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100 Clásicos de la Literatura

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Sobre el nuevo tema establecióse una discusión, y la señora Thornbury dio una completa conferencia. Resultaba jocoso verla erguirse para asegurar que tal medio de locomoción sería de gran utilidad para Inglaterra en caso de una nueva guerra.



—Si yo fuera joven me enrolaba en la aviación… ¡Estamos muy atrasados! —suspiró con los ojos iluminados al evocar su propio gesto.



La conversación fue languideciendo hasta que la señorita Allan, que se había sentado de espaldas a la derruida construcción, exclamó, quitándose un bicho del cuello:



—Estoy llenándome de hormigas.



Se originó un pequeño revuelo. Los bichitos descendían por la pared en largas hileras.



—¿Pican? —preguntó Helen.



—Eso no, pero infestarán la comida —y tomaron precauciones para evitar tal contingencia.



Hewet tuvo una idea. Colocaron el mantel extendido en el suelo. Era el territorio que había que defender. A su alrededor formaron una trinchera con cestos, botellas, botes de sal y en cuanto entraba una hormiga se dedicaban a balearla con migas de pan. Esto quitó un poco de rigidez entre los comensales y la reunión fue haciéndose más cordial, y hasta el señor Perrot, previo el consabido «permítame», se atrevió a coger una hormiga del cuello de Evelyn.



—A mí me haría muy poca gracia que estos animalitos se introdujeran entre la piel y la ropa interior —dijo la señora Elliot.



Una serie de carcajadas acogió la invasión de las hormigas por un lado no atacado todavía. Si el éxito de la excursión se medía por las carcajadas, no se podía negar que éste era completo. Pero Hewet, sin saber por qué, se sentía deprimido y profundamente insatisfecho.



Algo alejado, contempló al grupo recogiendo los utensilios y pensó: «Sí, son amables… atentos, pero vulgares, espantosamente vulgares… ¡qué refinada crueldad usan los unos con los otros! La señora Thornbury, dulce y trivial en su materno egoísmo; la señora Elliot, en perpetuo descontento, y su esposo… ¡Bah! Uno más entre muchos. Susan, sin personalidad alguna; Venning, engreído, crudo y brutal, alardeando de infantil franqueza; Thornbury, un hombre autómata rutinario; Evelyn… bueno, a ésta cuanto menos se la conozca mejor». Ésa era, por lo menos, la opinión formada por Hewet. «Sin embargo, ésta es la gente que tiene dinero y los que manejan las riendas del Poder en el mundo. Si colocamos entre ellos alguien con inteligencia, energía y vitalidad, que ame la vida y la belleza… ¡qué agonía más triste le espera si quiere competir con ellos en lugar de coger un látigo y purificarlos a golpes!». Su revista mental se detuvo en Hirst, que, con el ceño fruncido, como era costumbre en él, pelaba un plátano: «Es más feo que el vicio y parece como si de su fealdad tuviéramos la culpa los demás». Llegó hasta él la risa argentina de Helen, que decía a la señorita Allan: «¿Y con ese calor usa usted combinación?». Helen le gustaba a Hewet una barbaridad y no solo por su belleza, sino por su sencillez, que la hacía destacarse sobre todos; al contemplarla, su ceño se suavizó. Después su vista recayó sobre Rachel, que, algo distanciada y apoyada sobre un codo, parecía meditar como él. Miraba el grupo con algo de tristeza. Hewet se acercó a ella de rodillas, sosteniendo en la mano un pedazo de pan.



—¿Qué mira, señorita Rachel?



Un poco sobresaltada, pero sin vacilar, contestó:



—Los seres humanos.





XI





Fueron formándose grupos; Hugh Elliot y la señora Thornbury, que habían leído los mismos libros y se hallaban interesados por idénticas cuestiones, se daban informes sobre la armada y el ejército, partidos políticos, economía, y estaban de acuerdo en que América era el país del futuro. Evelyn M. les escuchaba atentamente.



—¡Cómo desearía ser un hombre! —exclamó, sobresaltando a los conversadores.



El señor Perrot admitió que un país con un futuro brillante era una posibilidad digna de tenerse en cuenta.



—Si yo estuviera en su lugar —dijo Susan—, formaría un ejército, conquistaría un territorio americano y lo haría fructificar. Para eso necesitaría mujeres y yo podría ser una de ellas. Grandes casas con inmensos vestíbulos y solo personas que merecieran el nombre de tales… pero a usted le interesan solo las leyes.



—¿Y no echaría usted de menos los trajes bonitos, las chucherías y todo cuanto hace la felicidad de la gente joven? —preguntó Perrot intentando con su ironía ocultar cierto despecho.



—No soy una niña, y menos una niña tonta —exclamó vivamente Evelyn, mordiéndose el labio—. ¿Se ríe usted de mí porque me gusta lo hermoso y lo monumental? ¿Por qué no serán los hombres de hoy como Garibaldi?



—Escuche, Evelyn —dijo Perrot, conciliador.



—¿Quiere usted empezar de nuevo? Bueno, pero le advierto que lo comprendo perfectamente. Todos los territorios están ya conquistados, ¿no? No me he referido a una porción de tierra en concreto —especificó Evelyn—. Es una idea, ¿comprende? Vivimos generalmente una vida tan sosa y monótona… y ustedes, por ejemplo, llevan tanto bueno en su interior…



Hewet, que les observaba, vio el temor y la pena reflejados en el rostro de Perrot. Probablemente, en aquel momento estaba calculando si con el sueldo de 500 libras al año podía acercarse a una mujer con propósitos matrimoniales. No poseía más capital que su carrera y debía sostener a una hermana inválida. Además, Perrot tenía perfecta conciencia de que no pertenecía al grupo de sus amigos. Su origen había sido humilde. Era hijo de un tendero de Seedsy. De pequeño había llevado enormes cestos sobre su cabeza, y aunque ahora era un verdadero «señor», un observador cuidadoso hubiera notado en él cierto temor de que se pusiese de manifiesto su origen modesto. Su persona resplandecía siempre de impecable limpieza. Cierta timidez en sus modales era recuerdo de los días de estrecheces y sufrimientos.



Los grupos tomaban distintas posiciones para admirar el paisaje maravilloso. El calor había levantado una neblina sobre la ciudad que impedía distinguir desde aquella altura los tejados de las viviendas. En la cima de la montaña el calor apretaba, a pesar de soplar un ligero vientecillo. El inmenso espacio que les rodeaba, la buena comida y otras causas no bien definidas, producían un feliz estado de somnolencia que les mantenía silenciosos y satisfechos.



—¿Quiere que vayamos a contemplar el paisaje desde allí? —propuso Arthur a Susan, y la pareja se alejó en dirección contraria al resto del grupo.



—¿No le parece un poco extraña la reunión? —preguntó Arthur—. Creí que no llegaríamos hasta aquí y no me lo hubiera perdonado nunca… ¡Perderme este espectáculo!



—No me gusta el señor Hirst —dijo Susan, como si expresase un pensamiento íntimo—. No dudo que sea un gran talento… pero si todos los hombres de talento son como él… Tratándole a fondo, será, probablemente, agradable —prosiguió como queriendo desvirtuar la crudeza de su primera opinión.



—Es un intelectual —dijo Arthur, displicente—; tendría que oír sus conversaciones con Elliot, a mí me resultan incomprensibles, claro que tampoco fui nunca una lumbrera para los estudios.



Entre frases cortadas y pausas largas, llegaron al final de otra pequeña cuestecita sombreada por varios árboles.



—¿Nos sentamos? —propuso Arthur, después de girar la vista en derredor—. A la sombra se está muy a gusto y la vista es magnífica.



Se sentaron y estuvieron durante un rato contemplando el paisaje en silencio.



—A veces envidio a los intelectuales —dijo Arthur—; ellos, por lo menos… —dejó la frase sin terminar.



—No veo qué puede envidiarles —comentó Susan.



—Verá, a veces las cosas, porque sí, salen todas bien y entonces nos parece que todo lo sabemos y podemos. Pero, de pronto, comprendemos que no sabemos absolutamente nada de nada. Se encuentra uno súbitamente aturdido y todo es completamente distinto de como lo había visto hasta entonces. Hoy es uno de esos días, lo he notado mientras marchaba detrás de usted durante la ascensión. Usted ha causado un trastorno en mi existencia habitual —dijo atropelladamente—, y eso se inició en el momento de conocerla porque… porque te amo, Susan.



Antes de que Arthur llegara a pronunciar estas palabras, Susan se sintió invadida por una íntima emoción que le cortaba el aliento y parecía poner los más íntimos sentimientos de su ser al descubierto. Era una sensación grata y dolorosa al propio tiempo. El corazón le latía con violencia y no sabía qué decir. Estaba con las manos entrelazadas y miraba ante ella sin ver.



Así, pues, era cierto. Acababa de recibir una proposición matrimonial… Arthur la miraba y en su rostro había una mueca extraña. Susan seguía sin poder articular palabra.



—Podías figurártelo —dijo al tiempo que la estrechaba entre sus brazos, murmurando frases de cariño. Arthur se reclinó sobre el césped.



—Éste es el día más maravilloso de mi vida. —Sus ojos estaban entornados, parecía querer retener aquel sueño y transformarlo en realidad.



Hubo un largo silencio.



—Es lo más maravilloso que existe —dijo Susan con un susurro.



Se refería al hecho de que la declaración había partido de Arthur, el hombre de quien estaba enamorada.



Manteniendo la mano de él entrelazada con las suyas, suplicaba a Dios que le dispensase la gracia de ser una esposa modelo.



—¿Y qué dirá el señor Perrot? —dijo, mirando a Arthur.



Éste, que se encontraba completamente feliz, se limitó a decir:



—¡Pobre hombre! Hemos de ser buenos con él, Susan —y le contó lo dura que había sido la vida con Perrot y el afecto que le demostraba. Después le habló de su madre, una señora viuda de carácter violento.



Susan habló también de su familia, especialmente de Edith, su hermana menor, que era a quien más quería… después de Arthur.

 



—¿Qué fue lo que te atrajo de mí en primer lugar? —preguntó de pronto.



—Una tontería… —dijo Arthur, después de pensar unos instantes—. La hebilla del cinturón que llevabas la primera vez que te vi a bordo… y que durante la comida no probaste los guisantes. A mí tampoco me gustan.



La conversación se extendió a los respectivos gustos, mostrando Susan una extraña facilidad para adivinar los de Arthur. Luego siguieron los proyectos. Vivirían en Londres, quizás en el campo, en una casita cercana a la de la familia de Susan. La inteligencia de la muchacha, después de la primera impresión, voló hacia los cambios que la vida le prometía. Entrar en el mundo como una mujer casada y no tener que buscar la compañía de grupos de gente joven para huir de la soledad de su soltería. Su amor hacia Arthur se desbordaba en todos sus gestos y miradas. Volvieron a abrazarse, sin ver que dos personas se acercaban a los árboles que les daban sombra.



—Aquí hay sombra —exclamó Hewet.



Rachel se detuvo como paralizada, en tanto que Susan y Arthur se separaron, sonrojados. La expresión del rostro de la muchacha, a pesar del sonrojo, parecía reflejar solamente una gran felicidad. Los recién llegados se separaron sin pronunciar una palabra. Hewet se sentía intimidado.



—No me ha gustado —dijo Rachel al cabo de unos momentos.



—Ni a mí tampoco —contestó Hewet. Y siguió en un tono algo más indiferente—. Parece que la cosa va en serio. Seguramente habrán entrado en relaciones.



—¿Cree usted que continuarán? ¿Podrá él volar… o se lo impedirá ella? —preguntó Rachel, inquieta. La escena no se apartaba de su imaginación, y prosiguió—: Es una cosa extraña el amor, ¿no le parece?



—Y por lo que se ve, muy importante —asintió Hewet—. Sus vidas cambian para siempre desde este momento.



—Los compadezco —continuó Rachel, siguiendo sus pensamientos—. No representan nada para mí, pero, no sé, el verlo me da ganas de llorar. Es tonto, ¿no?



—Están enamorados, es cierto, y eso siempre me produce emoción —asintió Hewet.



Al llegar a un recodo del senderito vieron un lugar donde poder reposar a gusto y se sentaron. Las novedades distinguen a los días unos de otros, y aquél les resultaba distinto porque acababan de presenciar un cambio de rumbo en la vida de dos semejantes.



—¿No se imagina usted ese enorme terreno lleno de tiendas de campaña? —dijo Hewet, mirando ante sí—. Semeja una acuarela.



Sus ojos se entrecerraban para contemplar mejor la visión, absorta por la magnificencia del panorama que se alzaba ante ellos.



Cuando llegaron a dolerle los ojos de tanto mirar la lejanía, cuya amplitud forzaba su vista más allá de sus límites, se puso a contemplar el suelo a su alrededor. Le resultaba agradable examinar detenidamente estas pulgadas de la tierra de América del Sur, hacerlo con tanta minuciosidad como si quisiera conocer cada una de sus piedrecillas, convirtiéndolas en un pequeño mundo sobre el que le correspondería a ella el supremo poder. Cogió una hoja de hierba y puso un pequeño insecto encima, maravillándose de la extraña aventura que para éste debía suponer y de que hubiera sido elegida aquella hoja, precisamente, entre los millones que poblaban el campo.



—No conozco su nombre de pila, señorita Vinrace —dijo súbitamente Hewet.



—Rachel —contestó ésta.



—Rachel… Tengo una tía que se llama así, puso en verso la vida del padre Damián. Es una fanática religiosa. La criaron en North-Amptonshire, sin ver nunca a nadie… ¿Tiene usted tías?



—Vivo con ellas.



—¿Qué deben hacer ahora? —preguntó Hewet.



—Comprando lana, seguramente —dijo Rachel, pensativa—. Son chiquitas y pálidas, pero muy limpias. Vivimos en Richmond y tenemos un perro tan viejo que solo come la carne y deja los huesos. Van siempre a la iglesia, arreglan sus cosas… —Al llegar aquí lanzó un suspiro y dijo para sí misma—: ¡Parece imposible que todo siga igual!



Dos sombras largas se dibujaron ante ellos.



—Están cómodos, ¿eh? —preguntó Helen.



—¿Hay sitio para nosotros? —solicitó Hirst. Una vez colocados, preguntó—: ¿Han felicitado a la pareja? —Ellos habían presenciado también la misma escena.



—No —respondió Hewet—, parecían muy felices.



Hirst frunció los labios.



—¡Bueno! Mientras no sea yo el novio…



—A nosotros nos conmovió —dijo Hewet.



—¡Qué raro! —dijo Hirst, dirigiéndose a Helen—. Le advierto que hay muy pocas cosas que logren conmoverle.



A Rachel le molestaba aquel tono burlón, pero no encontraba frases para contestarle.



—A él sí que no le conmueve nada —rio Hewet—. Tendría que ser algo así como una utopía juntándose a una realidad…



—Todo lo contrario —protestó Hirst, ofendido—: Me considero un hombre de pasiones fuertes. —Su forma de hablar era seria y parecía dirigirse a las dos señoras.



—¡Oh, Hirst! Temo confesarte algo doloroso. Tu libro. Los versos de tu Wordsworth que cogí de tu mesa al venir y los puse en un bolsillo…



—Se han perdido —terminó Hirst.



—Aunque quizás no llegué a cogerlos.



—No —dijo Hirst—, los tengo yo.



—Menos mal, así no tendré remordimientos.



—Parece como si perdiera siempre las cosas —dijo Helen.



—No es eso, precisamente, señora Ambrose… es que se me extravían. Por eso Hirst se negó a compartir conmigo el camarote cuando veníamos.



—Propongo que cada uno de nosotros haga una sinopsis de su vida —propuso Hirst—. ¿Quiere usted empezar, señorita Vinrace?



Rachel dijo que tenía 24 años, que era hija de un armador de barcos y que su educación había estado poco vigilada. Tocaba el piano, no tenía hermanos y vivía con dos tías en Richmond, desde la muerte de su madre.



—¡Segundo! —dijo Hirst, señalando a Hewet.



—Soy hijo de un caballero inglés y tengo 27 años. Mi padre fue muy amante de la caza del zorro… y en ella dejó su vida. Murió al cumplir yo los diez años. Recuerdo que le trajeron a casa en el preciso instante en que yo bajaba la escalera dispuesto a darme un atracón de mermelada.



—Sintetiza, Hewet, sintetiza —intervino Hirst.



—Me eduqué en Winchester y Cambridge, pero interrumpí los estudios por motivos que no hacen al caso. He hecho muchas cosas, pero no me he dedicado a ninguna profesión determinada. ¿Gustos? Literarios. Estoy escribiendo una novela. Tengo madre y tres hermanas.



—Bien, señora Ambrose, cuando usted quiera.



Helen empezó diciendo que con sus 40 años a cuestas resultaba una vieja entre ellos. Su padre fue procurador en la City y se arruinó. Esto motivó que su educación no fuera todo lo esmerada que ella hubiera deseado; suerte que uno de sus hermanos le proporcionaba lecturas. No quiso extenderse en explicaciones, por no hacer su relato interminable. Casó a los 30 años con un literato y tenía dos hijos, niño y niña.



—Ahora le corresponde a usted —dijo, dirigiéndose a Hirst.



—¡Ha recortado usted mucho! —le reprobó éste—. Me llamo Saint Joan Alarie Hirst —empezó con estudiada tonadilla—. Tengo 24 años y soy hijo del reverendo Sidney Hirst. Vivía en Grat Wappyng, en Norfolk. Ahora estudio en King’s. Mis padres, a Dios gracias, viven todavía y tengo además dos hermanos y una hermana. ¡Ah! Y además soy joven y distinguido —terminó en broma.



—Sí, uno de los tres o cuatro más listos de la Gran Bretaña —comentó Hewet.



—Muy interesante, pero las cuestiones de interés han estado ausentes —dijo Helen—. Por ejemplo: ¿Somos cristianos? ¡Yo no lo soy!



—¡Ni yo! —contestaron a coro Hewet e Hirst.



—Yo sí lo soy —dijo firmemente Rachel.



—¿Cree usted en Dios? —preguntó Hirst, mirándola fijamente.



—Sí creo… creo —tartamudeó Rachel—. Creo en las muchas cosas que no comprendemos, en un solo instante pueden ocurrir imprevistos que cambian el rumbo de una vida.



Helen se echó a reír, pero un ligero malestar les daba conciencia de lo poco que sabían y lo mucho que ignoraban.



—Éstas son las cuestiones que interesan —dijo Hewet—. Lo malo es que pocas veces se ponen sobre el tapete.



Rachel, que difícilmente se avenía a hablar de aquellos temas, insistió esta vez en que sabía perfectamente lo que quería decir.



—¿Han estado alguna vez enamorados?



De nuevo volvió a reír su tía, creyéndola muy tonta o algo atrevidilla.



—¡Rachel, haces como esos perritos que sacan las ropas interiores y las exponen al público!



Un nuevo grupo de sombras se interpuso ante ellos.



—¡Aquí están! —dijo la señora Elliot con tono de malhumor—. Hace rato que les buscamos.



La señora Thornbury señalaba burlonamente su reloj. Hewet recordó que sobre él recaía la responsabilidad de la caravana y se dispuso a congregarlos para tomar el té antes del regreso.



Cuando llegaron al lugar de los cestos vieron a Evelyn y Perrot sujetando las piedras del derruido pabellón. El sol caía a plomo, sin producir sombra y poniendo las manos y los rostros de los excursionistas de distintos tonos de rojo.



—No hay nada comparable a una taza de té —dijo la señora Thornbury, tomando una taza.



—Nada, es verdad —asintió Helen.



Al cabo de un momento apareció Susan y casi instantáneamente y por distinto lugar, Venning. Estaba tan contento que parecía dispuesto a gastarles bromas a todos.



—¿Por qué le han puesto eso a la tumba? —preguntó, señalando la bufanda roja que ondeaba al viento.



—Para que olvide que hace 3,000 años que murió —dijo Perrot.



—Debe ser tremendo estar muerto —dijo Evelyn, estremeciéndose.



—¿Por qué? Yo no lo creo —respondió Hewet—. Es muy fácil imaginárselo, al acostarse pone las manos así —y unía la acción a la palabra—, respire lentamente, sin esfuerzo —se había tendido con las manos cruzadas sobre el pecho—, y vaya repitiendo: Nunca me, moveré ya, nunca… nunca…



Su cuerpo estaba tan completamente inmóvil que la señora Thornbury gritó:



—¡Señor Hewet, eso es horrible!



—Resucite y coma bizcocho, créame —aconsejó Arthur. Hewet, ante tales palabras, se enderezó inmediatamente.



—Les garantizo que no tiene nada de horrible —dijo, agarrando el bizcocho—. Las madres deberían obligar a sus hijos a hacer ese ejercicio todas las noches… y no es que yo mire con gusto a la muerte…



—Y a todo eso ¿con qué autoridad se ha dicho que había allí una tumba? —interrumpió la señora Thornbury—. Los montones en círculo que se encuentran en nuestros antiguos campos ingleses, también se dice que son túmulos, pero, veamos. ¿Dónde guardaban los antiguos el ganado? En aquellos tiempos los rebaños eran el capítulo corriente de todo hombre, fuese o no comerciante.



Como Hugh Elliot, que era quien rebatía sus argumentos estaba ausente, nadie le refutó sus puntos de vista. Hugh apareció súbitamente con un gran pañuelo de algodón de vivos colores, mostrándolo con satisfacción y orgullo.



—¡Una ganga! —dijo muy ufano y extendiéndolo para que todos lo vieran—. Acabo de comprárselo a ese hombre alto de los pendientes. ¿Qué te parece para la señora Raymond Parry, Hilda?



—¡La señora Raymond Parry!



Esta exclamación fue lanzada a la vez por Helen y la señora Thornbury y seguidamente se miraron como si se vieran por primera vez.



—¿Han ido ustedes a sus agradables reuniones? —preguntó la señora Elliot.



Por un momento pareció que aquella cima se había transformado en el salón de la señora Parry. Conocían a las diversas señoras que frecuentaban la casa y esto venía a ser como un lazo de unión que hiciera su naciente amistad más cordial y efusiva. No había tiempo para seguir celebrando aquella coincidencia. Los borricos y los guías estaban dispuestos a reanudar la marcha por temor a que obscureciese antes de llegar al hotel.



La vuelta se inició alegremente. Se cambiaban frases, reían y comentaban los incidentes del día con el mejor humor. Conforme los guías les habían avisado, la noche se echaba rápidamente encima.



El trote de las caballerías retumbaba en los huecos de las montañas. Fueron quedándose silenciosos como si el misterio de la noche cortara a flor de labio las bromas y risas. El camino, cuesta abajo, resultó más corto que a la ida y no tardaron en ver las luces de la ciudad.



Una exclamación salió de todas las gargantas. Una lluvia de fuego habíase alzado en el espacio y volvía a caer convertida en miles de coloreadas chispas.



—¡Un castillo de fuegos artificiales!

 



La elevación de los fuegos les recordaba la marcha ascendente del Amor que se remonta sobre todos los sentimientos humanos.



Susan y Arthur hicieron la vuelta sin hablar, absorto cada uno en sus sueños. Los cohetes cesaron y la obscuridad se hizo más intensa.



Llegaron al punto de partida, donde les esperaban los coches y separáronse con prisas, deseosos de descanso. Como era tarde, a la llegada al hotel no hubo sobremesa y fueron retirándose a sus habitaciones. Hirst fue al encuentro de Hewet, a quien encontró quitándose el cuello de la camisa.



—Supongo que estarás satisfecho, todo ha salido a pedir de boca, ahora que, ten cuidado, no te… (un bostezo intenso) ate esa jovencita… no me hacen gracia las mujeres jóvenes.



Hewet se hallaba tan cansado que ni siquiera contestó. Pocos momentos después dormían todos menos Susan. A ésta le era imposible conciliar el sueño. Se oprimía con las manos el corazón, que parecía haberle aumentado de tamaño, haberse convertido en un sol que irradiaba calor y felicidad, que iluminaba cuanto había a su alrededor. «Soy feliz —repetía—, inmensamente feliz… quiero a todos… ¡Qué feliz soy!…».





XII





Cuando los familiares de Susan aprobaron su noviazgo y éste se hizo oficial, todos convinieron en que el acontecimiento era digno de ser celebrado. Excursión habían celebrado ya una. Lo más indicado parecía ser un baile. Además, con un baile se amenizaría una de aquellas veladas, monótonas, a pesar del bridge. El proyecto tuvo buena acogida. Evelyn dio unos pasos por el salón y proclamó que el piso era excelente. El señor Rodríguez les informó sobre los músicos. Había un español que tocaba el violín, acompañado al piano por su hija, una muchacha de grandes ojos negros. Tocaban en todas las bodas y podían amenizar la noche. Los que no quisieran bailar, podían ir a otra sala o al billar. Hewet se hizo cargo de reunir a los concurrentes para la fiesta, sin hacer caso alguno de las continuas advertencias de Hirst. Como su opinión no se tomaba en cuenta, se retiró junto a un grupo de solitarios caballeros y la señora dudosa. Se convino en que la fiesta se celebraría el viernes, una semana después de hacerse públicas las relaciones. Así lo declaró Hewet, muy satisfecho.



—¡Vendrán todos! —dijo Hirst—. ¡Señor Pepper, permítame! —gritó al verle pasar con su eterno libro bajo el brazo—. Contamos con usted para abrir el baile.



—Por supuesto que no se podrá dormir…



—A usted le corresponde el primer baile con la señorita Allan —dijo Hewet, consultando su carnet.



Pepper se disponía a largarle un discurso sobre los orígenes del baile, cuando un camarero le indicó que se sentase a su mesa, pues allí estorbaba.



El comedor ofrecía un aspecto fantástico. Las damas lucían trajes de noche, que hasta aquel día no habían aparecido. En las cabezas femeninas, toda una serie de peinados y postizos, moños, pelo ahuecado, rodetes inverosímiles… algunos cómicos y risibles.



La comida fue breve y hasta los camareros parecían contagiados por la alegría de la fiesta. Antes de empezar ésta, la «comisión de fiestas» giró una visita de inspección. Los muebles del vestíbulo habían sido retirados y éste brillaba bajo un derroche de iluminación, luciendo en todo su esplendor la abundancia de macetas y flores.



—Parece un cielo estrellado en una noche serena —susurró Hewet, recorriendo con la vista el amplio salón, antes de que entraran los invitados.



—Y con un piso perfecto —corroboró Susan, danzando a sus anchas.



Hewet fijóse en que habían corrido las cortinas ante las ventanas y preguntó el porqué, pues la noche era espléndida.



—Sí —dijo la señorita Allan—, pero adornan y son acogedoras —y miraba satisfecha los grandes cortinajes granates—. Podrían abrirse las ventanas, aunque las cortinas estén corridas —propuso—, así se evitarían corrientes de aire a las personas mayores.



Los músicos iniciaron un vals. Todos se agolparon a las puertas, indecisos. A poco fueron atreviéndose y saliendo parejas a la pista. El hielo estaba roto. Fue como si una ola inundara el salón. A un baile seguía otro. Los bailarines se separaban, reposaban y volvían a bailar de nuevo. Junto a las paredes se formaban grupos de personas mayores. Cuando los músicos descansaban, la juventud salía a la terraza para airearse y dar un par de vueltecitas. Se había repetido esto ya varias veces, cuando Hirst, que se apoyaba en una ventana, percibió a Helen y Rachel en una de las puertas. Había tanta gente que solo pudo ver un hombro de Helen y la frente de la muchacha. Al verle llegar, le recibieron alegremente.



—Estarnos sufriendo la tortura de los condenados —dijo Helen.



—Sí, una cosa así es la idea que tengo formada del infierno —asintió Rachel. Estaba aturdida, pero sus ojos brillaban. Hewet y la señora Allan, que bailaban con dificultad, se acercaron para saludarlas.



—¡Qué agradable es verlas! —dijo Hewet—. Y el señor Ambrose ¿no ha venido?



Él está siempre con lo suyo y que no le distraigan. ¿Puede bailar una mujer con 40 años? No puedo seguir quieta ni un momento más.



Hewet y Helen salieron a la pista a bailar.



—Habrá que imitarles —dijo Hirst a Rachel, tomándola decidido por el brazo.



Rachel, sin ser experta en la danza, poseía un sentido del ritmo que le permitía seguir a su pareja sin tropiezos. Hirst no sabía música ni tenía la menor noción del ritmo, conocía los pasos de la danza y los aplicaba sin más complicaciones. Unos cuantos pasos les convencieron de la inutilidad de sus esfuerzos. No disfrutaban ellos y entorpecían a los demás.



—¿Lo dejamos? —propuso, algo amoscado, Hirst.



A trompicones lograron salir de la pista y situarse en uno de los rincones del salón. Bullían los colores vivos y claros, mezclados con los obscuros de la etiqueta masculina.



—Bonito espectáculo —comentó Hirst—. ¿Baila mucho en Londres?



A pesar de su aparente tranquilidad, ambos estaban nerviosos.



—Poco, casi nunca —contestó Rachel—. En casa solo se celebra baile una vez al año, para la Pascua. Este piso es bastante bueno.



Hirst no contestó y siguió mirando a las parejas que danzaban ante ellos. Hubo una pausa que a Rachel le pareció interminable, y para cortarla dijo una simpleza sobre la belleza de la noche. Hirst, sin poner atención a sus palabras, le preguntó secamente:



—¿Qué quería decir el otro día con aquello de que era cristiana y que su educación era deficiente?



—Era la verdad —contestó Rachel—. También sé tocar el piano… y eso probablemente mejor que cuantos hay en el salón. Según su amigo, usted es uno de los jóvenes más inteligentes de Inglaterra.



—Sí, uno de los tres más inteligentes —corrigió él. Helen, al pasar bailando ante ellos, depositó un abanico en la falda de Rachel.



—Es muy hermosa —exclamó Hirst.



Volvieron a quedar en silencio. Rachel pensaba si a ella la encontraría también bonita. Él no sabía de qué hablar con aquella muchacha ignorante en todos los aspectos de la vida. Le bullía en la cabeza la frase burlona de Hewet, cuando dijo que él no sabía alternar con mujeres jóvenes. La miró de reojo y la vio pura e infantil, pero lejana, remotamente lejana. Dio un suspiro y volvió a intentar.



—¿Ha leído a Shakespeare?



—No, he leído pocos clásicos —contestó Rachel.



La irritaban sus maneras rebuscadas y la forma un tanto amanerada, de acuerdo con su fama de sabio. Se sentía empequeñecida.



—¿Es posible que haya llegado a los 24 años sin leer a Gibbon?



—Ya ve usted que he llegado —dijo ella, irritada.



—Oh, mon dieu! Mon dieu! —exclamó—. Tiene que empezar mañana sin falta. —La miró como analiz�