que antes. Sabía hacer amena una comida, no era aburrido ni trataba con demasiada familiaridad. Tenía la intuición, así se lo dijo a Rachel, de que en las profundidades de aquella tierra se ocultaban maravillosos tesoros. Lo que vio Rachel eran trivialidades recogidas en el curso de un corto viaje. Creía que podían encontrarse dioses tallados en piedra, escondidos en las laderas de la montaña. Figuras colosales erigidas en vastos y verdes prados, donde solamente vivían tribus indias. Creía que antes de alborear el arte europeo, los cazadores primitivos y los sacerdotes edificaron templos de piedras macizas, labraron en los troncos de cedro majestuosas figuras de dioses, animales y símbolos de las grandes fuerzas, como el agua, el aire y el bosque en donde vivían. Podrían existir ciudades prehistóricas construidas en grandes claros entre los árboles, llenas del arte de aquella raza joven y poderosa. Nadie había estado allí; eran lugares inexplorados. Hablando sobre sus pintorescas teorías, fijaba la atención de Rachel sobre todo lo que decía. Ésta no se dio cuenta de que Hewet no cesaba de mirarla desde su mesa, a través de los camareros que pasaban rápidos cargados de platos. No prestaba atención a nada, y Hirst lo encontró malhumorado y hasta desagradable. Habían tocado todos los tópicos corrientes de la política y la literatura. Se pelearon. Hewet consideró el paganismo de Hirst como mera ostentación. Le preguntó por qué iba a la iglesia, y Hirst dijo que había escuchado el sermón como podía probarlo si quería que se lo repitiese y que iba a la iglesia para conocer más la naturaleza del Creador. Las palabras del Pastor le habían inspirado las tres mejores estrofas de la literatura inglesa. Eran una invocación a la divinidad.

 

—Las escribí en el dorso del sobre de la última carta de mi tía —dijo, sacándolo.

—Bien, oigámoslas —dijo Hewet, dispuesto ante la perspectiva de una discusión literaria.

—Querido Hewet, ¿quieres dar lugar a que nos arrojen fuera a puntapiés unos enfurecidos Thornbury o Elliot? —inquirió Hirst—. El menor cuchicheo sería suficiente para recriminarnos. ¡Dios mío! —exclamó—. ¿De qué sirve intentar escribir cuando el mundo está poblado de tanto imbécil? En serio, Hewet, te lo aconsejo, no te dediques a la literatura. ¿De qué te serviría? Ahí tienes a tu auditorio.

Movía la cabeza indicando las distintas mesitas donde los huéspedes se ocupaban en comer y cortar los trozos de carne que tenían en sus platos. Hewet echó una ojeada y aumentó su malhumor. Hirst miró también. Vio a Rachel y se saludaron con una inclinación de cabeza.

—Empiezo a creer que Rachel está enamorada de mí —observó—. Ése es el escollo de la amistad con mujeres jóvenes, casi siempre se enamoran. —Hewet siguió guardando silencio.

Lo que a Hirst no pareció importarle gran cosa, pues reanudó el tema del señor Bax y la peroración de la gota de agua. Como Hewet escasamente contestaba a sus frases, eligió un higo y se abismó en sus pensamientos. Al terminar la comida, se separaron y tomaron el café en distintos lugares del vestíbulo. Desde el lugar que ocupaba Hewet, bajo una palmera, vio salir a Rachel del comedor con los Flushing. Buscaron unas sillas y eligieron un rincón apartado, prosiguiendo su charla en la intimidad. El señor Flushing había monopolizado el uso de la palabra. Sacó una hoja de papel donde demostraba gráficamente sus exploraciones. Hewet vio a Rachel inclinarse sobre la hoja y señalar distintos puntos con el dedo. Era tal la ira de Hewet, que comparaba al señor Flushing, extremadamente bien vestido para un clima cálido y con sus modales afectados, a un tendero empeñado en vender su mercancía. Mientras miraba al pequeño grupo, los Thornbury y la señorita Allan, buscando y rebuscando, se colocaron formando corro con él, disponiéndose a tomar café.

Querían saber si conocía al señor Bax. El señor Thornbury, como siempre, no hablaba casi, mirando vagamente ante él. Repetía con frecuencia el gesto de ponerse las gafas; luego, pensándolo mejor, las dejaba caer de nuevo. Después de una discusión, las señoras decidieron, sin ninguna duda, que aquel Bax no era hijo de William Bax. Hubo una pausa. La señora Thornbury comentó que tenía la costumbre de decir «Reina» en lugar de rey al entonar el himno nacional. Nueva pausa. La señorita Allan comentó que, yendo a la iglesia en el extranjero, tenía siempre la sensación de que asistía al funeral de un marino. Siguió una pausa larguísima, que prometía prolongarse indefinidamente. Afortunadamente, un pájaro del tamaño de una urraca, pero de un colorido azul metálico, fue a posarse en la terraza. La señora Thornbury divagó sobre el efecto que harían las montañas todas azuladas.

—¿Qué te parecerían a ti, William? —le dijo, tocándole la rodilla.

—Si todas nuestras rocas fueran azules —dijo él, colocándose definitivamente las gafas sobre la nariz—, no podrían subsistir en Wiltshire —concluyó, quitándose nuevamente las gafas.

Las tres personas fijaron su atención meditativamente en el pájaro. Hewet empezaba a pensar si no debía dirigirse al rincón de los Flushing, cuando surgió Hirst, colocándose en un sillón junto a Rachel. Ambos empezaron a hablar familiarmente. Aquello era excesivo para Hewet. Se levantó, cogió su sombrero y marchóse enfurecido.

XVIII

Todo cuanto veía le disgustaba, aborrecía el blanco y el azul, lo definido, la intensidad, los zumbidos, todo el calor del Sur. El paisaje se le aparecía tan duro y poco romántico como el fondo de cartón de un escenario. Las montañas, como grandes biombos de madera recortados contra el cielo. Caminaba rápido a pesar del calor y del sol. Dos caminos conducían a la salida de la población; por el lado Este, uno se dirigía a la villa de los Ambrose. El otro al campo, llegando hasta un pequeño pueblo en el fondo del valle. Las pisadas, impresas en el barro, llevaban a vastos campos secos y villas de ricos indígenas. Hewet, para evitar el calor, dejó la carretera principal y encaminó sus pasos por uno de aquellos caminos, evitando así el polvo de las carretas y el cruce con la gente del campo que retornaba de ferias y fiestas. El ejercicio alejaba algo la irritación superficial que sintió toda la mañana, pero en su interior persistía aún la pena. No había duda de que le era indiferente a Rachel. Escasamente le había mirado y al hablar con el señor Flushing mostraba el mismo interés que cuando le hablaba a él. Finalmente sintió las odiosas palabras de Hirst como un latigazo y recordaba que los había dejado hablando juntos. Bien pudiera ser que estuviese enamorada de Hirst, como éste había insinuado. Repasó tal suposición para ver si encontraba algo que la corroborase. Su repentino interés por lo que Hirst escribiera, su modo de comentar sus actos, el mismo apodo que le había aplicado, «el gran hombre», podían tener otra significación más íntima. Y si se entendieran, ¿qué sería de él?

—¡Qué fastidio! —exclamó—. ¿Estoy acaso enamorado de ella? —A esto solo podía contestar de una forma—: «Sí, estás enamorado de ella».

Desde el primer momento que la vio le había interesado y atraído y seguía atrayéndole más y más hasta ser incapaz de pensar en otra cosa que no fuese Rachel. Se paró preguntándose si deseaba casarse con ella. Aquél era el problema real. Tales agonías no se podían resistir, era necesario decidirse de una vez. Se dijo que no deseaba casarse con nadie. Como estaba irritado con Rachel, la idea del matrimonio le molestaba. Vio ante él el cuadro de dos personas solas sentadas, ante un hogar. El hombre leía, la mujer cosía. Había otro cuadro. Veía a un hombre levantarse con ligereza, dar las buenas noches y dejar a su compañera con el recelo de que iba en busca de la felicidad. Ambos cuadros le resultaban poco agradables, y aún más el tercero, compuesto de marido, esposa y amigo. Los primeros mirábanse como si nada les importase y estuvieran en posesión de otra verdad más honda. En su irritación aceleraba el paso, y sin esfuerzo alguno otros cuadros acudían a su imaginación. Aquí estaba el matrimonio sentado, muy paciente, tolerante y sabio, rodeado de los hijos. Esto tampoco le hacía mucha gracia. Probó toda clase de cuadros, los tomaba a lo vivo de muchos de sus amigos casados. Siempre los veía en una confortable habitación y ante un buen hogar. Cuando repasaba a sus amigos solteros, los veía activos en un ambiente sin límites, pisando tierra firme como los demás. Sin amparo ni ventajas. Los más originales y humanos de sus amigos seguían solteros. Se sorprendió al comprobar que las mujeres que más admiraba y mejor conocía eran también solteras. El matrimonio parecía sentarles peor a las mujeres que a los hombres.

Dejó a un lado los cuadros y consideró a los huéspedes del Hotel. Sus teorías temblaron al recordar a Susan y Arthur, a los señores Thornbury y a los Elliot. Observó cómo la felicidad tímida de la pareja recién prometida fue tomando otro aspecto más tolerante y cómodo, como si ya terminase la aventura y cada cual adoptara su postura.

A veces Susan perseguía a Arthur para probarle un chaleco de punto y todo por haber dicho éste un día que uno de sus hermanos había muerto de pulmonía. Esto, observándolo en otros, le divertía, pero substituyéndolos por Terence y Rachel, le sublevaba. Arthur no sentía ya el entusiasmo de antes por abordar a uno en cualquier rincón y hablarle de aviones. Repasó a los que ya llevaban varios años de casados. Era verdad que la señora Thornbury tenía un marido y que conseguía interesarle siempre en todas sus actividades y conversaciones. Pero a solas, ¿qué se dirían? En los Elliot se notaban pequeñas disensiones. Ella, con su habilidad de mujer temerosa ante la opinión pública, las disimulaba con pequeñas insinceridades y se esforzaba en retenerle. No cabía duda que hubiera sido mejor para ellos una separación. Los Ambrose, a quienes admiraba y respetaba profundamente, a pesar de su gran amor se temían, ¿no eran también un matrimonio de compromiso? Ella cedía siempre, le mimaba y consentía. Helen, que era la verdad innata, no obraba así con él, ni con sus amistades, si éstas provocaban un conflicto con su esposo. Quizá tuviese razón Rachel al decirle aquella noche en el jardín: «Sacamos lo peor que tenemos dentro, debiéramos vivir separados». ¡No, Rachel estaba completamente equivocada! Todos sus argumentos parecían ir en contra del matrimonio, hasta que se enfrentó con el de Rachel… encontrándolo completamente absurdo. De ser el perseguidor, se encontró convertido en perseguido. Dejando el caso del matrimonio a un lado, empezó a considerar las peculiaridades del carácter que habían motivado todas aquellas ideas. ¿Qué menos podía pedir que conocer el carácter de la persona con quien tenía que pasarse uno todo el resto de la vida? Siendo novelista, debía descubrir qué clase de persona era su futura compañera. Cuando estaba con ella era incapaz de analizar sus cualidades, parecía conocerlas por intuición; pero cuando se alejaba, le parecía que le era totalmente desconocida. Era joven y vieja a la vez. Tenía poca confianza en sí misma, y por el contrario, tenía buen sentido para juzgar a los demás. Era feliz; pero ¿qué era lo que le daba la felicidad? Si estuvieran solos y la novedad se hubiera ya borrado, si tuvieran que enfrentarse con los hechos corrientes de cada día, ¿qué sucedería? Echando una ojeada sobre sí mismo, comprobó dos cosas: que era muy poco puntual y que le disgustaba contestar cartas.

Por lo que había observado, a Rachel le atraía la puntualidad, pero con una pluma en la mano no recordaba haberla visto nunca. Se imaginó a continuación una reunión para cenar en casa de los Crooms. Wilson la acompañaría hablándole de política, de los liberales. Ella diría que en política era completamente ignorante. No obstante era inteligente y sincera. Tenía un genio inseguro —en eso sí que se había fijado— y no era casera. No era bella, exceptuando con ciertos trajes y luces. Su mejor virtud era la comprensión para todo cuanto se le decía. Nunca había encontrado a nadie con quien poder hablar más a su gusto. Le pareció que conocía menos de ella que de cualquier otra persona. Todos esos pensamientos se le ocurrieron millares de veces antes. En muchas ocasiones probó de discutir y razonar y siempre volvía al mismo estado de duda. No la conocía ni sabía cómo sentía ni si podrían vivir o no reunidos. Ignoraba si deseaba casarse con ella; pero, por el contrario, estaba convencido de su enamoramiento. Supongamos que se dirigiese a ella (aquí aflojó el paso y empezó a hablar en voz alta como si estuviera dirigiéndose a Rachel):

«Te adoro, pero me repele el matrimonio. Su presunción, su seguridad, su compromiso, el pensamiento de que te entrometieras en mi trabajo y me lo impidieras». Se detuvo apoyándose contra el tronco de un árbol. Miraba fijamente, sin verlas, unas piedras que había en el cauce del río seco. Veía claramente el rostro de Rachel, sus ojos grises, su pelo, su boca, su cara que sabía plasmar tantas cosas. Ingenua, sin expresión, casi insignificante o loca, apasionada, casi bellísima. A sus ojos resultaba siempre así. La extraordinaria libertad con que le miraba eran su pensamiento y su sentir. ¿Qué le contestaría ella? ¿Qué sentiría? ¿Le amaría o no sentiría absolutamente nada por él, ni por ningún otro hombre? Había dicho, aquella tarde, que era libre como el viento o la luna. «¡Oh sí, eres libre! —exclamó con exaltación al pensar en ella—. ¡Y yo te mantendría libre! ¡Seríamos libres juntos! ¡Lo compartiríamos todo juntos! ¡Ninguna felicidad igualaría a la nuestra! ¡Ninguna vida tendría comparación con la nuestra!». Abrió los brazos en cruz, como si fuere a retenerla en ellos y al mundo entero, en un solo abrazo. No pudo extenderse en más consideraciones sobre el matrimonio. Ni pensar fríamente en cómo sería ella. Ni que les aguardaba una vida unidos. Se sentó sobre el suelo, se abismó en su pensamiento y pronto surgió el tormento de desear encontrarse nuevamente a su lado.

XIX

Hewet pudo evitarse el disgusto de imaginar a Hirst de palique con Rachel. La reunión se deshizo pronto: los Flushing marcharon en una dirección, Hirst en otra y Rachel siguió en el vestíbulo revolviendo las revistas ilustradas y reflejando en todos sus movimientos la inquietud que sentía y el estado de deseo e intranquilidad que la dominaba. No sabía si marchar o quedarse. La señora Flushing, en tono de mando, le dijo que no faltase al té. El vestíbulo estaba vacío, salvo la señorita Willett, que tocaba unas escalas en el piano y los Carter, una pareja opulenta que miraban a aquélla con poca simpatía. No la encontraban bastante atildada, era melancólica y por sentimiento recíproco adivinaban que tampoco ellos le eran agradables. Rachel no se hubiera entendido con ellos por una sencilla razón. El señor Carter se engomaba el bigote y su esposa se recargaba de pulseras. Pertenecían evidentemente a la clase de personas con las que no podía simpatizar. Pero estaba demasiado embebida en su propia inquietud y ni siquiera pensó en ellos.

 

Se entretenía con la lectura de una revista americana, cuando se abrieron las puertas del vestíbulo dejando entrar un chorro de luz solar que brilló en el suelo un instante y sobre una figurita pequeña vestida de blanco que derechamente se dirigía a Rachel.

—¿Usted aquí? —exclamó Evelyn—. La vi mientras comíamos, pero ni siquiera se dignó mirarme.

Así era el carácter de Evelyn. A pesar de las frialdades o desaires que recibía o se imaginaba recibir, no abandonaba nunca su esfuerzo para conocer a las personas que deseaba tratar, cosa que a la larga conseguía hasta el punto de resultar simpática. Miró a su alrededor diciendo:

—Aborrezco este sitio. Aborrezco esta gente. ¿No quiere venir arriba a mi cuarto? ¡Deseo tanto hablar con usted!

Como Rachel no mostró deseos de subir ni de quedarse, Evelyn la cogió de una muñeca y a tirones la sacó del vestíbulo. Subieron la escalera juntas. Saltaron los peldaños de dos en dos. Evelyn, que aún retenía por la muñeca a Rachel, insistía una y otra vez en «que le importaba un bledo lo que otros pensasen». Estaba en un estado de excitación grande, y retorcióse nerviosamente las manos. Era evidente que esperaba solo cerrar la puerta para volcarse y contarlo todo a Rachel. En cuanto estuvieron dentro de la habitación se sentó en el borde de la cama y fijando sus ojos en aquélla dijo:

—Supongo que creerá que estoy completamente loca.

Rachel no estaba de humor para pensar con claridad sobre el estado de la mente de otro ser. Sin embargo, estaba dispuesta a decir cuanto sentía por disparatado que esto fuera, sin temor a las consecuencias.

—Alguien se le ha declarado —afirmó.

—¿Cómo demonio lo ha adivinado? —exclamó Evelyn con sorpresa—. ¿Se nota?

—Se la ve como si recibiese declaraciones cada día —replicó Rachel.

—No creo haber recibido más que usted —contestó Evelyn, riendo, sin sentir lo que decía.

—Yo nunca tuve ninguna.

—Pues las tendrá a montones… es lo más fácil del mundo. Pero eso no es exactamente lo que ha pasado esta tarde. ¡Hay un lío, un detestable y fastidioso lío!

Se dirigió al lavabo y con la esponja se refrescó, restregándose con agua fría las ardientes mejillas. Sentía un calor sofocante. Se volvió ligeramente temblorosa, explicando con voz excitada y algo chillona:

—Alfred Perrot dice que prometí casarme con él, yo lo niego. Sinclair dice que se pegará un tiro si no me caso con él. Le he contestado: «Bien, pues, pégatelo». Claro que no lo hará. Nunca lo hacen. Esta tarde me abordó Sinclair dándome la lata, diciéndome que tenía que darle una contestación y acusándome de coquetear con Alfred Perrot. Me ha dicho que no tenía corazón, que era sencillamente una sirena y un sinfín de cosas más, todas tan agradables como éstas. Hasta que me harté y le dije: «¡Bien, Sinclair! ¡Ya está bien! Puedes dejarme o me voy yo». Entonces, el muy fresco, me cogió y me besó, ¿qué le parece? El muy bruto, aun siento su cara peluda aquí. ¿Con qué derecho? El muy… después de todo lo que me dijo —y se frotaba con energía la mejilla izquierda—. ¡Nunca me tropecé con un hombre que pudiera compararse a una mujer! —exclamó con viveza—. ¡No tienen dignidad, ni entereza, ni contención! No tienen más que sus pasiones bestiales y su fuerza bruta. ¿Hay alguna mujer que se porte así si un hombre le dice que no la quiere? Tenemos más respeto hacia nosotras mismas. Somos muy superiores a ellos en todo.

Se paseaba muy agitada por la habitación secándose la cara con la toalla de esponja. Las lágrimas le corrían por el rostro, uniéndose al agua fresca con que se había lavado.

—Me pongo furiosa —exclamó, secándose los ojos.

Rachel, sentada, la miraba. No pensaba precisamente en Evelyn; reflexionaba que el mundo estaba lleno de gente atormentada.

—Aquí solo hay un hombre que me gusta de verdad —continuó Evelyn—. Es Terence Hewet. Junto a él se siente una protegida.

Al oír estas palabras, Rachel sintió un frío indescifrable. Le pareció que le apretaban el corazón unas manos heladas.

—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué siente esa confianza en él?

—No lo sé —respondió Evelyn—. ¿No le ocurre lo mismo con algunas personas? Es como una intuición que se sabe cierta. La otra noche hablé largamente con Terence. Al separarme de él comprendí que éramos buenos amigos. Hay en él una cualidad femenina.

Calló como si recordase cosas muy íntimas de Terence, por lo menos así lo interpretó Rachel por la expresión de sus ojos. Procurando disimular su involuntaria inquietud, intentó preguntar:

—¿Se le ha declarado?

Pero le pareció tan expuesta la pregunta, que se abstuvo de formularla. Evelyn continuaba diciendo que los hombres más agradables se parecían en algo a las mujeres y que éstas eran siempre más nobles que ellos. Estaba más calmada y con las mejillas ya completamente secas. Sus ojos recobraron la viveza y alegría habituales y parecía haber olvidado a Rachel, a Sinclair y su anterior emoción.

—¿Se imagina usted a Lillah Harrison, cometiendo una bajeza? Lillah dirige y sostiene un hogar para mujeres alcoholizadas en la calle Deptford —continuó—. Ella lo fundó, lo organizó y dirigió todo con su esfuerzo personal. No puede imaginarse cómo son esas mujeres y sus hogares. Pero ella pasa todas sus horas en la fundación. He ido muchas veces allí… Eso es lo malo que tenemos nosotras… Que no hacernos nada. ¿Qué hace usted? —preguntó, mirando a Rachel con cierta sonrisa irónica.

Rachel casi no la escuchaba; su expresión era vacía y melancólica.

Sentía cierta repulsión, lo mismo por Lillah Harrison y su trabajo en la calle Deptford, que por Evelyn y sus profusos amoríos.

—Yo toco buena música —dijo, afectando gran serenidad.

—Ahí está la cosa —rio Evelyn—. No hacemos más que distraernos. Y por eso mujeres como Lillah Harrison, que valen veinte veces más que usted y que yo, trabajan hasta agotarse. Pero yo estoy ya cansada y harta de jugar —siguió tendiéndose del todo en la cama y sujetándose la cabeza con los brazos.

Así estirada, se la veía más diminuta que nunca.

—Voy a hacer algo. Tengo una idea espléndida. Mire, tiene que tomar parte en ella. Estoy segura que posee usted muchas virtudes, a pesar de que parece criada en un invernadero.

Se levantó, sentándose junto a Rachel, y empezó a explicar con animación.

—Yo pertenezco a un Club de Londres. Cada sábado nos reunirnos. Le llaman el Club de los Sábados. Allí hablamos sobre arte, pero ya estoy harta de hablar de arte, ¿qué sacamos en limpio? ¡Con tantas penas como pasan a nuestro alrededor! Y no crea que tenemos gran cosa que decirnos sobre arte. Voy a proponer que, ya que hablamos, podríamos hacerlo sobre la vida. Cosas que afecten verdaderamente a la vida de las gentes, la trata de blancas, el sufragio de la mujer, los seguros y cosas así. Cuando nos orientemos sobre lo que queremos hacer, podemos formar una sociedad y emprender algo. Estoy segura que si personas como nosotras nos hiciéramos cargo de todos estos asuntos en lugar de dejarlos en manos de la policía y los magistrados, podríamos terminar con muchas cosas. Mi idea es que tanto los hombres como las mujeres deberían unirse para asuntos así. Tendríamos que ir a Picadilly, acercarnos a una de aquellas desgraciadas y decirle: «Oiga, yo no soy mejor ni peor que usted, pero su vida es indigna. No puedo permitir que viva como una bestia. Todos somos iguales, y si usted comete actos malos, yo quiero evitarlo». Esto es lo que el señor Bax nos explicó esta mañana, y es la verdad, aunque los que presumen de talento no lo crean. Usted también posee talento, ¿no es verdad?