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100 Clásicos de la Literatura

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La música volvía a empezar, y Hirst se dedicó a pasear la vista por el salón, buscando a Helen. Se daba cuenta de que, a pesar de sus esfuerzos, la cosa no marchaba bien.

—Me encantaría prestarle algunos libros —dijo, abrochándose los guantes y levantándose—. Ahora la dejo, ya volveremos a vernos.

Levantóse y se alejó. Rachel paseó la vista a su alrededor, como una criatura rodeada de personas desconocidas. Estaba sofocada e irritada. Empujó una de las puertas y salió a la terraza. Tenía los ojos llenos de lágrimas de coraje e indignación.

—¡Maldita sea! —dijo, usando una de las frases predilectas de Helen—. ¡Maldito insolente!

Estaba en la terraza, bañada en la luz que salía a raudales por las ventanas del salón. Las sombras macizas de los árboles se elevaban ante ella. A sus oídos llegaba claramente el sonido de la música. «¿No me compensarán estos árboles la grosería de Hirst?», díjose en voz alta. Se imaginaba ser una princesa persa huida de la civilización. A caballo sobre las montañas haría que sus damas cantasen para ella, lejos de la vista de seres humanos. Una sombra alta se interpuso ante ella. Una puntita roja rompía la negrura de su silueta.

—¿Es usted, señorita Vinrace? —preguntó Hewet, intentando ver su rostro en la contraluz—. ¿Ha terminado de bailar con Hirst?

—Me ha puesto furiosa —dijo Rachel con vehemencia—, nadie tiene derecho a ser un insolente.

—¿Insolente? —repitió Hewet, retirándose el cigarrillo de la boca, sorprendido—. ¿Hirst insolente?

—Sí —repitió—. ¡Insolente!

Exactamente no sabía el motivo de su furia contra Hirst. Con un esfuerzo se rehizo.

—Bueno, ¡a lo mejor es que yo soy algo tonta! —E hizo ademán de volver al salón.

Hewet la retuvo.

—Por favor, explíquese —rogó—. Estoy seguro de que Hirst no quiso ofenderla.

A Rachel le costaba hacerse entender. Las palabras de dolce far niente le martilleaban el cerebro y la cohibían. La superioridad intelectual de Hirst resultaba una agria experiencia. Paseaba por la terraza con Hewet y prosiguió con amargura:

—Las gentes que no se comprenden, deberían vivir separadas; de lo contrario, sale a relucir todo lo que tenemos de malo.

A Hewet le habían aburrido siempre las conversaciones sobre la incompatibilidad de los sexos. Le sonaban a falso. Como conocía a Hirst, comprendió en seguida lo sucedido. Interiormente se divirtió, pero procuró borrar la mala impresión recibida por la muchacha.

—Ahora le aborrecerá usted y esto no está bien. Hirst es un buen muchacho, pero incapaz de modificar sus puntos de vista, por muy equivocados que éstos sean, y lo son —le vino un acceso de risa que no pudo contener.

Rachel le miró extrañada, y viendo lo ridículo de su enfado, se unió de buena gana a las carcajadas del muchacho.

—Cuando vuelva a verle le diré: Es usted tan feo, físicamente, como repulsivo intelectualmente, señor Hirst.

—Así, así —rio Hewet—; ése es el modo de tratarle.

Tiene usted que disculparle y compadecerle. Vive en un mundo imaginario, como si contemplase la vida por medio de un espejo. Su mundo está elegantemente amueblado y tapizado con lujo y mucho colorido. Ahí se pasa horas y horas hablando de filosofía, de religión, de su hígado, de su corazón y del de sus amigos. ¿Cree que un ser así ha de hallarse en su ambiente en un baile? El lugar con que sueña es más íntimo, más recogido. Para mi gusto, demasiado lúgubre, pero respeto sus gustos. Lo toma todo con una seriedad extrema.

Rachel, ante la descripción de Hewet, sintióse interesada, olvidó sus resentimientos y sintió cierto respeto por Hirst.

—¿Es tan inteligente como usted dijo?

—Más, sabe mucho más de lo que a primera vista parece.

Al pasar junto a una de las ventanas vieron a Pepper escribiendo en una mesita.

—Ahí está el señor Pepper escribiéndole a su tía —dijo Hewet—. Por lo visto, debe ser una persona muy extraña, a sus 85 años han de sacarla a pasear al New Forest… ¡Señor Pepper! —llamó dando unos golpecitos en los cristales.

—Probablemente lo estará esperando la señorita Allan. Al volver a pasar ante las ventanas del salón de baile, el ritmo de la música era irresistible.

—¿Qué, nos lanzamos? —preguntó Hewet.

Se dejaron llevar por el compás de la música. El hielo entre ambos se había fundido. Era medianoche y el baile estaba en todo su apogeo. El jardín aparecía animado por parejas que reposaban en el aire embalsamado de la noche. Las señoras Elliot y Thornbury se hallaban sentadas bajo una palmera, custodiando abanicos, broches y pañuelos de distintas jovencitas. De vez en cuando cambiaban un ligero comentario.

—¡Qué feliz es la señorita Warrington! —dijo una de ellas con un suspiro—. Él tiene mucha personalidad.

—Eso es lo más necesario —aprobó la señora Elliot, y añadió al ver pasar a Hirst del brazo de la señorita Allan—: Ese joven _es muy inteligente.

—Sí, pero no parece fuerte —opuso su compañera—. ¿Quiere que se la guarde? —dijo al ver pasar a Rachel mirando una cinta de su traje, que se desprendía.

—¿Se distraen ustedes? —preguntó Hewet, que acompañaba a la muchacha.

—Esto trae otros recuerdos —suspiró la señora Thornbury—. Tengo cinco hijas y a todas les encanta bailar. A usted también le gusta, ¿verdad, señorita Vinrace? —Y sonrió a Rachel con ternura maternal—. A su edad me ocurría a mí lo mismo. Siempre rogaba a mamá que esperase otro baile más…

—Parece que tienen bastante que contarse —dijo la señora Elliot, viendo alejarse a la pareja—. ¿Recuerda usted la excursión? Él fue el único que logró sacarle alguna palabra.

—Su padre es un hombre muy interesante —dijo la señora Thornbury—. Posee una de las empresas navieras más fuertes en Hull. Ya recordará usted su magnífica réplica a Mr. Asquith cuando las últimas elecciones. Es una gran cosa encontrar un hombre de su experiencia entre los más decididos proteccionistas.

A la señora Thornbury le hubiera satisfecho más hablar de política que de los asistentes a la fiesta, pero la señora Elliot contestaba a todo aquello como si le hablasen de la luna. Lo único que se le ocurrió decir, referente a política, fue:

—Me escribe mi cuñada que en Londres hay una verdadera invasión de ratas y que el Ayuntamiento toma el asunto con una calma incomprensible. Claro, no me extraña que a ella le parezca calmosa la actitud oficial, porque mi cuñada es un nervio. Un verdadero nervio y tiene una naturaleza de hierro —al decir esto recordó su falta de fuerzas y se calló, suspirando.

—¡Qué cara más expresiva! —dijo la señora Thornbury al observar el mohín de Evelyn, que no podía sujetarse una flor sobre el busto.

Evelyn, comprendiendo la inutilidad de sus esfuerzos, optó por colocar la flor en la solapa de su acompañante. Era éste un muchacho alto, de aspecto melancólico, que recibió la flor con agradecimiento.

—Se cansa la vista —dijo la señora Elliot, que seguía las evoluciones de las parejas.

Saliendo de entre la multitud, Helen se acercó a ellas, sentándose a su lado, al tiempo que preguntaba sonriente y agitada:

—¿Puedo sentarme? Gracias. Debería avergonzarme de tanto bailoteo, a mi edad.

Rio, y su belleza, excitada y arrebolada, resplandecía como nunca, atrayendo la simpatía de las dos señoras.

—Me estoy divirtiendo enormemente —dijo entrecortadamente—. ¿No es hermoso tanto movimiento?

—Nada hay comparable al baile, cuando se sabe bailar bien —dijo sonriente la señora Thornbury.

—Yo bailaría eternamente, por el mero placer de la danza; hay que dejarse llevar con soltura, abandonarse en los brazos de la pareja para bailar y no hacer falsos melindres.

—¿Ha visto usted esos ballets rusos? —empezó la señora Elliot.

Pero ya Helen había visto acercarse a su pareja y se levantó como un hada salida de un cuento maravilloso. Las dos damas la siguieron mientras danzaba, sin poder por menos que admirarla, a pesar de encontrar algo absurdo que a su edad la hiciera disfrutar todavía la danza.

En cuanto terminó aquel baile, Hirst, que acechaba la oportunidad, se acercó a Helen.

—¿Me permite que hablemos un poco? —rogó—. Me siento incapaz de bailar —y la llevó a un ángulo aislado donde había dos butaquitas.

Estuvieron callados hasta que Helen hubo reposado algo de la agitación del baile. Ante ellos pasó una pareja. Él era alto y grueso. Apoyada en su brazo iba una señora ridículamente ataviada y muy empolvada, a la que costaba grandes esfuerzos poder andar dentro de su ajustada funda. Ambos rieron a la par.

—¿Qué deben pensar esos pobres seres? ¿Qué deben sentir? A mí me asquean, ¿no le sucede a usted también? —preguntó Hirst.

—Yo me propongo siempre no concurrir a esta clase de fiestas, pero sin embargo rompo siempre mi juramento —dijo Helen.

Se reclinó, riendo, sobre el respaldo de su butaca, al propio tiempo que observaba a Hirst. Éste estaba francamente contrariado y bastante excitado.

—De todos modos —resumió con engreimiento—, hay que conformarse con que no pasen de cinco las personas con las que se puede hablar.

El reposo y la tranquilidad habituales volvían a brillar en el rostro de Helen.

—¿Cinco personas solamente? —dijo—. Yo hubiera dicho que había más.

—Ha tenido usted mucha suerte… o quizás haya tenido poca. ¡Quién sabe! —dijo Hirst—. ¿Cree usted que soy difícil de comprender? —preguntó bruscamente.

—Lo mismo que a usted, les sucede a muchos jóvenes —contestó Helen eludiendo la respuesta directa.

—Además, dicen que tengo talento, más que Hewet… que soy una gran promesa. Pero eso no es lo mismo que ser inteligente, y son cosas que la familia no las comprende —terminó amargamente.

 

Helen creyó indicado preguntarle:

—¿No se lleva usted bien con su familia?

—¡En absoluto! Quieren que sea Par del reino o Consejero privado. Esa ha sido la causa de mi viaje. He venido a decidirme entre ir al foro o a Cambridge —siguió con su aire petulante—. Ambas cosas tienen su pro y su contra, pero me inclino por Cambridge. Todo eso —y señalaba la sala de baile con un amplio ademán— me repele. No tengo tanta propensión al afecto como mi amigo Hewet. Estimo verdaderamente a muy pocas personas. Comprendo que mi madre vale mucho en ciertos aspectos; en otros, por el contrario, es incomprensiva… Sé que en Cambridge llegaré a ser rápidamente una figura; pero, sin embargo, hay razones por las que no desearía verme allí —calló—. ¿Me encuentra usted pesado, verdad?

Su voz había sufrido un cambio. Había pasado de ser la de un amigo que cuenta sus confidencias, a la convencional de un hombre en una reunión.

—En absoluto —contestó Helen rápidamente—. Me gusta oírle.

—¡No puede usted imaginar —dijo Hirst con emoción— lo que significa encontrar alguien con quien poder hablar y que sepa comprendernos! En cuanto la vi pensé que usted sería, tal vez, una de esas personas que saben comprender. Mucho quiero a Hewet, pero no solo no me entiende, sino que no tiene ni la más remota idea de cómo soy. Es usted la única persona que he encontrado que parece tener comprensión para mi forma de pensar.

Se inició un bailable. La Barcarola, de Hoffman, y Helen seguía el compás con el pie, pero comprendió que después del cumplido que acababa de dirigirle Hirst no podía abandonarle. Además, le atraía el sincero engreimiento del muchacho. Su intuición femenina le decía que se sentía desgraciado, y ella se hallaba pronta a recibir sus confidencias. Suspiró:

—Soy muy vieja.

—Lo extraño es que a mí no me lo parece —contestó él—. Me siento junto a usted como si tuviéramos ambos la misma edad. Más aún —y al decir esto la miraba como buscando alientos—. Me inspira tal confianza que puedo hablarle como lo haría a un hombre. Las relaciones entre distintos sexos… —Al decir esto un ligero rubor cubrió su rostro.

Ella le devolvió el aplomo al decir.

—Desearía que prescindiera de tales diferencias.

La cortedad desapareció de su rostro.

—¡Gracias a Dios! Podremos hablar como dos seres civilizados.

Verdaderamente, la invisible barrera que antes parecía separarles había desaparecido. Así les fue posible tocar temas que son eludidos entre hombre y mujer y a los que solo se hace referencia ante el médico o cuando ronda la sombra de la muerte. En cinco minutos le contó toda su vida. Aunque joven, su vida era larga, por concurrir en ella numerosos incidentes, y esto les llevó a discutir los principios sobre los que se asienta la moralidad y otros asuntos que en una sala de baile hubieran tenido que hablarse a media voz para no escandalizar a los vecinos. Cuando ya Helen no ponía tanta atención en la conversación, pues el deseo de bailar volvió a aguijonearla. Hirst se levantó, exclamando:

—Así pues, no hay razón alguna para tanto misterio.

—Sí, hay una… y es que somos ingleses.

Al cruzar del brazo de Hirst el salón donde las parejas bailaban con mucha dificultad, el espectáculo del conjunto había perdido mucho de su vistosidad. Muchos estaban despeinados y sudorosos y resultaban ridículos en su desaliño. Lo nuevo de su amistad y lo amplio de la conversación sostenida les abrió el apetito y fueron hacia el comedor, que aparecía bastante concurrido.

Al entrar se cruzaron con Rachel, que se dirigía a bailar con Arthur Venning. Estaba sonrosada y contenta. Helen se dijo que viéndola así resultaba mucho más atractiva que la mayoría de las muchachas de su edad. Hasta entonces no se había dado cuenta de ello.

—¿Te diviertes? —le preguntó deteniéndola.

—La señorita Vinrace acaba de confesarme —intervino Arthur— que no hubiera creído jamás que un baile fuese tan delicioso.

—¡Sí! —dijo Rachel vehemente—. ¡He cambiado por completo mi opinión sobre la vida!

—Eso no es nuevo. Cada día tiene una opinión distinta sobre la vida. Creo que usted es la persona que yo necesito —dijo dirigiéndose a Hirst—. Podría ayudarme a completar su educación. Se ha criado poco menos que en un convento. Su padre es un ser absurdo. Yo he hecho cuanto ha estado a mi alcance, pero no es suficiente. Soy mujer y precisaría de la ayuda de un hombre. Podría usted hablarle a ella, pero hablarle como lo hace conmigo.

—Dudo que pueda hacerlo —dijo Hirst—. Esta noche lo he intentado, pero temo no haberlo conseguido. Carece por completo de experiencia. He prometido prestarle a Gibbon.

—No es exactamente lo que necesita —opuso Helen—. Es la propia vida, ¿no comprende? Lo que se vive y se siente realmente, aunque se intente ocultarlo. Eso es siempre mejor que lo que se intenta aparentar y tiene mayor interés.

Miró hacia una mesa cercana donde dos parejas bromeaban y reían con chabacanería, hablaban excesivamente fuerte y una de las muchachas se abanicaba simulando un falso rubor ante las insinuaciones de mal gusto de sus compañeros. Era un espectáculo poco agradable.

—Parece que ahora importa poco el punto de vista de los demás —dijo señalando la mesa que había estado observando.

Pero Hirst discrepaba de esta opinión.

—En nuestro tiempo no hay nada tan importante como la educación de la mujer. Es más, creo que el porvenir de la Humanidad depende exclusivamente de esto.

Entretanto, en el salón, las parejas se disponían a bailar un rigodón.

Arthur y Rachel, Susan y Hewet, la señorita Allan y Hugh Elliot se encontraban reunidos. La señorita Allan miró el reloj.

—¡La una y media! —exclamó— y mañana tengo que despachar a Alexander Pope.

—¡Pope! —Gruñó Elliot—. ¿Y cree que hay quien se tome el trabajo de leerlo? Tendrá que convencerse usted de que se hace más en provecho de la Humanidad bailando que escribiendo.

Ésta era una de las posturas favoritas de Elliot, demostrar que no había nada tan digno como la danza, ni tan abominable como la literatura. Así intentaba hacerse amable a la juventud y demostrarles que, a pesar de estar casado «con una funeraria ambulante» y ser un poco pálido y encorvado bajo el peso de la ciencia, tenía tanta vitalidad como el más joven.

—Eso es cuestión del cocido diario —contestó con calma la señorita Allan.

Pero como precisaban de ella, tomó posición en el lugar que le correspondía.

—Ahora debe usted saludarme, señor Hewet —dijo demostrando ser la única que conocía las posturas del baile.

Después del rigodón sonó un vals y a continuación una polca. Al llegar aquí ocurrió algo inesperado. La música, que había sonado a intervalos regulares, cesó de pronto. La joven ejecutante envolvía el violín en un gran pañuelo de seda y el caballero lo depositaba en su estuche. Inmediatamente viéronse rodeados de parejas que en inglés, francés y español les hablaban implorantes. El músico se levantó el cuello del abrigo y sacó una bufanda de seda roja, que estropeó el conjunto festivo de toda su persona. Los músicos tenían un aspecto triste. Estaban pálidos, ojerosos, cansados, aburridos, deseando tan solo comer algo y dormir descansados. Rachel era una de las que con más fervor rogaba que continuasen. Ellos rehusaron, y con gesto fatigado salieron del salón. Rachel ojeó las músicas que había al alcance de su mano. Todas venían a servir igual tema. Amor perdido, Inocencia de juventud, penas y obstáculos imposibles que separaban a los enamorados. Comprendía que llegasen a cansarse y aburrirse de repetir lo mismo. Ejecutó al piano algunos compases, aires religiosos y fragmentos de Wagner y Beethoven a un compás más ligero. Volvieron a empezar los ruegos de los bailarines, pero esta vez dirigidos a ella, que acabó por consentir. Su repertorio de danzas terminó pronto, y la emprendió con Mozart. Todos se detuvieron. Aquello no era un baile; pero Rachel, segura de la melodía, marcaba el ritmo con valentía para simplificar los pasos.

Helen adivinó su pensamiento, y cogiendo a la señorita Allan entre sus brazos, salió dando vueltas deslizándose por la sala como un hada.

El ritmo cambió a un minueto y Hirst salió con increíble ligereza. Hewet lo imitó uniéndose a la señorita Allan, que giraba graciosamente. Una vez comprendido el ritmo de la música, la danza les resultaba mucho más placentera. Todos fueron reuniéndose al alboroto general.

Al día siguiente hubo quien criticó aquella segunda parte; pero cuantos habían tomado parte en ella dijeron que había sido la más divertida.

Lentamente, las luces de la sala fueron brillando con menos intensidad. Instintivamente, todas las miradas se dirigieron hacia las ventanas. Amanecía. Sobre un fondo amarillento se perfilaban las montañas, mientras el cielo iba aclarando su azul.

—¡Qué pobres resultan las luces! —dijo Evelyn con tristeza—. Y nosotros también…

Los caballeros despeinados y las joyas llamativas, tan atractivas con las luces del salón, quedaban ahora desplazadas; los rostros femeninos, con su maquillaje de tantas horas, resistían mal el contraste, y los reunidos fueron despidiéndose apresuradamente y subiendo a sus habitaciones.

Rachel, a pesar de la falta de auditorio, siguió tocando. Algunos de los bailarines volvieron a entrar, sentándose junto al piano. Había ya la suficiente claridad y las luces fueron apagadas, la atmósfera iba purificándose y los nervios se relajaban.

Alrededor de Rachel se formó un buen grupo. Todos se mantenían silenciosos, sumergidos en sus propias vidas, ennoblecidas bajo la mágica influencia de la música. Cuando Rachel cesó de tocar, Susan se levantó emocionada.

—Adoro la música —dijo—, y ésta ha sido la noche más feliz de mi vida. Interpreta usted todo lo bello que no puede explicarse con palabras. —Giró la vista a su alrededor con algo de azaramiento—. Han sido ustedes muy amables todos. Muchas gracias.

Y se retiró. La reunión había terminado.

Helen y Rachel, en la puerta, envueltas en sus capas, esperaban encontrar un carruaje que las condujera.

—Creo que van a tener que dormir aquí —dijo Hirst, que regresaba de buscar inútilmente un coche.

—¡Oh, no! —dijo Helen—. ¡Andaremos!

—¿Nos permiten acompañarlas? —rogó Hewet—. De todos modos, a esta hora no nos acostaríamos. ¿Ustedes saben lo que significa acostarse ahora y no ver más que el lavabo cuando existen paisajes como éste?

—¿No es allí donde viven ustedes? —preguntó Hirst.