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100 Clásicos de la Literatura

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—¡Adoro la aristocracia! —exclamó Hirst—. ¡Son tan francos! Ninguno de nosotros se hubiera comportado con la llaneza de la señora Flushing.

—Lo que me atrae más de ella es la armonía de su cuerpo, no la de su ropa. La pobre se viste de una manera absurda —aclaró Helen.

—Sí, su cuerpo es sumamente armónico; por el contrario, fíjense en mí —continuó Hirst—. No he pesado nunca más de 50 kilos, y es un poco ridículo para mi estatura. Probablemente ahora ni siquiera los peso, desde que vine aquí he adelgazado. Será el reuma —y al decir esto se retorció una muñeca para que pudieran oír el ruido de las articulaciones.

Helen no pudo por menos que reír.

—No es cosa de risa, se lo aseguro —protestó él—. Mi madre padece la misma enfermedad crónica y yo estoy esperando que me digan que padezco del corazón como ella.

—Pero Hirst —rio Hewet—, cualquiera que te oiga creerá que eres un viejo de ochenta años. Si tanto vamos a analizar, yo tuve una tía que murió de un cáncer y, sin embargo, no me apuro. —Se levantó proponiendo—: ¿Hay alguien que tenga ganas de pasear? Por detrás de la casa he descubierto un camino magnífico que conduce a la cima de la montaña, debe haber una vista preciosa sobre el acantilado. Por cierto que el otro día vi algo que me dejó absorto. Una veintena de peces gelatinosos semitransparentes con extrañas colas sonrosadas que flotaban sobre las olas.

—¿Estás seguro que no eran sirenas? —preguntó Hirst, irónico—: Francamente, Hewet, creo que para subir la cuesta hace demasiado calor todavía —dijo, mirando a Helen, que no parecía muy predispuesta a caminar.

—Sí, hace demasiado calor —aceptó ésta.

Hubo un pequeño silencio.

—Pues a mí me gustaría ir —dijo Rachel.

Ella y Hewet se alejaron juntos mientras Hirst veía con satisfacción que Helen no parecía dispuesta a acompañarles. A pesar de ello la indecisión que le asaltaba siempre sobre el tema que elegiría para hablar, le tuvo en silencio durante un rato. Miraba fijamente una cerilla que había en el suelo y la expresión de Helen decía claramente que su pensamiento estaba lejos de allí. Finalmente Hirst exclamó:

—¡Porra, porra y reporra! En Cambridge hay gente con la que uno puede hablar…

—… Con la que uno puede hablar —murmuró inconscientemente Helen, y seguidamente pareció salir de su abstracción y preguntó—: ¿Ha decidido ya lo que va a hacer cuando vuelva a Inglaterra? ¿Cambridge o la abogacía?

Hirst observó que a pesar de la pregunta estaba distraída. Helen tenía el pensamiento fijo en Rachel y hacía conjeturas sobre cuál de los dos muchachos tenía más posibilidades de enamorarla. Miró a Hirst y se dijo: «Es feo. ¡Qué lástima que sea tan feo!». Pasaba revista a todos los hombres inteligentes que conocía y a todos los encontraba feos. ¿Acaso el estudio que enaltecía sus espíritus maltrataba sus cuerpos? Preveía para el futuro una raza compuesta de hombres como Hirst y de mujeres como Rachel. «¡Oh no! —pensó—. Nunca se casaría con Hirst». Sus pensamientos siguieron teorizando. El futuro de la raza humana estaba en manos de parejas como Susan y Arráur, pero si así era, veía a todos los ingleses labrando los campos y ¡eso no! Bien estaba tal cosa para rusos o chinos, pero para hijos de la Gran Bretaña… Luchando con tales pensamientos, que no acababan de convencerla. Hirst volvió a interrumpirla:

—Me gustaría que conociese usted a Bennet. Es uno de los hombres más grandes que existen.

—¿Bennet? —preguntó Helen.

Él asintió, ya más dispuesto, al ver la posibilidad de encauzar un tema. Explicó que el tal Bennet era un individuo que vivía en un molino viejo y destartalado a más de seis millas de Cambridge. Según Hirst, la vida que llevaba ese hombre era perfecta, solitaria y sencilla, solo le importaba la verdad y sobre ella estaba siempre dispuesto a hablar, aunque con mucha modestia. Era una de las inteligencias más grandes que conocía.

—Sin embargo, el decir siempre la verdad me ha procurado muchas antipatías y enemistades. Por ejemplo, esta tarde, cuando Hewet ha cortado la conversación, muy oportunamente, por cierto, ¿había dicho yo alguna inconveniencia? Si Bennet hubiese estado aquí habría dicho exactamente lo mismo que yo… o se habría marchado. Claro que no es ése un carácter como para frecuentar la sociedad… además conduce a la misantropía. ¿Le parezco yo amargado? —Como Helen siguiese guardando silencio, continuó—: Pues lo soy. ¡Vaya que lo soy! Y atrozmente amargado, pero no es eso lo peor, envidio a los demás. Envidio que otros sepan cumplir en sociedad mejor que yo, y eso hasta un punto que resulta absurdo, lo reconozco. Por ejemplo, envidio el equilibrio de un camarero al sostener una pila de platos o una bandeja cargada, envidio a Arráur porque Susan le ama. ¡Si supiera usted cómo me agradaría serles simpático a los demás! Pero no es así. Quizás sea debido a mi aspecto. No es cierto lo que dicen de que tengo sangre judía en las venas, precisamente todos mis antepasados son de Norfolk, los Hirst de Hirstboune Hall, y mi genealogía se remonta a más de tres siglos. Mi ideal sería parecerme a usted, serles a todos simpático en seguida.

—Está usted muy equivocado —rio Helen.

—Estoy completamente seguro de lo que digo —contestó Hirst con convicción—. En primer lugar es usted hermosa, la mujer más hermosa que jamás he visto, y además tiene un carácter tan espontáneo que despierta en seguida la simpatía.

Si Hirst, en lugar de tener la vista obstinadamente fija en una taza de té la hubiese fijado en Helen, la hubiera visto ruborizarse de placer y gratitud hacia el muchacho, que a pesar de todo le seguía pareciendo feo. Sentía lástima hacia él al verlo sufrir y le interesaban las cosas que le explicaba, en las que adivinaba una amarga verdad. Sintió la ineludible necesidad de hacer algo, pues le resultaba violento estar contemplando fijamente al muchacho como un juez. Se dirigió hacia la casa y regresó al momento con el bastidor. Hirst no levantó la vista de la taza vacía.

—Referente a la señorita Vinrace —se interrumpió, y volviéndose a Helen suplicó con vehemencia—: Permítame que seamos John y Helen, Rachel y Terence. —Y prosiguió, volviendo a fijar la vista en la taza—: ¿Cómo es Rachel? ¿Razona, tiene sentimientos o es sencillamente una especie de figurita de adorno?

—¡Oh no! —contestó Helen con vehemencia.

Por las observaciones de Hirst durante la merienda, dudaba de que fuese la persona más indicada para la educación de Rachel. Había llegado a interesarse profundamente por su sobrina y la quería, aunque algunas de sus cosas la disgustasen. Otras, sin embargo, la divertían enormemente. Sabía que espiritualmente estaba sin formar, deseosa de adquirir experiencia, tenía atractivos y mucho sentimiento.

—Parece indecisa, pero es muy individualista —dijo como concretando en aquella frase todas las cualidades y defectos de Rachel.

Lo complicado del bordado y la elección de los colores requerían toda la atención de Helen y motivó algunas pausas en el diálogo cuando se enfrascaba en los contrastes del colorido. Con la cabeza echada hacia atrás y los ojos entornados observaba el efecto de su obra y contestaba a Hirst con monosílabos.

—Propondré a Rachel que salga a pasear conmigo —dijo, algo resentido por la falta de atención de Helen.

Hubo una larga pausa.

—¿Es usted feliz?

—Sí, completamente —dijo Helen continuando su labor.

—Con su esposo, supongo.

—Sí.

—¿Tiene hijos?

—Sí, y si quiere que le diga la verdad, no sé por qué soy tan feliz —prosiguió ella, continuando su tarea sin interrupción.

De pronto soltó una carcajada y miró fijamente al muchacho.

—Entre nosotros hay un abismo —dijo John con voz profunda—. Usted es mucho menos complicada que yo. Las mujeres son siempre así y no hay forma de saber por qué.

—¡Pero qué tétrico es usted! —exclamó Helen, deteniéndose con la aguja en la mano.

Su rostro destacaba sobre el tronco de una magnolia. Tenía uno de los pies apoyado en el barrote de una sillita y en sus manos las hebras de seda. Parecía estar tejiendo el destino. Era una mujer que sabía adaptarse a cualquier momento y situación. John la miraba fijamente.

—Me parece que usted no acostumbra a hacer muchos cumplidos.

—Ya estropeé con ellos bastante a Ridley —dijo Helen, meditativamente.

—¿Le soy agradable a usted? —preguntó Hirst a boca de jarro.

Helen lo miró un instante.

—Sí.

—¡Gracias a Dios! —Y continuó, emocionado—: Prefiero serle agradable a usted antes que a ninguna otra persona de la tierra.

—¿Y qué me dice usted de los cinco filósofos? —rio Helen, echándolo todo a broma y bordando rápidamente—. Desearía que me los describiese.

Hirst no tenía el menor deseo de hablar de ellos, pero al traerlos a su imaginación, se encontró consolado y fortalecido.

Se encontraba en aquellos momentos al otro lado del mundo en habitaciones llenas de humo o en patios de grisáceas losas. Se le aparecían como figuras destacadas que hablaban con soltura y con quienes se sentía compenetrado. Los sabía incomparablemente más sutiles en sus emociones que la gente que le rodeaba. Ellos le daban lo que ninguna mujer, ni siquiera Helen podía darle. Confortado con estos pensamientos, siguió explicando su caso a Helen. ¿Debería quedarse en Cambridge o dedicarse a la abogacía? Tan pronto pensaba en una cosa como en otra. Helen le escuchaba ahora atentamente. Con decisión y sin preámbulos, le dijo:

—Deje Cambridge y dedíquese al foro.

Hirst insistía en que le diera las razones que la impulsaban a aconsejarle así.

—En Londres disfrutará usted más.

No parecía ésta una razón de peso, aunque ella la conceptuase suficiente. Le miró con curiosidad, su rostro anguloso se destacaba sobre el verdor de los arbustos. Se había quitado el sombrero y tenía la cabellera encrespada. Sostenía los lentes en la mano y una señal encarnada aparecía a cada lado de su nariz. Estaba preocupado. Mientras hablaba, Helen estudiaba la colocación de las ramas que se ofrecían como fondo, la sombra de las hojas y la suavidad de las flores. Sin darse cuenta, todo aquello había llenado su conversación. Dejó a un lado la costura y dio unos pasos por el jardín. Hirst la imitó inquieto y preocupado. Ninguno de los dos rompió el silencio. El sol iniciaba su declive y un cambio se operaba en las montañas, como si fueran envolviéndose en una neblina azulada. Sonrosadas nubes, largas y afiladas, con nacarados reflejos, se esparcían por el cielo. Los tejados de las casas parecían más bajos que otras veces y por contraste los cipreses se dibujaban más altos y afilados.

 

Llegaron claramente hasta ellos las campanadas del Angelus. Hirst se detuvo súbitamente.

—Bien, suya será la responsabilidad. Voy a dedicarme a la abogacía.

Sus palabras eran solemnes, casi emocionadas. Helen, después de una corta vacilación, volvióse hacia él y le estrechó con calor la mano que él le tendía, al propio tiempo que le dijo, también emocionada a su pesar:

—Estoy segura de que la elección es acertada y de que llegará usted lejos, muy lejos.

Entonces, como para hacerle comprender la escena, extendió su mano señalando al panorama que en torno a ellos se ofrecía, recorriéndolo con ella desde el mar a los tejados de las casas, de las alturas de los montes hasta la «villa», el jardín, el magnolio y las mismas figuras de Hirst y de ella de pie, uno junto a otro.

XVI

Hacía rato que Hewet y Rachel contemplaban desde el borde de los acantilados y en la profundidad de las aguas los peces gelatinosos. Volviendo la vista tierra adentro, contemplaban una vasta extensión de tierra muy distinta de la que habían podido ver siempre en Inglaterra. Allí, ante un lejano horizonte de suaves montes, tímidos pueblecitos y cuestas que casi no merecían el nombre de tales y un mar grisáceo con alguna débil columnita de humo. Aquí, el paisaje era de una grandiosidad arrolladora, tierras de un verdor exuberante o resecas por un sol implacable. Picachos por doquier que se esparcían hasta lo infinito como un encrespado oleaje de tierras. Tierra sin crepúsculos, dividida sencillamente en día y noche. Crisol de razas desde el blanco al negro de ébano. Volvieron a posar sus miradas en el mar. Éste aparecía con una transparencia y calma tales que parecía incapaz de enfurecerse. Como para dar un mentís a los que así opinan, el mar fue cobrando un extraño tono plomizo y súbitamente, sin que nada permitiera suponerlo, olas enormes vinieron a romper contra las rocas, deshaciéndose en cascadas de espuma. Aquél era el mismo mar en que desembocaba el Támesis, y el Támesis era el río que cruzaba la ciudad de Londres. Éstos eran sin duda los pensamientos de Hewet, pues exclamó tras un largo silencio:

—¡Desearía estar ya en Inglaterra!

Rachel se tendió sobre el césped, separando las briznas altas de las hierbas para poder contemplar mejor el mar. Las aguas, al pie de las rocas, eran tan transparentes que podían observarse perfectamente las piedras rojizas del fondo. Pensó que así era desde la creación del mundo y así seguiría por los siglos de los siglos; ningún ser humano turbaba la tranquilidad de las aguas en aquel remanso. Obedeciendo a un inexplicable impulso, agarró el pedrusco más grande que encontró a su alcance y lo precipitó en las tranquilas aguas. El agua se pobló de ilimitados círculos que se ensanchaban hasta lo infinito. Ambos los contemplaban, y cuando el agua volvió a quedar en reposo, Rachel murmuró:

—¡Es maravilloso! —Luego, sin separar la vista de las aguas, siguió—: ¿Qué le falta de Inglaterra?

—Mis amigos y cuanto allí nos rodea —dijo, contemplando a Rachel, sin que la muchacha se apercibiese.

Rachel seguía abstraída por la profundidad de las aguas y las cascadas de espuma, que formando riachuelos entre las rocas volvían al mar.

Hewet observó que el traje de hilo de Rachel, de un azul fuerte, moldeaba suavemente su cuerpo. Era un cuerpo joven, en plena formación. Se había quitado la pamela y apoyaba la cabeza en una mano. La emoción que le producía la visión de las aguas le mantenía los labios entreabiertos. Todo su rostro tenía una dulce expresión infantil como si esperase que alguno de aquellos peces fuese a subir por las rocas para verla. Su mano, tendida sobre el césped, revelaba nerviosidad, tenía los dedos afilados. Era mano de artista. Con una extraña angustia, Hewet se dio cuenta de que la muchacha le atraía poderosamente. Rachel levantó la cabeza y sus ojos se fijaron en él.

—¿Escribe usted novelas?

Hewet sentía un incontenible deseo de estrecharla entre sus brazos, pero se contentó en saber lo que decía.

—¡Ah sí!… bueno, pienso escribirlas —rectificó.

—¿Y por qué escribe usted novelas? Debería escribir música.

Algo inmaterial había cambiado en el rostro de Rachel. Al trabajar su cerebro disminuía su atractivo innato.

—La música puede expresar todos sus sentimientos mejor que la literatura. En ésta hay mucho… —calló como si no encontrara la palabra deseada—. Esta tarde, leyendo a Gibbon, sentí un aburrimiento insoportable. —Soltó una carcajada limpia, cristalina, que Hewet coreó.

—¡Jamás le prestaré ningún libro!

—¿Por qué será que con usted me río del señor Hirst y no puedo hacer lo contrario? Durante el té me ha abrumado, no con su fealdad, que es mucha, sino con su inteligencia —y para mejor comprensión, movió el brazo en un ancho círculo como si quisiese expresar las dimensiones del cerebro de Hirst.

Le encantaba la facilidad con que podía hablar con Hewet. Entre ellos no habían esas incomprensiones que rompen la unidad de muchas amistades.

—Ya lo he notado —dijo Hewet, divertido, al ver a la muchacha hablar con tanta naturalidad. Recobró su aplomo y sintió un gran alivio—. El respeto que las mujeres, incluso las mujeres cultas, sienten hacia el hombre —continuó—, creo que obedece a una especie de dominio que nosotros poseemos sobre ellas semejante al que decimos poseer sobre los caballos. Se imaginan que somos tres veces más importantes de lo que somos realmente. Por este motivo siento mucho que con voto o sin él las mujeres consigan nada.

—El voto… el voto… —murmuró la muchacha.

A su mente acudió el recuerdo de una papeleta que se echaba en una urna. Se miraron sonrientes ante lo absurdo de la cuestión.

—No, expuesto así, no creo que el voto representara ninguna solución, pero si he de serle franca, solo me interesa mi música. ¿Son los hombres verdaderamente así? —Y sin esperar respuesta volvió sobre el tema que le interesaba—. Usted no me inspira temor —y lo miró tranquilamente.

—¡Oh! Es que yo soy distinto —respondió Hewet con cómica petulancia—, yo tengo de seiscientas a setecientas libras al año para mí solo y además a un novelista no se le toma nunca en serio… a Dios gracias. Si a uno le toman muy en serio, viene obligado a repartir su tiempo en citas, oficinas, títulos, cartas a montones, medallas, nombramientos honoríficos… No lo envidio; solo al pensar en ello me siento abrumado. Piense que todo eso que le digo ha dado lugar al complicado concepto que de la vida tiene el sexo masculino, jueces, criados, armada, marina, Parlamento, Alcaldías. ¡Qué lío, Señor, qué lío! Fíjese en Hirst, no pasa día sin que discuta sobre la conveniencia de quedarse en Cambridge o dedicarse al foro. «Es mi carrera, mi sagrada carrera». Esto me lo ha dicho ya cientos de veces, y tengo por seguro que su madre y hermana lo habrán escuchado miles de veces. Encuentra muy natural que la hermana se vaya a dar la comida a los conejitos para que él disfrute de la sala de estudios sin interrupciones molestas. Estas atenciones y el constante: «¡Cuidado, John está estudiando!» han sido la causa de que crea que todo lo suyo tiene una importancia excepcional.

—Pero… ¿y su hermana?

—A ella nadie la torna en serio, pobrecita… Ella a dar de comer a los conejitos.

—Yo he dado de comer a los conejitos durante veinticuatro años; ahora me parece imposible.

Había quedado abstraída por sus pensamientos, y Hewet comprendió que hablaría de ella, de su vida. Esto le complacía, pues podría comprenderla mejor. Para decidirla, preguntó:

—¿Qué hacía durante el día?

A Rachel le parecía que hasta entonces todo se había dividido en cuatro partes intercaladas entre las comidas y todos los acontecimientos se habían doblegado a aquellos cuatro intervalos inadmisibles.

—Desayunar a las nueve, comer a la una, tomar el té a las cinco y la cena a las ocho…

—Bien —volvió a preguntar Hewet—; pero por las mañanas, ¿qué hacía?

—Tocar el piano…

—¿Y después de comer?

—Salir a comprar con alguna de mis tías o bien hacer alguna visita, siempre había algo sin importancia que hacer. Mis tías realizaban muchas visitas a personas enfermas y que deseaban ingresar en los hospitales. También paseaba sola por el parque. Algunas veces venían visitas a la hora del té. En verano lo tomábamos en el jardín y jugábamos al críquet. En invierno yo leía en voz alta y ellas hacían labores. Después de cenar tocaba el piano mientras ellas escribían alguna carta. Cuando papá estaba en casa siempre invitaba a cenar a sus amigos y una vez al mes íbamos al teatro. Contadísimas son las veces que he comido fuera de casa y poquísimas las que he podido asistir a algún baile en Londres. Nuestro círculo de amistades es limitadísimo. Lo forman viejos amigos y algún pariente. Un pastor, el señor Pepper, los Hunts… A papá le gustaba encontrar tranquilidad en casa. Cuando venía a Hull era para trabajar muchísimo.

Además mis tías no están para muchos trotes, y una casa, si se la quiere llevar bien, proporciona mucho trabajo. Nuestro servicio ha sido siempre deficiente. Tía Lucy se pasa muchas horas en la cocina y tía Clara invierte casi toda la mañana en arreglar la sala, ordenar la ropa blanca y limpiar la plata. Tenemos también perros, a los que hay que asear y atender, sacarlos a pasear, bañarlos, etc. Además, tía Clara posee un viejo loro que le trajeron de la India. Todas nuestras cosas vienen de algún lugar exótico. La casa está atestada de muebles viejos, no precisamente antiguos. Son victorianos, de la época de mis abuelos. Pero aunque en realidad estorban, no hay forma de que se desprendan de ellos —continuó con un suspiro—; pero a pesar de todo, es una casa bastante agradable y su único defecto, la vejez… ¡encierra tantos recuerdos!

Por su imaginación volvía a desfilar el conocido aspecto de la salita con las sillas tapizadas de damasco verde alineadas a lo largo de las paredes. Las macizas cristaleras de la biblioteca, los cortinajes verdes y los cestos de costura enseñando sus interioridades de lana. Fotografías de maestros italianos en las paredes. Vistas de Venecia y de los lagos suizos, recuerdos de un viaje realizado por sus tías hacía ya muchos años. Un par de retratos de los abuelos y una copia de un grabado de John Stuart Mill. Era una habitación sin personalidad definida, ni bonita ni fea, como tampoco conseguía ser ni confortable. Para Rachel aquella habitación tenía una sola virtud. Era familiar.

—Pero a usted poco puede interesarle todo esto —dijo al terminar su larga charla.

—Se equivoca, jamás escuché a nadie con tanto interés.

Rachel cayó entonces en la cuenta de que mientras ella paseaba imaginariamente por Richmond, los ojos de Hewet no habían dejado de observarla. Esto la halagó.

—¡Por favor, siga usted hablando! —suplicó él—. Imaginemos que es un día cualquiera durante la comida. Usted se sienta ahí, aquí su tía Lucy y allí tía Clara —y colocó tres piedrecitas sobre el césped.

Rachel continuó lo que había empezado.

—Tía Clara corta la carne. Junto a la mesa hay un cacharro de porcelana al que llaman «criado mudo» y que contiene además de una esparraguera, tres bandejas, una para las galletas, otra para la mantequilla y la tercera para el queso. Blanca, la muchacha que siempre tropieza, va sirviendo. Comemos deprisa porque se trata de uno de los días en que tía Lucy va a Walworrá. Se marcha con su bolso morado y el inseparable cuaderno negro de apuntes. Tía Clara tiene en la sala una reunión de Junta y yo saco a pasear a los perros. Allí están ahora en plena primavera. Siga usted imaginando que cruzo la calle, todavía húmeda, y ya en pleno campo paseo a los perros y canto, como suelo hacer cuando estoy sola. Llegamos a un lugar despejado, y si el día es claro puedo contemplar Londres a mis pies. Generalmente una neblina cubre parte de la ciudad, y cuando sobre el parque cae un velo ligeramente azulado, entonces la circulación en Londres es completamente imposible. Es el lugar donde se elevan los globos de Hurlingham. Son de un amarillo pálido y si en la caseta del guarda hay fuego encendido un aroma delicioso llena aquel espacio. Podría explicarle aquellos lugares palmo a palmo. Desde pequeña ha sido mi lugar favorito de juego y de paseo. En otoño es aún más bonito, al oscurecer atravieso la calle cruzándome con gentes a las que casi no distingo, eso es lo que más me atrae. El misterio que nos envuelve a todos en un atardecer otoñal.

 

—Bien; pero tendrá que regresar para tomar el té, supongo —interrumpió Hewet.

—¿Cómo? ¡Ah, sí! El té. Las cinco en punto. Vuelvo a casa, cuento lo que he hecho y mis tías también. Viene alguna visita, supongamos que es la señora Hunt. Es ésta una señora coja que tiene ocho hijos. Le preguntamos por cada uno de ellos, pues están diseminados por toda la tierra. Uno de ellos murió no hace mucho en brazos de un oso. —Miró a Hewet para ver si verdaderamente se divertía o era solo mero cumplido. Le pareció que llevaba mucho tiempo hablando.

—No puede usted imaginarse lo que me interesan sus divagaciones. —Efectivamente debía ser así, porque se le había apagado el cigarro sin que se diera cuenta.

—Pero ¿cómo puede ser que le interese lo que le cuento? ¿Qué aliciente puede tener para usted?

—Quizás porque en ese ambiente está usted.

Al oír aquello, Rachel, que había estado hablando con infantil ingenuidad, perdió algo de su espontaneidad y soltura. Se dio cuenta de que había sido observada atentamente, como cuando hablaba con Hirst. Quiso buscar nuevo argumento de conversación y no lo encontró. Felizmente Hewet tomó la palabra:

—Cuando paso a lo largo de la acera, junto a una hilera de casas, pienso siempre en lo que estarán haciendo allí dentro las mujeres. Estamos a comienzos del siglo XX y hasta hace pocos años ninguna mujer se atrevía a salir sola y así ha sido durante miles de años. Una vida silenciosa, retraída, sin representación social. Hay mucho escrito sobre las mujeres, burlándose o adorándolas… pero rara vez estos escritos emanan de ellas. Creo que los hombres no las conocemos en lo más mínimo. Ignoramos cómo viven, qué sienten y cuáles son sus ocupaciones. La única confidencia que de ellas conseguimos los hombres son amores. Pero de las vidas íntimas de las solteras, de la mujer que trabaja o educa y cuida a la infancia, como por ejemplo sus tías, la señora Thornbury… la señorita Allan, de ésas no conocemos absolutamente nada. Guardan sus sentimientos íntimos cuando tratan con nosotros. Piense en un tren compuesto de quince vagones con varios compartimientos reservados especialmente para los fumadores. ¿No le exalta a usted esa prioridad del hombre? ¿No se ríen ustedes de nuestra supuesta superioridad y petulancia? ¡Todo es una farsa!… ¿Qué opina usted?

Su insistencia por saber concretamente cuál era su pensamiento la azaraba. Hizo una larga pausa antes de contestar y repasó mentalmente sus 24 años. Intentó describir más cuidadosamente a sus tías. Éstas tenían cierto respeto hacia su padre, que ejercía en la casa una indudable autoridad. Pero la verdadera realidad de la vida en la casa era muy distinta de lo que parecía a simple vista. Ésta se realizaba independientemente de la voluntad y presencia del señor Vinrace. Es más, se realizaba a espaldas suyas. Él las trataba siempre en broma pero con cierto desdén. Para Rachel todo lo que hacía su padre era perfecto. Partía de la idea que la vida del ser querido es de mucha más importancia que la de los demás y por lo tanto carecía por completo de sentido compararla con la suya. Pero las palabras de Hewet conmovían el edificio de sus pensamientos. Ella se había sometido siempre a la voluntad de su padre, quizás por influencia del comportamiento de sus tías, y tal influencia es la que regía su vida. Sus tías eran más ostentosas, pero también más naturales que su padre. Toda su furia se estrellaba contra ellas, eran su mundo compuesto de cuatro comidas, la puntualidad, las criadas fregando por las mañanas, el estudio atento. Sintió deseos de romper todo aquello en añicos. Levantó de nuevo los ojos hacia él.

—Hay mucha verdad en lo que usted dice. Pero en esa vida, aunque equivocada, hay mucha belleza. Todo se realiza humildemente sin vistosidades, y sienten, sienten… Las solteronas son muy sensibles y están siempre en actividad. No podría expresarse concretamente cuál es su ocupación. Yo misma no podría decírselo; pero sé que es así y en casa me daba perfecta cuenta. Allí todo es real y sincero.

Fue recordando las idas de sus tías a Walworth para ver a los enfermos, las obligaciones que llevaban aparejadas su pertenencia a diversas asociaciones, sus infinitos actos de caridad y sacrificios que no escatimaban nunca, pues para ellas constituían un deber. Lo veía todo, sus aficiones, sus amistades, sus costumbres. Eran como distintos granitos de arena que caían, llegando a formar una masa sólida y tangible.

—¿Es usted feliz? —preguntó Hewet inopinadamente.

—Es algo difícil de explicar. Soy feliz y desgraciada al propio tiempo. No tiene usted idea de lo que representa ser una mujer joven. Hay terrores y agonías —dijo Rachel sin apartar los ojos de su rostro como buscando una mueca de burla o de risa—. Entre estos dos polos se debaten las vidas… Esas mujeres que pasean por las calles esperando poder vender sus favores… Esos hombres casados que besan… ¿qué hay de verdadero en todo ello? ¿Dónde acaba el bien y empieza el mal?

—¿Nunca le dijeron nada?

Rachel denegó con la cabeza.

—Pues entonces… —empezó él, pero calló.

Tenía ante él una vida que era una página en blanco. Todo lo que la muchacha había contado de los suyos y de su vida, hora por hora, era superficial. Hewet la observaba, ¿por qué aquella observación incesante? ¿Por qué no la besaba sencillamente? Tenía deseos de que la besasen.

—Una mujer se encuentra sola más a menudo que el hombre, a nadie le importa lo que ella hace. Nada se espera de ella. Salvo si es muy bonita, entonces se interesan por ella porque alegra la vista. Y precisamente eso es lo que me gusta —añadió con energía como si recordara algo muy agradable—. Me gusta pasear por Richmond Park, cantar a solas sabiendo que a nadie le importo. Me encanta observar a la gente de lejos, como les observamos aquella noche en el hotel. Me gusta la libertad como la tienen el viento y el mar.

Con gesto rápido volvióse casi de espaldas a Hewet y contempló el mar, que empezaba a teñirse de tonalidades amarillentas y reflejar las nubes con reflejos rojizos. Al oír estas últimas palabras, una intensa depresión se apoderó de Hewet. Parecía que se habían acercado mucho y un solo gesto los separaba enormemente. Estaba claro que él no significaba nada para la muchacha y que ésta no sentiría jamás distintos afectos por una persona que por otra.

—Qué tontería —dijo bruscamente—. Lo que a usted le gusta es que la gente la admire. Su verdadero rencor hacia Hirst proviene de que él no la admira.

Hubo un largo silencio, que rompió ella:

—Quizás esté usted en lo cierto. Me gusta la gente si me son agradables.

Volvióse y contempló fijamente a Hewet. Era guapo y respiraba optimismo. La cabeza era bien proporcionada, ojos grandes y soñadores a la par que dominantes. Su boca denotaba ternura y sentimiento. En él respiraba todo energía. Se le adivinaba capaz de fuertes pasiones, dejándose llevar por impulsos y actos poco razonados. Su frente revelaba talento. El mismo interés que se advertía en los ojos a Rachel al mirarle, se traslucía también en su voz.