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100 Clásicos de la Literatura

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—Yo cuando leo algo de los griegos me los figuro negros y con la piel curtida, aunque veo que ésta no es la versión exacta —dijo la señorita Allan correspondiendo al interés que mostraba su compañera.

Al acercarse a Hirst, le preguntó:

—¿Qué opina usted de los griegos, señor Hirst? Porque estoy segura de que usted lee de todo.

—Yo me atengo al críquet y a las novelas policíacas.

Los periódicos cayeron de las manos del señor Thornbury y los lentes también. Todos miraron las hojas esparcidas por el suelo.

—¿Pasa algo malo? —preguntó su esposa solícita.

Hewet recogió una hoja y leyó en voz alta: «Ayer, yendo por la acera de Westminster, una señora percibió un gato en la ventana de una casa deshabitada».

—Se olvidan de los gatos —suspiró la señorita Allan.

«El animal, famélico, fue salvado por unos trabajadores, pero la emprendió a mordiscos con la mano de uno de ellos».

—Debió volverse salvaje a causa del hambre —comentó la señora Thornbury.

—Olvidan ustedes la principal ventaja de vivir en el extranjero —dijo el señor Elliot uniéndose al grupo—. Podrían leer las noticias en francés… ¡y no se enterarían de nada!

El señor Elliot dominaba varios idiomas, pero ocultaba sus conocimientos. Era un entusiasta admirador de Francia y hablaba el idioma tan exquisitamente, que costaba creer que no se trataba de su lengua nativa.

—¿Vienen ustedes? —invitó a Hirst y Hewet—. Debemos salir antes de que apriete el calor.

—No andes mucho, Hugh —aconsejó la señora Thornbury entregándole a su esposo un paquete con pollo y pasas.

—No te apures, el señor Hewet nos servirá de termómetro, él empezará a derretirse antes que yo.

Cuando hubieron partido, la señorita Allan miró su reloj.

—Las once menos diez.

—¿A trabajar? —preguntó la señora Thornbury.

—A lo de siempre —contestó la señorita Allan, levantándose.

—Es muy buena y lleva una vida dura. Soltera y ganándose el pan. Admiro especialmente su constante alegría —dijo la señora Elliot.

—Sí, es muy interesante y tiene una vasta cultura —contestó la señora Thornbury.

—Pero no es eso lo que las mujeres desean, aunque muchas aspiren a conseguirlo.

—El señor. Haley Lethbridge me contaba el otro día lo difícil que resulta encontrar chicos para la Armada, y en parte debido a la dentadura. Y he oído a varias muchachas jóvenes hablar tranquilamente de…

—¡Terrible! ¡Terrible! —exclamó la señora Elliot—. La cruz de la vida de una mujer es la mía, no tener hijos. Suspiró y calló.

—Hemos de ser condescendientes —dijo la señora Thornbury—. ¡Ha cambiado todo tanto desde nuestra juventud!

—Sí, pero la maternidad no cambia —porfió la señora Elliot.

—De todos modos tenemos que aprender mucho de las jóvenes —dijo la señora Thornbury—. Por lo menos así me pasa con mis hijas.

—A mi esposo no le importa gran cosa la falta de hijos, tiene su trabajo.

—Pero las mujeres sin hijos, pueden hacer mucho por los hijos de otras mujeres —observó con cierta ternura la señora Thornbury.

—Yo dibujo bastante —dijo la señora Elliot—, pero eso no es una ocupación, me desconcierta ver a muchas jóvenes que empiezan ahora la vida y sirven más que yo.

—Pero ¿no hay instituciones en que pudiera usted ayudar? —sugirió la señora Thornbury.

—Es que son tan pesadas… Yo parezco fuerte debido a mi color sano, pero no lo soy; la menor de once hijos no suele serlo nunca.

—Si la madre goza de buena salud, no hay motivo para que los hijos no sean fuertes por muchos que tenga. Y no hay mejor entrenamiento que la convivencia de hermanos y hermanas. Lo veo en mis propios hijos, por ejemplo en Ralph, mi hijo…

Pero la señora Elliot no prestaba atención a sus palabras.

—Mi madre sufrió dos percances estando en estado —dijo, mientras sus ojos vagaban por el vestíbulo—. Uno fue el sobresalto que se llevó al ver unos osos bailando.

El otro fue más serio. Un día que en casa se celebraba un banquete, la cocinera dio a luz. A eso atribuyo yo mi dispepsia.

—Verdaderamente son motivos como para haber abortado —dijo distraídamente la señora Thornbury, poniéndose los lentes y cogiendo el Times.

La señora Elliot se alejó. La señora Thornbury, después de leer las noticias más interesantes subió a su departamento a despachar correspondencia.

El señor Perrot atravesó el vestíbulo, el señor Venning entró y se sentó en el filo de uno de los veladores, dejando paso a la señora Paley con su silla de ruedas. Al cabo de un momento pasó Susan y el señor Vanning la siguió con paso lento. Varias familias portuguesas, con niños descuidados, salieron después atendidos por niñeras y en medio de un gran alboroto.

Conforme avanzaba el día, el sol aumentaba la temperatura; las moscas zumbaban en grandes nubes; a la sombra de las palmeras eran servidos helados y refrescos. Se bajaron las persianas y el vestíbulo quedó en una agradable penumbra. El tictac del reloj parecía el corazón del hotel, por el que discurrían escasos huéspedes.

Pasaban lentamente las horas hasta que de nuevo sonó el gong in crescendo. Primero casi temeroso, para acabar con un golpeteo frenético.

Por todos lados fueron acudiendo los huéspedes. Entraban niñas muy limpitas acompañadas de sus niñeras. Los caballeros entraban abrochándose el chaleco, y los que estaban en la terraza a la sombra de las palmeras se levantaban lentamente. ¡Se estaba allí tan a gusto! El calor excesivo hacía que la comida transcurriera silenciosa, como si la pereza lo invadiera todo y la única preocupación de los comensales consistiera en observar a los huéspedes recién llegados. La señora Paley, a pesar de la inmovilidad de sus piernas y de sus 70 años, hacía los honores a la comida y tomaba parte en todas las distracciones. Se sentaba con Susan junto a una pequeña mesita.

—No me gusta tener que decir la opinión que me merece esa mujer —dijo al pasar junto a una mesa donde una mujer alta y llamativa, completamente vestida de blanco, comía escoltada por una mujer pobremente vestida.

Susan se sonrojó ante la ocurrencia de su tía.

Terminada la comida los huéspedes fueron desapareciendo solos o en pequeños grupos, buscando un lugar donde poder echar una siestecita. A tales horas podía decirse que el hotel estaba ocupado por almas y no por cuerpos. Estos desaparecían en los lugares más inverosímiles, siempre y cuando encontraran en ellos la frescura y el reposo ansiados.

Susan soñaba asomada a la ventana de su cuarto. Había acompañado un rato en el jardín a su tía y la había escuchado mientras leía.

Hacia las cuatro los cuerpos volvían a reclamar sus derechos. Las damas se miraban al espejo, retocaban su maquillaje y bajaban a reunirse sin rastros de sueño ni digestión, dispuestas para el té.

La señora Paley dijo a la señora Elliot, cuyo esposo no había regresado todavía:

—Venga a tomar el té con nosotras, tenemos reservada una mesita a la sombra de las palmeras. Una propina obra milagros en este país —añadió riendo socarronamente.

Mandó a Susan por otra taza.

—Tienen unas galletas saladas muy buenas. ¿Ha dibujado usted mucho?

—¡Oh, no! —dijo la señora Elliot—. He hecho solamente unos cuantos borrones. Pero me ha costado bastante, acostumbrada a Oxford donde hay tantos árboles, además aquí la luz es muy fuerte. Algunos la admiran, pero a mí me cansa.

—Por supuesto que no necesito asarme, Susan —dijo la señora Paley a su sobrina cuando regresó—. Haz el favor de moverme para que me dé más la sombra.

Hubo que mover incluso la mesita. Cuando su tía estuvo bien instalada, Susan se dedicó a servirles el té. Al poco rato se acercó el señor Venning y solicitó formar parte del grupo.

—Es tan agradable y raro hallar un hombre joven que no abomine del té… —dijo la señora Paley recobrando su buen humor—. Uno de mis sobrinos tuvo la osadía de presentarse a las cinco de la tarde y pedirme un vaso de jerez. ¡Le contesté que en mi casa no se servía eso, que fuese a una taberna!

—Pues yo prefiero pasar sin comer que prescindir del té —dijo Venning—. Bueno… vamos a ser sinceros, me gustan las dos cosas.

Venning era un hombre joven, moreno, de unos 32 años, muy redicho y confiado en sus modales y atractivo personal, pero en aquellos momentos estaba un poco excitado.

Con el abogado señor Perrot había ido a Santa Marina a consecuencia de una discusión. Como eran amigos, Perrot no le abandonaba nunca. Venning también era abogado, pero detestaba aquella profesión que le mantenía atado a una mesa durante horas con la cabeza hundida entre enormes libracos. Le había comunicado confidencialmente a Susan que cuando su madre, que era viuda, hubiese muerto iba a dedicarse a lo que constituía su máxima ilusión: volar. Pensaba asociarse a una importante compañía constructora de aeroplanos. La conversación versó sobre la belleza del país y las costumbres de sus habitantes y sobre todo sobre la gran cantidad de perros amarillentos que andaban sueltos, sin dueño.

—¿No le parece cruel el modo de tratar a los perros en este país? —preguntó la señora Paley.

—Yo les pegaría un tiro a cada uno —dijo Venning.

—¡Oh! ¿Y los pequeñitos? —intervino Susan, añadiendo—. ¿No come usted?

Y le alargó un trozo de bizcocho con mano temblorosa que fue recibido de la misma manera.

—Yo tengo un perro monísimo —dijo la señora Elliot.

—Mi loro no puede con los perros —le comunicó confidencialmente la señora Paley—. Supongo que le jugarían una mala partida durante alguno de mis viajes.

—No pasearon mucho esta mañana, señorita Warrington —dijo Venning.

 

—Hacía demasiado calor —contestó ésta.

Entablaron una conversación en voz baja, mientras las señoras se contaban trágicas historias de perros y gatos.

—¿No podríamos ir a la ciudad esta noche? —propuso Venning.

—Mi tía… —empezó Susan.

—Pero usted se merece una distracción, está siempre pendiente de los demás.

—Esa es mi vida —contestó ella bajito.

—Eso no es vida para nadie y menos para una persona joven. ¿Vendrá?

—Me gustaría mucho…

En aquel momento la señora Elliot, levantando la cabeza, exclamó:

—¡Oh, Hugh!

—Venimos muertos de sed, bendito sea el té —dijo Hughling—. ¿Conoces al señor Ambrose, Hilda?

—Nos encontramos en la cuesta y me trajo casi a remolque —dijo Ridley—. Me avergüenza presentarme en este estado, sucio, lleno de polvo…

Ridley iba desarreglado, con los zapatos llenos de polvo y una flor ajada en el ojal de la solapa. Iba completamente desaliñado. Fue presentado a todos. Hirst y Hewet trajeron unas sillas y volvió a servirse té. Susan lo hizo muy a gusto y demostrando una larga práctica.

—Mi cuñado —dijo Ridley— tiene aquí una casa y nos la ha ofrecido por una temporada. Estaba sentado en un peñasco, sin pensar en nada que valiera la pena, cuando súbitamente veo brotar ante mí a Elliot, como si estuviera haciendo una pantomima. Les hemos echado a ustedes alguna que otra maldición —dijo a la señora Elliot que le preguntó por Helen—. Se nos comen ustedes todos los huevos.

—La comida no está a la altura del precio —comentó seriamente la señora Paley—. ¿Pero dónde vamos a ir sino a un hotel?

—Es mejor quedarse en casa —dijo Ridley—; yo por lo menos la echo mucho de menos. Todos deberían quedarse en casa, pero claro, casi nadie lo hace.

La señora Paley creyó ver en aquella frase un ataque a su monomanía de los viajes.

—A mí me atrae verlo todo —protestó— cuando ya se conoce bien la patria, por supuesto. Yo puedo decir que la conozco bien. No permitiría viajar a nadie sin conocer primero Kent y Doriskhire. A este último rincón de nuestra patria no hay nada que pueda comparársele.

—Pero a unos les gustan los terrenos llanos y a otros los montañosos —dijo vagamente la señora Elliot.

—De acuerdo —dijo Hirst, que había estado comiendo y bebiendo sin descanso—. La naturaleza es incómoda, horriblemente fea y terrorífica. Yo no sabría decir si de noche me inspira más miedo un árbol o una vaca. Una noche encontré una y no les engaño si les digo que encanecí. Es una vergüenza que dejen a esos animales sueltos.

—¿Y qué pensaría la vaca de él? —dijo en voz baja Susan a Venning que había ya formado una opinión de Hirst, y no ciertamente muy favorable.

—¿No fue Wilde quien dijo que la naturaleza nos reserva muchas bromas pesadas? —preguntó Hughling, que sabía la capacidad y distinción de Hirst en los estudios.

Pero Hirst apretó los labios y no contestó, Ridley creyó llegado el momento de despedirse. Dio cortésmente las gracias por el té e invitó a todos a su casa que les mostró en la lejanía.

Se deshizo la reunión y cuando Susan, que nunca se había sentido tan feliz, se disponía a salir con Arthur a dar una vuelta por la ciudad, su tía la llamó para que le enseñara cierto juego cuyas reglas no entendía… y así pasaron el rato hasta la hora de la cena.

X

Entre las promesas que Helen había hecho a su sobrina, figuraba la de que tendría una habitación para ella, independiente del resto de la casa, un cuarto donde poder tocar música, leer, meditar, desafiar al mundo, habitación que podía convertir en cuartel y santuario a la vez. Helen sabía que a los 24 años estas cosas son necesarias y no se equivocaba. Cuando Rachel cerraba la puerta tras ella, creía pisar los umbrales de un mundo de ensueño. Unos días después de su huida de las ventanas del hotel, se encontraba sentada en un gran salón leyendo las obras de Enrik Ibsen. Sobre el atril del piano había papeles de música y éstos formaban montones en el suelo.

Los ojos de Rachel se concentraban con seriedad en las páginas y su respiración contenida, que la hacía vibrar, denotaba el esfuerzo de su inteligencia.

Cerró el libro con estrépito y respirando fuertemente se recostó como quien descansa a la vuelta de un viaje por un mundo imaginario.

«Lo que yo quisiera saber es una cosa» —se dijo a sí misma en voz alta—. «¿Dónde está? ¿Qué es la verdad?». Imaginábase ser la heroína de una de las comedias que acababa de leer, el paisaje del exterior se le aparecía más claro que antes, unos hombres pintaban los troncos de los olivos con un líquido blancuzco. Se veía a sí misma en el centro de la plazoleta dominándolo todo. Las comedias de Ibsen le producían siempre tal impresión.

Se las representaba durante días seguidos, cosa que divertía mucho a Helen, aunque comprendía que no todo era comedia y que un cambio se operaba en Rachel.

Ésta seguía abarcando con su vista cuanto se veía desde la ventana. Su imaginación vagaba ya fuera de las páginas del libro y volaba hacia la vida.

En los tres meses de convivencia con su tía, Rachel se había desquitado sobradamente de la monotonía de su vida anterior, a pesar de que aparentemente Helen no ejercía sobre ella ninguna influencia. Rachel estaba menos retraída y seria, sus sobresaltos eran menos frecuentes y procuraba ocultarlos a la vista de su tía.

La medicina que su tía le administró y en la cual tenía puesta toda su confianza era ésta. ¡Hablar! ¡Hablar! ¡Hablar! Que Rachel se acostumbrara a explayarse con ella y diera rienda suelta a sus preocupaciones en conversaciones al parecer impremeditadas. No le aconsejaba nunca hábitos de amabilidad forzada, como quizás otras hubieran hecho. Helen deseaba que Rachel hablara por sí sola, sin coacciones y no dependiera de nadie. Por eso le ofrecía libros sin animarla demasiado con Bach, Beethoven y Wagner. Pero cuando el señor Ambrose sugirió obras de Daniel Defoe, de Guy de Maupassant, o alguna dilatada crónica que reflejase la vida hogareña, Rachel eligió libros modernos, de cubiertas brillantes y llamativas, de los cuales sus tías hubiesen dicho pestes. Así entraron en Rachel los problemas de importancia de la vida. Helen no intervenía en sus lecturas y Rachel las saboreaba a su antojo. Cosas y palabras para ella desconocidas se infiltraban en su mente y las manejaba con la inseguridad de las cosas nuevas. Formaba conclusiones que variaban continuamente, según la marcha de la vida cotidiana, pero de todo aquello quedaba en su alma un poco de realidad. A Ibsen seguía una novela que Helen detestaba, pues el propósito del autor era echar la culpa de la caída de una mujer sobre los hombros del verdadero culpable. Conseguía su objeto al ver el interés con que la lectora absorbía su trama. Tiró el libro y siguió observando por la ventana. La mañana muy calurosa y el ejercicio de la lectura, concentrando tanto rato la atención, la cansaban. A su alrededor todo era grande, inmenso, impersonal. Tecleaba sobre el brazo de la butaca sin conciencia de sí misma. Se abismaba pensando en lo extraño de la existencia humana. Ella Rachel, sentada en la mañana… en medio del mundo… ¿Qué era la vida? Solo una luz acariciando la superficie de las cosas y desapareciendo. Era tan completo su decaimiento que le faltaban ánimos para moverse y permanecía abismada en sus pensamientos, sin conciencia exacta de nada. Oyó un golpe en la puerta y dijo maquinalmente: ¡Entre! La puerta se abrió con lentitud y en el marco apareció una señora alta con algo en la mano que tendía hacia ella.

¿Qué digo a esto? —preguntó Helen, mostrando a su sobrina una hoja escrita—. No sé qué contestar, ni quién es ese Terence Hewet.

Rachel, muy sorprendida, leyó el contenido:

«Querida señora Ambrose: Quiero organizar una excursión el próximo viernes, a las once y media, al Monte Rosa. Si hace buen tiempo, la vista desde allí debe ser magnífica. Sería una satisfacción que usted y la señorita Vinrace fuesen de la partida.

»Suyo affmo.

»Terence Hewet.

Rachel leyó en voz alta la misiva, luego apoyó sus manos en los hombros de Helen. Ésta repetía incesantemente:

—Libros… libros… libros… más libros nuevos… no sé qué ves en ellos.

Rachel releyó la carta, unas palabras destacaban claramente: «Viernes, a las once y media». Los ojos de la muchacha brillaban de excitación.

—Debemos ir —dijo, sorprendiendo a su tía por su decisión.

—Monte Rosa debe ser esa montaña de ahí, ¿no? —preguntó a su sobrina, señalando por la ventana.

Rachel prosiguió sin escucharla.

Hewet debe ser el joven de quien habló tío Ridley.

—Entonces acepto, ¿eh? —dijo Helen—. Probablemente será un aburrimiento… —Y salió para entregar la respuesta al botones.

El plan que empezara en broma iba tomando forma, con gran satisfacción de Hewet, el organizador. Le producía una gran satisfacción ver que todas sus invitaciones eran aceptadas. Esto le enorgullecía doblemente porque Hirst suponía que muchos se negarían a ir alegando no conocerse.

—Claro, no podía ser de otra forma —dijo, después de leer la misiva de la señora Ambrose.

Está visto que tengo dote de mando. En un periquete he logrado reunir a una serie de personas y entusiasmarlas con la excursión. Soy un verdadero promotor. ¿Te das cuenta? —dijo a Hirst en cuanto lo vio—. No tengo rival para estas cosas, has de reconocerlo mal que te pese.

Se hallaba sentado en el brazo de uno de los sillones. Frente a él Hirst escribía una carta.

—Aún no están vencidos todos los obstáculos —dijo, levantando la cabeza y mirando a Hewet—. Hay dos mujeres a las que, desconoces por completo. Supone que a una de ellas le da vértigo la altura y…

—¡Ah! —le interrumpió Hewet—, es que las mujeres las dejo por tu cuenta; las invité exclusivamente por ti, es lo que necesitas, la compañía de mujeres jóvenes. Tú no te preocupas por ellas y has de tener en cuenta que forman la mitad de la humanidad.

Hirst emitió un gruñido y volvió a su trabajo. Conforme se acercaba con su amigo al lugar de reunión, los ánimos de Hewet iban enfriándose. Un pensamiento le asaltaba.

«¿Para qué diablos habré reunido aquí a esta gente y qué voy a hacer con ella? La gente es como los rebaños y a mí me corresponde hacer de pastor, pero ¿por qué? Eso es lo que quisiera saber».

Detúvose junto a un riachuelo y con el bastón removió la tierra y el agua formando lodo.

«Formando el Universo de la nada, nuestra vida es de completa incertidumbre, un ciego revolotear en el vacío en busca de un mundo mejor cuya existencia solo suponemos».

Dio un salto y atravesó el riachuelo. Un poco más lejos encontraron una granja junto al riachuelo y un grupo de árboles. Aquél era el punto de reunión. Era un llano soleado en el que se iniciaba la subida. Entre los árboles se veían grupos de borriquillos. Una mujer alta acariciaba a uno de los animalitos; otra, arrodillada junto al riachuelo, bebía en la palma de la mano. Al acercarse los dos amigos, Helen los vio y acercóse a saludarles. Presentóse a sí misma y luego hizo lo propio con su sobrina. Rachel acercóse con menos aplomo y tendió la mano, que retiró en seguida, ruborizándose.

—¡Oh, perdón! Las tengo mojadas.

Escasamente habían cruzado los saludos de ritual cuando llegó el primer coche, e inmediatamente otro. Se reunieron todos.

Los Elliot, los Thornbury, el señor Venning y Susan, la señorita Allan, Evelyn Murgatroyd y el señor Perrot. Hirst se prodigaba para reunirlos a todos. Aguantaba a los animales y ofrecía su hombro a las señoras para que subiesen.

—Hewet no se da cuenta de que hemos de llegar a la cima antes del mediodía —decía a Evelyn al ayudarla. Ésta montó con ligereza, iba completamente de blanco y en el ancho sombrero, también blanco, que le sombreaba la cara, llevaba una larga pluma. Parecía una dama galante de la corte de Carlos I, dirigiendo una caza real.

—Venga conmigo —dijo a Hirst con voz autoritaria.

Hirst la obedeció y tras ellos partió la comitiva.

—No me llame señorita Murgatroyd. Mi nombre es Evelyn, ¿y el suyo?

—John —respondió Hirst.

—Me gusta. ¿Y el de su amigo?

—Verá, sus iniciales son R. S. T. Nosotros le apodamos «Monje» —dijo Hirst.

—¡Qué sutileza! —rio Evelyn, arrancando una rama baja—. ¡Trotemos!

Dio un latigazo al animal y éste avivó el paso. Las restantes cabalgaduras les siguieron, pero al poco rato el camino les obligó a deshacer las parejas. Era estrecho, pedregoso, y la comitiva, con sus llamativos quitasoles, emprendió la ascensión en fila india. Algo más arriba, cuando ya la subida era francamente áspera, Evelyn desmontó y entregó las riendas de su cabalgadura a uno de los nativos. Hirst, a indicación de la muchacha, hizo lo propio, y fueron varios los que siguieron el ejemplo. Después de un rato de incómodas posturas a lomos de los borriquillos, no iba mal un rato de ejercicio.

 

—Teniendo en cuenta lo que costó subir, no veo la ventaja que pueda reportarme el tener que bajar —dijo la señorita Allan.

—Estos animalitos conocen bien el camino, ¿n’est-ce pas? —preguntó la señora Elliot, asombrándose de que no le contestaran.

—Flores —dijo Helen deteniéndose a coger algunas de las florecillas silvestres de brillante colorido, que crecían aquí y allá—. Deshaciendo sus pétalos huelen muy bien.

Al decir eso depositó una de ellas en la falda de la señorita Allan.

—¿No nos hemos visto antes? —dijo ésta, mirándola sorprendida.

—Sin duda, en la confusión de la partida se les ha olvidado presentarnos, pero yo lo doy por hecho —dijo Helen, sonriendo encantadoramente.

—¡Cuánta sensibilidad demuestra usted, señora! ¡Si siempre pudiese ser así! —terció la señora Elliot.

—Y podría serlo —dijo Helen—. Pasan tantas cosas y tan extrañas… ¡quién sabe lo que ocurrirá de aquí a la noche!… —dijo, burlándose finamente de la timidez de la señora Elliot, cuya tranquilidad dependía del desarrollo normal y perfecto de todos los acontecimientos. Lo imprevisto era para la pobre señora algo incomprensible.

Poco a poco fueron subiendo, alejándose del mundo que se veía a sus pies como aplastado y marcado en grandes rectángulos verdes y grisáceos.

—¡Qué pequeño se ve todo! —exclamó Rachel al contemplar la ciudad y los pueblecitos.

El mar que bañaba los acantilados era de un azul suave y la cresta de las olas parecía un caprichoso encaje. En la bahía había varios buques. En la lejanía el color iba volviéndose verdoso hasta que una línea brillante lo juntaba con el cielo. Solo el canto de algún grillo y el zumbido de las abejas que pasaban volando turbaban la calma del aire limpio y transparente. Descansaron unos momentos.

—Maravillosamente claro —exclamó Hirst, expresando el sentir de todos.

Evelyn, sentada en una roca, lo miraba todo con aire de triunfo.

—¿Se da usted cuenta de que Garibaldi pudo haber estado aquí? —le dijo a Hirst. Y al hacerlo se imaginaba que ella hubiera podido ser la prometida del caudillo; y que en lugar de una excursión campestre, aquélla fuera una expedición de patriotas. Ella se encontraría entre aquellos hombres terribles, tumbados sobre la hierba, apuntando con sus armas a las blancas torrecillas que tenían delante, taladrando con sus certeras miradas el espesor de la bruma… Pensando en estas cosas, removió los pies y exclamó:

—¿Cree usted que a esto se le puede llamar vida?

—Pues ¿a qué le llama usted vida, Evelyn?

—A luchar, pelear… a cualquier cosa menos a esta calma. —Le miró con fijeza—. Ya sé que a usted solo le interesan los libros.

—Está muy equivocada.

—Pues a ver, explíquese. —Como no había lucha, cañones, ni batallas, Evelyn tenía que encontrar algún modo de distraerse.

—Lo que más me interesa son las personas —dijo Hirst.

—Pues me extraña; le veía siempre tan serio. Aborrezco obrar con cautela, me gusta conocer con franqueza y que me conozcan, ¿a usted no?

Pero Hirst se había vuelto repentinamente prudente y no parecía dispuesto a enseñar su alma a ninguna joven.

—Mi cabalgadura se está comiendo el sombrero —dijo, echando a correr tras el borrico.

Evelyn se sonrojó y volvióse hacia el señor Perrot para que la ayudara a montar de nuevo.

El sol de mediodía caía a plomo sobre los excursionistas. Conforme iban subiendo aparecía más cielo a su alrededor, hasta que finalmente la montaña semejó una tienda de campaña en un desierto completamente azul. Los nativos bromeaban entre ellos y la comitiva estaba pendiente de sus cabalgaduras y confiada en los guías, pues el camino era cada vez más empinado. El esfuerzo y el calor eran superiores al placer que creían hallar en la ascensión y algún murmullo de descontento oíase de vez en cuando.

—Con tanto calor, estas excursiones no resultan muy acertadas —comentó la señora Elliot.

Pero la señorita Allan, a quien iba dirigida la observación, exclamó sinceramente entusiasmada:

—A mí me encanta llegar a la cima.

A pesar de su corpulencia y las incomodidades de la marcha, su espíritu, vivo y juvenil, anhelaba cualquier momento de esparcimiento y diversión.

—La vista será maravillosa —aseguraba Hewet, animándoles.

Rachel le miró sonriente. La ascensión siguió durante un rato en silencio interrumpido solo por el paso de las cabalgaduras. De pronto Evelyn, que iba bastante adelantada, descabalgó y lo mismo hizo el señor Perrot, volviéndose hacia ellos con los brazos extendidos como si fuera a dirigirse a una multitud. Habían llegado junto a un destruido paredón.

—Yo no hubiera podido seguir ni un minuto más —confesó la señora Elliot a la señora Thornbury…

La emoción de llegar las mantenía silenciosas. Uno tras otro fueron entrando en una pequeña explanada y quedaron extasiados ante aquella maravilla. A su vista el espacio se extendía infinito.

Arenas grisáceas adentrándose en bosques inmensos y montañas bañadas por el aire puro. Por el centro del llano corría una cinta de plata que la distancia dibujaba inmóvil. Aquella inmensidad anonadaba. Se sentían tan pequeños que no se atrevían a hablar. Por último; Evelyn exclamó:

—¡Espléndido! —Y oprimió la mano de la persona que tenía más cerca y que casualmente acertó a ser la señorita Allan.

—Norte, Sur, Este y Oeste —dijo ésta, señalando con la cabeza los cuatro puntos.

Hewet miró a sus invitados como justificándose de haberles llevado hasta allí. Observó que las mujeres parecían estatuas desnudas al ceñirles el viento la ropa. En aquel pedestal natural todas las señoras parecían menos familiares y más nobles, como si la altura las divinizase.

En seguida empezaron los preparativos para la comida. Hirst fue de un lado a otro repartiendo paquetes de fiambres y pan. Al entregarle a Helen un paquete, ésta le miró fijamente.

—¿No se acuerda usted de cierto espionaje nocturno? Éste la miró con viveza.

—¡Claro que sí! Ustedes son las dos señoras de la otra noche —dijo, mirando a Helen y Rachel.

—Las luces del hotel nos tentaron —dijo Helen—; estuvimos viéndoles jugar a cartas… sin caer en la cuenta de que también nosotras éramos observadas.

—Parecía una comedia —añadió Rachel.

—Hirst no supo describirlas —dijo Hewet, sin comprender que pudiera verse a Helen y no se hallara forma de describirla.

Hughling Elliot intervino en la conversación.

—No concibo nada peor —dijo, dando tirones al muslo de pollo que tenía en la mano— que ser visto y no darse cuenta de ello. Siempre parece que le han de vera uno en una situación ridícula, como si uno se mirase la lengua yendo en un coche de punto.

Todos se habían colocado alrededor de los cestos de la comida y la conversación se generalizó sobre la dificultad de conseguir tales coches, cosa que en Oxford se convertía en un imposible.

—¿Qué les pasará a los caballos? —preguntó Susan. Venning limitóse a contestar:

—¡Salchichón!

—Ya va siendo hora que desaparezcan todos —dijo Hirst—. Además de feos son viciosos.

Susan, que creía que el caballo era el animal más noble, protestó, y Venning lo calificó, en voz baja, de petulante engreído, pero por educación se abstuvo de llevar la contraria y se limitó a contestar:

—Ya nos vengaremos prescindiendo de ellos, cuando podamos ir volando a todos lados.

—¿Vuela usted? —preguntó el señor Thornbury, calándose los lentes para observarle mejor.

—Aspiro a volar algún día —dijo Venning.