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100 Clásicos de la Literatura

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Habían recorrido casi la mayor parte del camino, y al volver un recodo, apareció la villa ante sus ojos.

—¿Hay fuego encendido? —dijo Helen estupefacta.

—No, es el sol —contestó Hirst.

El sol, invisible aún para ellos, daba a la parte alta de los cristales un reflejo rojizo.

—Temía que mi esposo estuviese aún con el griego —dijo Helen.

Al iniciar la cuesta que les llevaba hasta la casa, era ya completamente de día. Aspiraban con deleite el aire fresco de la mañana. Helen quiso despedirse de los muchachos.

—Ya han andado ustedes bastante. Vayan a acostarse.

—Déjenos descansar un poco —dijo Hewet. Y extendió su abrigo en el suelo para que se sentasen, cosa que todos hicieron.

Ante ellos se extendía la bahía con el mar en calma, surcado por anchas líneas verdes y azules. Oyóse una sirena lejana que sonó con un toque extraterreno y todo volvió a quedar en silencio. Rachel se entretenía formando una pirámide con piedrecitas.

—¿De modo que has vuelto a cambiar de punto de vista? —preguntó Helen.

Rachel colocó con sumo cuidado otra piedrecita y bostezó.

—Francamente, no recuerdo. En este momento me encuentro como un pez en el agua.

Y bostezó de nuevo. Sentíase en el grupo como en familia y ninguno, incluso Hirst, la cohibía.

—Pues, en cambio, mi cerebro —dijo Hirst— trabaja a una velocidad vertiginosa.

Se había sentado en su postura favorita, rodeándoselas piernas con los brazos y apoyando la barbilla en las rodillas.

—La vida no guarda ya misterios para mí.

Hablaba con convicción y no parecía desear que le interrumpiesen.

—Yo pienso en todos los que duermen allá abajo —dijo Hewet soñadoramente— pensando cada uno en sus cosas o en locas fantasías… Me figuro a la señorita Warrington de rodillas; los Elliot intentando dormir de prisa y no repuestos todavía de la alteración de la danza; aquel joven melancólico que estuvo toda la noche bailando con Evelyn, estará poniendo la flor en el agua y preguntándose si lo que siente es amor. Al señor Perrot lo veo agitándose en la cama, sin poder conciliar el sueño y acabando por coger su volumen favorito de griego, y en cuanto a los demás… bueno, cualquiera sabe lo que están soñando…

Hubo un silencio. Helen se levantó diciendo:

—Bueno. Ya va siendo hora de volver a casita, pero recuerden que han de venir a vernos.

Se separaron, pero los dos hombres dieron un largo paseo, en lugar de dirigirse directamente al hotel. Hicieron su camino sin decir más que alguna palabra aislada, pero sin que una sola vez mencionasen a las dos mujeres, lo cual no era obstáculo para que fuesen el punto central de sus pensamientos; pero no deseaban compartir su impresión. Llegaron al hotel poco antes del desayuno.

XIII

En la casa había muchas habitaciones, pero solo de una de ellas podría decirse que poseía algo peculiar, aparte de las otras, pues permanecía cerrada siempre y nunca pudo escucharse, saliendo de ella, ni el rumor de una sonrisa ni el tararear de una canción. Todos se daban cuenta, aunque fuera vagamente, de que alguna importante tarea se estaba llevando a cabo detrás de la puerta, y aunque nadie supiera de qué se trataba en concreto, se hallaban sugestionados por la idea de que si al pasar delante de ella hacían algún ruido el señor Ambrose podría distraerse. Con sus posibles inconvenientes así era mejor, pues de este modo el vivir resultaba más armónico, sin el desconcierto que traería consigo el que el señor Ambrose dejase a un lado su Píndaro y llevara una existencia nómada entrando y saliendo por todas las habitaciones de la casa.

Si los habitantes de la casa seguían ciertas reglas, tales como puntualidad, silencio, buena cocina y algunos otros pequeños deberes, podían compaginar su vida con la del literato.

Por desgracia, así como la edad pone una barrera entre los seres humanos, la cultura y el ceño ponían también otra. Cuando Ambrose trabajaba se hallaba a mil millas de distancia del ser humano más próximo, que en este caso, e inevitablemente, era siempre Helen. Se sentaba durante horas y horas ante los libros abiertos, como un ídolo de una iglesia vacía. Estaba inmóvil, exceptuando el movimiento de su mano al volver una hoja y silencioso, exceptuando algún golpe de tos que le hacía separar la pipa de la boca. Conforme iba penetrando en la esencia de su lectura, iba rodeándose de libros y hojas manuscritas que se extendían por el suelo, formando a su alrededor una barrera infranqueable para el visitante que, generalmente, tenía que dirigirle la palabra desde el lado opuesto del parapeto.

Al día siguiente del baile, Rachel tuvo necesidad de llamar a su tío dos veces antes de que éste advirtiese su presencia. Al fin la miró por encima de los lentes.

—¿Y bien? —preguntó.

—Quisiera algún libro —dijo la joven—. ¿Podría dejarme la Historia del Imperio Romano, de Gibbon?

El gesto de su tío cambió y volvió a preguntar de nuevo, como si no hubiera entendido bien:

—Por favor, dilo otra vez.

Rachel se ruborizó al repetirlo.

—¿Y puede saberse por qué deseas leerlo?

—Me… me lo han recomendado —tartamudeó ligeramente.

—¿Y crees que yo me dedico a esas porquerías del siglo pasado? —exclamó su tío—. Son por lo menos diez volúmenes así —prosiguió.

Rachel le rogó que perdonase la interrupción y se disponía a retirarse.

—¡Espera! —gritó su tío.

Dejó a un lado la pipa, cerró el libro y levantándose cogió a su sobrina de un brazo. Así cogidos fueron pasando revista a los libros de la habitación.

—Platón… Jorrocks, muy ligero; Sófocles. Supongo que no te interesan los comentarios alemanes. ¿Lees francés? —Rachel hizo un gesto afirmativo—. Pues deberías leer a Balzac. Bueno, ya llegamos a Wordswort, Coleridge, Pope, Johnson, Addison, Shelley, Keats… ¿Por qué estará aquí Marlowe? Debe ser cosa de la señora Chailey. Pero ¿de qué te sirve haber aprendido a leer si no conoces el griego? Después de todo, si pudieras leer a los griegos, ya no necesitarías buscar a otros autores. Te faltaría tiempo. Te faltaría tiempo… —Parecía hablar para sí mismo.

Así fueron siguiendo hasta completar la vuelta a la habitación.

—Bien —siguió Ridley—. Tú verás cuál quieres. —Balzac —dijo Rachel—. ¿Pero no tendrías el Discurso de la Revolución Americana?

Ridley la miró atentamente.

—¿Otro bailarín?…

—No, ése fue el señor Dalloway —confesó la muchacha y súbitamente, recordando a quien había nombrado, exclamó—: ¡¡Cielos!! —Y escogió un libro al azar.

Su tío miró el lomo del volumen: La Cousine Bette, y le aconsejó que cuando empezara a encontrarlo aburrido, lo tirase. Luego le preguntó si se había divertido en el baile, y quiso saber qué es lo que hacía la gente en tales fiestas. La última a que él había asistido, hacía 35 años, le pareció algo sin sentido. Hablaban sin cesar mientras bailaban. ¿No hubiera sido más razonable hacerlo sentados y tranquilos? Lanzó un suspiro y señaló las pruebas de su labor, esparcidas por toda la habitación.

Rachel vio en la satisfacción que reflejaba el rostro de su tío, un mentís a su nostálgico suspiro. Le dio un beso y se despidió de él, prometiéndole aprender, por lo menos, el abecedario griego.

Rachel bajaba las escaleras lentamente, pensando en la vida tan extraña que llevaba su tío, siempre metido entre libros y sin tomar parte activa en bailes ni fiestas, pero al parecer muy satisfecho con su género de vida.

En una mesita del corredor, frente a su habitación, vio un envoltorio y encima una nota dirigida a ella, pero cuyo rasgo de letra desconocía. Decía la nota:

«Le envío el primer volumen de Gibbon, conforme le prometí. Personalmente encuentro poco aliciente en los escritores modernos, pero le enviaré a Wedekind. ¿Ha leído usted la colección de Webster? Si no es así, crea que la envidio por la satisfacción de leerlo por primera vez. Estoy extenuado de la noche pasada. ¿Y usted?».

Sentíase halagada de que Hirst se hubiese acordado tan pronto de cumplir su promesa.

Faltaba una hora para la comida y llevando en una mano a Gibbon y en la otra a Balzac salió al jardín y por el caminito bordeado de olivos se dirigió a la orilla de un riachuelo. En aquella isla, donde los habitantes se amontonaban en la ciudad, era fácil perder pronto de vista todo vestigio de civilización, limitándose a ver en la distancia alguna pequeña granja o algún pastor tendido en el campo, guardando su rebaño. Lo más curioso del riachuelo era su cauce de rocas amarillentas y los árboles que lo bordeaban. Helen decía que solo por verlos valía la pena de haber realizado el viaje. Abril había hecho florecer ya muchos capullos, convirtiéndolos en grandes flores que parecían de cera, y cuyos colores chillones destacaban sobre el verde follaje. Rachel andaba abstraída, sin reparar en la belleza que la rodeaba. La noche le iba ganando ya terreno al día. En los oídos de Rachel resonaba el murmullo de las piezas que había tocado al piano en la última velada. Se puso a cantar y sus canciones le llevaron más y más lejos cada vez. No veía con claridad dónde se encontraba: los árboles, el paisaje, se convirtieron en masas de color verde y azul, salpicadas de vez en cuando por pedazos de cielo que se ofrecían con todos los matices del poniente. Ante sus ojos comenzaron a desfilar las caras que había visto en la noche anterior; escuchaba de nuevo sus frases; dejó de cantar, para repetirlas otra vez, o pronunciar otras que muy bien pudieron haber dicho.

La violencia de estar entre desconocidos, con un largo traje de seda, hacía más grato el paseo solitario. Hewet, Hirst, Venning, la señorita Allan, la música, la luz, los árboles de la terraza y el amanecer. En confuso tropel todos estos recuerdos cruzaban por su mente y resultaban, en aquella libertad, más vívidos y atrayentes que la noche anterior. Hubiera seguido andando sin rumbo, a no interponerse un árbol en su camino.

 

Era tal su ensimismamiento, que por unos instantes miró el árbol como si fuese el único ejemplar sobre la tierra y acabase de brotar en el preciso instante de ir a pasar ella. Se sentó a su sombra y cogió unas flores que pendían de las ramas bajas. Así, suavemente, como si las acariciara, fue tomando un ramo. Las flores y aun las mismas piedrecillas tenían para Rachel vida propia, y le recordaban sus años infantiles. Ante ella, la cresta de la cordillera se destacaba crudamente sobre el fondo del cielo, produciéndole el efecto de un látigo gigantesco. Volvió a los libros y ojeó el de Gibbon, saboreando la delicia de las nuevas impresiones.

«Sus generales, durante la primera etapa de su reinado, intentaron la sumisión de Etiopía y Arabia Feliz. Marchaban a más de mil millas al sur del Trópico, pero el calor intenso les obligó a retroceder, protegiendo así a los nativos. Los países del norte de Europa escasamente valían el trabajo de su conquista. Los bosques y llanuras de Alemania estaban poblados por una raza de bárbaros hercúleos para los cuales la vida tenía poca importancia si había que darla en defensa de su libertad».

Nunca palabras algunas parecieron más sugestivas. «Arabia Feliz»… «Etiopía…». Le parecía remontarse a los orígenes de la humanidad. A ambos lados de su camino se hallaban las gentes de todos los pueblos y de todas las épocas. Si recorría aquel camino, toda la sabiduría humana sería suya y la historia de la humanidad se le ofrecería desde su primera página. Era tal su excitación ante la posibilidad de esta ciencia, que hizo un alto en la lectura y dejó que la brisa juguetease con las hojas y acabase por cerrar el libro.

Volvió a reemprender su paseo lentamente. La confusión de su cerebro fue aclarándose. Buscaba el motivo de su exaltación. En realidad, los motivos eran dos… El señor Hirst y el señor Hewet. El análisis sobre cualquiera de los dos se le resistía. No podía verlos como seres corrientes que pensasen y sintiesen. Su mente los retenía con cierto placer físico, como el que causa la contemplación de un objeto que brilla a la luz del sol. Parecía que de ellos irradiaban las mismas palabras del libro. Una duda, con la que no se atrevía a enfrentarse, habíase apoderado de su mente. Quiso andar más aprisa para despejar aquel pensamiento y tropezó con la hierba. Llegó a la cima de un pequeño altozano que se elevaba junto al río y desde donde pudo divisar todo el valle. Intentó distraerse inútilmente. Una tristeza vino a empañar su existencia anterior. Se dejó caer sobre el césped y rodeó sus rodillas con los brazos. Vio revolotear lentamente una gran mariposa amarilla que se posó dulcemente sobre una piedra.

—¿Qué será enamorarse? —preguntóse.

Después de una larga pausa le pareció que cada una de sus palabras se dirigía hacia el mar y desaparecía en el horizonte. Hipnotizada por la mariposa y sobrecogida por su propio pensamiento quedó largo rato en aquella postura. Al volar la mariposa se levantó y regresó perezosamente con los volúmenes bajo el brazo. Iba meditabunda, como el soldado que se prepara a resistir un asalto.

XIV

La noche siguiente al baile, en la sobremesa, hasta la hora de acostarse —las horas más difíciles de entretener— parecía reinar en el hotel una nube de malhumor e inquietud, debidas probablemente al poco descanso. En opinión de Hirst y Hewet, rendidos en cómodos butacones en el centro del vestíbulo y tomando café, aquella noche era mucho más aburrida que las anteriores y los hombres parecían más fatuos que de costumbre. Cuando media hora antes había sido repartido el correo, ninguno de los dos había recibido carta. Como sea que casi todos los huéspedes recibían dos o tres cartas de Londres, a ellos les pareció muy duro el que nadie les escribiese. Hirst exclamó con su mayor causticidad: «Ya se habrán alimentado los animalitos». Su silencio le recordaba el de las bestias del Zoo cuando se les da la carne.

Siguió largo rato sacando ejemplos por el estilo. Los ruidos propios de un lugar donde hay gente en silencio, una tos, un estornudo, un carraspeo, un murmullo de conversación o el crujido de un papel se le antojaban a Hirst el ruido de los huesos y tendones de la carne al ser desgarrada por las fieras. Estas frases no hicieron mella en Hewet, cuya atención estaba fija en un grupo de armas colocadas de tal forma que desde cualquier lugar parecían amenazar al observador. Hirst, al darse cuenta de la distracción de Hewet, profundizó más con la mirada a la gente que había a su alrededor. Estaba muy alejado para percibir sus conversaciones, pero le gustaba reconstruirlas valiéndose de sus gestos.

La señora Thornbury recibió muchas cartas y estaba completamente embebida en su lectura. Al terminar una hoja la pasaba a su marido o le daba un pequeño resumen del contenido.

«Evie escribe que George se ha ido a Glasgow, encuentra muy agradable al señor Chadbourne y desean pasar las Pascuas reunidos. No quisiera alejarse mucho de Betty y Alfred. Eleanor y Roger fueron con nuestro cochecito. Eleanor está ya bastante repuesta. A la niña le da ahora tres biberones, lo que es mucho mejor, pues pasa las noches de un tirón. Dice que aún se le cae el pelo, que lo ve por las almohadas. Me alegra saber de Tottie Hall Green… Muriel está en Turquía divirtiéndose de lo lindo al parecer… ¡Ah! Dice Margaret que la pobre señora Fairbank murió repentinamente el día 8. Solo había una muchacha dando clase, pero ésta se azoró tanto que ni siquiera tuvo ánimos para levantarla, cuando esto quizás hubiera podido salvarla. Dijo el doctor que en cualquier momento podía haberle ocurrido… En fin de cuentas, es una suerte que le haya ocurrido en su casa y no en la calle… Los conejos y los pichones aumentan enormemente…».

Mientras le informaba, su esposo asentía con la cabeza. No lejos leía sus cartas la señorita Allan y por su rostro rígido podía adivinarse que las noticias no eran muy agradables. Al terminar doblaba cuidadosamente las cartas y volvía a meterlas en los sobres. Las arrugas de preocupación de su rostro le daban más apariencia de hombre que de mujer. Las noticias que recibía de Nueva Irlanda le comunicaban la pérdida de la cosecha y ello era muy delicado para Hubert, su único hermano. Si fracasaba de nuevo tendría que volver a Londres. ¿Qué harían con él? Su viaje era el resultado de todo un curso de ahorro y en aquel momento se le antojaba una extravagancia y no el maravilloso y merecido descanso después de quince años de puntuales conferencias y correcciones de ensayos de literatura inglesa.

Su hermana Emily, maestra como ella, le escribía: «Debemos estar prevenidas, aunque no dudo que esta vez Hubert sería más razonable». Seguía contándole que en los Lagos lo pasaba estupendamente. «En este tiempo están preciosos. Nunca he visto tanta flor como este año. La vieja Alice… tan joven como siempre y preguntando por todos con el afecto acostumbrado. Los días pasan volando y el curso se renueva. La cuestión política no tan buena como fuera de desear; ahora que esto solo lo digo en privado, no quiero enfriar los entusiasmos de Helen. Lloyd George ganó, así es que seguiremos como estábamos. ¡Ojalá me equivoque! Por lo menos tenemos nuestra tarea que cumplir. No creas a Meredith, le falta sensibilidad como a W. W.». A continuación discutía una cuestión de literatura inglesa que su hermana le había expuesto en una carta anterior.

A poca distancia de la señorita Allan y algo ocultos por unos arbustos, Arthur y Susan se cambiaban sus cartas. La letra grande y clara de una jugadora de hockey de Wiltshire, se hallaba en aquel momento sobre las rodillas de Arthur, mientras Susan descifraba una letra pequeñísima y apretada y que transparentaba una alegre y ligera despreocupación unida a unos buenos propósitos.

—Cuánto deseo gustarle al señor Hutchinson, Arthur —dijo Susan preocupada.

—¿Quién es esta Flo? —preguntó Arthur.

—¿Flo Graves? La muchacha que está en relaciones con ese tremendo señor Vincent —contestó Susan—. ¿Está casado el señor Hutchinson? —preguntó a su vez.

En su cabeza bullían un sin fin de planes, todos debían casarse en seguida en cuanto ellos llegasen. Esa era la solución ideal y la curación de todos los males que padece una persona soltera: inquietud, falta de salud, melancolía, excentricidad, etc. Si tales síntomas persistían después de la boda, eran ya leyes naturales que demostraban que solo había un Arthur Venning y solo una Susan para casarse con él. Esta teoría contaba como único sostén su propia experiencia. Los últimos dos o tres años se había sentido extrañamente inquieta, y aquel viaje con una tía vieja y egoísta, que la trataba como una compañera y criada al propio tiempo, le dio la exacta medida de lo que la gente esperaba ya de ella. Desde el momento en que se puso en relaciones, su tía la trató con más consideración. Protestaba enérgicamente cuando Susan se empeñaba en calzarla como siempre, agradecía su compañía y no era como antes que la exigía como la cosa más natural del mundo. Preveía más consideraciones y comodidad de la que de otro modo hubiera disfrutado y este cambio aumentaba su afecto por los seres conocidos.

Hacía unos veinte años que la señora Paley era viuda. Desde entonces empezó a engordar hasta serle imposible calzarse por sí misma. Poseía una inmensa fortuna y era egoísta e independiente. Vivía en una casa enorme con siete criadas en Lancaster Gate, y sostenía, además, otra casa con jardín, coches y caballos en Surrey. Las relaciones de Susan le quitaban de encima un gran peso, y era éste que su hijo Cristóbal pudiese enamorarse de su prima.

Al alejarse aquel peligro, Susan ganaba a sus ojos y se sentía humillada por su anterior concepto. Pensó hacerle un buen regalo de boda, un cheque de 200 o 250 libras… Si no le subían mucho los gastos del arreglo del salón y jardín que tenía proyectados, quizás aumentase el cheque a 300 libras.

Tenía ante sí una mesita y un juego de cartas. Estaba haciendo un solitario, pero preocupada con sus pensamientos se armó un embrollo. Como vio a Susan hablando con Arthur, no quiso llamarla para que se lo aclarase.

«Tiene motivos para esperar de mí un buen regalo», se dijo, mirando fijamente una enorme piel de leopardo que había en el suelo ante ella. «Y estoy segura que lo espera. El dinero siempre viene bien y los jóvenes son muy egoístas, si me muriera nadie me echaría de menos, salvo Dakyus. A todos les vendría de perlas la herencia… De todos modos no puedo quejarme, aún puedo disfrutar y no soy una carga para nadie… a pesar de mis piernas». Siguió pensando y pasando revista a todos los seres queridos que no le parecían egoístas, y por tal razón se ennoblecían a sus ojos. Estos seres se limitaban a dos: uno fue su propio hermano que pereció ahogado ante su vista y la otra su más íntima amiga que murió al dar a luz su primer hijo. «No debieron haberse muerto —pensó—. ¡Con tantos egoístas como hay por el mundo!». Sus ojos se arrasaron de lágrimas y sintió un hondo pesar por ellos, un respeto por la belleza y juventud desaparecidas con aquellos seres queridos y al propio tiempo algo como una humillación de sí misma. Contuvo sus lágrimas y abrió una novela. Después de leerla haría su acostumbrado comentario. «No sé cómo a la gente se le ocurren estas cosas». Y a continuación limpiaría sus lentes.

En un velador y algo más alejado, el señor Elliot y el señor Pepper jugaban una partida de naipes. El primero perdía con naturalidad. Pepper jugaba con la máxima atención. El señor Elliot se echaba hacia atrás sobre el respaldo de su silla y dirigía la palabra a un desconocido con aspecto de intelectual. A los primeros cambios de frases descubrieron que tenían una serie de amistades comunes, cosa que por intuición habían supuesto.

—Sí —dijo Elliot—. El viejo Trufit tiene un hijo en Oxford. He estado varias veces con ellos. Tienen una hermosa casa estilo Jacobino, buenos cuadros y grabados. Pero todo muy sucio, mucho. Era muy avaro. Su hijo casó con la heredera de Lord Pinwells, también los conozco. La manía de coleccionar es endémica en todos ellos. Uno colecciona hebillas de calzado masculino de los años 1580 a 1660, creo. No sé si son exactamente esas fechas.

»Los coleccionistas tienen siempre manías parecidas. Fuera de eso son seres bastante normales. Estos Pinwells, como ya sabrá usted, tienen varias excentricidades. Por ejemplo, Lady Maud —se interrumpió para atender al juego— tiene ojeriza a los gatos y a los eclesiásticos… ¡Ah! Y a los que tienen los dientes grandes. En cierta ocasión le oí gritar desde el extremo de una mesa muy concurrida: “¡Cierre la boca, señorita Smith, sus dientes son amarillos como zanahorias!”. Sin embargo, conmigo se ha comportado siempre con extrema cortesía, tiene aficiones literarias y le gustaría reunirnos en su salón, pero prohibiendo mencionar ningún pastor o arzobispo, porque se descompone. Es una manía familiar que data, creo, de los tiempos de Carlos I. —Volvió a jugar—. Siempre me ha gustado conocer los gustos de los abuelos de nuestros prohombres. Creo que sus descendientes heredan estos caprichos aumentados y además son más limpios. Y que conste que al decir que ahora son más limpios no quiero insultar a Lady Barborugh —rio y llamó a su esposa—: ¡Hilda! ¿Crees tú que Su Señoría se bañaba?

 

—No me atrevería a asegurarlo, Hugh —repuso, irónica, la señora Elliot—, pero usando ropa de terciopelo en el mes de agosto… casi no se da uno cuenta.

Prefería por lo visto hablar a jugar, porque dirigiéndose a Pepper dijo:

—¡Usted gana! Mi juego es peor de lo que imaginaba. Se acercó más al señor Wilfred Flushing, el recién llegado.

—¿Le gusta esto? —Y señaló una vitrina con cruces de metal, joyas, trozos de bordados y diversas muestras de la artesanía de los indígenas, expuestas para tentación de los turistas.

—Falsas imitaciones —dijo el señor Hughling sin vacilar—. Lo que está bastante bien es esta alfombra —dijo, levantando la punta de una que estaba a sus pies—; no es que sea muy antigua, pero… Alice, préstame tu broche, por favor. —Una señora que leía junto a él se desprendió un broche y lo alargó al señor Hughling, sin levantar la vista de la lectura, teniendo el señor Elliot que suspender la reverencia que esperaba hacerle—. Vea la diferencia entre el trabajo antiguo y el de ahora.

Probablemente, si la señora Hughling no hubiera estado tan absorta en la lectura, hubiese reído al oír la definición de Lady Barborugh, tía abuela suya. Pero estaba tan absorta que no oyó nada.

El monótono tic-tac del reloj pareció detenerse a toser al dar unas campanadas. Eran las nueve. Esto despertó a algunos huéspedes adormilados en las cómodas butacas y distrajo la atención de otros que hablaban en grupos. Eran comerciantes, funcionarios del Estado, oficiales, etc., sin preocupación aparente alguna. Un abejorro distrajo la placidez del vestíbulo revoloteando con su familiar zumbido por encima de los altos peinados de las señoras que nerviosamente levantaban las manos protestando de aquella intromisión. Hirst y Hewet hacía largo rato que permanecían en silencio. Al sonar las campanadas del reloj dijo Hirst:

—Parece que el género humano da señales de vida… Como me desagradan las mujeres gruesas, las encuentro absurdas, groseras, intolerables.

Al no conseguir respuesta alguna de Hewet, varió de tema, y se redujo a pensar en sí mismo, en la ciencia, en Cambridge, en Helen. ¿Qué opinaría de él? Y con este pensamiento fue adormilándose.

Hewet se colocó cuidadosamente el monóculo y dio una sacudida a su amigo. Éste le miró pensativo.

—¿Cómo te encuentras, Hirst?

La respuesta de éste no pudo ser más desconcertante.

—¿Estás enamorado, Hewet?

—No seas tonto —fue la primera respuesta que se le ocurrió; pero después fue poniéndose serio, diciendo casi con un murmullo—: No sé… será cuestión de pensarlo.

—Si todos pensaran —y al decir esto, Hirst paseó la mirada a su alrededor—, la vida y el mundo serían más dignos y atrayentes.

Hewet no encontró a Hirst en el punto conveniente para la confidencia, y dijo:

—Voy a dar una vuelta.

—Acuérdate de que la noche anterior no hemos dormido —le recordó Hirst con un bostezo inverosímil.

—Sí, pero tengo ganas de respirar un poco el fresco.

Había pasado la tarde preso de una inexplicable inquietud sin poder concentrar el pensamiento. Sentía la misma sensación que si le hubiesen interrumpido en el momento álgido de una conversación interesante. Tenía precisión ineludible de continuar un diálogo, no sabía cuál ni con quién. Repasó en su memoria. La única persona con quien habría tenido conversación que pudiera interesarle sería con Rachel. ¿Por qué sentía la necesidad apremiante de seguir hablando con ella? Hirst calificaría sin duda aquel estado de amor y sin embargo no lo era. Él no amaba a Rachel. ¿Se iniciaba el amor por el deseo de hablar con una muchacha? No, Hewet había sentido siempre el amor como una sensación física bien definida y sin embargo ahora esa sensación estaba completamente ausente de él. Ni siquiera encontraba a Rachel atractiva. Comprendía que tenía una personalidad fuera de lo corriente, era joven, carecía de experiencia y tenía ansia de saber.

Entre ambos habían hablado con más franqueza y confianza de lo que era corriente. Siempre le había gustado hablar con las muchachas, y aquél era probablemente el motivo que lo impulsaba hacia ella.

El bullicio y la animación del baile les habían permitido iniciar solo la conversación. ¿Qué haría en aquellos momentos? Tal vez reclinada en una hamaca contaría las estrellas. A Helen la veía en una butaca contemplando sus finas manos… No; probablemente estarían contándose sus impresiones acerca del baile. ¿Y si el padre de Rachel había llegado en uno de los buques anclados en la bahía, y terminaban las vacaciones de la joven?… ¡No! Era intolerable que se marchase conociéndole tan poco.

—¿Cómo puedes tú saber la realidad de tus pensamientos, Hirst?

Pero su amigo no estaba en condiciones de darle una respuesta satisfactoria y en cuanto a las demás personas que había a su alrededor, antes le fastidiaban que otra cosa. Dio un profundo suspiro y salió a la terraza. Lo primero que hizo cuando quedaron a su espalda las puertas del vestíbulo fue orientarse en dirección a la villa de los Ambrose. Por fin creyó ver la orientación que buscaba en una luz más alejada, como si estuviera situada en lo alto de una cuesta y al encontrarla quedó más tranquilo. Parecía que toda la incoherencia de sus pensamientos se había estabilizado. Cruzó la ciudad hasta llegar al muro que separaba los dos caminos. Desde allí se oía perfectamente el ruido de la resaca. La mole oscura de las montañas se destacaba del azul cielo; no había luna pero sí estrellas a millares. Pensó regresar, pero la luz de los Ambrose, que se había triplicado, le impulsó a seguir adelante. Ahora estaba seguro de que Rachel no se había acostado todavía. Sin darse cuenta de lo veloz de su marcha, pronto se encontró ante la puerta de hierro del jardín. La abrió y siguió adelante. A su vista apareció la silueta de la casa y la oscura veranda sobre la terraza. Se detuvo indeciso. Oyó a su espalda un ruido de latas. Siguió hacia adelante guiado por las luces que supuso darían al comedor. Escondióse cerca de la esquina de la casa junto a una enredadera. A los pocos segundos percibió una voz que por su continuidad le pareció la de alguien que leía en voz alta. Apartando las hojas que le molestaban, acercóse algo más. Parecía la voz de Rachel. Entró en el cuadro de luz que la abierta ventana proyectaba sobre la veranda y pudo oír claramente:

«Y allí, desde los años 1860 a 1895 transcurrieron los días más hermosos de la vida de nuestros padres. Allí nació el 1862 mi hermano Mauricio, que fue la alegría de los suyos, como parecía destinado a serlo de cuantos le tratasen». El tono de las palabras denotaba el final de un capítulo. Hewet volvió a la sombra. Hubo una larga pausa. Oyó un ruido de sillas. Estaba decidido a regresar, cuando dos sombras se recortaron en la ventana y oyó la voz de Helen: