Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—Era Mauricio Fielding, con quien estuvo prometida tu madre.

Parecía que estuviese pensando en voz alta.

—¿Mi madre? —preguntó Rachel entre sorprendida e incrédula.

—¿No lo sabías?

—No, jamás supe que aparte de mi padre, hubiese habido otro.

Su tono era de extrañeza.

Sus voces sonaban inexpresivas como si en lugar de hablarse mutuamente lo dijeran a la noche fresca y serena.

—Fue la persona más querida de cuantas he conocido. Sin ser hermosa, tenía su encanto especial, gozaba con todos, anoche en el baile la recordé. Se avenía con todos y a todo sacaba alegría, diversión, simpatía… Parecía como si Helen hubiera vuelto al pasado, escogiendo deliberadamente sus palabras y comparando a Teresa con las personas que había conocido desde que ésta murió.

—Eso me recuerda a las tías Lucy y Katia —dijo Rachel después de una pausa—. Parecen insinuar siempre que mamá era muy buena y que estuvo siempre triste y melancólica.

—Entonces, ¿por qué cuando estaba viva criticaban cuanto hacía? —dijo Helen.

Sus voces llegaban hasta Hewet muy suaves, como si cayesen en las olas del mar.

—Si yo muriese mañana… —dijo Rachel, dejando la frase en suspenso.

Al quedar así adquirió una belleza y relieve extraordinarios a los oídos de Hewet, algo misterioso también, como si hubiera sido pronunciada por una sonámbula.

—No, Rachel —dijo de pronto Helen—; no me seduce pasear por el jardín a estas horas, estará húmedo y además juraría que veo desde aquí una docena de sapos por lo menos.

—¿Sapos? —rio Rachel—. ¡Pero si son piedras, Helen!

—Bueno, no lo niego. Ve tú, yo estoy muy bien aquí.

—¡Huelen tan bien las flores! —contestó la muchacha. Hewet se retiró algo más, sintiendo latir apresuradamente su corazón.

Se oyeron carreras, risas, Rachel trataba de sacar a Helen al jardín por la fuerza. Entonces surgió la voz de un hombre, pero Hewet no pudo entender lo que decía.

Se oyó el rechinar de unos cerrojos, se apagaron las luces y reinó un profundo silencio. Hewet estrujó las hojas que había arrancado. Se sintió inundado por una extraña sensación de bienestar. Estaba seguro de no amar a Rachel, y sin embargo le alegraba haberla oído. Se dirigió hacia la puerta. La tensión y el romanticismo del momento despejaron la sensación de todo el día. Recitaba fragmentos de poesías sin saber exactamente lo que decía, absorto solo por la belleza de las palabras. Traspuso la puerta y bajó la cuesta al son de una tonada que acudió a sus labios. Corría como una criatura que necesita exteriorizar sus alegrías con saltos y cabriolas, de la oscuridad que le envolvía parecían adelantarse hacia él rostros inmateriales de mujeres. Rostros siempre iguales: Rachel… Rachel… Rachel…

Se detuvo y respiró profundamente. La noche inmensa y hospitalaria, a pesar de la oscuridad, dibujaba formas y movimientos en dirección al mar. Sintióse enternecido y continuó su marcha diciendo: «Debería estar ya en cama, roncando y soñando… soñando… Sueño o realidad… ¿Dónde empiezan? ¿Dónde acaban?». Repitiéndose estas palabras, llegó a las puertas del hotel. Hizo una pausa para reponerse y entró. Quedó deslumbrado, tenía las manos frías, la cabeza excitada y se caía de sueño. El vestíbulo estaba igual que cuando lo dejó. Solo había una diferencia, que ahora estaba vacío. Los sillones formaban corros como mirándose sin ver. Los veladores conservaban platos y tazas medio vacíos, y los periódicos, mal doblados, reposaban sobre los almohadones. Al cerrar la puerta sintió la extraña sensación de que acababa de encerrarse en una caja e instintivamente se encogió. Intentó leer un periódico pero no pudo concentrar su atención. Vio de reojo descender por la escalera una silueta que adivinó femenina por el fru-fru de las faldas. Antes de que pudiera levantar la cabeza, Evelyn se hallaba ante él.

—Precisamente es usted la persona con quien deseaba hablar.

Su voz sonaba un tanto desagradable y estridente y sus ojos brillaban al posarse en él, que se repetía mentalmente: «A buena hora, estoy medio dormido».

—Parece usted más comprensivo que los demás —dijo, sentándose en una sillita colocada al lado de un gran sillón de cuero, de suerte que Hewet no tuvo más remedio que sentarse junto a ella.

Hewet bostezó sin recatarse y encendió un cigarrillo, como si la cosa no fuera con él.

—Bien, ¿de qué se trata?

—¿Usted es amable realmente, o se trata de una «pose»? —le preguntó Evelyn.

—Eso no soy yo quien debe decirlo —contestó—. Soy parte interesada, creo.

Estaba entumecido aún y como disgustado de que Evelyn hubiese venido a molestarle.

—¡Cualquiera puede serlo! —exclamó ella impaciente—. Su amigo Hirst, por ejemplo. Sin embargo, quiero creer en usted. Tiene aspecto de tener una hermana agradable, ¿me comprende?

Hubo una corta pausa, y como si con ella se hubiese armado de valor, continuó:

—Voy a pedirle un consejo. Estoy ante un dilema. Anoche, durante el baile salí a la terraza con Raymond Oliver, ese joven alto que parece hindú, y me contó su vida, lo desgraciado que es en su casa y lo que le desagrada este ambiente. Se ha metido en un asunto de minas, que tampoco le gusta. Me inspiró tanta compasión que cuando me pidió que le dejara besarme le dejé. No creo que haya nada malo en ello, ¿verdad? Seguimos hablando… hablando… Quizás le pareceré tonta, pero no puedo evitar que me gusten las personas que me inspiran compasión. Así es que medio le prometí… pero ahí viene el dilema: Alfred Perrot.

—¡Oh, Perrot! —exclamó Hewet.

—Nos conocimos el otro día durante la excursión. Parecía estar tan solo cuando Arthur se fue con Susan que no pude por menos que compadecerme de él. Al irse ustedes a ver las ruinas tuvimos una conversación y me contó su vida, sus luchas y la dureza de su destino. ¿Sabe usted que de pequeño era mandadero? Llevaba paquetes en un cesto de un lado para otro. Me interesó porque la cuna de las personas no me ha preocupado nunca si sus cualidades son buenas. Me dijo que vivía con una hermana paralítica y eso es una buena prueba de bondad. Anoche estuve también con él en el jardín y no pude evitar lo que quería decirme. Le consolé y le dije que sí, que le quería, y sin embargo le había dicho lo mismo a Raymond. Yo quisiera saber: ¿se puede estar enamorada de dos personas al mismo tiempo o es imposible?

Se calló, con la barbilla apoyada sobre sus manos y la mirada fija, como si estuviera tratando de resolver un problema que debiera ser decidido entre ellos dos.

—Creo que eso… Eso depende de su carácter y temperamento —dijo Hewet.

La miró. Era menuda y bonita, de unos 28 o 29 años, muy vivaracha y rebosando salud por todos sus poros.

—¿Quién es usted? ¿Cómo es usted? Yo no la conozco más que superficialmente —continuó él.

—A eso iba —atajó Evelyn, siempre con la mirada fija en Hewet—. Soy hija de una madre y… nada más, ¿me comprende? Como supondrá, eso no es muy agradable, pero en el campo sucede muy a menudo. Ella era hija de un granjero y él… ya puede usted figurarse la clase de hombre que era. Pertenecía a una familia acomodada y nunca enmendó su falta, su familia se lo impidió y él era débil de carácter. A pesar de todo le quiero. ¡Pobre papá! Dinero no faltó, pero mamá no tuvo fuerza moral para imponerse. Lo mataron en la guerra. Era oficial y sus hombres le adoraban; cuando cayó lloraron sobre su cuerpo. ¡Ojalá le hubiera conocido usted! Con su muerte, mi madre perdió toda ilusión por la vida. La gente es siempre dura para una mujer que se encuentra en el caso de mi madre. ¿Quiere saber algo más de mí?

—¿Qué ha hecho usted? ¿En qué se ha ocupado?

—Yo me he cuidado solita —y sonrió por primera vez—. He tenido amigas muy buenas, me gusta la compañía de la gente, y en eso radica mi problema. ¿Qué haría usted si le gustasen tanto dos personas que no supiera por cual debería decidirse?

—Vería, analizaría y esperaría —respondió Hewet.

—Pero es el caso que no tengo tiempo, he de decidirme… ¿O es que no cree usted en el matrimonio? Usted no juega limpio, yo se lo cuento todo y usted no me dice nada. Acaso sea igual que su amigo —añadió, mirándole con desconfianza—. ¿O es que le soy antipática?

—Es que no la conozco lo suficiente para aconsejarla de acuerdo con su carácter.

—Yo sé si me gusta una persona en cuanto la miro por vez primera. Usted me fue agradable la primera noche que le conocí cenando —continuó con impaciencia—. Si todos expresasen libremente sus pensamientos, ¡cuánto mejor sería! Yo soy así, no puedo remediarlo.

—¿Pero no ve usted que así solo logra crearse dificultades?

—De eso tienen la culpa los hombres. Siempre ponen el amor por en medio.

—Y así ha ido usted cosechando declaraciones.

—No creo haber tenido más que otras —dijo Evelyn sin convicción.

—¿Cinco, seis, diez?…

Evelyn dejó entrever que la última cifra era quizás la más aproximada, pero que en fin de cuentas, no era ninguna exageración.

—Temo que me crea una coqueta sin corazón —protestó—. Pero me importa poco lo que puedan pensar de mí. Solo porque a una le guste tener amistad con los hombres y hablarles como a una amiga ya es suficiente para que la tachen de coqueta.

—Pero señorita Murgatroyd…

—Prefiero que me llame Evelyn —interrumpió ella.

—… Después de 10 proposiciones, ya habrá usted comprendido que entre hombres y mujeres hay poca diferencia.

—Comprendido… comprensión… comprender… ¡Cómo odio esas palabras… y hasta a los que las usan! Hombres y mujeres deberían ser iguales y eso es lo que más me desalienta. Cada vez que se presenta un caso creo que va a ser distinto y siempre resulta igual.

 

—Persiguiendo una amistad —dijo Hewet—; buen título para una comedia.

—¡A usted le importa todo un bledo! —Se sulfuró Evelyn—. No puede negar que es amigo del señor Hirst.

—Bien —dijo Hewet serenamente—. Vamos por partes.

Le interesaba mucho más la muchacha que sus problemas. Oyéndola, su entumecimiento había desaparecido y tenía la clara conciencia de sentir hacia ella una extraña mezcla de simpatía, lástima y desconfianza.

—¿Ha prometido a los dos casarse?

—Tanto como eso, no. No puedo todavía decidirme claramente por ninguno de los dos. El otro día, en la montaña, pensaba que me hubiera gustado colonizar tierras, cortar árboles, hacer leyes… y no ser una tonta entrometida que pasa el tiempo con personas que solo piensan en filtrear. ¡Y yo no soy así! Sirvo para algo más que eso. —Reflexionó un momento y prosiguió—: Temo que en el fondo de mi corazón se encierra la seguridad de que Perrot no puede ser el elegido, no parece muy fuerte, ¿verdad? Quizás no tuviese fuerzas para talar un árbol.

—¿No ha sentido nunca verdadero cariño por nadie?

—Me han interesado muchas personas… pero no tanto como para casarme con ellas. Toda mi vida he buscado alguien superior a mí, alguien grande y espléndido espiritualmente y en quien pudiera confiarme. ¡Son tan poca cosa los hombres!

—¿Qué entiende usted por «espléndido espiritualmente»?

—Pues, francamente, no podría explicarlo; es más bien una sensación física.

—Pero no se toma afecto a las personas solo por sus cualidades físicas o morales.

—De acuerdo, se quiere porque sí, sin otro motivo o razón —aceptó Evelyn—; pero yo no estoy conforme. Ignoro por qué me interesan las personas, pero me equivoco muy raras veces. Adivino en seguida de qué son capaces. Usted, por ejemplo, llena casi por completo mi ideal de esplendidez espiritual, y en cambio, el señor Hirst no es ni la mitad de comprensivo, espléndido ni simpático que usted. Yo creo que ni siquiera es egoísta.

Hewet fumaba en silencio.

—A mí me molesta talar árboles —dijo.

—Conste que no estoy coqueteando con usted, aunque así lo crea —apuntó Evelyn—. Nunca me hubiese atrevido a hablarle sospechando que podía pensar mal de mí —y al decir eso, sus ojos se llenaban de lágrimas.

—Entonces, ¿no coquetea usted nunca?

—¡Claro que no! —protestó Evelyn—. ¿No se lo he dicho? Quiero una amistad sincera, querer a alguien mejor y más noble que yo misma. ¿Qué culpa tengo yo si se enamoran? No solo no me gusta que lo hagan, sino que me irrita profundamente.

Hewet comprendió que poco provecho se derivaría ya de aquella conversación. La muchacha, por alguna razón que ocultaba, había querido darle una imagen de sí misma; quizás por considerarse desgraciada o en situación insegura. Estaba cansado, y un camarero no cesaba de pasar y repasar ante ellos, mirándoles insistentemente.

—Parece ser que quieren apagar, señorita Evelyn, y mi único consejo es que mañana hable con ellos y les diga que no está dispuesta a casarse con ninguno de los dos. Aunque estoy seguro que no lo hará. Si cambiase de idea sobre alguno de los dos, siempre le queda la oportunidad de hacérselo saber. Ambos tienen sentido común y lo comprenderán. Verá usted cómo su perplejidad desaparecerá.

Hewet se levantó, pero Evelyn continuó sentada. Le miraba con ojos brillantes, en el fondo de los cuales, percibió cierta contrariedad.

—Buenas noches —dijo Hewet.

—Hay otras muchas cosas que quiero decirle, pero se las contaré en otra ocasión —dijo ella—. Veo que ahora tiene usted muchas ganas de irse a acostar.

—Sí —aceptó Hewet—, estoy medio dormido. —Y se retiró, dejando a Evelyn a solas en el vestíbulo.

«¿Por qué no serán sinceras? —se preguntaba subiendo las escaleras—. ¿Por qué eran las relaciones entre hombres y mujeres tan faltas de sinceridad y franqueza y el instinto que impelía siempre a simpatizar con otro ser humano había que analizarlo con sumo cuidado? ¿Cuáles eran los deseos de Evelyn? ¿Qué pensaría en aquellos momentos sola en el gran vestíbulo?». El misterio de la vida y la falsedad de las sensaciones le dominaba y vencía cuando por el pasillo se dirigía a su dormitorio. El corredor estaba poco iluminado pero sí lo suficiente para ver que una figura femenina, envuelta en un brillante salto de cama, cruzaba corriendo de una habitación a otra.

XV

Los lazos que unen a los huéspedes en un hotel podrán parecer casuales y sin consistencia, pero tienen sobre los que crea la convivencia la ventaja de ser más vivos y espontáneos, por el solo objeto de estar en nuestra mano el terminarlos en cualquier momento. Una pareja con varios años de vida matrimonial llega un momento en que deja de percibirse corporalmente; piensan y hablan en voz alta y parece que disfrutan de todas las ventajas que reporta una vida solitaria. Las vidas en común de Ridley y Helen habían llegado a tal punto de convivencia que era necesario recordar si tal o cual cosa había sido dicha o solamente pensada en voz alta o solamente pensada en privado.

A las cuatro de la tarde, dos o tres días después de la fiesta, Helen se cepillaba el cabello. En la habitación contigua su esposo, en el baño, daba rienda suelta a sus exclamaciones mientras se duchaba.

Helen no prestaba gran atención a sus palabras, tenía otra preocupación.

—¿Es blanco o castaño? —murmuraba al cepillarse el cabello. Se arrancó uno y lo observó detenidamente; lo observaba con semblante crítico, alejando o acercando el rostro al espejo con un gesto de melancolía y orgullo al propio tiempo. Ridley asomó por la puerta en mangas de camisa y con la cabeza envuelta en una toalla, y dijo:

—Siempre me dices que no me doy cuenta de nada.

—Dime entonces si este pelo es blanco —rogó Helen, poniéndoselo en las manos.

—¡Pero si no hay una sola cana en tu cabeza! —exclamó Ridley.

—¡Oh, Ridley! Ya empiezo a dudar —suspiró ella, bajando la cabeza para que su esposo pudiese examinarla con detenimiento.

Ridley depositó un beso en la misma coronilla y siguieron arreglándose y cambiando frases.

—¿Qué decías? —preguntó Helen.

—Que vigiles a Rachel… Debes vigilar a Rachel —dijo Ridley.

Helen le miró a través de sus cabellos. Generalmente, las observaciones de su esposo tenían justificación.

—Los jóvenes no se interesan por la educación de las muchachas sin su cuenta y razón.

—¿Lo dices por Hirst?

—Y por Hewet, para mí están cortados todos con el mismo patrón. ¿Ya sabes que le aconseja que lea a Gibbon?

Helen lo ignoraba, pero no quería demostrar menores dotes de observación que su esposo.

—Nada me sorprende, ni del terrible aviador que conocimos en el baile, ni del señor Dalloway, ni…

—Cuidado, Helen, que está ahí Willoughby —señalaba una carta de éste.

Helen suspiró y echó una ojeada a la carta depositada sobre su tocador.

En efecto. Allí estaba Willoughby con su perpetua ironía, inquiriendo con algo de misterio cuál era la vida de su hija, sus costumbres y su moral y advirtiéndoles que en caso de resultarles molesta se la «remitiesen» en el primer buque. Seguía a esto un párrafo en tono de afectuoso agradecimiento y que intentaba ocultar su emoción de padre. En una página rebosante de humor les contaba sus triunfos sobre los indígenas que se declaraban en huelga. Contaba que se ponía a chillarles en inglés y terminaban por reemprender la tarea. Solo con verle asomar por la escotilla, ya cundía el terror entre ellos.

—Si Teresa se casó con Willoughby… —empezó Helen, levantando los ojos de la carta hacia su esposo.

Pero ya Ridley la había emprendido con sus lamentaciones diarias. Que si el lavado de la camisa era detestable y Hugh Elliot un pelmazo irresistible que no entendía de indirectas para marcharse con viento fresco… y así saltaba de una queja a otra para acabar diciendo que recibían demasiadas visitas y no había forma de poder trabajar. Esto duraba hasta que Helen se decidía a convencerle de lo contrario, lo que conseguía fácil, rápida y mimosamente.

Lo primero que llamó la atención de Helen cuando bajaba la escalera para ir a tomar el té fue ver un coche detenido ante la puerta de la casa y dentro de él, faldas, sombreros, plumas y cabezas muy inquietas. En aquel momento apareció la muchachita española y como Dios le dio a entender pronunció dos nombres que en nada se parecían a los de la señora Thornbury ni la señora Flushing, que fueron las damas que descendieron del coche y entraron.

—La señora Wilfred Flushing —presentó la señora Thornbury—, amiga de la señora Raymond Parry. —Y a continuación presentó a Helen, que saludó a ambas efusivamente.

La señora Flushing representaba unos cuarenta años, tenía buen porte y saludable aspecto. Su esbeltez la hacía parecer más alta.

Su rostro, de marcadas facciones, mostraba unos ojos claros que miraban sin pestañear. Sus formas y modales eran dominantes, sin grosería, pero se la notaba algo nerviosa. La señora Thornbury, con tacto exquisito, iba limando las asperezas de los primeros momentos.

—He asumido la responsabilidad, señora Ambrose, de decirle a nuestra amiga que usted, que tanta experiencia tiene, la orientará. Nadie de la colonia inglesa conoce tan bien el país; nadie lleva a cabo tan prolongadas excursiones, ni posee tan enciclopédicas noticias acerca de cualquier tema. El señor Flushing es coleccionista, y ha descubierto ya verdaderas preciosidades. Nunca creí que los indígenas poseyeran cualidades artísticas tan elevadas. Claro que eso fue en otro tiempo.

Helen recordaba sin poder situarlo con precisión haber oído en Londres el nombre de Flushing. Mientras la señora Thornbury hablaba, ella fue precisando sus recuerdos.

El señor Flushing era un tipo bastante excéntrico, que poseía una tienda de antigüedades y sustentaba raras teorías. Una de éstas es la de que jamás contraería matrimonio, pues la mayoría de las mujeres tenían las mejillas demasiado rojizas. No quería comprar casas porque todas tenían las escaleras demasiado estrechas, ni comía carne porque los animales sangraban al morir. A pesar de todo, casó con una señora excéntrica y aristocrática con unos colores en las mejillas que demostraban que la carne no le era indiferente y además le obligaba a hacer todas las cosas que él abominaba. Al llegar a este punto de sus recuerdos, Helen miró interesada a la visitante. Salieron al jardín y se instalaron en una mesita a la sombra de un árbol, disponiéndose a tomar el té. La señora Flushing tenía unos movimientos nerviosos que hacían balancear una pluma amarilla que llevaba en el sombrero. La regularidad de sus facciones junto con su buen color natural denotaban una ascendencia de generaciones bien nutridas.

—No me interesa nada que tenga menos de veinte años —dijo—, y menos aún los libros o cuadros, ésos son solo buenos para los museos y bibliotecas públicas… o para el fuego.

—Estoy completamente de acuerdo con usted —rio Helen—; pero, sin embargo, mi esposo se pasa el tiempo descifrando manuscritos antiguos que a nadie interesan. —Interiormente se divertía con la expresión de extrañeza de Ridley.

—Hay un hombre en Londres, llamado John, que pinta mejor que muchos maestros antiguos —continuó la señora Thornbury—; sus cuadros me entusiasman, lo que no me sucede con los pintores antiguos. —Y siguió explicando que la señora Flushing vivía en una de las más antiguas y hermosas casas de Inglaterra, en Chillingley.

—A usted le parecerá muy hermosa y antigua, lo último no se lo niego, pero si yo pudiese la quemaba mañana —rio la señora Flushing.

Su risa era estridente y poco agradable.

—¿Qué cree usted que una persona normal puede hacer en una casa tan grande? —interrogó—. Si baja por una escalera después de obscurecido se llena una de hormigas, la luz no acaba nunca de funcionar satisfactoriamente. ¿Qué haría usted si al abrir un grifo salieran arañas? —dijo, mirando fijamente a Helen.

Ésta, sonriente, se encogió de hombros.

—Esto sí que me gusta —continuó la señora Flushing, moviendo la cabeza a todos lados—, una casa pequeña con un jardín. Una vez tuve una casa en Irlanda. Desde cama por las mañanas podía tocar con los dedos de los pies las rosas que crecían junto a la ventana.

—¿Y qué les parecía tal ejercicio a los jardineros? —preguntó ingenuamente la señora Thornbury.

—¡Pero si allí no había jardineros! No estábamos más que yo y una pobre vieja sin dientes —rio estruendosamente la señora Flushing—. En Irlanda no hay ninguna persona pobre y anciana que conserve los dientes. Y eso no hay ningún político que sepa entenderlo, ni siquiera Arthur Balfour.

 

—No ha pasado que nunca ningún político entendiera nada —suspiró Ridley. Y con mirada melancólica siguió esparciendo mermelada por encima del pan. La señora Flushing le resultaba bastante antipática.

—Yo siempre le llevo la contraria a mi marido —dijo con suavidad la señora Thornbury—. ¡Ah, los hombres! ¿Qué sería de ellos sin nosotras?

—Lea usted el Symposium —dijo Ridley con sequedad.

—¿Symposium? —preguntó la señora Flushing—. ¿Qué es eso, latín o griego? ¿Hay alguna buena traducción? —No, señora; tendrá que aprender el griego.

—¡Antes partiría piedras! —dijo la señora Flushing—. Siempre he envidiado a esos hombres que pasan el día sentados en montoncitos de piedras con los lentes puestos. Créame, prefiero cien veces hacer lo que ellos o limpiar corrales que aprender griego.

En aquel momento se presentó Rachel con un libro en la mano. Una vez terminadas las presentaciones, Ridley preguntó:

—¿Qué libro es ése?

—Es Gibbon —dijo Rachel, sentándose.

—¿El Ocaso y caída del Imperio Romano? —preguntó la señora Thornbury—. Lo conozco, es un libro maravilloso. Mi padre lo ponía siempre como ejemplo… y quizás fue ése el motivo de que no leyéramos nunca una línea de él.

—Yo enlazo con este libro algunas de las horas más felices de mi vida —dijo la señora Flushing—. Por la noche, cuando todos creían que dormíamos, leíamos las matanzas de los cristianos. Y no crean ustedes que es una tontería leer un volumen semejante con una luz débil y siempre pendientes de ser descubiertas. Además, mi hermana Luisa se empeñaba en tener abierta la ventana cada noche, aquella ventana provocaba peleas, pues daba entrada a toda clase de insectos nocturnos. ¿Han visto ustedes morir nunca una polilla enorme, grande como una mariposa, quemándose a la luz de una vela?

La señora Flushing vióse interrumpida. Hirst y Hewet se dirigían hacia la mesa de té. Rachel notó que su corazón apresuraba los latidos. Pareció como si la presencia de los recién llegados barriera la trivialidad de la reunión. El saludo fue puramente formulario.

—Excúsenme —rogó Hirst, y levantándose inmediatamente, entró en la sala, volviendo con un cojín que colocó cuidadosamente sobre el asiento—. Reuma —dijo lacónicamente, volviendo a sentarse.

—¿Resultado del baile, acaso? —preguntó Helen.

—No, cuando me siento deprimido, tengo tendencia al reumatismo, parece como si las articulaciones estuvieran llenas de arena.

Rachel le miró, le divertía y al propio tiempo apenaba. Mientras la boca aparecía con una mueca de condolencia, sus ojos reían francamente. Hewet recogió el libro depositado sobre el césped.

—¿Le gusta? —preguntó en voz baja.

—En absoluto —contestó Rachel.

Había pasado la tarde intentando leerlo, pero la primera ilusión fue disipándose y por más que se esforzaba no acababa de comprender el sentido.

—Parece un rollo brillante que girase sin cesar, no puede penetrarse en su interior porque al dejar de girar pierde su brillo.

Creyó que solo Hewet había oído sus palabras, por eso se sorprendió al oír preguntar a Hirst:

—¿Qué quiere decir usted con ese símil?

Rachel se avergonzó y no halló otra forma para expresar sus pensamientos que decir la verdad.

—Gibbon posee el estilo más perfecto de cuantos se han inventado —continuó Hirst—, y cada una de sus frases es literariamente perfecta.

«Es feo de cuerpo y de espíritu», pensaba Rachel, sin importarle gran cosa las opiniones de él sobre Gibbon y su estilo.

—Es un estilo fuerte, taladrante, inflexible —continuaba Hirst.

Rachel seguía mirando su gran cabeza y la enorme prominencia de la frente, su s ojos severos de mirada intensa.

—Me doy por vencido —dijo Hirst, abatido.

Rachel creyó ver un deje de desprecio hacia ella por no saber apreciar el estilo de Gibbon. Los demás, en un grupo aparte, conversaban ahora acerca de los lugares indígenas que el señor Flushing habría visitado.

—Es inadmisible —protestó Rachel—. ¿Cómo puede usted juzgar a las personas solo por sus rasgos literarios?

—Veo que sostiene usted la misma tesis que mi tía soltera —dijo Hirst en su constante tono de irritante superioridad—. Yo creí que solo ella la sustentaba.

—Una persona puede ser muy agradable aunque nunca haya leído un libro —pronunció estas palabras con tal fuego que todos empezaron a reír.

—¿Lo niego acaso? —preguntó Hirst, enarcando las cejas.

La señora Thornbury, bien fuera para suavizar la situación o porque quisiera enfrentarse con Hirst, pues se sentía un poco madre de todos los jóvenes, intervino:

—Durante toda mi vida he vivido con personas como su tía, señor Hirst —y al hablar, se inclinó hacia adelante y sus ojos brillaron en demasía—. Nunca oyeron hablar de Gibbon. Solo se interesaron por los rebaños, los granjeros y las cosechas. Hombres altos de hermosa planta, que al verlos a caballo dan sensación de poderío como los guerreros de las Cruzadas. No niego que podía considerárseles como animalitos, no leen ni desean que los otros lo hagan, pero son las personas más bondadosas que existen sobre la faz de la tierra. Se asombraría de algunas de las historias que podría contarle. Yo creo que si volviera a nacer otro Shakespeare sería entre aquella gente. En aquellas casonas enormes de los Downs.

—Mi tía pasa su vida en East Lamberá, entre los pobres degenerados. Yo solo la mencioné porque se dedica siempre a perseguir a los que ella llama intelectuales, que es el mismo comportamiento que creo observar en la señorita Vinrace. Quizás sea moda ahora. A quien tiene talento se le mira con poca simpatía. Yo soy el primero en conceder grandes méritos a los señores del campo, pero mi padre, que es pastor en Norfolk, dice que no hay un gran señor en el campo que no…

—Bueno, pero a Gibbon… —interrumpió Hewet.

La tensión nerviosa que venía creciendo pareció decrecer con la interrupción de Hewet.

—… Probablemente tú también lo encontrarás monótono —abrió el libro y buscó un pasaje a propósito para ser leído en voz alta.

Lo que más aburría a Ridley era oír leer en voz alta. Además tenía ideas muy especiales sobre las modas y se sentía predispuesto contra la señora Flushing a causa de la pluma anaranjada que lucía y que no le favorecía en absoluto, encontraba además que hablaba demasiado alto, que cruzaba las piernas y finalmente cuando la vio aceptar un cigarrillo de Hewet dio un salto y mascullando una excusa ininteligible se alejó del grupo. La señora Flushing pareció encontrarse más a sus anchas. Fumaba con más soltura y estiró las piernas más cómodamente. Siguió hablando con Helen sobre la reputación y carácter de la señora Raymond Parry. Valiéndose de sutiles estratagemas, hizo que Helen definiera a la señora Parry y el resultado fue una señora de edad, fea y pintarrajeada, un poco insolente e impertinente. Sus reuniones eran siempre divertidas por la diversidad de personas que en ellas se reunían. Helen compadecía al señor Parry, pues se decía que estaba encerrado con estuches de gemas, mientras su esposa atendía la excéntrica concurrencia de sus invitados.

—No es que yo crea todo lo que de ella se dice…

—¡Siga, siga —rio la señora Flushing—, la señorita Parry es prima mía!

Cuando la señora Flushing se levantó para irse, notábase perfectamente que estaba encantada con sus nuevas amistades. Incluso empezó a fraguar tres o cuatro planes para reunirse con ellas en lo sucesivo, realizar alguna excursión, mostrarle a Helen sus compras… E incluyó a todos en una vaga pero espléndida invitación.

Al regresar Helen al jardín, recordó las advertencias de Ridley sobre su sobrina. Rachel estaba sentada entre Hirst y Hewet. Este último leía en voz alta y la muchacha, por su depresión, recordaba una flor aromática besada por la suave y fresca corriente. Gozaba del encanto del momento, pero sin que éste dejara huella en su espíritu. La voz del lector era sumamente agradable y al terminar el párrafo no se oyó comentario alguno.