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100 Clásicos de la Literatura

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—¿Qué clase de novelas le gustaría escribir? —preguntó lentamente.



—Quisiera escribir algo sobre los sentimientos íntimos que no se expresan, sobre lo que la gente siente y no dice. Pero las dificultades son inmensas —suspiró—. De todos modos, eso no tiene para usted importancia alguna —dijo, mirándola severamente—. A nadie le importa, los libros se leen para adivinar a través de ellos cómo es el autor. Y si se le conoce, para ver a qué amistades ha retratado en sus personajes. Lo que el libro contiene, lo que en él se ha querido explicar y lo que con él se pretende exponer… eso no le interesa a nadie. A veces pienso si habrá en el mundo algún tema más interesante que ése, pero no lo encuentro. Todos los que hay allí —y señalaba el hotel— desean algo que no pueden alcanzar.



Ahora era Rachel la que se encontraba deprimida, al volver a girar la conversación sobre literatura sentíase cíe nuevo completamente impersonal. El deseo que notó en él de profundizar en su alma se esfumaba, y al verlo desaparecer sintió una dolorosa opresión.



—¿Es usted buen escritor?



—Eso creo, aunque no todavía de primera línea. Tan bueno como Thackeray, pongo por ejemplo.



Rachel se maravilló de ver poner a Thackeray en segundo término. En su opinión, éste era el mejor escritor contemporáneo e ignoraba que hubiera otro que pudiera sobrepasarlo, ni siquiera igualarlo. El aplomo y la confianza con que él había hablado la confundían y notaba que se alejaba cada vez más.



—Mi otra novela —continuó— es la de un hombre joven obsesionado por la idea de convertirse en magnate. Se las compone de forma que puede vivir en Cambridge con 100 libras al año. Posee un abrigo que en sus tiempos fue bueno. De los pantalones no puede decir lo mismo. Va a Londres, se introduce en la buena sociedad. Tiene que mentir, pues la idea temática de la obra es exponer la degradación progresiva del alma al hacerse pasar por hijo de un gran terrateniente de Devonshire. El abrigo va haciéndose cada vez más viejo y los pantalones están impresentables. Imagínese usted al desgraciado colocando cuidadosamente por las noches las prendas al pie de la cama y pensando quién vivirá más, si ellas o él. Le acosan pensamientos de suicidio. Tiene un amigo que atiende a sus necesidades vendiendo pajaritos que coge con cepo en Ilxbridge. Ambos tienen afanes literarios. Conozco a dos pobretones como estos que le cito que recitan a Aristóteles y cenan un arenque y un mendrugo de pan. Quiero sacar a relucir el fondo de la sociedad, sus inmoralidades, mostrar a mi héroe en distintos centros y circunstancias. Lady Theo Bungham Bungley, cuyo caballo desbocado detiene mi héroe, es la hija de un viejo noble y Par del Reino. Voy a describir una de las reuniones a que asistí una vez. A los intelectuales modernos les gusta que se vean sobre sus mesas las últimas y más discutidas novedades editoriales. Dan reuniones en las que el principal elemento de diversión es el juego. En literatura la dificultad no consiste en concebir incidentes sino en darles forma. Termino mi obra de una forma desastrosa para Lady Theo. Desheredada por su padre, se casa con mi héroe, y viven en una casita pequeña en las afueras de Croydon, donde a él se le considera como corredor de fincas. Nunca consigue ser admitido como un verdadero señor. Esto es lo más interesante del libro. ¿Le parece a usted que un libro así lograría interesarla? Quizás le gustaría más este otro —prosiguió sin esperar su respuesta—. Yo sostengo la tesis de que en el pasado hay ciertas bellezas que los historiadores y novelistas corrientes arruinan con sus convencionalismos absurdos. Convierten a la luna en la reina pálida de los cielos. La gente vive de fantasías. Yo voy a pintar a los personajes tal y cual son las personas. Como usted y como yo. La ventaja de la idea reside en que, despojados de falsos convencionalismos, uno puede presentarlos tal y cual son en las condiciones de vida habituales.



Rachel le escuchaba con atención y desconcierto al propio tiempo. Ambos se abismaron en sus respectivos pensamientos.



—Yo no me parezco en absoluto a Hirst —dijo Hewet después de una larga pausa y como si expresara pensamientos íntimos—. No creo a la gente rodeada por círculos de cal, aunque algunas veces desearía verlos así. ¡La gente es tan confusa y complicada! Cuanto más se profundiza en ella más difícil se hace el juzgarla. ¿No lo cree así? Difícilmente se acierta con el sentir de otras personas, nos debatimos a obscuras. ¿Hay nada más lastimoso y equivocado que juzgar a una persona por la opinión de un tercero? Siempre creemos conocer a los demás y vamos de error en error.



Conforme iba hablando, alineaba las piedrecitas. Hablaba tanto para Rachel como para sí mismo. Volvía a invadirle el deseo incontenible de tomarla entre sus brazos, de acabar con las indirectas, de explicar lisa y llanamente lo que sentía. Estaba diciendo lo contrario de su sentir. Todo era contrario a lo que creía. Todo lo que de ella le interesaba lo conocía ya, pero siguió alineando las piedrecitas.



—Me gusta usted, Hewet, y yo, ¿le gusto a usted? —preguntó Rachel inesperadamente.



—Sí; me gusta extraordinariamente —contestó Hewet con la prontitud y satisfacción de quien encuentra, de pronto, la oportunidad de decir lo que tanto había deseado.



Dejó de mover las piedrecitas.



—¿No podríamos llamarnos sencillamente Rachel y Terence? —propuso.



—¡Terence! —repitió Rachel—. ¡Terence! Es como el canto de un pájaro.



Miró hacia arriba con un impulso de viva alegría y volvió a mirarle con ojos expresivos, alegres y parlanchines. Se dio cuenta del cambio que entretanto se había operado en el firmamento. El azul vivo había ido palideciendo y poniéndose nebuloso, las nubes rosadas se amontonaban, la paz y frescura del atardecer suplía el agobiador calor del día.



—Debe ser muy tarde.



—Son las ocho, pero ¿qué valor tienen aquí las horas? —preguntó Terence mientras se levantaba para regresar.



Con paso rápido iniciaron el camino cuesta abajo. Un lazó de intimidad parecía envolverlos. Ambos sabían lo que las ocho de la tarde representaban en Richmond. Terence iba adelantado, separando las ramas al paso de Rachel.



—Me parece que lo que yo quiero hacer al escribir novelas es algo parecido a lo que hace usted al tocar el piano, ¿no es así? Ambos intentamos descubrir lo que se oculta bajo las apariencias. Mire esas luces de ahí abajo —continuó—, están repartidas sin orden ni concierto, al azar. Así se me presentan a mí las imágenes. Mi afán es combinarlas, darles vida. ¿Es ése también su deseo?



Llegaron a un camino más ancho y pudieron marchar uno junto al otro.



—Ahora comprendo lo que quiso usted decir. No, la música es diferente.



Probaron de inventar teorías y hacer que éstas concordasen. Hewet carecía de conocimientos musicales. Rachel, con una ramita, dibujó en el polvo del camino las rayas de un pentagrama y fue explicando cómo componía Bach sus fugas.



—Mi afición por la música quedó arruinada por el método de enseñanza del organista de nuestra iglesia. Llegó a convertirlo en algo tan monótono que no alcancé a tocar nunca ni una pequeña canción —dijo Hewet después de una explicación de Rachel—. Mi madre creía que la música no era apropiada para los hombres, prefería verme cazar ratas y pájaros… ¡Inconvenientes de vivir en el campo! Vivimos en Devonshire, el lugar más bonito del mundo. Me gustaría que conociese a una de mis hermanas… ¡Bueno! ¡Ya hemos llegado!



Abrió la puerta de un empujón y se detuvieron unos instantes. Ella no dijo que pasase ni que deseaba que volvieran a verse. Atravesó la puerta y se perdió en la obscuridad. Al verla alejarse, Hewet notó que su malestar anterior volvía a dominarle con más fuerza. La conversación se había interrumpido en el punto más interesante, cuando iniciaba lo que estaba rabiando por decir. En resumidas cuentas ¿qué era lo que le había confesado? Al pensar en cuanto se habían dicho le pareció que todo fueron divagaciones inútiles, que si les habían acercado en algunos momentos, en la mayoría les mantuvieron profundamente separados. Por eso ahora se sentía insatisfecho, sin saber a ciencia cierta cuáles eran los sentimientos de Rachel. ¿Para qué servía hablar? «Para eso» tan solo: para hablar.





XVII





La estación estival estaba en todo su apogeo. Los barcos procedentes de Inglaterra dejaban siempre algunos turistas en Santa Marina, los cuales, invariablemente, iban al Hotel. El hogar de los Ambrose resultaba un remanso de paz, lejos de la monotonía del Hotel, no solo para Hirst y Hewet, sino también para los Elliot, Thornbury, Flushing, la señorita Allan, Evelyn y algunas otras con las cuales el conocimiento de los Ambrose era tan superficial que ni sus nombres retenían. Fueron generalizándose dos palabras: la Villa y el Hotel, que dividían la estancia en Santa Marina en dos formas de vida completamente distintas. Algunas veces una simple presentación conducía a una verdadera amistad. Una noche en que la luna bordaba sobre el suelo el encaje de las ramas. Evelyn contó a Helen toda su historia, ganándose con este rasgo su amistad sincera y perdurable. En otra ocasión un suspiro involuntario, una pausa o tal vez una palabra dicha sin intención ofensiva, fueron causa de que la pobre señora Elliot dejase la villa con los ojos arrasados de lágrimas, prometiéndose no volver a frecuentar la casa donde tan fríamente se la había insultado y, efectivamente, así murió aquella amistad. Hewet hubiese encontrado en la villa tema suficiente para componer varios capítulos de su obra Lo que se calla, y quienes más callaban eran Helen y Rachel. Helen advirtió en su sobrina cierta reserva, aunque no intencionada, y no quiso profundizar el secreto. Esto enfrió algo la ciega confianza que antes se demostraban. En lugar de confiarse sus impresiones y saltar de una idea a otra en franca y animada charla, limitábanse a comentar ligeramente sobre los visitantes.

 



Helen, siempre serena, fría y sin acalorarse nunca en sus juicios, iba volviéndose cada vez más pesimista. No juzgaba con severidad a las personas y sí al destino cuando deparaba a alguien una suerte que Helen creía injusta. Sostenía la teoría de que el destino de los seres estaba presidido por el caos más profundo, las cosas sucedían sin motivos ni causas justificados. Esta teoría era su favorita en las conversaciones con Rachel. Recibía, por ejemplo, una carta de sus hijos que rebosaba optimismo; pues bien, ella sostenía que en aquel mismo instante sus hijos podían estar aplastados bajo las ruedas de un camión. ¿No sucedía a otros tal desgracia? También podía sucederle a ella y su rostro tomaba una expresión de pena ante tamaña posibilidad. Estas opiniones, más o menos sinceras, eran alimentadas por las fluctuaciones del pensamiento de su sobrina. Ésta pasaba de un estado pletórico de gozo a una depresión de honda desesperanza. Naturalmente que este último estado debía conjugar mejor con el pesimismo de Helen. Quizás era solo una maniobra de Helen para descubrir el estado verdadero de la muchacha. Era difícil juzgarlo, porque unas veces ésta asentía a lo más trágico y fúnebre que dijese su tía, y otras, por el contrario, se negaba en absoluto a escucharla, acogía con carcajadas todos sus pesimismos y ridiculizaba con las más absurdas comparaciones todo lo que afirmaba su tía. Otras veces protestaba, diciendo:



—Estas teorías son el graznido de un cuervo en el cieno; ya es bastante dura sin eso.



—¿El qué es dura? —indagaba Helen.



—La vida —y ambas permanecían silenciosas.



Helen podía sacar la conclusión de que la vida era dura, pero una hora más tarde esta misma vida se convertía en algo tan maravilloso que los ojos de Rachel pregonaban a gritos la alegría de vivir. De haber sido Helen menos escrupulosa, en los momentos de depresión de su sobrina, que no eran pocos, hubiera averiguado fácilmente la verdad para bien de Rachel. Quizá la muchacha, inconscientemente, reprochase también a su tía tanta delicadeza. Helen advertía, en el proceder de la muchacha, la marcha de un río que corre y corre sin cesar hasta despeñarse en una cascada. Su instinto le advertía que debía detener aquella marcha, pero ¿serviría de algo? El destino continuaría su camino imperturbable y el reo seguiría su marcha por el curso señalado. Rachel no parecía sospechar la observación de que era objeto, ni que en su manera de comportarse pudiese haber algo que llamase la atención. No advertía el cambio operado en su vida. Su único deseo era ver a Terence. No verle era una agonía y su vida se colmaba de sufrimientos y ansias. Nunca indagaba qué fuerza era aquella que se había apoderado de su ser y la atormentaba. Durante las dos o tres semanas transcurridas desde su paseo había recibido media docena de cartas que guardaba en un cajón. Las leía y pasaba la mañana entera envuelta en felicidad. La tierra calcinada por el sol que se extendía ante su ventana, no estaba más capacitada para analizar el color y calor que ella para analizar los sentimientos que la embargaban. En tal estado le era imposible leer ni tocar el piano. El tiempo pasaba sin advertirlo. Cuando obscurecía sentíase atraída por las luces del hotel. Allí estaba, iluminada, la habitación de Terence. Entonces su pensamiento le veía ir y venir por la habitación, leer y hasta a veces intentaba imaginarse sus pensamientos. Atribuía sabiduría a la señora Elliot, belleza a Susan y vitalidad a Evelyn, solo porque Terence les hablaba. A tal punto llegaba su estado de depresión, que su entendimiento semejaba un campo obscuro rodeado de alta valla, azotado incesantemente por granizadas y vendavales. Se sentaba en un sillón dominada por el sufrimiento. Las palabras tétricas de Helen se clavaban entonces como puñales en su corazón hasta arrancarle sollozos y clamores contra la dureza de la vida. Sin motivo alguno esta tensión iba aflojándose y la vida volvía a tomar su aspecto normal, pero revestida de un colorido nunca visto ni sospechado. Las noches eran anchos fosos obscuros que separaban los días. Rachel hubiera deseado vivir una serie ininterrumpida de días sin foso alguno. Sin embargo, Rachel nunca confesó ni a sí misma que estuviese enamorada de Terence. Ni se le ocurrió pensar adónde podía conducirle aquel abuso de sensaciones. La imagen del río que Helen se había formado con respecto a su sobrina, tenía mucho de real, y la alarma que sentía estaba plenamente justificada. En aquella inercia por analizar sus sentimientos, era incapaz de trazar un plan que hubiese calmado y aclarado su entendimiento, se abandonaba a los acontecimientos echando de menos a Terence un día, viéndole otros y recibiendo siempre sus cartas con un salto de sorpresa. Otra mujer con más experiencia amorosa hubiera trazado una línea de conducta, pero aquél era el primer contacto de Rachel con el amor. Ninguno de los libros que leyera, desde Cumbres borrascosas hasta Hombre y superhombre, ni los dramas de Ibsen, le sugirieron que aquello que las heroínas sentían era precisamente lo que ella experimentaba. Le pareció que aquellas nuevas sensaciones eran personales y desconocidas por completo para los demás.



Con Terence se veían con bastante frecuencia, y cuando no era así, él le enviaba alguna nota o algún libro con un comentario, como si no pudiese apartar del todo aquel sentimiento de intimidad que tanto le atraía. Otras veces pasaban varios días sin saber nada uno de otro. Cuando volvían a encontrarse, después de una amarga desesperanza, experimentaban una alegría delirante. Las despedidas eran amargas y ambos quedaban intranquilos, pero ignorando cada uno el estado del otro.



Si Rachel estaba ciega para sus sentimientos, lo estaba aún más para los de él. Al principio le veía como a un semidiós. Conforme iba estrechándose su conocimiento, esta aureola iba reduciéndose y notaba nacer en ella cierta confianza atrevida que colmaba su seguridad en sí misma. Se adentraba en un mundo cuya existencia no había sospechado. Cuando pensaba en Terence, le veía siempre junto a ella. Era esta impresión tan real que le causaba una rara sensación física que no podía explicar.



Así transcurría el tiempo. Unas cartas venían de Inglaterra y otras de Willoughby. Los días transcurrían con sus pequeños y triviales incidentes. Ridley corrigió tres odas de Píndaro, Helen adelantó algo su bordado. Hirst concluyó los dos primeros actos de una comedia. Él y Rachel habían llegado a ser buenos amigos, le leía sus trabajos y ella se maravillaba tanto de su destreza en la prosa como de la variedad de adjetivos y también del hecho de que fuera amigo de Terence. Ante tal admiración, Hirst empezó a pensar serenamente si su verdadero camino no estaría en la literatura. Fue un tiempo de profundas meditaciones y revelaciones. Amaneció un domingo que nadie, a excepción de Rachel y la criadilla española diferenciaron de los demás días. Rachel iba a la iglesia, según Helen, porque no se tomaba nunca la molestia de pensar en ello. Desde que en el Hotel se celebraba un servicio protestante, asistía a él por el placer de cruzar la ciudad, el jardín y el vestíbulo del Hotel. No era fácil que pudiese ver a Terence. Como la mayoría de los huéspedes del Hotel eran ingleses, los domingos resultaban allí menos bulliciosos que el resto, de la semana. Los ingleses eran impotentes para ensombrecer el sol, pero tenían un raro don para alargar las horas, disminuir el diapasón de los acontecimientos, prolongar las comidas y conseguir que hasta los botones y criados adoptasen cierto aire de aburrimiento y aspecto de seriedad. A este aspecto general contribuían en gran parte los trajes nuevos que todos se ponían el domingo, parecía oírse crujir la ropa interior almidonada, las pecheras de las camisas lucían impecables de nitidez y blancura.



Aquel domingo, hacia las once, varias personas esparcidas por el vestíbulo se reunieron llevando devocionarios. Faltaban pocos minutos para empezar el oficio cuando una figura vestida de negro, gruesa y maciza, con expresión preocupada y que evitaba los saludos, atravesó el vestíbulo y desapareció por uno de los corredores.



—El señor Bax —cuchicheó la señora Thornbury.



El pequeño grupo empezó a ponerse en movimiento, tomando la misma dirección que aquél. La señora Flushing bajó corriendo las escaleras y se unió al grupo, preguntando:



—¿Dónde?



—Allá vamos todos —le contestó la señora Thornbury. Y prosiguieron su camino.



Rachel estaba entre las primeras personas que descendían las escaleras y no se apercibió que en último lugar iban Hirst y Terence sin devocionario. Solo Hirst llevaba bajo el brazo un libro de cubiertas azules. La capilla era la antigua del Monasterio, situada en un sótano profundo y fresco donde durante cientos de años se había celebrado el Santo Sacrificio de la Misa. Allí y a la claridad de la luna, rezaban y hacían penitencia los monjes, rogando por los pecadores. En las paredes, cuadros obscuros y santos de afiladas manos en actitud de bendecir. La transición del culto católico al protestante se debió a estar deshabitado el convento desde hacía muchos años. La capilla sirvió primero de almacén del Hotel. Algunas sugerencias de los huéspedes fueron tenidas en cuenta, y por aquel entonces la capilla aparecía resplandeciente de blancura con largos bancos de madera y algunos reclinatorios tapizados de rojo obscuro. Tenía un pequeño púlpito y un águila de bronce sobredorado sostenía sobre sus espaldas una Biblia. La piedad de distintos fieles proporcionó algunas alfombras de dudoso gusto y largas tiras de pesados bordados con iniciales litúrgicas en oro. Al entrar los fieles sonó una música dulzona, ejecutada en el armónium por la señorita Willett. Oculta tras una cortina de madrás color crema, la organista atacaba los acordes con mucha inseguridad. El sonido se esparcía por la capilla como una cascada de poca altura. Las veinte o veinticinco personas que asistían, hicieron al entrar una inclinación con la cabeza y ocuparon los asientos mirando en derredor. Reinaba un profundo silencio y la luz era pálida y esfumada. Se leyó el Padrenuestro y pareció que la oración los unía a todos. Como el fuego de una antorcha, se elevaba la oración unida a la de tantos otros seres queridos a muchas millas de distancia. Susan sentía esta fraternidad más vivamente que las demás, se cubría la cara con las manos y la emoción la invadía suavemente. Sentíase en paz consigo misma y con los demás. Todo respiraba paz y quietud. En aquel ambiente, el señor Bax volvióse y leyó un salmo. Ante su entonación la sensación de paz huyó por completo. En su salmo anatematizaba a los hombres. Susan se dijo que en apariencia no veía motivo para tanto y dejó de prestar atención a las frases del oficiante, pero las siguió rutinariamente mientras seguía alabando a Dios, a la naturaleza entera y a sí misma.



Sin embargo, los hombres que asistieron a la ceremonia se resintieron de la repentina intrusión de aquel salmo, pronunciado con salvaje agresividad. Siguió el ruido peculiar de varias páginas al ser vueltas. Ruido de aula académica. Se leyó un trozo del Antiguo Testamento. Parecían un grupo de estudiantes aplicados. Volvieron al Nuevo Testamento, a la triste y hermosísima imagen de Jesús. Intentaban analizar su vida comparándola con la propia. Les resultaba difícil, unos eran excesivamente prácticos, otros ambiciosos, estúpidos, locos, ávidos de sensaciones, enamorados o ajenos a todo sentimiento que no fuera el de su propia comodidad. Cada cual acoplaba a su sentir las palabras de Cristo. La mayor parte aceptaban sencillamente las ideas que las palabras les sugerían, creyendo sus pensamientos fiel reflejo de la bondad y belleza de alma, igual que la trabajadora encuentra bellísimo el ramplón dibujo que ejecuta, solo porque es ella quien lo hace. Por primera vez en su vida Rachel, en lugar de encerrarse en sus pensamientos, escuchó con atención lo que decía el pastor. Saltaba del salmo a la oración y de ésta a la poesía. Estaba desasosegada, como si escuchase una partitura pésimamente ejecutada. Irritada y enfurecida ante el poco tacto, la falta de sensibilidad del párroco que acentuaba y puntualizaba tan erróneamente, su enojo se extendía hasta el auditorio que aceptaba en silencio sus palabras. La atmósfera de solemnidad aumentó su malhumor. Estaba rodeada de gente, que pretendía sentir sin hacer ningún esfuerzo para ello. Sobre ellos campeaba una idea inaprensible para la mayoría. Aquella capilla y todas las iglesias del Universo se le antojaron duras y frías. Enormes edificios llenos de hombres y mujeres ciegos de espíritu que se acogían a la cómoda postura de alabar y aceptar con los ojos medio entornados y los labios fruncidos. Estos pensamientos, le producían un malestar físico semejante al que le ocasionaba la niebla que se forma a veces ante los ojos al intentar descifrar un escrito en males condiciones de luz. Hacía lo posible para apartar aquella niebla y concebir algo elevado, pero se sentía impotente. Acababa de imposibilitarla de lograr su deseo, la voz del pastor diciendo cosas confusas, conceptos falsos. Resultaba pesado, cansado, deprimente. Cesó de escuchar y fijó su atención en la cara de una mujer próxima a ella. Era una enfermera cuya expresión atenta y devota reflejaba su satisfacción interna. Fijándose más detenidamente vino a caer en la conclusión de que su postura era de inconsciente sumisión. Su mirada satisfecha no estaba ligada por vínculo alguno a la imagen de Dios. ¿Cómo podía aquella pobre mujer de cara rojiza y redondeada y ojos de azul obscuro comprender algo que estaba tan por encima de sus triviales deberes? Forzosamente lo vería todo mezquino y rutinario. ¿Dónde hallaría la fe en su virtud y las virtudes de su religión? Era como si su sensibilidad hubiese muerto al empuje de algo grandioso, elevado, inconcebible para su pequeñez. La cara de aquella pobre mujer quedó grabada como una máscara horrorosa en la retina de Rachel. En ella veía revelado lo que tan crudamente expresaban Hirst y Helen, al proclamar que aborrecían el cristianismo. En el fondo Rachel estaba persuadida de que la opinión de ambos, en aquel punto, no pasaba de ser una postura más o menos superficial y elegante. Con la violencia que la caracterizaba repudió todo lo que hasta entonces había creído. En el fondo de la capilla se hallaban Hirst y Hewet junto con la señora Flushing. El humor del grupo era muy distinto. Hewet miraba al techo y mantenía las piernas lo más estiradas posible. Como nunca había intentado comprender la ceremonia, se atenía a la belleza del lenguaje, sin que otra preocupación turbara su espíritu. Cualquier cosa le servía de motivo de distracción. El peinado de la señora situada ante él o los juegos de luz y sombra en los rostros. Las palabras le sonaban como un mosconeo monótono. Intentó descifrar algo del carácter de los seres que había a su alrededor. Al descubrir a Rachel todos estos pensamientos se esfumaron como por encanto, y ya solo pudo pensar en ella. Los salmos, las oraciones, la letanía, perdieron casi la categoría de mosconeo monótono. La mirada iba de Rachel al techo, pero su expresión era completamente absorta. Estaba tan dolorosamente absorto con sus pensamientos como Rachel con los suyos. Al comenzar el Oficio notó que la señora Flushing llevaba una Biblia en lugar del devocionario corriente. Como se situó junto a Hirst, la observó de soslayo. Éste leía atentamente su librito de tapas azules. Se inclinó para verlo mejor y entonces Hirst le entregó el librito señalándole los primeros renglones de un poema griego, y junto a él la traducción.

 



—¿Qué es? —preguntó la señora Flushing con curiosidad.



—Safo —replicó él—. Lo mejor que se ha escrito.



La señora Flushing no pudo resistir la oportunidad de leerlo. Durante la letanía se tragó la Oda de Afrodita. A duras penas contenía su deseo de preguntar en qué época había vivido Safo y si los otros poemas merecían la pena de ser leídos. Llegó al final coincidiendo con el Credo.



Entretanto, al dorso de un sobre, Hirst efectuó algunas anotaciones. Al subir el pastor al púlpito, cerró el libro intercalando el sobre entre sus hojas. Colocóse bien las gafas y fijó su vista en el orador.



Su obesidad y estatura sobresalían sobre el púlpito. La luz que se filtraba por una de las ventanas verdosas daba a su rostro el aspecto de un huevo enorme. Miró al auditorio que le contemplaba a su vez atentamente y entre el cual había hombres y mujeres que fácilmente podrían haber sido sus abuelos. Resumió su texto con latosa parsimonia. La idea sobre la que se asentaba el sermón, erala de que los extranjeros que visitaban aquel hermoso país tenían un deber que cumplir para con los indígenas, aunque fuera olvidando que disfrutaban de unas vacaciones. En realidad el sermón se diferenciaba poco de los artículos repletos de tópicos que encabezaban cualquier período semanal. Saltaba de un tema a otro con verbosidad amable. Mantenía la tesis de que todos los seres humanos eran iguales en el fondo, poniendo como ejemplo los juegos de los niños españole